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"Siempre pensamos que será la ultima vez, que nunca jamas se repetirá. Sin embargo, la atracción de lo prohibido nos invita siempre a volver a hacerlo. Un ciclo de lujuria que nunca tiene fin para ninguno de los dos. "
Tus rosados y gruesos labios rodearon la punta de mi polla. Con tu mano derecha, bien aferrada al tronco, desplegaste hacia atrás el pellejo, revelando la punta gorda y amoratada. Enseguida, te la tragaste entera y yo gemí, lleno de placer, al sentir como tu correosa lengua lo acariciaba con gracia.
Poco a poco, fuiste engullendo mi duro miembro, adentrándose en tu húmeda y caliente boca. Yo solo podía gemir y entrecerrar los ojos, lleno de mucha excitación al sentir como me hacías tan deliciosa mamada. Una de mis manos viajó hasta tu largo y rizado pelo rubio, el cual acaricié encantado, palpando su suavidad. Tu no dejabas de mirarme con tus azulados irises, en un claro gesto de provocación, deseosa de llevarme al éxtasis y, lo cierto, era que lo estabas consiguiendo.
Cerré mis ojos y gruñí con fuerza al notar como succionabas. Maldita sea, eras tan buena que no podía comprender como diantres te había dejado escapar. Claro que también había que señalar que no te conocí hasta tiempo después, cuando ya era tarde, y eso que te propuse muchas veces venirte conmigo. Un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando sentí como acariciabas los huevos. Joder, me estabas haciendo muchas cosquillas.
Abrí los parpados y allí estabas, con esa azulada mirada observándome, como si quisieras hacerme testigo de tan tamaña proeza. Te sacabas media polla, dejándome ver lo manchada que estaba de saliva y luego, te la tragabas entera de un golpe, llegando a impactar contra tu campanilla. Repitió esto en varias ocasiones, haciendo que mis rodillas temblaran con cada acometida. Tu mano aferraba con firmeza la base del miembro y la otra continuaba jugando con mis colgantes testículos.
Tras un rato así, te sacaste el pene de tu boca, dejando caer varios hilillos de saliva. Me miraste con una traviesa sonrisa. Disfrutabas con lo que me hacías y yo me preguntaba cómo eras capaz de no remorderte la conciencia, tratándose del día que era. Claro que a mí eso tampoco me importada demasiado. Estaba gozando como nunca.
Tu lengua viajó por todo la polla, desde la punta, donde llegó a entrar en la uretra con alevosía, descendiendo por el tronco, dejando estelas de brillante saliva. Su descenso continuó hasta llegar a la base. Entonces, elevaste el aparato y comenzaste a lamer mis pelotas. El gemido que emití fue estruendoso. La sinhueso lamió cada esfera carnosa y la hizo mover como si fueras una gatita jugando con una bola de hilo. Luego, noté como las mordisqueabas y como llegabas incluso a tragártelas. Mientras, tu mano me pajeaba con ganas, llevando al borde mismo del paroxismo.
Te restregaste mis cojones por toda tu cara y lo mismo hiciste con mi polla. Yo volví a cerrar mis ojos, ya incapaz de poder contener todo el deseo que ansiaba por salir de mi interior. Simplemente, perdía las facultades del control en mi cuerpo. Sentía los dedos agarrotarse y como los pulmones echaban aire con furia. Tu lengua bailoteaba por todas partes, como si estuvieras lamiendo una piruleta y yo solo podía sentir más que un húmedo calor envolverme. Entonces, te tragaste la polla de un solo bocado al tiempo que un fuerte gemido salió de mi boca.
Comenzaste a mover tu cabeza con ganas, de delante a atrás. Mi polla se deslizaba por tu boca y hasta tu garganta a gran velocidad. Tus manos se aferraron a mi culo para empujar con mayor fuerza, permitiéndote engullir el miembro mucho más. Sentí como tus afiladas uñas se clavaban con beligerancia en mi nalga izquierda. Creí que me dejarías marca. Te agarré de la cabeza para guiar mejor el movimiento y entonces, me abandoné.
Estaba en un éxtasis continuo, sin poder dejar de gozar. No deseaba que este momento terminase, pero sabía que el fin se acercaba y no tardó en llegar. Todo mi cuerpo se tensó y mi polla comenzó a sufrir fuertes espasmos. En un abrir y cerrar de ojos, me corrí. Descargué una abundante cantidad de semen en tu boca y viendo cuanto me corría, pensé que ti iba a ahogar. Sin embargo, esas preocupaciones se emborronaron ante todo el placer ofrecido. Estaba en el cielo y todo lo demás, me daba igual.
No sé cuánto tiempo pasó, pero al abrir mis ojos, me encontré de nuevo con tu rostro tan bello e inmaculado, a pesar de que acabábamos de cometer un pecado terrible. Contemplé como lamías la punta de mi polla, eliminando cualquier rastro de semen que quedara. El resto que acababa de descargar en mi copiosa corrida, suponía que te lo habías tragado, como siempre has hecho. Cuando por fin terminaste, una sonrisa de satisfacción se dibujó en tu cara. Yo tampoco pude reprimir una.
Te levantaste del suelo donde acababas de estar arrodillada y yo me volví a colocar bien el pantalón. Mientras me abrochaba la bragueta, no pude evitar mirarte y suspirarme por tener delante a una mujer tan bella, mujer que tuve varias veces, pero que ya nunca volvería a tener.
—Ha estado bien —comentabas mientras te volvías a recoger tu hermoso pelo rubio en un moño.
—Pues su —repuse yo—. Y estaría bien que se volviera a repetir.
De repente, te volviste hacia mí y me lanzaste una de tus lacerantes miradas, de esas que podían llegar a quemar. Retrocedí un poco, atemorizado ante una intimidante presencia. Si conocía algo muy bien de ti, era el fuerte temperamento que ocultabas tras esa aparente figura de fragilidad. Capaz de fingir ser vulnerable como un cervatillo y, luego, ser tan letal como un tiburón.
—Raúl, ya hemos hablado de esto y te lo he dicho, es la última vez.
Me lo has repetido tantas veces que para mí ya carece de sentido.
—Mónica, sabes que yo…
—No digas nada mas —me interrumpiste con desesperación—. No en este día.
Tus ojos brillaban como las lejanas luces de un coche que se perdieran en el horizonte de la noche. Pude sentir como tu cuerpo entero temblaba, clara señal de la angustia que te devoraba. Los dos sabíamos que aquello nunca estuvo bien, pero, en el fondo, éramos conscientes de que lo necesitábamos. Y no se trataba del morbo del engaño o el lujurioso juego de ver si nos pillaban o no. Eso tal vez fuera al principio, pero ahora, comprendíamos que había mucho más.
—Te equivocas con todo esto —señalé escrupuloso—. Sabes muy bien que no le quieres. A él no, pero a mí en cambio, si…
—Déjalo ya —vuelves a interrumpirme.
Las lágrimas amenazaban con salir de tus ojos, pero te retenías. Deseaba abrazarte, no ya por volver a sentir el contacto de tu tibio cuerpo, sino por consolarte. Todo era un maldito engaño y, lejos de frenarlo, dejamos que avanzase por creer que sería lo mejor. Tú te engañabas y seguías adelante y yo cedí porque creí que eso te haría feliz. Fuimos dos grandes ilusos.
—Solo digo que…
—Ya es suficiente —No llegaste a alzar la voz, pero fue suficiente para hacer que me callase. Siempre sabes cómo imponerte a los demás—. Esto es la despedida, el fin. La última vez —Te acercas a mí, remarcando esa última frase—. Fue divertido mientras duró, pero ya no podemos seguir.
Te miré y por más que lo intentara negar, no podía obviar el hecho de que te deseaba como jamás he deseado a otra mujer.
—Sabes que acabaras arrepintiéndote —dije esto con intención de remorder tu conciencia.
Te bloqueas por un momento, como si no fueras capaz de procesar lo que acababa de decirte, pero no tardaste mucho en recomponerte y atacar. En eso, como en muchas otras cosas, siempre has sido toda una experta.
—Raúl, lo siento, pero ya he escuchado suficiente —dijiste mientras volvías hacia la mesa, donde habías dejado el velo—. En este día, el de mi boda, esperaba que todo terminase, pero ya veo que no cedes ante nada. Aún creí que tendrías algo más de respeto por tu hermano.
—Tú tampoco lo has tenido y, sin embargo, no te lo reprocho.
Terminaste de arreglarte. Después de ponerte el velo de nuevo, te atusaste un poco el largo vestido blanco que cubría tu esbelta y figura. Te quedaba como un guante, perfecto, resaltando esa curvilínea figura que tan loco me volvió la primera vez que lo vi. Luego, te volviste a mí, hechizándome con tu deslumbrante mirada.
—Raúl, siempre recordaré todo lo que hemos pasado. No creas que voy a olvidarte, pero se acabó —Noté un cierto conato de tristeza en tu voz. Te costaba decirlo—. Ahora, volvamos al banquete. Nos estarán buscando.
Te marchaste y yo me quedé allí, pensando en todo lo que habíamos pasado, rememorándolo y echándolo de menos. Hacía poco que acababa de perderte y ya sentía tu presencia como un fantasma. Lejana y desconocida.
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Ahora, te veo bailando tan alegre con mi hermano. Él, con ese traje negro que le hace parecer un pingüino al moverse de lo apretado que le queda. No puedo evitar reírme. Tú, en cambio, estás esplendida con ese vestido blanco. Veo como la larga cola se mueve con gracilidad al dar un giro y como el borde de la falda se levanta un poco. Te hace ver como una reina que acaba de ser recién coronada. Te hace ver radiante y única.
Toda la gente os rodea en un particular corro. Sois el centro de atención y sois conscientes d ello. Miráis de un lado a otro, sonriendo como dos colegiales ante los gestos atolondrados de los invitados y ante sus ingeniosos comentarios. De forma repentina, tus ojos chocan con los míos y apartas la mirada asustada. No puedo evitar sonreír muy divertido. Entonces, uno de los colegas de mi hermano, ya medio borracho comienza a gritar eso de: “Que se besen, que se besen”.
Al principio, él es el único que lo hace. Solo, más que encantador, se ve ridículo, pero otros no tardan en sumársele. En poco tiempo, todos los que os rodean os cantan animados y tanto tu como mi hermano os ponéis rojos de vergüenza. Él parece un tomate colorado. Tú, sin embargo, pareces un inocente ángel del Cielo ruborizado. Yo soy el único que no se suma al coro, tanto por no dar un esperpéntico espectáculo como por no querer alentar tal acción. Sé que me dolerá cuando lo vea. Y así pasa.
Os besáis. Veo como juntáis vuestros labios en una apasionada unión y todos gritan emocionados. Yo, por el contrario, me siento morir por dentro, aunque cierto regusto satisfactorio me embelesa un poco. Saber que esos labios rojos que mi hermano besa hace unos minutos engulleron mi polla, me da cierto morbo. Tras eso, os separáis y os volvéis al vuestro animado público, que os aclama como fervientes seguidores.
En medio del jubiloso estallido, vuelves a mirarme. Esta vez no me rehúyes como antes y por eso, puedo observarte mejor. Alzo la copa de champan que sostengo en mi mano, en claro gesto de saludo y tú mueves la cabeza de forma vaga. Luego, te vuelves hacia tu marido y le das un suave beso en la mejilla. Lo abrazas con fuerza y te meces un poco, apoyando tu cabeza entre su hombro y el cuello. Yo sigo contemplándote sin ningún problema.
Esa mirada lo dice todo. Mi querida Mónica, sabes muy bien que esto no ha terminado. No amas a mi hermano. Al principio de vuestra relación, quizás sí, pero poco a poco, ese amor se fue desvaneciendo hasta convertirse en polvo. Por eso acudiste a mí, necesitabas a alguien que te hiciera sentir la encendida pasión real del sexo y el amor, esa que tu querido novio nunca te daba. Hoy te has casado con él solo por dinero y prestigio, nada más. En cuanto pase algo de tiempo, todo será como antes. No es pura especulación o una deseada fantasía, es la verdad. Ambos somos como dos polos opuestos, siempre acabaremos uniéndonos sin que nada ni nadie pueda evitarlo.
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