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Observaba la cartelera del cine, y una voz me sacó del ensimismamiento.
—¿Dudando cuál escoger?— Le miré. Flequillo revuelto, frente ancha, mandíbula prominente y labios firmes. El Eastwood del Jinete Pálido me dirigía la palabra.
—No hay mucho donde elegir…
—Me han recomendado esta… ¿La vemos juntos?— No esperó mi respuesta y compró dos entradas mientras yo escrutaba su espalda. Hombros rectos, cintura estrecha y culo firme. Mmmm. Le seguí como un perrito obediente hasta la sala, aunque me rebelé y elegí los asientos. Séptima fila, ¡faltaría más!
Me embriagaba su perfume, el magnetismo de su cuerpo y el calor de sus muslos, pero intenté centrarme en el argumento. Un cuarto de hora me bastó para comprender que no había ninguno. ¡La película era malísima!
—El que te la recomendó no es un cinéfilo —le susurré.
—Te mentí —Sonrió con picardía.
El deseo ardía en el fondo de sus ojos, y le prendió fuego a mi vientre. No dijimos nada más. Nos escabullimos a los servicios. Nuestras bocas se devoraron mientras nos arrancábamos la ropa. Me giró con fuerza y me recostó sobre los lavabos. Sentí la frialdad del mármol en mis pechos, la lacerante presión de sus uñas en mi cadera, la dureza de su miembro en mi sexo. Me follaba como si no hubiera un mañana, duro, fuerte, profundo; y yo le recibía como si solo existiera el hoy, apretando, girando, saliendo a su encuentro.
Nos mirábamos en el espejo y este nos devolvía la imagen: mis pechos balanceándose, su torso contrayéndose con cada embestida. Parecíamos dos animales rabiosos. Probablemente lo éramos, porque le clavé las uñas en los muslos, y él, los dientes en mi espalda, cuando nos corrimos.
—¿Regresamos a la sala?—pregunté, sin convicción, mientras se quitaba el preservativo.
—¿Vamos a mi casa?
No aprobé ni una.
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