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Conocí a Kamagere en la presentación del libro Gaal gui. El cayuco, de mi amigo Youssouf Sow, en el que cuenta su odisea desde Senegal hasta Mauritania y su travesía en cayuco hasta España. Kamagere también había emigrado y sufrido la esclavitud en fábricas inhumanas, el abuso de las mafias, el largo viaje a través del Mediterráneo desafiando a la muerte, el profundo dolor de ver morir a compañeros cuyos cadáveres arrojaban al mar, la impotencia de ser recluido en los centros de internamiento a su llegada a la «Tierra prometida», la humillación de vender DVDs piratas. Sin embargo, una sonrisa perpetua iluminaba su rostro de ébano. Estaba vivo, no como todos los amigos y familiares a los que mataron a machetazos durante el genocidio. Estaba vivo, sí. Y honraba a la vida.
Me invitó a un café en su casa. Acepté. Hablamos de su país, Ruanda, el de los grandes lagos, el de las mil colinas, el del millón de muertos.
—¿Qué significa tu nombre? —pregunté. Se sonrojó.
—Cuentan que hace muchos muchos años, la reina le pidió a un soldado llamado Kamagere que la satisfaciera. El rey estaba siempre ausente en sus campañas militares y ella sentía el fuego de los volcanes ardiendo en su interior. Kamagere estaba nervioso, su cuerpo temblaba incontrolable y el temblor dio tal placer a la reina que de su sexo brotó agua. Desde entonces, los hombres buscamos en el interior de las mujeres el manantial sagrado. Y cuando fluye, nos bañamos en el agua que mana de su tierra, fuente de la vida, en un bautismo de fuego.
Me excité. Quería sentir el placer de la reina, la vibración de su miembro en mi sexo, el fluir de mi manantial sobre su cara. Le besé y su boca me respondió. Las lenguas jugaron mientras nos desnudábamos. Los cuerpos se entrelazaron en un yin y yang perfecto.
Me tumbó en la cama y abrió mis piernas. Estiró mis labios inferiores y los chupó para humedecerlos. Acercó su miembro erecto a mi vulva y la acarició trazando líneas, círculos, espirales. Introdujo el glande y elevé la cadera, pero me sujetó con suavidad y se quedó inmóvil. Sus ojos ordenaron y me rendí. Siguió follándome la entrada con figuras geométricas, metiéndola despacio hasta golpear el mismo fondo, sacándola de nuevo para acariciar mi vulva, follándome la entrada con figuras geométricas, metiéndola despacio hasta golpear el mismo fondo. Una y otra vez, y otra vez, y otra vez…
Las paredes de mi vagina vibraron como un tambor. Mi cuerpo bailó al compás de su música ancestral. Su ritmo atávico resquebrajó la presa y fluí como una cascada.
—¡Amavangigo! —gritó, mientras se bañaba en ella.
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