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Categoría: Incestos

JUEGOS DE NIÑOS

Un domingo, mi madre, después de bañarnos, cogió el tranvía para ir a visitar a mi abuelo al Hospital Militar. Estaba muy enfermo, tardó pocos días en morir. Mireya y yo quedamos solos en nuestras respectivas camas y tan desnudos como cuando nacimos. Yo me quedé dormido, pero me desperté al sentir que Mireya se subía a mi cama. Me dijo que tenía miedo de estar sola en mi habitación y se pegó a mí como una lapa.

No sé de qué tenía miedo pero, como es contagioso, no me extrañó su temor porque yo, que hasta entonces no lo sentía, comencé a inquietarme ante el ominoso y desacostumbrado silencio que reinaba en la casa, tan ominoso que llegó a parecerme aterrador. No me venía mal su proximidad de modo que permanecimos tapados con la sábana hasta la coronilla y tan juntos como los dedos a la mano.

Me puse boca arriba y ella me pasó un brazo por el tórax, recostando su cabecita rubia sobre mi pecho. Su cuerpo era cálido, sus muslos macizos y su vientre, pegado a mis muslos, suave como el terciopelo. Una de sus manos reposaba casi a la altura de mi ombligo y fue esa mano la que empezó a moverse hacia abajo tan suavemente que casi no lo noté hasta que la sentí apoyada sobre mi flácido miembro.

En esa posición permaneció durante un buen rato. Yo me encontraba muy a gusto con ella a mi lado. El miedo comenzó a desaparecer al mismo tiempo que bajo la mano infantil se dilataba hasta su grado máximo mi miembro, que alcanzó en poco tiempo un tamaño mucho mayor que su mano.

Yo tenía los ojos cerrados, pero supongo que ella los tenía abiertos y la sábana no era suficiente impedimento para que la luz del día la atravesara. Podía ver mi erección en toda su potencia. Supongo que los tenía abiertos porque lo recorrió lentamente con los dedos de arriba abajo, deteniéndose para estirar suavemente la piel del prepucio hasta que dejó al descubierto el inflamado y rojo glande. Lo acarició con la yema de los dedos haciéndome estremecer contra mi voluntad a causa del gusto que me daba. Lo mismo había hecho mi primo Lucho, pero sin que yo sintiera el placer que sentía ahora. No lograba explicármelo y tampoco me interesaba mucho averiguarlo.

Mireya no decía nada y yo tampoco. La dejaba hacer por que me gustaba la caricia de sus dedos, finos y delicados como los pétalos de una rosa. De pronto, lo levantó por la raíz y sentí elevarse la sábana y como la punta del capullo rozaba el tejido. Lo soltó de golpe, lo que produjo un leve ruido al chocar contra el vientre.

Curiosa, su mano descendió hasta los testículos, intentando abarcarlos juntos, pero como no pudo, los acarició uno después de otro. Regresó sobre la congestionada barra intentando abarcarla entera con los dedos, cosa que tampoco consiguió. Mi verga palpitaba de cuando en cuando sobre su mano y, cuando eso ocurría, se detenía hasta que dejaba de vibrar.

De pronto, noté que pasaba uno de sus muslos sobre los míos, su liso pecho se apoyó más sobre el mío y su mano guió el falo hasta su entrepierna. Abrí los ojos, tenía las nalgas levantadas, mientras su mano introducía la roja cabeza en su imberbe y pequeño sexo. Sentí el húmedo calor de su estuche envolviendo la roja cabeza. Intentó bajar las nalgas, pero tuvo que detenerse resoplando y entonces levantó la cabeza para mirarme.

Debí de haberla detenido, pero me estaba dando tanto gusto que no dije nada y tampoco dije nada cuando me besó en los labios. Cerré los ojos y se ve que no le gustó porque me los mordió haciendo que los abriera de nuevo. Supongo que quería ver lo que sentía. Casi se me puso encima, con la punta de la verga dentro de su sexo. Entonces separó más los muslos bajando las caderas. Me miró de nuevo mientras la verga comenzaba a hundirse lentamente dentro de su caliente y húmedo coñito. Volvió a morderme los labios cuando intenté cerrar los ojos de nuevo. Quería que fuera consciente de lo que estábamos haciendo. No sé por qué, ni nunca lo supe.

Mireya era una niña muy guapa, rubia, muy bien proporcionada, de ojos azul intenso y pestañas muy largas y espesas. Tenía unas piernas y unos muslos tan bien cincelados como los de una escultura. Todo el mundo decía que era guapísima, pero ella y yo nos llevábamos como el perro y el gato cuando estábamos juntos. Sin embargo, ahora me estaba dando más placer del que había sentido en toda mi vida y quería que supiera que me lo estaba dando, o eso supuse.

Sabía que mi verga era demasiado grande para ella, pero eso no la detuvo. Con la mitad de la polla dentro de su sexo se paró de nuevo, suspirando profundamente y recostando la rubia cabecita sobre mi pecho. Estuvo así algún tiempo, no mucho, porque sin variar de postura siguió bajando las nalgas y metiéndose lo más grueso de la verga poco a poco dentro de su infantil vagina.

Levantó de nuevo la cabeza para mirarme cuando la polla llegó casi al final. Le faltaba un par de centímetros para tenerla toda dentro, y era delicioso sentir su húmedo calor rodeándomela por entero. Hasta entonces no habíamos dicho ni media palabra, pero de pronto susurró sobre mi boca:
— Apriétame el culo hasta que entre toda.

Puse las manos sobre sus nalgas, macizas y apetitosas, sin decir palabra y apreté como me pedía. La verga se hundió hasta que nuestros imberbes pubis quedaron tan pegados como un sello de correos en un sobre. Noté que la punta del capullo rozaba con algo suave y delicioso como la miel de romero en el fondo de su vagina. Así permanecimos durante varios minutos.

Volvió a besarme y sin separar sus labios de los míos comenzó a levantar lentamente las caderas, sacándose la verga hasta la mitad para volver a metérsela hasta el fondo tan lentamente como se la había sacado. Gemía cada vez que la polla le rozaba el fondo de la vagina. Siguió con aquel movimiento de saca y mete mientras yo permanecía inmóvil con sus labios sobre los míos, hasta que su lengua se hundió en mi boca.

Tenía un sabor tan dulce como si acabara de chupar un caramelo. Nunca hubiera imaginado que tuviera la lengua con un sabor tan dulce, ni en ninguna otra mujer encontré después un sabor tan delicioso.

Siguió moviendo las nalgas arriba y abajo mientras le chupaba la lengua y ella chupaba la mía. Su vaivén se aceleró al tiempo que sus gemidos sobre mi boca. Y de pronto, subiéndome por las piernas hasta los muslos y de los muslos hasta mi verga una dulcísima corriente me hizo temblar entre sus brazos. No podía contener el temblor. Ella aumentó la rapidez de su vaivén y fue tan intenso el placer que explotó en mi verga que perdí el conocimiento por unos instantes, como si mi espíritu se hubiera separado de mi cuerpo y flotara por el espacio.

Cuando lo recuperé, ella seguía moviendo el culo arriba y abajo y la intensidad de mi placer iba tan en aumento que no podía soportarlo. Era como si me cosquillearan por todo el cuerpo, temblaba como un azogado mientras la verga entraba y salía cada vez más rápida de su coñito.

También ella comenzó a estremecerse de pronto tan intensamente que se detuvo con la polla tan hundida dentro de ella que yo notaba en el capullo el roce de miel caliente del fondo de su sexo que palpitaba sobre la raíz de mi erección con unas contracciones deliciosas. Las contracciones de su coñito eran tan fuertes que me parecía tener una argolla en la raíz de la verga.

Se quedó inmóvil sobre mí, con el sexo tan apretado contra mi verga que notaba su abierta vulva mojando mi carne. Respirábamos a bocanadas los dos y tuvimos que deshacernos de la sábana, porque estábamos sudando.

Mi verga pareció desinflarse y sentí como contraía su sexo sobre el mío. Como podía hacerlo no lo sé, pero lo hacía de forma tan violenta que si la verga hubiera sido más pequeña la hubiera expulsado fuera sin remedio.

Ahora yo ya sabía lo que era correrse y lo que era un orgasmo. Lástima de tiempo desperdiciado, pensé, recordando todas las veces que, desgraciadamente, me había quedado sin poder experimentarlo.

Levantó la cabeza para preguntarme si quería seguir y le dije que sí, naturalmente. Pero mi verga no tenía la dureza que al principio, aunque seguía estando a media hasta y era lo suficientemente grande como para proporcionarnos placer.

Desnudos, sin la molestia de la sábana, podía ver su cuerpo como nunca lo había visto y la verdad es que no acababa de comprender como es que hasta entonces no me había fijado en ella con más detenimiento. A los siete años ya se le marcaba una cinturita como la de una avispa y tenía unas caderas como la caja de una guitarra. Pude apreciarla mejor cuando se sentó sobre mi verga, sonriéndome descarada mientras movía las nalgas de un lado al otro.
— La tienes floja – me dijo, acariciándome el vientre con las manos.
— Yo sé la manera de que se ponga dura en seguida.
— ¿Sí? ¿Cómo?
— A lo mejor te enfadas – contesté.
— De verdad que no. Dímelo.
— Siéntate encima de mi cara.
— ¿Cómo?
— Pues como estás ahora, pero sobre mi boca.
Parpadeó un par de veces, antes de exclamar:
— Eres un guarro y, además, no me lo creo.
— Prueba y ya verás.

Se adelantó sobre las rodillas, sacándose la verga, y avanzó hasta situar su sexo sobre mi boca. Entonces pude ver que tenía sangre en los muslos. Se la limpié a lametones y se rió diciendo que le hacía cosquillas. La cogí por las caderas y la hice bajar, abriéndole el coñito con los dedos. Comencé a chuparla de arriba abajo. Casi de inmediato miró hacia atrás para ver la verga. Pero mi boca encontró el sitio adecuado porque sus deditos se engarfiaron en mis cabellos y comenzó a gemir. Tenía en la boca un botoncito duro que por lo visto era lo que le producía tanto placer. Yo no sabía entonces que se trataba del clítoris. Pero si sabía que cada vez que se lo chupaba con fuerza ella temblaba de arriba abajo y gemía de gusto.

El sabor de su pequeño coñito me hechizaba, era levemente salado y el suave olor de su carne tierna y rosada como los pétalos de las rosas, ejercía en mí los efectos de un potente afrodisíaco. De nuevo tenía la polla dura como un garrote pero, en ese momento me di cuenta de que la niña disfrutaba tan profunda e intensamente de la mamada que le estaba realizando que tan sólo con sentir como palpitaba su coño sobre mi boca, como se estremecían sus muslos sobre mis mejillas gimiendo enloquecida de deleite, era suficiente motivo para seguir chupándola con mayor ardor y pasión a cada instante.

Llegó un momento en que toda ella se tensó como un arco, agarrada con las dos manos a mis cabellos. Sus gemidos se convirtieron en chillidos, casi aullidos de placer y los labios de su vagina aletearon fuertemente sobre mi boca y, en ese momento, le metí la lengua tan profundamente como pude, mientras los aleteos y las contracciones de su sexo la aspiraban hacia dentro de su húmedo coñito con la fuerza de una ventosa.

Le duraron mucho tiempo las contracciones del orgasmo y durante todo ese tiempo recorrí toda su vagina con mi lengua, produciéndole quizá con ello un orgasmo tan descomunal como nunca hubiera imaginado que pudiera tenerlo. Cuando se relajó, cayó sobre mí estirándose a lo largo de mi cuerpo. Notó la dureza de mi verga y separó los muslos y, como estaba muy húmeda, logré metérsela casi entera cuando siguió deslizándose hacia abajo.

Se quedó quieta con ella dentro, respirando fatigosamente todavía. Tenía los ojos cerrados, pero se abrazó a mi cuello descansando su rubia cabecita sobre mi pecho mientras mi polla palpitaba dentro de ella con fuertes sacudidas y, al notarlo, me preguntó con voz somnolienta:
— ¿Quieres seguir?
— Yo sí, ¿y tú?
— También, pero dentro de un rato.
— ¿Te ha gustado lo que te he hecho?
— Creí que me moría de gusto.
— Yeya – así la llamé siempre – ¿Me dirás la verdad?
— ¿La verdad de qué?
— ¿Habías hecho esto antes? – pregunté a mi vez, metiéndole la polla hasta el fondo.
— No.
— No me mientas, Yeya.
— Te lo juro, es la primera vez.
— No te creo, ¿cómo sabías lo que tenías que hacer?
— Porque lo vi hacer, tonto – respondió, sin moverse.
— ¿Qué lo viste hacer? ¿A quién?
— A papá y a mamá – contestó, con toda tranquilidad.
— ¿Cuándo?
— ¡Uy, muchas veces! – exclamó sonriendo - Siempre que se dejan la luz encendida. En mi pared hay un pequeño agujero desde el que se ve su cama entera.

Los tabiques y el piso de nuestra casa, como muchas del Norte, eran de madera. Como pude comprobar aquella tarde cuando de nuevo nos quedamos solos, a la altura de su almohada había un pequeño nudo en la madera que se desprendía con facilidad. Era tan pequeño como el hueso de una cereza, pero suficiente para ver lo que ocurría en la habitación contigua donde dormían nuestros padres. Ella no tenía más que sacar el nudo para ver lo que ocurría. Hay que ver hasta donde llega la picardía de los niños, para que luego hablen de la inocencia infantil.

No tardó mucho tiempo en recuperarse. De nuevo comenzó a levantar las caderas y a bajarlas hasta que la verga le rozaba el fondo de la vagina. Nuestras lenguas no dejaban de chuparse y mis manos le acariciaban todo el cuerpo desde la nuca hasta las fabulosas nalgas, abombadas y prietas como las de una joven potranca.

A veces, cuando la tenía encajada hasta la raíz, se paraba para preguntarme si me gustaba. Yo le respondía preguntándole si a ella también le gustaba. No me respondía pero el gesto que hacía era tan elocuente que sobraban las palabras: Entornaba los ojos y se mordía los labios levemente, mientras su coñito se contraía sobre la dura verga.

Estábamos a punto de corrernos de nuevo cuando oímos pasos subiendo la escalera. Me miró asustada, porque los dos sabíamos que sólo podían venir a nuestro piso, el único del edificio. Se levantó como un rayo y se fue corriendo a su habitación.

Me tapé con la sábana haciéndome el dormido, aunque tenía una erección de caballo. Me pareció que era demasiado pronto para que nuestra madre regresara, pero cuando oí abrirse la puerta del piso imaginé que era ella. Sin embargo, no lo era.

Si bien este episodio no corresponde a las ocasiones perdidas, lo he incluido porque, en parte, y por culpa de la visita, dejé de disfrutar de un segundo orgasmo y quizá de volver a comerle el coñito a Yeya, que me gustaba tanto como follarla. Sobre todo por verla disfrutar como una loca cuando se corría.


Si hasta entonces las mujeres me gustaban a rabiar, a partir de este día no pensaba en otra cosa más que en follar y comerle el coño a cuanta tía me gustaba. Incluso por la calle, cuando por las mañanas me iba al colegio y veía una mujer guapa y bien plantada, me imaginaba entre sus muslos comiéndole el coño hasta hacerla barritar de placer. O me preguntaba si ya se lo habían comido, si le gustaba, o cuando fue la primera vez que se lo comieron hasta hacerla delirar de placer.

En fin, juegos de niños.
Datos del Relato
  • Autor: Aretino
  • Código: 16634
  • Fecha: 16-05-2006
  • Categoría: Incestos
  • Media: 5.88
  • Votos: 85
  • Envios: 19
  • Lecturas: 8495
  • Valoración:
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Comentarios


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2 comentarios. Página 1 de 1
lobo_calientee27
lobo_calientee27 18-02-2014 16:03:03

magnifico y candente relato muy bueno

Carmen
invitado-Carmen 05-06-2006 00:00:00

Me gustó tu relato, te felicito, no necesariamente porque hayas cometido incesto con tu hermana, aclaro, sino porque tu relato tiene un orden cronológico y está muy bien estructurado, haces que el lector disfrute de la lectura, con respecto a tu hermana, creo que son cosas de niños en realidad, muchas veces los niños no tienen la culpa de las cosas que suceden a su alrededor.

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