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Interludio

Le vio descender de la furgoneta desde la ventana y dirigirse hacia la oficina. Instintivamente soltó su hermosa melena color castaño, que siempre recogía en una coleta cuando trabaja, y comprobó su maquillaje en el espejo. Abrió el botón superior de la blusa, permitiendo intuir el nacimiento del canalillo –un toque sutil, pensó, sin vulgaridad– y decidió que su físico no estaba nada mal para haber cruzado ya la treintena.

Se sintió un poco tonta por la excitación que le provocaba cada visita, como una colegiala aguardando al chico guapo del instituto. Hubo un momento, no hace mucho tiempo, en que creyó que no volvería a experimentar sentimientos así, sobre todo durante el proceso de divorcio. Se había refugiado en la dirección de la empresa, aislándose de todo aquello que pudiera volver a dañarla.

Golpeó la puerta y entró sin aguardar respuesta, con esa seguridad sin petulancia que le caracterizaba.

–¿Qué tal, Rosa?

No era alto, pero poseía un cuerpo bien formado, fuerte, fibroso. Su escaso cabello cortado casi al rape le otorgaba un aspecto un tanto marcial. Para Rosa desprendía un irresistible aura de virilidad –al modo de un joven Bruce Willis o de Jason Statham, de modo que, cuando le tenía delante, debía reprimirse para no mirarle el paquete, fascinada por el considerable bulto que deformaba la bragueta. En más de una ocasión se había masturbado fantaseando con sus genitales, imaginando un pene largo, grueso y venoso, custodiado por unos grandes testículos colgando dentro de su rugosa y velluda bolsa escrotal.

–Bien, Ernesto –le contestó disimulando un suspiro–. Parece que se nos adelanta el invierno.

–Sí –respondió alcanzándole el albarán–. Hay que ver como ha enfriado.

Al coger el papel sus dedos se rozaron y, por un instante, se miraron en silencio. A lo largo de los últimos meses Rosa se había preguntado si en sus diferentes encuentros la tensión sexual que se creaba entre ambos era sólo producto de su propia imaginación o era experimentada también por Ernesto. Algunos gestos de él, como esta mirada, le animaban a pensar que era un sentimiento compartido.

–¿Te apetece un café? –Le preguntó para romper la tensión– Te ayudará a entrar en calor.

–Claro –sonrió él–. Soy un adicto a la cafeína. Me lo tomaría incluso calado por un calcetín.

–Me temo que el mío no es tan elaborado –río guiándole al reservado que se hallaba en la parte trasera de la oficina. Era una pequeña salita con un viejo sofá, un televisor, un microondas y una cafetera.

Sirvió dos tazas y se sentó junto a él.

–¿Qué tal tu padre? ¿Se ha acostumbrado a la jubilación?

–¡Oh, sí! Demasiado bien. Se ha convertido en el rey de la pesca, y yo he heredado todos los problemas.

–Te entiendo. No será fácil dirigir sola un negocio.

Continuaron así, con una conversación ligera, intrascendente, eludiendo aquello que realmente querían decirse. La mente de Rosa fue paulatinamente desentendiéndose de las palabras, fijando su atención en los gestos de Ernesto, en el movimiento de sus manos fuertes y un tanto rudas.

Imaginó aquellos dedos gruesos y ásperos por el trabajo deslizándose por la piel de su cuello, acariciando sus hombros y descendiendo hasta sus senos. Fantaseó con la idea de que juguetearan y pellizcaran sus pezones, que sentía duros y excitados sólo con la idea, para bajar a continuación, despacio, por su abdomen hasta alcanzar el pubis…

–Voy a besarte.

–¿Perdón? ¿Cómo has dicho?

–Digo, Rosa, que voy a besarte. Te aviso por si quieres detenerme antes de que lo haga.

Aún sorprendida no reaccionó cuando Ernesto, mirándola fijamente a los ojos, aproximó su cara despacio, pegó sus labios a los de ella y la besó. Fue un beso suave, delicado, húmedo. Después se apartó y volvió a mirarla, aguardando en silencio. Rosa sostuvo la mirada, sonrió y le devolvió el beso.

Como si la apertura de una pequeña espita hubiera provocado el derrumbe de un dique incapaz de resistir ya la tensión sexual acumulada, ambos se lanzaron a un frenesí de besos, caricias y sobeteos, intentando con prisas y cierta torpeza desnudarse mutuamente. A punto de caer del sofá se detuvieron entre risas.

Más calmados, continuaron con mayo relajo. Rosa, de pie, se colocó delante de Ernesto, acomodado en el sillón para disfrutar del espectáculo. Con un leve contoneo al son de una música inaudible, comenzó a desnudarse. La blusa encarnada, ya desabotonada, la falda gris perla, el sujetador turquesa a juego con el tanga –su mejor conjunto de lencería, que hoy se había puesto siguiendo un impulso.

–¿La puerta? –Preguntó Ernesto señalando con la cabeza hacia la entrada.

–No te preocupes. Han ido todos a comer. No nos molestará nadie.

Se aproximó a él y comenzó a desnudarlo. Le quitó la ajustada camiseta, admirando sus bíceps, sus hombros, su torso fuerte con una liguera franja de vello en su centro que se alargaba al descender por su plano y tenso abdomen, como una flecha que apuntara con su triangular punta rizada hacia el pene que, ya erecto, saltó del bóxer al bajárselo.

El miembro no defraudó sus expectativas. De longitud superior a la media, aunque no en exceso, su fuste era grueso y carnoso, surcado por enormes venas que se retorcían con abruptos meandros y lo hacían palpitar como una dinamo a plena potencia. El glande emergía del plegado prepucio como una rosada cabeza, curva, estriada y tersa, empapada por el jugo que goteaba ya de la abertura de la uretra.

Rosa lo agarró con delicadeza y lo acarició con la punta de los dedos, sintiendo la bulbosa superficie a través de la piel de sus yemas. Siguió el arco que dibujaba el borde del glande, subiendo por un frenillo tan tenso que parecía a punto de rasgarse, hasta juguetear con la pequeña y mojada fisura.

Después lo sujetó por la base y con la lengua lo recorrió por completo, empapándolo de saliva mezclada con líquido preseminal, antes de introducírselo en la boca. Saboreó el fuerte y salado sabor, mientras el anillo que formaban sus labios recorría toda la extensión del miembro. Al tiempo, con la mano palpaba la rugosa piel del escroto, sintiendo como los testículos se desplazaban en su interior.

Su dedo se deslizó por la velluda superficie del perineo, enterrándose en la sudada hendidura hasta alcanzar la abertura del ano. Acarició el anillo, dilatándolo hasta lograr introducirse en su interior, acto que el hombre agradeció con un gemido.

A continuación, Ernesto la sujetó por la cabeza y detuvo la felación, aproximándola para besarla.

–Si continúas así voy a estallar.

–¡Oh! –Replicó ella irónica– Y no queremos que eso ocurra, ¿verdad?

–Aún no.

El beso fue largo, líquido, violento. Ernesto, sin apartar los labios, la tumbó en el sofá, deslizó su mano sobre el abdomen de ella, despacio, con suavidad, apenas rozando la delicada piel de Rosa. Acarició el suave vello del pubis y alcanzó la vagina, empapada con sus propios jugos. Magreó los labios exteriores, las ingles, el ano, jugueteó con la jugosa carne de los labios interiores y masajeó el excitado clítoris. Rosa cerró los ojos, arqueó la espalda y dibujó una leve sonrisa de satisfacción en su cara. Cuando los volvió a abrir Ernesto la miraba fijamente, muy cerca. La besó de nuevo sin dejar de masturbarla.

–¿Ahora? –Le susurró.

Ella le respondió con un ligero gesto afirmativo. Él se irguió y se colocó entre los muslos abiertos. Dejó que la mano de ella lo guiara, introduciendo su polla muy despacio. Cuando sintieron que había entrado por completo permanecieron unos instantes quietos, abrazados, como si quisieran fusionarse. Después él comenzó a mover sus caderas, deslizando su miembro armónicamente en el interior de la lubricada caverna. Al tiempo que empujaba masajeó los pechos de ella, pellizcando con fuerza creciente sus pezones al observar como la especial sensibilidad de estos potenciaba la excitación de la mujer.

El orgasmo de ella llegó primero, acompañado de una fuerte y agitada respiración, antes de recibir la eyaculación de Ernesto, quien impulsado por los estertores clavó su polla hasta lo más hondo de las entrañas de Rosa.

Permanecieron un rato tumbados y abrazados, empapados en sudor. Hablaron en voz baja, como si no quisieran romper la magia del momento, e intercambiaron besos más cariñosos que sensuales. Después, una vez vestidos, se despidieron junto a la puerta de la silenciosa oficina cogidos de la mano y mirándose a los ojos.

–¡Llámame! –Le pidió ella cuando Ernesto se dirigía a la furgoneta.

–No –contestó él volviéndose.

La respuesta dejó a Rosa callada, con una mirada interrogativa en los ojos.

–Para qué te voy a llamar si vendré a buscarte esta tarde, cuando salgas. ¿O no te lo había dicho?

Le respondió con una sonrisa al gesto irónico y algo perverso que él le había lanzado, y le observó marchar juzgando que su culo no estaba nada mal.

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