A los dieciochos años Carlitos aún no le había visto el ojo a la papa.
Deseaba vehementemente ese contacto cuerpo a cuerpo, piel con piel, con una mujer de carne y hueso, recorrer ebrio de placer los intrincados vericuetos de su desnudez, sentir el despertar fascinado de su sensualidad, maravillarse con las postreras convulsiones del amor... y dejar atrás para siempre los métodos sustitutivos tradicionales, esos juegos solitarios que le provocaban un placer mezquino y unas puliciones clandestinas y vergonzosas, que mantenían calmada a su fiera, pero que ya empezaba a considerar como un paliativo indigno.
Pero ahora, en este preciso momento iba a cruzar el umbral de la puerta ansiada, que lo transformaría de muchachito virginal, en un hombre hecho y derecho.
Hacía un buén rato que se paseaba muy nervioso por ese par de cuadras, fumando como chino rabioso, esperando que apareciera la mujer de sus sueños, la afortunada que lo iniciaría en las lides del amor.
El par de billetes arrugados que llevaba en el bolsillo de su camisa, los revisaba inoficiosamente cada cinco minutos. Estaba que cortaba las huinchas...
Desde hace un par de meses atrás, venía planificado la estrategia, que básicamente consistía en lograr los recursos económicos necesarios. Esta, la fase inicial, era dolorosamente imprescindible, para lo cual puso en rigor una extrema avaricia, que lo obligó a renunciar a unos ocho completos con sus respectivas bebidas, cinco cajetillas de cigarros y dos mesadas, aproximadamente. La segunda fase exigía un estudio de prefactibilidad, que consideraba el conocimiento del terreno, posibles horarios de desarrollo de la acción y al menos, tres cotizaciones.
A veces salía mas temprano de clases, entonces se iba caminando por la vereda norte de la alameda, desde la Universidad Técnica del Estado, con sus cuadernos y la carpeta con el logo de ingeniería.
Oscurecía mas temprano por aquel tiempo. El otoño se anunciaba frío y obligaba a que todos aligeraran el paso y fueran absorbidos rápidamente a sus hogares por el flujo incesante de las micros y liebres.
Carlitos, desde la oscuridad cómplice de la noche y parapetado trás los paraderos de micros, estudiaba el ambiente y recorría las calles pecaminosas del sector de la Estación Central, frente a la calle Bascuñan.
Cuando alguna meretriz, exageradamente maquillada, vistiendo una provocativa minifalda, que exhibían, indefectiblemente, unas piernas rechonchas, cubiertas con medias negras, le decía al pasar:
- mijito, vamos a acostarnos...
En ese momento, Carlitos tímidamente y haciendo de tripas corazón, le preguntaba:
- ¿ Y cuanto... ? - De esa manera fué obteniendo una idea aproximada del valor de la tarifa del comercio carnal. La economía de guerra debía continuar, ya que aún no alcanzaba a cubrir el promedio que había calculado, considerando un margen de error por las fluctuaciones del mercado (estudiaba ingeniería).
El se imaginaba que esa primera vez sería maravillosa...
Le confesaría mejor a la putita que era virgen y ella se lo agradecería y sería muy tierna. Cada noche imaginaba una escena distinta: En una, él la desvestía a ella lentamente, besando cada centímetro de piel descubierta, deteniéndose largamente en la caricia de sus senos, para luego succionar ávido sus pezones endurecidos, haciéndo una verdadera fiesta con sus nalgas desnudas, que amuñaría y mordería de puros nervios, y así se dejaría arrastrar, embriagado, lúbrico, en una espiral de deseo, hasta conquistar la tibieza de esa oquedad primigenia, desconocida, soñada, deseada...y clavar heroico la bandera del macho vencedor. Otras veces ella tomaba la iniciativa y hacía un trabajo lento, amoroso, profiláctico, succionante, didáctico, verdaderamente iniciático, donde le hacía descubrir todas las estrellas del firmamento con su artes amatorias.
"Is now or never", se dijo (había tenido clases de inglés un rato antes). Esperó que apareciera alguna belleza despampanante, pero fué en vano. En la puerta de un hotelucho, estaba parada una mujer morena y gruesa, con minifalda, labios carmesí, pelo negro ondulado, se decidió...no podía seguir esperando.
- mijito, vamos a hacer cositas ricas...
- ¿Y cu-cu-cuanto sería mijita ? (Carlitos en el momento supremo casi arruga). - Después de efectuada la transacción monetaria, subieron por una larga y oscura escalera, que no llevaba al cielo, sinó a una pieza lúgubre, húmeda y deprimente. Solo cuando ella encendió la débil luz de una ampolleta, que colgaba desnuda del cielo descascarado, Carlitos notó la total ausencia de los incisivos superiores de la sílfide, que el rojo carmín había ocultado. La decoración minimalista del departamentito la constituía una cama de plaza y media hundida, cubierta con una colcha azul, un velador color café de metal, sobre el cual lucía un rollo de papel higiénico y frente al camastro, una silla con una palangana y un jarrón de loza saltado, en el suelo.
-Pásame la plata p'a pagar la pieza, cabro...
Luego, cuando salió la Mesalina trás la puerta, haciendo sonar los tacos por el oscuro pasillo, Carlitos, el lujurioso, se desnudó completamente. Cuando vió su masculinidad impetuosa alzarse en ristre, guiñó un ojo complacido a la prolongación anhelante de su cuerpo y le rogó en un susurro: "no me falles".
Al volver la prostituta desdentada y ver a Carlitos en pelotas y tratando de impresionarla con su discreta erección, de pié al lado de la cama, ésta exclamó:
- ¡Pa qué te empelotaste hueón, te vay a cagar de frío! - al tiempo que colgaba su chaqueta de cuero en el respaldo de la silla y dejaba caer su falda al suelo, luego sentándose en el borde del catre se sacó las botas, la papa que tenía en el calcetín del pié derecho no se le escapó a la mirada escrutadora de Carlitos, empero no sofocó su libido, indemne a los pequeños e insignificantes detalles, ni a sus ardientes deseos de poseerla, olvidando todos los tiernos y románticos preludios de sus sueños y la confesión ridícula de que estaba cartucho.
La mujer se tiró de espaldas en la cama con su chaleco rojo de lana puesto, quedando desnuda del ombligo hacia abajo y abrió las piernas mecánicamente, dejando al descubierto la copiosa vegetación de su sexo y le ordenó al muchacho inexperto y falto de cariño:
- Ya cabro, ven p'a que te agache el loly...
Luego de un minuto, mientras Don Carlos se vestía, miró de reojo el poto fláccido de la puta, que chapoteaba a horcajadas en la palangana, lavando su jungla apenas hollada.