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Lucía abrió perezosamente los ojos y miró el reloj eléctrico sobre su mesita de noche. Con dificultades por la somnolencia en la que aún estaba sumida comprobó que ya habían pasado quince minutos desde que sonara el despertador.
Durante unos segundos meditó la posibilidad de alargar ese maravilloso sopor al que solía acogerse todas las mañanas al despertar, pero la idea fue fugaz. Había un montón de cosas por hacer ese día y, aunque sabía que Pedro se iba a ocupar de casi todo, era consciente de que ciertas tareas solo podía hacerlas ella.
Torpemente se puso en pie y tiró de las cortinas para iluminar la habitación. Cuando sus ojos se habituaron a la cascada de luz observó su cuarto de toda la vida semivacío y un leve sentimiento de nostalgia le invadió. La mayoría de sus pertenencias ya estaban en lo que iba a ser su nueva casa, aunque aún iban a pasar unos días antes de ocuparla. Había sido duro el traslado pero Pedro y su hermano se habían encargado casi por completo de ello.
Quedaba algo de ropa en el armario y un leoncito amarillo de peluche que conservaba desde que era niña y que, pese a los años transcurridos, mantenía un aspecto impecable.
Eso sí, aún estaba ahí su ordenador personal, uno de los pocos caprichos que se había podido permitir desde que cuatro años antes se pusiera a trabajar en la fábrica para apoyar económicamente a su familia, y que le permitía comunicarse con Estrella, su gran amiga y confidente.
Hacía tres años que Estrella había abandonado el pueblo en el que ambas habían compartido su infancia y juventud. El espíritu inquieto de su amiga y las disputas familiares que, sobre todo tras la muerte de su padre, mantenía de continuo con su madre, una mujer exuberante y de vida disipada y libertina, le habían hecho abandonar el pueblo natal para desplazarse primero a la capital y posteriormente a Londres donde actualmente vivía. Allí se había buscado la vida dignamente encontrando trabajo en una tienda de modas y alojamiento junto con otras dos chicas, una venezolana y otra italiana, en un piso alquilado.
A Lucía le apenaba que las obligaciones laborales y la distancia hubieran impedido a su gran amiga acompañarle ese día. Se detuvo ante la pantalla de su ordenador dudando en encenderlo y releer el contenido del mensaje que Estrella le había mandado el día anterior: un chiste muy malo, un par de anécdotas de sus compañeras de piso, muchas palabras de ánimo para el futuro y sobretodo su última locura nocturna en la capital británica.
Apenas se había alejado dos pasos de la mesa cuando se detuvo y volvió a ella decidiendo finalmente abrir de nuevo el último e-mail que había recibido de Estrella. El chiste y las vivencias de las dos chicas que vivían con ella los ojeó muy deprisa, casi sin mirar, sonriéndose. Luego leyó un par de veces, conteniendo a duras penas las lágrimas por la emoción, las felicitaciones y manifestaciones de sincero convencimiento por parte de la amiga de que todo le iba a ir muy bien con Pedro.
Una vez recuperado el sosiego se dispuso a repasar la última parte del mensaje de su amiga. Un ligero estremecimiento recorrió su cuerpo antes de comenzar la lectura y es que Estrella tenía el don especial en sus narraciones de hacerle sentir casi como propias todas sus locas aventuras sexuales. En realidad Estrella siempre se había caracterizado por su abierta inclinación a todas las manifestaciones del sexo.
Lucía recordó como con catorce o quince años, estando en casa de su amiga, ésta las había conducido a ella y a Elisa, otra amiga, al dormitorio de su madre para mostrarles el curioso juguete que guardaba en su armario, un pene de plástico cuyas dimensiones dejó a ambas perplejas al nacerles la incertidumbre de que en la realidad pudieran alcanzar semejante tamaño. Estrella se había puesto a juguetear en guasa con el instrumento haciéndolo resbalar repetidamente por su cuerpo mientras simulaba un baile erótico que culminó con un beso en la punta del magnífico pene. En ese momento, con sus labios apoyados sobre el juguete y viendo la estupefacta expresión del rostro de sus dos amigas que la contemplaban, había estallado en grandes carcajadas a las que se unieron rápidamente las risas de Elisa y las suyas propias.
Luego el instrumento empezó a pasar de las manos de una amiga a la de otra y las risas se multiplicaban en cada postura erótica adoptada. Lucía recordaba cómo se le quedó grabada la tersura casi humana de ese plástico con el que estaba confeccionado el juguete sexual.
Unos días después, al salir del instituto Estrella volvió a reunirlas en las afueras del pueblo para mostrarles un nuevo hallazgo, una revista guarra. Su amiga comenzó a hojear las páginas y se sucedieron las fotos que mostraban las inimaginables cosas que se podían hacer con un hombre o incluso con más de uno a la vez. Estrella no paraba de alabar las excelencias del sexo y proclamaba abiertamente su predisposición a probar todo lo que allí se exponía y aún más. Lucía, por el contrario, experimentó en ese momento una repulsión generalizada hacia semejantes actos de copulación antinatural y de grupo, por no hablar de las escenas finales en las que los protagonistas masculinos depositaban su semen en cualquier lugar menos donde realmente debían.
Lucía iba a comenzar a leer la última parte del mensaje de Estrella cuando oyó las voces de su madre instándola a apresurarse. De mala gana apagó su ordenador y se dirigió al único cuarto de baño que había en la casa, para ducharse.
Mientras se enjabonaba, su mente no pudo evitar volver al relato de la noche loca de su amiga.
Estrella había salido de la tienda junto con otra compañera de trabajo y, tras cenar, las dos se fueron a un conocido pub de la city. La amiga le decía que se había enrollado con un chico guapísimo, alto y rubio de ojos azules. Lucía siempre dudaba de la veracidad de las descripciones de los amantes de su amiga, pero le daba igual, porque nunca veía en ello un intento de pavonearse por sus conquistas.
El príncipe rubio la había invitado a su casa y ella por supuesto no se había opuesto. Mientras él conducía ya se exploraron mutuamente por encima de la ropa, ella con las dos manos y él con la única que la permitía la conducción. El recorrido por el cuerpo musculoso del chico le permitió comprobar la excitación de éste cuando le alcanzó con sus manos el sexo que por la erección provocaba un notable abultamiento en sus pantalones. Estrella también estaba caliente, como pudo comprobar el chaval cuando tras acariciarle los muslos había subido una de sus manos a su pubis para constatar la humedad sexual concentrada en sus bragas. Ella se lanzó directamente a liberar la henchida verga del chico de la opresión de los pantalones, estudiando la posibilidad de hacer algo más con ella, pero él le retuvo las manos ansiosas dándole a entender que no había prisa.
Ya en la casa del apuesto chaval los dos se lanzaron a tumba abierta a gozar del placer desnudando sus cuerpos y dando rienda suelta inicial a todo tipo de caricias. Las manos primero, luego los labios y finalmente las lenguas se entretuvieron en obtener y dar el placer de acariciar la piel desnuda hasta quedar ambos en posición invertida, ella encima de él, devorando cada uno el sexo del otro hasta degustar el resultado del frenesí final alcanzado por ambos.
Recordando las andanzas de su amiga Lucía ni se había percatado que sus manos estaban recorriendo su propio cuerpo bajo el agua templada de la ducha, como si fueran las del rubio chaval del que su amiga había disfrutado un par de noches antes.
Seguía rememorando el relato de Estrella que le describía cómo tras el natural reposo ambos habían reiniciado las caricias besándose ardientemente y recuperando el deseo de sentirse de nuevo unidos el uno al otro, y cómo durante buena parte de la noche ella había sentido como él la penetraba con su verga de cien maneras distintas llevándola al cielo en más de una ocasión hasta que él consumó su propio placer dentro de ella
La placentera sensación que Lucía sentía mientras se acariciaba su sexo imaginando la escena de su amiga fundida sexualmente con su conquista londinense, se truncó con dos fuertes golpes en la puerta del baño. Su madre le reiteraba de nuevo que iba a llegar tarde a la prueba de maquillaje, primera de sus obligaciones en ese día tan especial para ella.
Aunque ya no le repugnaban las tórridas escenas sexuales de aquella primera revista, que su amiga le contaba haber realizado con todo lujo de detalles más de una vez, Lucía se sentía incapaz de ponerlas en práctica.
Un año antes de empezar a salir con Pedro había tenido un primer contacto amoroso con un chico que había conocido en una discoteca de un pueblo cercano al suyo. El buen saber estar del chaval, guapo y divertido, y las palabras obscenas de ánimo de su amiga Estrella la estaban convenciendo de aventurarse hacia lo desconocido.
Una última copa en el momento justo terminaron de vencer su natural reticencia y llevada de la mano del chico se encontró en un rincón oscuro de la discoteca. Aceptó con gusto besarse con él en la intimidad del escondido lugar, pero se le hacía difícil dejarse tocar por las ansiosas manos del chaval.
Cuando éstas le subieron la falda lo suficiente para poder tomar posesión de su sexo, Lucía ya comenzó a dudar en seguir adelante, y cuando el chico se afanó aún más abiertamente para primero acariciarle por encima de las bragas y deslizar después dos de sus dedos por el extremo de éstas deslizándose por su vello púbico hasta alcanzar su más íntimo recodo, ella no pudo soportarlo y separándose bruscamente se alejó de allí sin dar explicaciones ni a su sorprendido amante ni a su propia amiga que estaba a lo suyo con uno de los amigos de él.
Una vez fuera de la discoteca y recuperada la calma se dio cuenta de que, pese a sus propias objeciones, el episodio la había extrañamente excitado y notó en su entrepierna la misma humedad que debió haber sentido en sus dedos el pobre chaval, y se culpó de haberle dejado, como a ella misma, en esa situación en la que se mezclaban la confusión y la frustrada excitación.
Sus pensamientos volvieron a Pedro, que le había demostrado en los tres años que llevaban saliendo juntos un cariño y una ternura que la llenaban plenamente sin tener que adentrarse, tal vez afortunadamente, en los obscuros secretos del sexo.
Tras unos primeros meses en los que la relación sentimental se basó más en largas conversaciones que en gestos amorosos, llegaron los primeros besos y las púdicas caricias que Pedro le prodigaba con repetida constancia.
Lucía esperaba que tarde o temprano él se aventurara más allá en sus manifestaciones sexuales, aunque ella tampoco tenía mucha prisa en ello y eso que su amiga del alma, como no podía ser de otro modo, la empujaba continuamente, en sus misivas o por teléfono, a que tomara ella misma la iniciativa.
De hecho un día, apenas un mes antes, en el interior del coche de Pedro, éste, mostrándose extrañamente acalorado en sus caricias, le había comenzado a recorrer bajo las ropas zonas de su cuerpo que hasta ese momento permanecían inexploradas. Lucía se sintió gratamente sorprendida por el atrevimiento de su chico y dejándose llevar comenzó a experimentar esas sensaciones de placer que ya conocía.
Intentando corresponder, siguió los consejos de su amiga y ella misma adentró sus ligeras y femeninas manos bajo la camisa de él, acariciándole el torso y las tetillas, para luego ir más abajo en busca de su virilidad. Llegó a desabrocharle la cremallera del pantalón y consiguió introducir sus manos por debajo del slip degustando entre sus dedos el crecido pene que tembló al contacto de éstos.
Fue en ese momento cuando Pedro le cogió la mano y tras retirarla de su apreciado aposento, frenó sus propias caricias y con un dulce beso en la boca dio por concluido el paseo por el más allá del sexo que ellos mismos se habían tácitamente impuesto, dejando a Lucía perpleja y en cierto sentido culpable, sin saber muy bien la causa, de lo que había pasado. No hubo palabras sobre el hecho y todo continuó siendo como antes.
Lucía sabía que esa noche los dos iban a tener que ir mucho más allá en el amor aunque desconocía hasta donde serían capaces de llegar. Mirándose desnuda en el espejo, tras la dilatada ducha, se sintió hermosa: su pelo corto y oscuro, sus ojos castaños, de cejas densas pero bien arregladas, la nariz recta a juego con los rasgos generales de su rostro y la boca de labios rosados y no demasiado anchos. Un lunar de pequeñas dimensiones bajo uno de sus ojos junto a la nariz daba a su cara un toque peculiar que se acrecentaba cuando al sonreír se le marcaban los hoyuelos en los pómulos.
A sus veinte años su cuerpo, aún esbelto, le resultaba algo delgado y sus pechos pequeños, aunque firmes y de puntiagudos pezones. El triángulo de su sexo aparecía bien marcado por una estrecha y alargada mata de pelo que ella se encargaba regularmente de mantener alejada de las ingles utilizando sus pinzas de depilar.
Los nuevos gritos de su madre delataban ya la desesperación. Lucía se percató de lo tarde que era y decidió no pensar más en el pasado y dedicarse de lleno a su futura vida en común con Pedro. Cuando salió del baño le guiñó un ojo a su enfadada mami y le envió un beso al aire. Después, sonriendo, volvió a su cuarto para vestirse y empezar a disfrutar de ese hermoso día.
* * * * *
Pedro no recordaba el sueño que le había hecho despertarse sobresaltado. A decir verdad no estaba ni tan siquiera seguro de que hubiera sido un sueño. En los últimos días siempre había apagado el despertador mucho antes de que éste cumpliera su misión, pero ese día le pareció especialmente temprano. Encendió la lamparita de noche que colgaba de la cima del cabecero de su cama y comprobó con malestar que en efecto aún no eran ni las 6 de la mañana y que faltaban más de dos horas para el momento en que se había propuesto ponerse en pie.
Se incorporó de la cama y se dirigió al baño a orinar regresando luego a su cama con el firme propósito de aprovechar durmiendo el tiempo que aún le quedaba antes de levantarse. Quería dejar la mente en blanco, pero pese a sus esfuerzos, un torbellino de pensamientos se le venía a la cabeza. Cuando finalmente se convenció de que iba a serle imposible conciliar el sueño decidió aprovechar para repasar todo los acontecimientos del día siguiente.
A las nueve de la mañana tenía que acercarse a la iglesia. Don Cristóbal, el cura, le había pedido que se acercara para concretar los últimos preparativos de la ceremonia litúrgica. Pedro sabía que esa no era la intención del viejo clérigo, sino la de sermonearle una vez más sobre las excelencias del matrimonio y su obligación de estar siempre con su futura mujer, de cuidarla y, por supuesto, de no serle jamás infiel.
Pedro ya había escuchado reiteradamente todo eso en los últimos meses. El cura visitaba con frecuencia la casa paterna no solo por la amistad que mantenía con su padre desde que eran niños sino, sobre todo, por el apoyo financiero que éste ofrecía a la económicamente mal nutrida parroquia de la localidad. Tampoco le importaban demasiado las peroratas de Don Cristóbal con cuyo mensaje, por otra parte, estaba totalmente de acuerdo y convencido de poder cumplir a rajatabla.
La floristería era el siguiente lugar al que debía acudir con el fin de pagar las flores que iban a adornar la iglesia. Lucía, con el gusto que solo una mujer podía tener, había elegido básicamente rosas, belladonas, orquídeas y lirios.
Necesitaba después un ratito para saludar a Antonio, su entrenador de fútbol, al que una inoportuna, aunque no grave enfermedad, le iba a impedir asistir a la ceremonia. Pedro siempre había sido un buen deportista aunque algo endeble muscularmente. Antonio le había convencido para visitar con frecuencia el gimnasio que él mismo regentaba y, como en todo lo que hacía, Pedro se lo tomó bien en serio acudiendo tres días en semana. Apenas un año después de iniciar sus ejercicios gimnásticos podía ya presumir de haber desarrollado un cuerpo más atlético y vigoroso.
Los preparativos finales del banquete también le iban a llevar parte de la mañana. El convite se iba a celebrar en el gran jardín de su casa donde, al estilo americano, ya se había instalado una carpa, pero las mesas de los invitados aún se agolpaban en la entrada a la espera de ser colocadas cada una en su sitio. Pedro tenía anotado en un folio la situación y composición de cada mesa, pero lo había estudiado tantas veces junto a Lucía que en su mente se dibujaba perfectamente la estructura final del lugar de celebración.
Lo que más le incomodaba de todo era tener que acudir también esa mañana a la fábrica. Su padre le había comentado la noche anterior que había surgido un problema que solo él podía solucionar y que no le llevaría mucho tiempo. De nada sirvió protestar y exponerle al padre el significado del día que ya comenzaba a despuntar. Los trabajos informáticos efectivamente eran su tarea fundamental en la empresa que su padre había construido con esfuerzo y dedicación y que habían convertido a su familia en una de las más ricas del pueblo.
Pedro recordó cómo se inició en esa actividad. Cuando tenía doce años lo único que le interesaba era jugar con los chicos de su edad, quedando los estudios en un segundo lugar y sus malas calificaciones más de una vez le supusieron un serio castigo.
Sin embargo el día en que su hermano mayor abandonó el hogar le regaló una extraña consola de juegos que había desempolvado de algún lugar de su habitación. El chisme se conectaba a la televisión pero para jugar se utilizaba una casete como las de música que emitía unos ruidos insoportables antes de poner en marcha el juego.
Su hermano le mostró un juego en el que había que desplazar una nave de izquierda a derecha para evitar que unos meteoritos impactaran contra ella. Cuando Pedro le indicó que era muy simple en comparación con los juegos de su videoconsola, su hermano le miró con aire desafiante y pulsó un par de teclas hasta que unas líneas de números y letras aparecieron en la tele. Después modificó un par de líneas y le devolvió el control a Pedro instándole a jugar de nuevo. La velocidad y número de meteoritos se había incrementado de tal manera que aquello no había quien lo controlara.
Pedro consiguió que su hermano le explicara qué había hecho y él mismo empezó a adentrarse en el lenguaje Basic de ese simple jueguecillo. Desde entonces se apasionó por el mundo de los ordenadores, los estudió y ahora manejaba todos los temas informáticos de la empresa paterna.
A medida que repasaba sus quehaceres matutinos y se acercaba la hora de incorporarse de la cama, Pedro se sentía cada vez más inquieto. Intentaba echar la culpa de su nerviosismo a la amplia y variada programación del día de su boda, pero internamente sabía que el origen de esa inquietud radicaba en su propia relación con Lucía, su futura esposa.
La había conocido en la fábrica donde ambos trabajaban. Un día en el que se acumulaba los problemas en la red de ordenadores de la empresa, bajó a desayunar a la cafetería más tarde de lo habitual. Era la hora del desayuno de los operarios de la fábrica y para él resultaba desconocido el gentío y desfile de batas de colores allí existente en ese momento.
En una de las mesas más cercanas a donde él había conseguido sentarse, observó a cuatro chicas bastante jovencitas que conversaban animadamente. Ninguna le llamó inicialmente la atención hasta que alguna dijo algo que las hizo reír. Entonces sí que le llamo la atención la sonrisa de una chica morenita de pelo corto, una sonrisa franca y limpia adornada por unos preciosos hoyitos en sus mofletes. Hasta que se terminó su pulguita de atún y su café Pedro estuvo observando, con algo de disimulo para no ser descubierto, a aquella chica cuyo rostro, de momento le había hechizado.
Su hora de desayuno se retrasó a partir de ese día para poder coincidir con ella. En los días siguientes siguió observándola de soslayo, y se fue prendando no solo de rostro, sino de sus gestos, de su modo de caminar, de su bata de trabajo azulona y hasta de lo que aún no conocía de ella pero podía imaginar.
Por supuesto que no comentó nada a ninguno de sus compañeros de trabajo y amigos más cercanos. Siempre había sido muy reservado con sus amigos a la hora de entrar en detalle sobre sus sentimientos amorosos. Incluso cuando en las habituales tertulias se hablaba de sexo, por lo general él se escondía de la conversación y sus escasas intervenciones solían acabar, incluso sin motivo alguno, con un enrojecimiento general de su rostro que solo su rizada barba y bigote dorados conseguía parcialmente ocultar.
Afortunadamente ninguno de sus amigos se aprovechaba de su natural timidez ante todo lo relacionado con el amor y sexo. Cuando alguno de ellos le instaba a echarse novia o a tirarse una canita al aire, él les decía que no lo necesitaba y que todo lo haría cuando encontrara y se casara con la mujer de su vida. Bien porque realmente creían sus explicaciones, o solo por no incomodarle, ninguno de ellos se metía con su evidente mojigatería y, como mucho, bromeaban compadeciendo a esa mujer por lo que pudiera pasarle el día que él se soltara.
En realidad Pedro no desechaba el amor y el sexo, ni mucho menos, simplemente tenía miedo a no saber encarar correctamente una relación con una mujer y, especialmente, a recibir una respuesta negativa de ésta. Recordaba como a los 18 años, unos chicos de su pandilla le convencieron para ir con ellos a un club de carretera cercano a su pueblo natal. Mientras se dirigían allí su mente comenzó a cavilar sobre lo que se encontraría al entrar en el tugurio, y sobre lo que debería hacer si, como parecía inevitable, se le acercaba alguna de las chicas del club, y eso le puso casi enfermo.
Su inútil arrepentimiento no iba a sacarle de esa situación, pero por suerte para él, cuando llegaron allí, uno de los cuatro amigos decidió no entrar y Pedro se ofreció gustosamente a acompañarle. Los dos se quedaron en el coche, en silencio, esperando el regreso de los otros dos. La espera fue demasiado breve, sobre todo teniendo en cuenta todo el provecho que decían haber sacado al tiempo los dos valientes y presumidos amigos.
Pedro volvió a recordar la cafetería de la fábrica y el día en que, como de costumbre, espiaba a su amor platónico. En un momento dado una de las compañeras de ella se percató de la directa atención que él la prestaba, y emocionadamente le susurró algo en los oídos. Muchos de los trabajadores de la empresa sabían que él era el hijo del dueño y Pedro estaba convencido de que ese era el mensaje que estaba recibiendo la chica de sus sueños. Con una clara mirada de incredulidad ella fijó su vista en él y le envió una sonrisa que, además de ruborizarle, le desarmó por completo.
Dos días más de escondidas miradas cómplices le convencieron de dar el paso que jamás había imaginado ser capaz de afrontar. Aprovechando un momento de despiste de las amigas la invitó a un café a la salida del trabajo. La contestación afirmativa de Lucía, acompañada de esa preciosa sonrisa, provocó que también se enamorara de su voz y, lo más importante, que se revitalizara su deteriorada autoestima en lo que al amor se refería.
A partir de entonces se sucedieron los encuentros y con el pasar del tiempo llegó a alcanzar con ella el grado de confianza suficiente para atreverse a plantearle formalizar su relación, algo que Lucía aceptó encantada y que además tranquilizó a los padres de Pedro que empezaban a inquietarse ante la astenia amorosa de su hijo menor.
Pedro reconocía que su noviazgo se asentaba en una buena compenetración entre ambos, con conversaciones variadas y buenas dosis de humor. Sin embargo su temor a la posible reacción de ella ante cualquier tipo de manifestación puramente sexual, incluso la más liviana, alimentaban la existencia de un total desconocimiento mutuo de la actitud de cada uno de ellos en esa parcela.
Pedro ponía todo su afán en mantener viva la relación a través de todo tipo de detalles y manifestaciones de tierno cariño hacia ella, considerando que incluso su “castidad” contribuía a enriquecerla.
Su buen hacer pudo estropearlo aquel día en el que al salir de la fiesta de cumpleaños de su compañero Ángel se sentía extrañamente desinhibido, posiblemente por llevar unas copillas de más. Mientras la acariciaba y besaba tiernamente en la boca, algo en su interior le animó a romper los límites y se atrevió a meter una de sus manos por el escote del jersey de pico que Lucía vestía. La sensación que le produjo sentir la suave piel desnuda de ella no hizo sino acrecentar sus reprimidos deseos y dejándose llevar le acarició los pechos primero por encima del sujetador y luego directamente sobre ellos constatando como los puntiagudos pezones se erizaban al contacto de sus dedos.
Embriagado por la excitación, casi ni se había percatado de que se besaba con su novia con una pasión hasta entonces desconocida y de que una de sus manos se había adentrado bajo las ropas en lo más recóndito del cuerpo de ella, cuando notó como Lucía también iniciaba su propia exploración en el torso de él, bajo la camisa, para luego apoyar una de sus manos sobre su entrepierna recorriendo con sus dedos toda la longitud alcanzada por su crecido miembro. La intensidad de su placer alcanzó el punto más álgido cuando ella, sorprendentemente, se las ingenió para atravesar las barreras de sus pantalones y slip y, apoderándose de su pene, le acarició con dos de sus dedos el babeante glande.
Lleno de confusión y contemporánea excitación, Pedro se dio cuenta de que con poco que ella siguiera maniobrando iba a mancharla y ante esa cruel posibilidad abandonó sus propias caricias en el sexo de ella, le sacó la atrevida mano de su pene a punto de explotar, entrecruzándole los dedos como cuando caminaban en el parque. Tras darle un dulce beso en los labios arrancó el coche deseando estar solo cuanto antes para poner en orden sus pensamientos.
Desde ese día su absurdo miedo a un posible rechazo de ella se convirtió en un temor, no sabía si igual de absurdo, a no estar a la altura esperada el día en que inevitablemente tuvieran que adentrarse en los misterios del sexo.
Y ese día acababa de llegar, le anunció el despertador sacándole de sus últimas y más preocupantes reflexiones.
* * * * *
Pedro, molesto con sus compañeros de trabajo, les había abroncado delante de todos los invitados. Aunque sabía que era un gesto tradicional no le había gustado la permanente insistencia de aquellos en quitarle la corbata para cortarla en trocitos y subastarla entre los invitados. Finalmente lo habían conseguido, pero, a su entender, demasiado pronto, aún faltaban las fotos del baile y él no podía aparecer en ellas con chaqueta y la camisa desnuda.
Mientras subía por la escalera culpó a los nervios, que le acompañaban desde la mañana, de su fácil irascibilidad y decidió poner todo su empeño en disfrutar del resto de la fiesta. Agradeciendo la suerte de haber hecho la celebración en el hogar paterno, se dirigió a su dormitorio con objeto de buscar entre sus ya escasas ropas una corbata que le ayudara a salir dignamente del paso.
Al entrar en su cuarto escuchó unos ruidos en el aseo contiguo. Cuando abrió la puerta se topó con la imagen de una mujer agachada sobre el lavabo. Llevaba una falda azul turquesa aterciopelada pero su espalda apenas aparecía cubierta por el tirante del sujetador. La blusa turquesa que debía completar el vestuario estaba entre las manos de la mujer que, percatándose de la presencia de él, se giró y le explicó que estaba intentando limpiar una inoportuna mancha sufrida durante el brindis por los novios.
Pedro ni llegó a escuchar los motivos de aquella intrusión. Al girarse la mujer había puesto ante sus ojos unos enormes pechos que, aun suficientemente recogidos en el sostén blanco, dejaban al descubierto buena parte de sus carnes. Sujeto al marco de la puerta él permanecía callado, admirando la voluptuosidad de aquellos senos y deseando irracionalmente liberarlos. Como si le leyera el pensamiento ella, dándose cuenta del efecto producido, soltó la prenda que los encerraba exponiendo todo lo que él deseaba ver. Pedro contemplaba, ya al desnudo, esas voluminosas tetas, algo caídas por el peso, pero suficientemente firmes, y coronadas por unas no menos grandes aureolas en cuyo centro apenas sí se conseguían distinguir los pezones.
Hipnotizado por la visión, Pedro se encontró de repente empujado sobre su cama y con aquella mujer con sus rodillas plantadas a ambos lados de su cintura, moviendo sensualmente sus globos mamarios y acercándolos a su cara. Sabía que debía parar aquello pero no encontraba el modo de sustraerse a la excitación que aquella mujer le estaba provocando. Perdió toda resistencia cuando uno de los pezones cayó apoyado sobre sus labios y, como un bebé hambriento, aferró su boca a él chupándolo y lamiéndolo mientras sus manos asían los dos pechos atrayéndolos aún más, como queriendo evitar que ella pudiera quitarle semejante manjar.
* * * * *
Lucía seguía recibiendo toda clase de cumplidos de los invitados. La boda estaba cubriendo, con nota, todas sus expectativas y se sentía la protagonista principal del acontecimiento. Tenía tal alegría que, incluso cuando se acordaba del error cometido por Pedro en la ceremonia de la iglesia aturullándose al pronunciar una de las consabidas frases, le daban ganas de reír.
En uno de los pocos momentos en que dejó de recibir atenciones se le acercó el maestro de ceremonia para advertirle que en apenas un cuarto de hora debía empezar el baile. El carrusel de personas a su alrededor le había hecho olvidarse por completo de Pedro después de la trifulca de éste con los amigos, pero el baile debía empezarlo lógicamente con él. Tras otear sin éxito entre las mesas y los invitados preguntó a los más allegados si sabían de él. A la cuarta o quinta tentativa le informaron haberle visto entrar a la casa.
Extrañada de que su meticuloso y previsor recién esposo pudiera cometer el desliz de desatender a los invitados, aun estando molesto por la tontería de la corbata, se adentró en la gran casa. Su intuición femenina le llevó en primer lugar ya directamente al dormitorio de él y conforme se acercaba se extrañó por los suspiros y gemidos que se escuchaban al final del pasillo y que procedían del cuarto de Pedro.
Su extrañeza se tornó en sorpresa cuando, acechando cuidadosamente por la puerta entreabierta, contempló a Irene, la madre de su amiga Estrella, e invitada a la boda como acompañante de un amigo del padre de Pedro, jadeando de rodillas sobre la cama con el torso desnudo, el oscuro y rizado pelo agitándose al aire y cabalgando sobre el rostro de un hombre al que inicialmente no pudo reconocer por estar su cara escondida bajo la falda turquesa de la mujer.
Una vez analizada la figura emergente de ella, Lucía se concentró en el hombre sin rostro que, boca arriba, yacía sobre la cama con las manos bien aposentadas sobre las nalgas de Irene. Un rápido estudio fue suficiente para que se le hiciera un nudo en el estómago y tuviera que agarrarse, para no caerse, al pomo de la puerta del dormitorio que indiscretamente había violado con su mirada. No había duda, aquel era Pedro, su Pedro, las ropas y las manos le delataban, y le estaba comiendo el coño a esa guarra, a la madre de su mejor amiga.
Tras unos breves instantes en los que, incrédula, no pudo apartar la vista del caliente espectáculo que se le ofrecía, su opresión en el estómago se acrecentó a un límite tal que le obligó a acudir al baño del dormitorio del hermano mayor al que llegó a duras penas antes de dejar allí el postre con el que había finalizado el festín nupcial.
* * * * *
Ella había deslizado su cuerpo al compás de sus rodillas recorriendo su torso de abajo a arriba con el borde de la falda turquesa. Pedro, pesaroso por haber perdido de vista los excitantes pechos que con ansia se comía, tenía ahora sobre su cara el regazo de ella.
La mujer se subió la falda, mostrándole la ausencia de bragas, y tras sujetarla sobre la cintura dejó caer suavemente su cuerpo hasta enmarañar el denso y negro vello púbico que cubría su sexo con los cortos rizos dorados de la barba y bigote de él.
Pedro se encontró de golpe con su boca en contacto con los húmedos y salados labios sexuales de ella. Luego sintió la falda caer sobre él, y en la casi total oscuridad, apenas matizada de azul, se concentró en llenarse del aroma cálido, húmedo y penetrante que el ardiente sexo de la mujer desprendía.
Besó y lamió la totalidad de la raja que ella generosamente le ofrecía moviéndose de arriba a abajo sobre su boca, sintiendo con orgullo como conseguía extraerle tempranamente el licor del éxtasis.
* * * * *
Sintiéndose algo mejor, Lucía intentaba reflexionar sobre la situación. Movida por la ira, su primera e impulsiva idea fue bajar al jardín y hacer público lo que estaba ocurriendo en el dormitorio contiguo.
Después su mente se centró en Pedro y no pudo evitar contener las lágrimas ante la traición a la que la estaba sometiendo. Conocía la mojigatería de su ya marido y además estaba segura de que Irene era una absoluta desconocida para él. Su impensable comportamiento esa noche debía tener una explicación aunque jamás justificable
Conforme cavilaba se dio cuenta de que lo que más le dolía no era tanto el hecho de que estuviera con esa mujer, sino que en los años que llevaban de noviazgo jamás se hubiera atrevido a aventurarse en el sexo con ella de esa forma.
Su mente volvió a revivir la escena de su marido subyugado por el sensual cuerpo de Irene y comprobó con sorpresa que en el fondo deseaba estar en el lugar de ella, y que pensar en ello incluso le producía ciertas vibraciones más abajo del estómago.
Con ese torbellino de pensamientos y sensaciones en su cuerpo, Lucía no pudo evitar volver al escenario de la infidelidad y comprobar hasta donde era capaz de llegar su esposo.
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Pedro estaba a punto de derramarse en el interior de la boca de la mujer que, obtenido su placer, parecía querer recompensarle con idéntico trato en su erecto miembro viril.
Pese al gozo que estaba recibiendo de la experta lengua de aquella mujer, su mente pugnaba entre seguir adelante o acabar con aquello y reservar ese mágico momento del orgasmo para Lucía. Por suerte para él, ella abandonó su presa y con una hábil maniobra en la base de su pene impidió lo que ya le parecía, por desgracia, inevitable. Después se incorporó y le ofreció un nuevo y más excitante habitáculo para su atribulada verga.
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Lucía contemplaba, ya presa de su propia excitación, los últimos momentos de aquella impensable cópula. Irene se movía con frenesí sobre la polla de Pedro en cuyo rostro Lucía podía, o mejor aún quería, percibir un conflicto de sentimientos a caballo entre la culpabilidad y el absoluto disfrute sexual.
La madre de su amiga Estrella dejó de moverse justo en el momento de dar rienda suelta al mayor de sus placeres con un ronco y glorioso grito. Rápidamente se ajustó de nuevo las ropas y salió de allí, apenas un instante después de que Lucía hubiera abandonado su mirador, y dejando a Pedro tumbado sobre la cama y de nuevo al borde de culminar su propio placer.
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Pedro se levantó con el fuerte temblor de piernas provocado por la alucinante situación que acababa de vivir. Como en un malévolo carrusel sus miedos habían cambiado de nuevo de dirección. Ya no temía fallarle sexualmente a su esposa, había colmado por dos veces a su improvisada profesora de sexo resistiendo estoicamente sin venirse él. Ahora le espantaba la reacción de Lucía cuando le contara, y pensaba hacerlo, lo que acababa de sucederle. Era consciente de que podía perderla, pero también sabía que no podía iniciar su matrimonio ocultándoselo.
Se llevó un gran susto cuando al salir se encontró a su esposa de pie sobre el último peldaño de la escalera que daba acceso a los dormitorios y escrutándole con la mirada.
Lucía se percató de la obvia turbación de su marido. Sin poderla mirar a los ojos, él se le acercó y con un hilo de voz le dijo que tenían que hablar. Ella, con una pícara sonrisa le contestó que por supuesto, que lo harían más tarde.
Mientras bajaban por la escalera de nuevo al jardín, Lucía se repetía a sí misma “Por supuesto que hablaremos, mi amor, pero antes tenemos que hacer muchísimas cosas esta noche”.
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