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~~ ¡Joder, Carlos! ¡A ver ahora qué hacemos!
- Pues no se, mujer… Pero no iba a dejarla allí…
Como siempre, el buen samaritano, que no puede evitar ofrecer su ayuda desinteresada a todos los desheredados de la Tierra, había vuelto a meterse en un lío con esa dichosa manía de ir sembrando el bien por donde pasa.
- Esta vez te has pasado.
- Pero ¿no ves qué cara de miedo tiene? Esta pobre, si la dejo en la playa con los guardias, se les muere allí mismo.
- ¡Es que te meten en la cárcel por esto, tío!
Carlos, que es un ángel, carece por completo de sentido de la realidad, y goza de una excepcional limitación que le impide plantearse las consecuencias de sus actos. En su mundo de belleza, bondad y desprendimiento, la fortuna recompensa a quién lo merece, de modo que, según sus principios, nadie puede verse perjudicado si hace lo que considera bueno.
- Mira, no me calientes más la cabeza, que bastante me has liado ya. Me voy al estudio a ver qué se me ocurre, y cuando salga más te vale que la hayas despiojado y te las hayas apañado para que por lo menos no huela de esta manera.
- A saber lo que habrá pasado esta criatura.
El día que compramos la casa de Tarifa, algo me dijo que, con esa predisposición al Bien (así, con mayúsculas) y en un lugar tan conflictivo, algo cómo esto terminaría pasando. Y ahí estaba: una muchacha de vete a saber donde, inmigrante ilegal, que no hablaba ni una palabra de ningún idioma que me resultara ni siquiera familiar, se había hecho un ovillo en la esquina entre los dos sofás del salón, y nos miraba con esos ojos cómo lunas llenas y cara de dudar si nos la comeríamos o solamente íbamos a sacrificarla a nuestro dios.
Carlos me miraba con su mejor expresión desconcertada, la de cuando espera que tome la iniciativa para solucionar alguno de sus líos, y yo, cómo siempre, me quedé desarmada frente al mohín entre mimoso e indefenso.
- Si es que no va a querer –Musitó con un hilo de voz-
- Ya, o sea, que encima me va a tocar a mi quitarle la mugre.
Sabía que había ganado; ambos lo sabíamos, pero me resistí a reconocerlo y traté de ocultar mi propio desconcierto tras un muro de indignación cargada de argumentos inatacables. Me mantuve enfurruñada, cómo si estuviera enfadada con él, aunque también ambos sabíamos que era esa bondad suya lo que me había cautivado tanto tiempo atrás: cuando salvaba al país entero desde las barricadas en la facultad, y cuando defendía a los proletarios de todas las naciones desde el despacho de Bravo Murillo, y a las focas, a las ballenas… Siempre esa entrega apasionada, esa voluntad irreductible de ser útil, de hacer comprender a la humanidad sus errores y conducirla por el camino del bien, esa generosidad cargada de un desprecio tan absoluto de lo propio que le convertía en una especie de criatura indefensa y superdotada, necesitada del orden que a duras penas había conseguido consensuar con él que yo me encargaría de mantener al tiempo que garantizaría los ingresos de la casa y mantendría nuestras cuentas separadas para garantizarnos la subsistencia.
Creo que debí sonreír involuntariamente (creo que siempre lo hago cuando pienso en él) y pude volver a disfrutar de ese brillo triunfante en los ojos que se le pone cuando sabe que me ha hecho entrar en razón, que le ayudaré una vez más a ganarle otra batalla al mal. No quiso hacerme pasar por la mínima humillación de reconocer mi derrota, y se limitó a devolverme la sonrisa en silencio y alejarse hacia la cocina diciendo alegremente que él se encargaría de la comida.
Y allí estaba, de pie frente a aquella pobre criatura aterrorizada que miraba a su alrededor con una mezcla de curiosidad y miedo sin abandonar su postura fetal sobre la alfombra, recogida y silenciosa desde el fondo de un pánico ancestral e infinito. Traté de acercarme a ella y dio un respingo, cómo poniéndose a la defensiva, y comprendí que no iba a ser tan fácil. Me preguntaba cómo podría apañarme para ganar su confianza.
- Bueno –Casi susurraba tratando de calmarla sin acercarme demasiado- Parece que va a costar un poco convencerte de que soy inofensiva.
- …
Continué hablando en el tono más sereno de que era capaz al tiempo que ensayaba una paulatina aproximación calmosa, casi eterna. Poco a poco fue confiándose, cómo si mis palabras cumplieran con su propósito. Me recordé a mi misma cuando Carlos trajo aquel enorme perro apaleado que nos enseñaba los dientes gruñendo cada vez que intentábamos acercarnos para curarle las heridas. En cierto modo, aquella pobrecilla era un perro apaleado más, un ser indefenso que probablemente habría sufrido un sinfín de desdichas y padecimientos hasta llegar a nosotros; cargaba a su espalda con el recuerdo de cada golpe, y trataba de protegerse de nosotros a sabiendas de que probablemente no podría si decidíamos dañarla una vez más.
- …Vamos, ven, dame la mano…
- …
Finalmente le tendía la mía y la chiquilla la tomaba con recelo, y se levantaba para seguirme al sentir que tiraba de ella suavemente. La conduje hacia el baño. Caminamos de la mano muy despacio, parándonos a contemplar cada cosa que llamaba su atención: los cuadros, que miraba extrañada, los libros, las luces rutilantes del equipo de música…
Cuando llegamos a nuestro destino me paré un momento a pensar en cual sería la manera que menos espantosa le resultara de asearse. Me decidí por el baño, y casi sale corriendo cuando el agua comenzó a brotar por el grifo causando ese fragor estruendoso que tan relajante me resulta. Cuando comprendió lo que pasaba me miró con admiración, cómo si el tener una fuente en casa me convirtiera en un ser superior a sus ojos. Supuse que si la rodeaba de pequeños placeres podría hacer que se sintiera mejor, y vertí un par de puñados de sales perfumadas de frambuesa en el agua. Por fin sonreía. Acercó la mano al chorro y la retiró asustada al comprobar que el agua estaba caliente. Tuve que poner la mía bajo el grifo para que comprendiera que no iba a hacerle daño.
- Bueno, jovencita –Seguía hablándola en voz baja para mantener el contacto abierto, aún sabiendo que no me comprendía- Ahora a ver cómo te explico que tienes que desnudarte…
- …
Volví a acercarme a ella y traté de explicarle con gestos. Nada: me miraba con expresión de asombro sin comprender nada de nada. Traté de desabrocharle la chaqueta gruesa de lana de un color indefinido, y se la sujetó cruzando las manos sobre el pecho asustada.
- No tienes que asustarte, cielo, no voy a hacerte daño. No pasa nada, mira:
- …
Desabroché mi blusa con parsimonia y me desprendí de ella sonriendo; me quité la falda, la ropa interior, y me introduje en el agua caliente y perfumada con el gesto más placentero que fui capaz de componer. De repente me miraba divertida, cómo si hubiera comprendido las reglas del juego y le parecieran bien. Salí del baño y volví a acercar las manos a sus botones. Esta vez se dejó hacer, y en un par de minutos había conseguido desprenderla de todos aquellos andrajos malolientes.
- ¡Hija mía! No se cómo has podido vivir con esto puesto.
- …
La invité a sumergirse, pero solo aceptó hacerlo de mi mano. Parecía estar ganándome su confianza, y me sentía bien, divertida y feliz, cómo una niña con un cachorro.
- Bueno, ahora quédate ahí un ratito y espérame mientras me deshago de toda esta porquería.
- …
Fui a la cocina a buscar un par de esas bolsas grandes de basura, y a mi cuarto a elegir un vestido que pudiera servirle. Pensé que no aceptaría que me llevara su ropa sin recibir otra a cambio. Cuando volví seguía tumbada en el agua, con la expresión relajada y serena y los ojos entornados. Parecía dormida. Metí sus andrajos en una de las bolsas y los saqué al porche pensando en quemarlos más tarde.
Finalmente volví con ella para asegurarme de que todo estaba en orden.
- Bueno, amiguita –Dio un respingo al escuchar mi voz cómo si se despertara bruscamente- Ahora llega el momento de enjabonarse y sacarse toda esa mugre de encima.
- …
Traté de hacerle entender el uso del jabón y de la esponja, pero era cómo hablar a una pared. Comprendí que de ese asunto también tendría que encargarme yo, y busqué en el armarito el gel de Rochás que guardo para las ocasiones pensando que sería más fácil convencerla con aquel perfume dulce y profundo. Lo extendí generosamente sobre la esponja, se lo di a oler provocando de nuevo su sonrisa, y comencé a frotarla muy despacio por los hombros, observando su reacción. Reía cómo si le hiciera cosquillas, de modo que fui haciéndome más y más osada, frotando con más fuerza y extendiéndole el jabón por la espalda, por los brazos, por los senos. Se dejaba hacer con naturalidad. Parecía haber decidido que podía confiar en mí, y reía a carcajadas mientras me decidía a aventurarme con la esponja en sus piernas. Estaba verdaderamente sucia, cubierta de una roña ancestral, y el agua iba adquiriendo un color gris y un olor insoportable. Haciendo de tripas corazón vertí agua con la esponja sobre su cabello y comencé a enjabonarla. Tenía la cabeza infestada de piojos, tal y como esperaba, y los cabellos enredados en mechones desflecados cómo de lana, imposibles de desenredar ni de limpiar. Comprendí que iba a ser necesario afeitarla para poder librarla de aquello. Temía que no fuera a dejarme, pero ni se movió. No quise acercarme a ella con las tijeras en la mano por no asustarla, así que preparé todas las maquinillas de afeitar de Carlos, la cubrí de espuma y fui poco a poco, con toda la paciencia de que era capaz, deslizando las cuchillas milímetro a milímetro sobre su cuero cabelludo, afeitándola a mechones que tiraba en el interior de la bolsa de basura que quedaba. Se dejaba hacer muy seria, con gesto resignado, parecía comprender que aquello era necesario.
Cuando por fin terminé su cabeza aparecía brillante y lisa. Cerré la bolsa con un nudo apretado que impidiera la salida de aquellos bichos infectos y vacié la bañera sin dejar que saliera. Volví a llenarla de agua limpia para enjabonarla una vez más y la froté hasta la extenuación, hasta estar segura de que había conseguido limpiarla a conciencia.
Cuando salió del agua y se quedó de pié frente a mi, sin el menor gesto de pudor, mirándome a los ojos y sonriendo, parecía una princesa nubia, una de esas bellezas negras del Egipto de los faraones: debía tener dieciséis o dieciocho años, la piel negra, absolutamente negra y brillante, y sus rasgos eran de una delicadeza extraordinaria; tenía los ojos oscuros, los pómulos marcados en su rostro delgado; la cabeza afeitada, lejos de afearla, le dotaba de un aire aún más misterioso, y la silueta de los labios carnosos y oscuros se dibujaba cincelada en una línea perfecta. Era más alta que yo: quizás midiera un metro setenta y cinco, y su silueta delgada resultaba perfectamente estilizada, impecable, con esas tetillas perfectas de pezones esponjosos, picudas y delicadas cómo frutas. Me sentí turbada mientras la secaba frotándole la piel a toda prisa, cómo queriendo terminar cuanto antes con aquella extraña sensación que me embargaba.
Le puse mi albornoz indicándole que se sentara mientras yo misma me daba una ducha rápida para quitarme de encima la sensación de suciedad. Al salir del agua, se acercó a mí con la toalla y me secó imitando lo que había visto antes con una sonrisa brillante e inmensa en los labios y en los ojos. Me sorprendí sacudiendo la cabeza, cómo si quisiera ahuyentar un pensamiento que ni siquiera me atreví a concretar al sentir sus manos sobre mis senos por encima de la tela.
Por fin, aseadas, perfumadas y vestidas, salimos del aseo y fuimos nuevamente de la mano –aquella chiquilla parecía sentirse protegida en mi compañía y se agarraba a mi cómo a un salvavidas- al encuentro de Carlos, que nos esperaba en la sala con la mesa puesta y una sonrisa esplendorosa iluminándole la cara entera.
- ¡Por fin aparecen las damas invitadas…!
Había empezado el comentario al escuchar nuestros pasos por el pasillo y al vernos, o más bien al verla, se le habían helado las palabras en los labios. Estaba evidentemente deslumbrado y yo, la verdad, me sentí algo molesta por su admiración.
De repente, inesperada y súbitamente, la muchacha se soltó de mi mano y caminó lentamente hacia él con aire ceremonioso para postrarse de rodillas a sus pies con la cabeza humillada.
- ¿Pero… qué hace?
La cara de Carlos era todo un poema. Todavía no se le había pasado la impresión que le causara la nueva imagen de nuestra huésped y de repente se encontraba con aquella sorpresa desconcertante. Yo, que tras la primera impresión había comprendido lo que sucedía, no podía sofocar la risa, hasta el extremo de que las piernas me sostenían a duras penas.
- Deja de reírte, por favor, y haz que se levante.
- Jajajajajajajajajaajajajajajjajaja…
- Pues yo no le veo la gracia.
- Es que…
- ¿Qué?
Carlos se impacientaba. Evidentemente aquella situación le estaba violentando: la sumisión de la muchacha chocaba contra sus principios y le repugnaba, y se sentía impotente, incapaz de hacerse comprender, víctima de una actitud que ni siquiera cómo malentendido le divertía en lo más mínimo.
Ayudé a Zulema (no se por qué había decidido que se llamaría así) a levantarse y conseguí explicarle que debía sentarse en la mesa para comer. Los ojos se le iban y se le venían detrás de las bandejas que Carlos había preparado, y parecía no poder creerse que hubiera tantísima comida solo para ella. Al principio pareció dudar, pero al vernos empezar se abalanzó sobre el plato cómo una posesa, comiendo con las manos cómo si quisiera acumular reservas para pasar el invierno. Carlos la miraba arrobado, feliz de contemplar su felicidad.
- Bueno ¿Vas a decirme qué es lo que pasa o no?
- Jajajajajajajajajajajajajaja…
- Oye, no empecemos…
- Vale, vale, perdona –Había olvidado la escena de la entrega y al recordarla de nuevo tuve que reprimir la carcajada- Pues yo creo que…
- Venga, no te hagas de rogar.
- Pues yo creo que piensa que se va a casar contigo.
- ¿Qué?
Creo que se le estropeó la digestión en aquel mismo momento. Mi héroe de la humanidad no había contado con tal posibilidad y, aunque pudiera una vez puesto sobre la pista comprender la situación, se resistía a aceptarla, y me impelía a explicársela por ver si conseguía encontrar en mi argumentación algún punto débil al que agarrarse. El realismo nunca ha sido su fuerte.
- Vamos a ver – Comencé metódicamente- Una mujer mayor le ha conducido a una sala luminosa, adornada con todo lujo de objetos brillantes que desconoce, pero que deben parecerle el colmo del lujo, la ha desnudado, lavado, afeitado la cabeza, perfumado, y vestido con el que probablemente sea el mejor vestido que ha visto en su vida, todo ello rodeado de sonrisas que parecen haber escaseado en su vida últimamente, y después ha sido conducida a una sala donde la esperaba un hombre mayor, en apariencia rico, mucho más que nadie a quien haya visto de cerca hasta ahora, que tiene en su casa toda clase de lujos exóticos, y que la ha recibido en pie con un banquete… Me temo que esto es lo más parecido que podíamos organizar a una boda en el pueblo de esta jovencita.
- Pe… pero esto es imposible –Los ojos parecían ir a escapársele de sus órbitas- es una aberración, hay que explicarle que eso no es posible… ¡¡¡Madre mía!!!
- Pues me temo que es lo que hay, y no se me ocurre manera de explicárselo.
Terminamos entre chanzas la comida sin que los ojos vivísimos de Zulema dejasen de viajar desde el uno a la otra rápida y esquivamente, cómo si buscase contemplarnos sin darnos ocasión a cruzar nuestras miradas con la suya, rehuyéndonos al tiempo que trataba de desvelar nuestros secretos, entre desconcertada y ansiosa. Había un no se qué inquietante en su gesto, que reflejaba una ambigua mezcolanza entre el triunfo y la incertidumbre, cómo si hubiera logrado su meta soñada y temiera ahora por las consecuencias de su aventura.
Después, con la perspectiva que el tiempo proporciona, he llegado a la conclusión de que quizás fuese yo misma -probablemente lo fuera- quién proyectaba en ella mis propias inquietudes, tratando quizás de ocultarme el recuerdo de la turbación que había producido en mi la visión de su piel increíblemente oscura, el tacto sedoso de su piel negra, la firmeza de su carne, de sus músculos alargados y duros.
Pensé que dormir la siesta nos ayudaría a descargar la tensión de aquella mañana ajetreada y extraña, y Carlos estuvo de acuerdo conmigo. Condujimos a Zulema al dormitorio de invitados y le indicamos por gestos cómo pudimos que ese era su lugar. Lo ignorábamos todo sobre ella. Ni siquiera estábamos seguros de que comprendiese lo que era una cama. Yo misma me tumbé sobre la colcha para indicárselo y medio la forcé a hacer lo mismo. Cuando salimos nos miraba con un extraño desconcierto que preferí no atender. No quería pensar en ello.
- ¡Vaya con el Don Juan!
- No te rías, Rocío, que no me hace gracia.
- Si es que cómo no iba a prendarse de mi galán.
Seguí bromeando a vueltas con la seducción de Carlos sin hacer caso a sus quejas, dejándome llevar por la excitación del momento. Me contoneaba junto a su cuerpo halagándole, describiendo sus virtudes mientras mis manos valoraban cada detalle que mi voz enumeraba en un tono cada vez más susurrante. Carlos fingía enfado y me daba la espalda tumbado, desnudo, enfurruñado. Describía sus espaldas poderosas y mis labios rozaban los hombros; hablaba de la fuerza de sus brazos y mis uñas recorrían los bíceps arañándolos apenas; mencionaba la belleza serena de su rostro y besaba sus pómulos permitiendo que mis senos se posaran en su espalda cómo por descuido…
No tardó en darse la vuelta. Le conocía, y sabía seducirle; siempre he sabido seducirle. Su sexo se mostraba erguido y lo tomé en mi mano acariciándolo con una lentitud exasperante mientras mi voz se hacía más y más insinuante cada vez.
- De manera que este es el efecto que te ha causado la negrita.
-…
- ¿Querrá el Señor atender a su primera esposa mientras el resto del harén descansa?
Carlos respiraba profundamente, tensándose al ritmo cadencioso, deliberadamente pausado, que mi mano imprimía a su miembro, y sus dedos comenzaban a moverse entre mis piernas buscando. Conocía la sensación, la inquietante sensación de esperar, y me excitaba más y más ansiando el momento en que alcanzase su objetivo, sintiendo humedecerse mi interior mientras su mano avanzaba torpemente, en una postura forzada e imposible. Se me escapó un gemido ahogado al conseguirlo, y cómo cada vez sus dedos explorándome forzaron esa angustia deliciosa de perderse en un camino conocido.
- ¿Aún desea el Señor que su zorrita le acaricie? –luchaba por hablar entre gemidos y el aire escapándose a raudales de mi pecho-
-…
- ¿Todavía querrá joderme aunque disponga de una virgen joven a su alcance?
Seguía perturbándome la imagen de Zulema sonriéndome desnuda; no se alejó de mi retina ni siquiera cuando mi cuerpo, en un movimiento cercano a la inconsciencia, se giró para envolver su cara entre mis muslos; mientras me sentía morir con sus labios escondiéndose en mis pliegues, seguía evocando la oscuridad de sus pezones esponjosos, la mullida firmeza de sus senos enjabonados escapándoseme entre los dedos; incluso me sorprendí, al metérmela en la boca preguntándome cómo sabría la piel oscura de aquella chiquilla misteriosa y asustada.
Probablemente por eso no me sorprendió contemplar su silueta dibujándose en la claridad que entraba por la puerta, de nuevo desnuda, magnífica en su delgadez elegante, en la suavidad casi animal, felina, de sus movimientos. Tenía los ojos húmedos y una expresión extraña de fracaso en la mirada.
Carlos no podía verla, hundido cómo estaba entre mis piernas. Le pedí que se acercara con un movimiento leve de la mano, y vino hacia nosotros con un contoneo sensual y un brillo de esperanza, y me sentí morir de deseo, con el corazón temblando y la sangre estallándome en las sienes, agolpándoseme en la garganta. Carlos insistía en sus caricias; sus labios se apropiaban de mi clítoris inflamado haciéndome estallar, y conduje entre espasmos su polla a los labios de Zulema arrodillada al borde de la cama. Creo que morí estremeciéndome al contemplar el modo en que se aferraba a ella, la natural complacencia con que dejaba que en el movimiento automático de su pelvis la empujara hasta ahogarla casi. Busqué con mis manos sus senos deliciosos apretándolos, dejándome llenar del contacto de su carne obsesionándome en el centro de un orgasmo inacabable.
Sentí la premura de sus movimientos, el temblor de sus piernas al tensarse; intuí el final y me hice a un lado permitiéndole descubrir nuestra pequeña traición. Sus ojos se abrieron cómo platos al tiempo que su polla estallaba en latidos violentos, en espasmódicos latidos que sorprendieron a Zulema enfebrecida. No podía dejar de temblar con la mano entre mis piernas contemplando la expresión de sorpresa de los dos, Zulema rebosando de esperma a borbotones, deslizándosele entre los labios, y Carlos corriéndose en su boca inesperada y sorpresivamente.
- ¡¡¡Pero esto qué es…!!!
Trató de protestar. Quiso negarse y no se lo permití. Ansiosa, poseída por un impulso irracional, estaba decidida a continuar, a imposibilitar cualquier amago de vuelta atrás, a consumar un estado de cosas que surgía en mi cerebro cómo algo más que deseable, imprescindible. Empujé su pecho con la mano inmovilizándole sobre el colchón. Mas tarde comprendí que apenas se había resistido.
Invité a Zulema con un gesto a subirse a nuestra cama y, sentada, la besé. Fue dócil, y sensual. Mordí sus labios en un beso inacabable; busqué su lengua y bebí de ella con aquella ansia que parecía dominar cada uno de mis gestos. Me moría por comerla, por lamerla. Mi mano dibujaba mariposas en su sexo sonrosado, brillante y humedecido, que parecía abrirse buscándome. Temblaba entre mis manos y entreabría la boca, devolvía mis besos gimiendo en un tono ronco enervante. Descendí con mis labios lamiendo, besando, dibujando sobre el cuello delgadas huellas brillantes de caracoles, rozándolo con los dientes; descendí buscando el pecho, frenándome por posponer el encuentro tan ansiado de sus senos; mordí sus hombros, sus brazos, anticipando el roce amable de los pezones oscuros hasta alcanzarlos, y enloquecí besándolos, lamiéndolos, mordiéndolos con ansia hasta obligarle a gritar.
Carlos nos miraba enmudecido, sentado sobre la almohada con la espalda apoyada en el cabecero y la polla cómo un mástil, incapaz de resistirse a la visión que imagino delirante de mis besos sobre su piel azulada.
Recorrí cada centímetro de Zulema enfebrecida y temblorosa entre mis besos; esculpía con mis dientes los costados de su pecho, me enterraba en su vientre con los labios succionando, sintiendo la tensión intermitente en su abdomen. Recorrí con parsimonia febril el camino interminable hasta su sexo entreteniéndome en la cara interna de los muslos, en el pubis crespo haciéndola chillar, obligándole a tumbarse incapaz de sostenerse, haciéndole sentir la angustia hasta cogerme la cabeza con las manos y llevarme hasta el centro húmedo y sedoso, y me perdí entre sus pliegues dibujando una maraña de besos, de caricias de mi lengua que agradecía chillando, apretando mi cabeza con los muslos, haciéndome sentir en los oídos el rumor de la sangre arrebatada y en los labios el sabor salado de su sexo florecido, tensando la espalda hasta arquearse ahogándose a vientos perdidos entre los dientes apretados.
Y tembló. Tembló en el centro mismo de mis caricias en un crescendo inacabable. Tembló musitando una extraña letanía incomprensible. Tembló arañando la colcha con las uñas al morderse los labios con los ojos tan abiertos que asustaban. Tembló contrayéndose en mis labios una vez tras otra, intermitentemente, hasta desfallecer rendida, convulsa, separando mis labios de su sexo con las manos, cubriéndose en un chillido agudo e imperioso, incapaz de soportarlo por más tiempo.
Carlos me miraba enmudecido. Nos miraba. Creo que permanecí semiincorporada mirándole a los ojos con una sonrisa boba, observando el trajín de su mirada entre mi rostro enloquecido y el espasmo decreciente y sincopado de Zulema que gemía.
Me sentí una diosa, la suma sacerdotisa de un ritual secreto al tumbarle de nuevo, al levantarla con mis manos conduciéndola sumisa a sentarse a horcajadas sobre él. Me sentí la oficiante de un sacrificio ancestral mientras dirigía la verga inflamada al sexo de la muchacha que se nos entregaba con aquella aceptación silenciosa. Me sentí el centro de todos los poderes al empujarla despacio, mi mano aún sujetando la polla endurecida, y constatar milímetro a milímetro la lenta profanación de la virgen con los ojos entornados y los labios entreabiertos desvelando la albura secreta de sus dientes.
Zulema gemía. Gemía contoneándose, haciendo girar su vientre cómo danzando. Arrodillada a su espalda yo acariciaba sus senos y cubría mis manos con las suyas. Zulema rezaba, enhebrada, una letanía eterna entre gemidos y sus pezones crispados perdían la esponjosa consistencia de chiquilla tornándose en erectas pepitas granujientas aureoladas. Zulema desmayaba hacia atrás su cabeza brillante apoyándola en mi hombro y yo mordía el nacimiento de su cuello, los lóbulos leves de sus orejas, arrancándole gemidos de desespero dulce. Zulema contraía sus músculos alargados, brillaba sudorosa cómo una estatua de ébano, y musitaba su retahíla de sonidos misteriosos.
Y yo me sentía flotar en una nube de deseo, me dejaba envolver por sus sonidos, por el cadencioso contoneo de su cuerpo perfecto y oscuro; me dejaba rozar por su piel tan firme que rozaba mis pezones enervándome. Resbalaba sobre mí cómo flotando y mi sexo era un arder, un consumirse fluido sin ansia, una angustia sostenida. Mis manos dibujaban su silueta recorriendo una y mil veces el camino de sus senos a su sexo, constatando la presencia de Carlos en su interior, resbalando en el pequeño botoncito endurecido que le hacía tensarse cómo un muelle con rozarlo, acariciando los senos, estrujándolos a veces. Me ceñía a ella sintiéndome yo misma penetrada, unidas por un nexo inexplicable; ajustaba hipnóticamente la cadencia de mi cuerpo con el suyo y temblaba en sus temblores sin tocarme, preocupada tan solo por darle aquel placer que de alguna forma inexplicable parecía transmitirme.
Hasta que temblamos con más intensidad y de sus labios comenzó a fluir aquel grito susurrado inacabable, agudo, sin estridencias ni ritmo perceptible, cómo un silbido sereno que dotaba a la atmósfera a nuestro alrededor de una consistencia gelatinosa y cálida.
Y me sentí ir con ella. Sentí las contracciones de mi sexo, de su sexo. Acaricié su extremo percibiendo la caricia cómo si fuera el mío, derramándonos las dos en convulsiones violentas, en estertores agónicos que crecían en ritmo e intensidad hasta elevarnos en una honda perfectamente armónica, para después extinguirse lentamente dejándonos exangües, rendidas sobre la cama sin conciencia, abrazadas en un sueño dulce y amoroso.
Hace ya dos años de aquello, y aún me siento llevar por la marea al recordarlo. Zulema se quedó, claro, y tuvimos que aprender a compartirnos. Carlos, al principio, sufrió terriblemente de celos. Me fue fácil comprenderlo, por que a mí misma me resultaba imposible explicar de qué manera podía haberme enamorado así de ella sin dejar por ello de quererle ni un ápice de cuanto antes le quería. Finalmente lo entendió, o quizás confió en mí sin más, y aceptó ser nuestro marido.
Zulema ya habla una variante de nuestro idioma sorprendente y con frecuencia divertida, y yo sigo enamorada hasta los tuétanos de ella, de los dos, pero si un día dijera que quiere volver a su pueblo creo que iría tras ella sin dudarlo. Pero eso no parece que vaya a suceder. Ahora vamos a tramitar los papeles para regularizarla. Tendremos que mentir, que decir que trabaja en casa cómo asistenta, o qué se yo que bobada ¿Cómo explicar que es la dueña de nuestras vidas y señora en nuestra casa?
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