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HOTEL PARAISO

"Selena y Orión se hallaban en su habitación, frente a frente, como dos ejércitos dispuestos para la batalla. "

 

Selena y Orión se hallaban en su habitación, frente a frente, como dos ejércitos dispuestos para la batalla. Ambos se abrazaron y miraron como solo dos amantes pueden hacerlo antes de disolverse en uno solo, con las emociones a flor de piel. Él sostuvo sus finas mejillas entre sus gruesas manos. Se dio cuenta de lo pequeño y delicado que parecía su rostro ahora, cuando lo tenía tan cerca y lo acariciaba con sus dedos. Recorrió con el pulgar sus labios entreabiertos y lo introdujo en su boca. Ella cerró los ojos y lo relamió con un erotismo irresistible. Entonces sus labios se fundieron en un beso apasionado. Sus lenguas se entrelazaron, ardientes, untuosas. Ella sintió cosquillas en su pubis. Se sexo se humedecía, preparándola para el coito. Notó también la presión creciente del pene de su pareja, restregándose como una serpiente ansiosa en su bajo vientre. También ella empezó a contonearse para sentir lo más cerca posible su erección.

Orión sabía por experiencia que su mujer ya no era aquella jovencita inexperta y temblorosa a la que arrebató la flor de su virginidad. Cuando se movía de ese modo, sabía lo que le pedía, lo que anhelaba con todo su ser. Al fin y al cabo, no había nada más sexual que una fémina en estro cuando, después de los preliminares de rigor, desataba su auténtica naturaleza, liberada por fin de la máscara de las artificiales normas de moralidad y decoro. Un remolino imparable.

Él se quitó la camisa y la tiró al suelo. Después se colocó a sus espaldas y le desabrochó el vestido, dejando al aire sus firmes pechos, que empezó a manosear hasta que los pezones se pusieron duros al tacto. Atacó su cuello y el lóbulo de la oreja. Los lamió y mordisqueó jugando con ellos, mientras apretaba su miembro contra las nalgas de ella. Selena sintió un escalofrío electrizante recorrerle la columna vertebral. Su vello se erizó. Poco a poco, sus respiraciones se fueron sincronizando. Varios suspiros se le escaparon cuando él recorrió su cuerpo con la pericia con la que el alfarero trabaja una bella pieza de porcelana en el torno para darle forma. Su diestra se coló debajo de la falda y fue deslizándose por su pierna hasta llegar al fruto prohibido.

En ese momento, ella se apartó. Quería estar cómoda. Así que se deshizo del vestido, quedándose solo en paños menores. Miró el bulto indisimulable de los pantalones de su esposo y se mordió el labio inferior, poseída de deseo. Codiciaba tenerlo dentro. Quería sentirse invadida, plena. Se puso a acariciarlo por encima de la ropa y él hizo lo mismo, mientras sus labios y sus lenguas volvían a encontrarse. Entretanto, Selena buscó la correa y se la desabrochó nerviosa. Los pantalones cayeron al suelo y él los apartó con desdén. Eran un estorbo. La tela de sus calzones parecía a punto de estallar. Se los bajó y el pene de Orión saltó hacia adelante como un resorte. Lo empujó hacia la cama y le hizo sentarse. Se arrodilló ante él, agarró su miembro con sus diminutas y blancas manos y comenzó a masturbarlo. No era ni grande ni pequeño y, aunque el tamaño de la espada ayudaba, no era menos importante que el espadachín supiera de esgrima y tuviese aguante. Y él era resistente, y sabía manejar su sable para satisfacerla.

Envuelta en tales pensamientos, fue recorriendo de arriba abajo y de abajo a arriba su falo con la lengua. De vez en cuando lo miraba pícara para provocarle y enardecer su lívido. A ratos chupaba su glande, lo recorría en círculos, lo besaba, lo introducía en su boca… A consecuencia de esto, él empezó a gemir mientras tocaba sus cabellos. A punto de perder ya el control, la cogió en brazos y la tumbó sobre la cama, poniéndose a su lado y arrancándole de un tirón la ropa interior, que quedó destrozada en un rincón.

Empezó a rozarle las nalgas, el talle y los pechos. Luego descendió hasta los muslos y volvió a ascender hacia el triángulo de su pubis. A Orión no le agradaban las niñas impúberes. Tampoco las espesas selvas. Y su esposa era de las que cuidaba su “jardín”, como a él le gustaba llamarle. Ella agarró su cola y abrió a su vez las piernas para facilitarle la labor. Él masajeó los pétalos de su rosa, que se abrieron de par en par para recibir a su dedo medio, el cual se enterró travieso en su oquedad, húmeda y dispuesta. Luego le siguió el anular y, poco a poco, Orión fue subiendo la intensidad de su masaje. Podía oírse perfectamente el sonido de su excitación, semejante al chapoteo en un charco.

Ella frotaba su verga y él le trabajaba los senos con su lengua. Meditó entonces sobre lo rosadas que eran sus aréolas y labios vaginales. Y eso a él le encantaba. Pensaba que no había nada más femenino que eso. Si hubiesen sido de color moreno, no le hubiesen atraído tanto, aunque tampoco los habría rechazado. Siguió subiendo el ritmo de su frotis hasta que ella empezó a arquearse de forma compulsiva y le agarró del brazo con el que la estaba asaltando, corriéndose entre convulsiones.

Orión extrajo los dedos de la vagina y los olió antes de chuparlos. Mmm, huele a hembra en celo. Adoro este olor –manifestó. Luego se situó encima de ella y se dedicó a restregar su sexo, potente y vigoroso, en su entrepierna, moviéndolo como un pincel. ¡Déjate ya de estúpidos jueguecitos y fóllame de una puta vez! –decretó impaciente su esposa, empuñando su miembro y colocándolo en la entrada de su orificio. Orión había conseguido sacar de quicio a Selena, devolverla a la pura y soez animalidad. A veces hacerse de rogar resultaba divertido. No obstante, se dispuso a cumplir presto una orden tan placentera.

Deslizó su pene muy despacio en su sedosa, caliente y mojada gruta, ganando terreno centímetro a centímetro, hasta que logró hundir por completo su arma en su funda. Experimentando diversos ritmos e intensidades, sus latidos empezaron a acelerarse. La respiración de ambos se acompasó. Jadeos y gemidos de placer componían aquella maravillosa melodía. Sus sentidos, embriagados, flotaban en una nube ajenos a todo lo demás, en un nirvana redentor. Parecía como si el universo entero hubiese desaparecido. Conceptos como “tu” o “yo” perdieron su significado. Solo existía el aquí y ahora, el “nosotros”.

Orión no paraba de besarla. Le gustaba sentirse dueño de todas sus cavidades. Selena le abrazó con las piernas y le arañó la espalda con sus afiladas garras, haciéndole sangrar. Él levantó sus pantorrillas y la penetró con mayor ímpetu y profundidad, intentando no desperdiciar ni un solo milímetro de su báculo. Ella le indicaba sin palabras lo que quería; “Más rápido”, “más lento”, “no tan hondo”, “tócame aquí”. Él fue descifrando sus gestos con la maestría con la que un músico interpretaba una partitura. Del acto sexual, lo que más le excitaba era ver a su compañera disfrutar enloquecida, hacerla desbocar. Y llegado a este punto, tuvo que cesar sus embestidas.

¿Qué pasa? ¿Por qué te detienes? – preguntó Selena.
He estado cerca de llegar al punto de no-retorno, y quiero durar más. Necesito un poco de descanso. Relajémonos, ¿vale?
¿Qué te apetece? ¿Un 69?
No. Estoy demasiado sensible. No aguantaría. Pero podemos probar otra cosa. Ven –dijo estirándose sobre la cama y atrayendo los muslos de ella hacia su boca. Empezó a lamer el botón y los pliegues de su vulva. A ratos alternaba y sumergía su lengua en la humedad salubre de su intimidad, sin descuidar tampoco sus mamas. Ella, por su parte, se dedicó a friccionar su clítoris, cada vez con mayor urgencia, hasta que explotó haciendo probar a su amante el olor acre y el salado licor de su gozo entre espasmos de placer.

Una vez repuesta, Selena le miró maliciosa y le dijo; Bueno. Ahora me toca a mí. Acto seguido se retiró un poco atrás e introdujo el mástil en la hendidura. Comenzó a mover su cuerpo arriba y abajo, cabalgando en una danza lasciva, succionándole vorazmente el falo con su resbaladiza cueva. Ahora era ella la que llevaba la batuta, la que imponía la profundidad y el ritmo de la penetración. Sus fluidos lubricaban al delicioso intruso. Orión empezaba a rendirse. Le devoraba los pezones con frenesí o amasaba sus nalgas, las palmeaba o bien le introducía un dedo por el ano. Eso es… Cómeme… Oh, Selena, me derrites… Me exprimes –murmuró al filo de la cordura. Esa es mi intención –reveló ella susurrándole al oído. Quiero que me inundes.

Dicha confesión espoleó de tal manera la lujuria de Orión que la estrechó feroz contra su cuerpo caliente y tomó las riendas de la postura, empalándola con vehemencia. Sus acometidas se fueron haciendo cada vez más rápidas y ansiosas hasta que finalmente estalló, rellenándola hasta el útero. Ella sintió en sus entrañas su miembro palpitante, el nacarado y cálido esperma fluyendo impetuoso y colmando su interior. Él pudo notar dicho líquido derramarse por su falo y testículos. Ambos cayeron sudorosos y exhaustos el uno sobre el otro.

¿Ves lo que has conseguido, niña mala?
¿No pensarás de verdad que esto acaba así? Todavía no estoy saciada. Quiero más –alegó haciendo incorporarse a su marido hasta su altura, sin sacar su pene de su vagina.
¿Quieres que lo hagamos en esta postura?
Sí. No quiero desperdiciar ni una sola gota de tu semen.

Y así, abrazados, ella sobre él, acoplados y pegajosos, prosiguieron su cópula, que fue ganando intensidad hasta que Orión la agarró de los muslos y la empotró contra la pared. Así… Sigue así… No pares… Métemela toda… Dale fuerte, mi macho, no te contengas… Así… Sí… ¡Sííí!… Todo acabó cuando ella se estremeció gustosa, en un orgasmo explosivo en el que se mezclaron sus secreciones con las de su amante, manchando el suelo de la estancia.

Ambos recordarían para siempre aquella noche en la que Selena se quedó embarazada. Y la habitación 069 del Hotel Paraíso guardaría sus secretos más inconfesables.

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