Hay en la vida de toda mujer normal, y cuando digo normal quiero decir común, desde una estudiante a una ejecutiva y desde una simple ama de casa a una actriz o modelo, sin distinción de clase social, poder económico, cultura, religión o ideología, secretos íntimos que habitan tanto su mente como su cuerpo en forma natural e instintiva sin tener conciencia de ello, de los que sólo ella es dueña y están circunscriptos específicamente a su mundo sexual.
En la más pura realidad, el sexo es desde el fondo de los tiempos el motor del mundo. No hay ninguna religión o credo que en su esencia hable del amor, sino del sexo como mandato divino; se creó un hombre y una mujer no para que se enamoraran sino, como todas las otras parejas de animales, procrearan.
“Creced y multiplicaos” y no “Amaos los unos a los otros”, que eso vino mucho más tarde. La hembra descubrió, pobrecita, que era dueña de complicados mecanismos que el hombre no; raras e incomodas pérdidas de sangre, capacidad de albergar en sí aquello que el hombre le dejaba adentro que, sin saber cómo ni por qué, se convertía en un pequeño cachorro. El crecimiento de sus mamas, convirtiéndola en proveedora del propio alimento de los cachorros y, en definitiva, el poder total sobre los machos, ávidos en penetrarla por su elástica apertura en la búsqueda de un placer del cual también ella disfrutaba.
Con sabiduría de almacenero, sumó dos y dos, y se dijo; a más tipos que la quisieran poseer, más comida y así fue que la supervivencia se fue convirtiendo en primitivo confort y fuente inagotable del goce, haciendo de la cópula algo natural y cotidiano que hasta practicaba con sus propios cachorros al crecer, machos al fin, como tantos otros.
Nadie conoce la sexualidad de la mujer como ella misma y en general, no se rige íntimamente por los mandatos sociales o religiosos como el hombre, sino que aprovecha la sana discreción que la feminidad le impone como un anticuerpo, para ejecutar los actos más terribles o perversos con la impunidad que su sexo le permite.
En tanto que el hombre separa, por machismo cultural, la sexualidad de lo laboral o social, ejecutando sus actos como una especie de ceremonia ritual en la que posee a la mujer y hace gala de eso ante los demás hombres – si no, para qué? - o, al contrario, se enamora y deja todo por eso, haciendo de la elegida una virgen de castidad en la que comprometer su honor; la mujer, aun amando y manteniéndose fiel, se permite ciertos deslices y aventuras tan circunstanciales como efímeras sin el menor remordimiento y hasta se da el lujo de hacer concesiones a su subyacente homosexualidad, ya que ese tipo de relaciones no modifica su condición, como sucede con el hombre y las convierte en una variante válida y discreta para sus alivios histéricos.
Cualquier momento, hora, circunstancia y lugar le son propicios para hacerlo y yo he visto personalmente a más de una secretaria limpiarse los restos de semen de los labios al salir del despacho de su jefe, tan naturalmente como si estuviera retocando su labial o lavar sin el menor pudor la esperma que empapaba sus bombachas en el baño de una oficina.
El embarazo parece dignificar mágicamente con un rasero común a todas las mujeres y eso en cierto modo se justifica, ya que es la portadora de la vida. En nombre de eso se la santifica, colocándosela en una cumbre mayestática sin tener en cuenta que el embarazo obedece a una razón fortuita y que la causa del mismo es, por lo general, el resultado de un violento acceso pasional en el que la inseminación sólo es la consecuencia. Tampoco se tiene en cuenta de que el estado de procreación coloca a la mujer en una especie de “piedra libre” sexual, pudiendo manejar cuantos acoples quiera con total impunidad y sostenerlos casi hasta el momento del alumbramiento.
Como toda mujer que ha vivido una vida plena y satisfactoria, he incursionado por todas las variantes sexuales posibles en todas las épocas, de acuerdo a mi edad y a las circunstancias, sin proponérmelo como un fin pero sin rechazar ninguna. Analizándolas en perspectiva, no me arrepiento de ninguna de ellas y me gustaría poder aprovechar las actuales baterías de complementos, físicos y cosméticos para realizarlas libremente, pero sí, no me gustaría que mis hijos y nietos conocieran tan sólo su existencia por la vehemencia que he puesto en ellas, cualquiera de las cuales me colocaría en el pedestal de la prostituta, como debería corresponderle a todas las mujeres que se precien de tal.
Estos “flashbacks”, no obedecen particularmente a una cronología exacta sino que van siendo escritos como vienen a mi memoria. Sé que algunos en especial, removerán recuerdos en quienes fueran mis circunstanciales parejas pero eso me da cuerda para seguir recordándolas con cariño y nostalgia.
Mi primer conocimiento sobre el sexo fue un hecho casual y traumático. A mis trece años conocía - por estarlo padeciendo - el doloroso y desagradable tema de la menstruación que en esa época llamábamos “regla” y, junto con él, una retahíla de consejos sobre la higiene femenina, la necesidad de no abundar en el manoseo de la zona y unos confusos comentarios sobre la ovulación, la virginidad y los períodos fértiles de la mujer a los cuales no les hice el menor caso.
Como todas las primeras reglas, las mías eran desparejas, variaban en la intensidad del sangrado y en general no me molestaban, salvo por la higiene que me hacía estar metida todo el tiempo en el bidet al menor rastro de sangre, poniendo especial cuidado en las recomendaciones sobre la manipulación de la vulva como si mis dedos fueran conductores de vaya a saberse que enfermedades malignas.
El hecho casual se produjo en casa de mi tía, donde yo vivía alternativamente con la de mis padres. Estaba recostada en la cama que tenía en un cuarto junto al baño cuando de pronto, al encenderse la luz de aquel, un diminuto círculo amarillo se dibujó en la hoja del libro que sostenía entre mis manos. Moviéndolo lentamente, vi que la luz provenía desde la puerta que me separaba del cuarto de baño y que permanecía cerrada con cerrojo y llave. Utilizando el libro como referencia, fui acercándolo a la puerta y en el filo de uno de sus biseles que unían los recuadros con el armazón, oculto hasta el momento por la oscura superficie barnizada, descubrí un pequeño agujero del tamaño de un fósforo.
Acercando mi ojo a la apertura, ajusté el foco de la retina y, tras un leve parpadeo, vi la escena tan clara como si se tratara de una foto. El sector abarcaba la pared que, enfrente a mí, alojaba en el rincón al inodoro y a su lado el bidet. Mi tía estaba sentada en el inodoro recostada en los azulejos y mientras leía una revista femenina, sus manos se deslizaban distraídamente acariciantes sobre los pechos que, sin corpiño, escapaban abundantes por el escote de la combinación. Por momentos, la caricia se tornaba en fuerte sobamiento mientras que los dedos pellizcaban, rascando suavemente los gruesos pezones.
Dejando caer la revista al suelo y como parte de un ritual rutinario largamente practicado, se quitó por sobre la cabeza la prenda de satén. Con la bombacha en los tobillos se trasladó al bidet donde fue abriendo las canillas para ir dosificando el agua caliente y exponiendo su sexo al chorro que incrementó al máximo. Con el torso erguido y mordiéndose los labios en ansiosa espera, sus dedos se deslizaron a lo largo del peludo bosque enrulado que cubría su sexo; abriéndose paso, dejaron expuestos los gruesos labios mayores de la vulva, iniciando un lento recorrido a todo lo largo, en un ir y venir que se iba incrementando imperceptiblemente.
Los dedos separaron ampliamente los labios del sexo y ante mis ojos se ofreció un espectáculo inédito. El enorme óvalo tenía un color rosado iridiscente, como nácar pulido y en su parte superior, florecía un manojo de intrincados pliegues de piel rodeando a un apéndice apenas mayor que la punta de mi dedo meñique. Un segundo pliegue se extendía a todo lo largo de la vulva con profusión de blancuzcos frunces de carne y debajo, donde todo culminaba, se abría la boca cavernosa de la vagina, orlada por un festón de gruesas carnosidades Los dedos hábiles de la otra mano se entretuvieron durante un momento recorriéndolo todo y luego se aplicaron a macerar al tímido botoncito de carne que fue aumentando notablemente de volumen.
Dejándose caer sobre los azulejos a sus espaldas, abrió más las piernas y mientras de su boca comenzaba a escapar un suave gemido de angustia, la mano jugueteó durante un momento en la entrada a la vagina y luego introdujo dos de sus dedos profundamente, escarbándolo junto a la fuerte lluvia.
Ya era incapaz de contener los gemidos que surgían a través de los dientes apretados y desprendiéndose de la pared, inclinó su cuerpo para profundizar la penetración de los dedos y el duro restregar al clítoris mientras se hamacaba hacia delante y atrás flexionando fuertemente sus piernas como jineteando a la mano, hasta que de pronto y en medio de una especie de sollozo de satisfacción, respirando afanosamente por la nariz para sofocar la intensidad de sus gemidos, se desplomó sobre la pared en tanto que por su rostro se extendía una espléndida sonrisa de satisfacción.
Con la vista nublada por la emoción y la garganta reseca por la angustia que iba llenando mi pecho de confusas sensaciones, permanecí durante unos minutos con la frente apoyada sobre la puerta, tratando de recuperarme del shock que significaba reconocer en aquello que me estaba estrictamente prohibido, la fuente de placer que había enajenado a mi tía.
Esa misma noche, con esas imágenes frescas en mi mente, apenas se acostaron todos, me desnudé y comencé sigilosamente con la exploración de mi cuerpo.
El descubrimiento de que la sola imposición de mis manos a ciertas y determinadas regiones del cuerpo iba introduciéndome a un nuevo mundo de excelsas sensaciones de placer jamás experimentadas, me sacó de quicio. Me resultaba casi imposible aceptar que rincones que hasta el momento y sin esta preparación involuntaria a que mi cerebro las condicionaba habían permanecido inertes a cualquier tipo de contacto, ahora y tan sólo al menor roce superficial, respondían enviando a mi mente tanto angustiosos llamados de deseo como gratificantes oleadas de satisfacción.
Con suma prudencia, en noches y horarios en que me sabía segura, el afán exploratorio se fue extendiendo por cuanta rendija u oquedad era susceptible de ser excitada con el suave roce de las yemas de los dedos hasta el agresivo rasguño de las uñas o el violento y sañudo retorcimiento de las carnes.
Descubrí la respuesta particular de cada centímetro de mi vulva a cada uno de estos sometimientos y cómo, de acuerdo al grado de excitación que iba desarrollando, me era menester ser acariciada o lastimada hasta sentir que el dolor formaba un todo con el placer y en el sufrimiento, hallaba la satisfacción que la ternura no me hacía alcanzar.
Con los meses, fui adquiriendo una habilidad tal que con sólo tocarme, sabía cual era la forma de goce que el cuerpo me reclamaba en cada ocasión y entonces me hice una firme promesa que se convirtió en la constante de mi vida: Nunca, bajo ningún concepto, me privaría jamás de obtener o consentir cualquier forma de placer, aun en las condiciones más adversas, perversas, aberrantes o antinaturales y hasta contrariando mis propios límites morales o físicos, convirtiéndola en el secreto más íntimo que guardaría para mí sola y que jamás compartiría con nadie.
Paralelamente, me exigí llegar a construir, como mi tía y supongo que mi madre también, una imagen de tranquila y casta honestidad, un escudo que me protegiera como un cascarón de manera que, el concepto esencial del sexo, no pasara por mi vida más que como el precepto divino de procrearse. Exterior y públicamente debería llegar a ser la chica ideal que cualquier hombre se desviviera por presentar a su madre y, en mi fuero íntimo, juraba no abstenerme de nada que me satisficiera, comportándome en lo privado como la hembra animal y primigenia que cada mujer lleva escondida y que no nos atrevemos a revelar.
Recuerdo que aquel invierno comencé la secundaria y mi madre me anotó en el mismo colegio que a mi prima Raquel, la hija menor de mis tíos con la que nunca habíamos intimado, ya que en la primaria íbamos a distintas escuelas, ella por la tarde y yo por la mañana. Sólo a la hora de cenar y cuando estaba en su casa, cruzábamos ocasionales conversaciones. Ahora compartíamos el ser dos extrañas en un colegio donde las demás chicas que se conocían desde pequeñas se esforzaban en ignorarnos.
Con el hecho de habernos convertido en mujer casi simultáneamente, también comenzamos a compartir en pícaros cuchicheos los cambios hormonales, las extrañas sensaciones inexplicables de nuestros vientres, el crecimiento paulatino, inexorable y sin límites ciertos de nuestros pechos y nalgas, más ciertas urgencias localizadas a las que no le hallábamos sentido.
Desde el punto de vista sexual, yo tenía una enorme ventaja sobre ella, otorgada por mis experiencias visuales a las masturbaciones casi cotidianas de su madre a quien, en sucesivas observaciones, había contemplado recurrir a elementales sustitutos fálicos del botiquín mientras se duchaba y hasta se penetraba con los dedos por el ano, además de los recientes manipuleos a los que me estaba haciendo adicta por el placer que me daban. Lejos de mí estaba la intención de confiárselo, ya que desconocía su posible reacción y las consecuencias que me acarrearía.
Fingiéndome tan ignorante como ella, me aplicaba en la búsqueda conjunta de lecturas en libros o revistas que nos aproximaran más explícitamente a los denominados de yacer, coito o cópula. Contentas porque finalmente nos hiciéramos amigas y compartiéramos nuestro desarrollo, las hermanas fomentaban los bisbiseos en que nos enfrascábamos y los encierros en el cuarto de Raquel que, en la planta alta, se encontraba alejado del resto de las habitaciones.
En complicidad con otras chicas del colegio, y a través de algunas que tenían hermanos mayores, conseguimos algunas revistas pornográficas que circularon subrepticiamente de mano en mano, permitiéndonos tejer arriesgadas hipótesis fantásticas sobre el sexo. Yo disimulaba mi conocimiento, pretextando conocer ciertos detalles de la sensualidad femenina por lecturas o comentarios que había escuchado de personajes inventados por mí. Esto me otorgó un cierto halo de conocedora, despejando aquella primera aversión que nos tenían al principio.
Una tarde en que quedamos totalmente solas en la casa, encerrándonos en el cuarto de Raquel comenzamos a parodiar las poses obscenas de las mujeres que viéramos en las revistas. El aparentemente inocente juego, nos fue llevando a la desnudez total y entonces, comenzamos a explorar sensualmente nuestros cuerpos con las manos, comprobando y comentando la excitación que nos daba el manoseo a los pechos en maduración y el roce de los dedos en los pezones. Acostadas lado a lado, cada cual acariciaba su cuerpo, observando y comentado risueñamente las reacciones que experimentaba a la otra.
Aprovechándome de mí experiencia, fui deslizándome hacia Raquel y, hombro con hombro, comenzamos a jugar con nuestras manos en el sexo como si fuera una competencia, rascando tenuemente al incipiente vello púbico y deslizando los dedos a lo largo de la vulva. Con el goce, vino el gimiente jadeo y sin darnos cuenta, al retorcernos y sacudir las cabezas juntas, nuestros alientos se confundieron, los labios se rozaron, galvanizándonos y lentamente nos abandonamos al beso, tímidamente inexperto al principio y exigentemente hambriento después.
Pasando mi brazo izquierdo sobre sus hombros, atraje a Raquel e instintivamente mi mano derecha buscó la pequeña copa de los senos. Acariciándolos, conseguí que ella buscara los míos y las dos nos dedicamos por un rato a sobar amorosamente los pechos de la otra. Mi boca se alejó hacia abajo y los labios buscaron el promontorio de los vértices de sus senos, envolviendo a los pezones y succionándolos como si mamara. Raquel gimoteaba por la ansiedad que le provocaba y entonces mi mano buscó su muslo y acariciándolo suavemente, fui subiendo hasta rozar la incipiente vellosidad de su sexo.
Mucho más asustada que yo, mi prima gemía y sollozaba quedamente. Aventurando mis dedos, fui recorriendo tenuemente los labios de la vulva sintiéndola estremecerse contra mi pecho. Con la yema busqué la humedad que abrillantaba al sexo y los dedos se fueron escurriendo suavemente hacia el interior, escarbando entre los pliegues con la sabiduría aprendida de su madre y practicada largamente en mí.
Más por instinto que por propia voluntad, Raquel se agotaba acariciando mi cabeza, empujándola hacia abajo con apremiante vehemencia instintiva y sin dejar de masturbarla, cambié de posición tan hábilmente como el placer me indicaba era correcto. La respuesta encendida de mi prima no hacía sino motivarme para proseguir y dejé que mi cabeza resbalara hacia su sexo, hundiendo mi boca en él.
El conocimiento de las cosas que sucedían en mi propio sexo me provocaba un poco de asco pero las ansias pudieron más y, sapiente de toda sabiduría intuitivamente animal, comencé con pequeños besos que derivaron en lambeteos para luego succionar aquel manojito de pliegues que descubriera en mi tía. Sorprendentemente, al aroma de su sexo no era acre sino que exhalaba una fragancia particular que exacerbó mi olfato, introduciéndome a un nuevo mundo de sensaciones olfativas.
Enardecida, mi boca se aplicó a la succión de aquellos pliegues y recordando los de mi tía, un dedo se adentró cuidadosamente en el agujero de la vagina. Nunca pude discernir si los fuertes lamentos iniciales de Raquel fueron de dolor o placer, ya que después de unos momento del suave vaivén de la penetración, imprimió a su cuerpo un lento ondular que se fue incrementando hasta que, suspendida por un instante en un envaramiento muscular, se derrumbó sollozando de placer mientras los fluidos de su vagina rezumaban a través de mi dedo.
Todavía temblorosas, nos interrogamos mutuamente acerca de las sensaciones que nos había producido a cada una el hecho de dominar y ser dominada y, el mismo carácter íntimo de la conversación nos llevó a un nuevo intercambio de caricias experimentales que rápidamente nos volvieron a excitar y esta vez, asumiendo el rol pasivo, incité a Raquel a poseerme hasta llevarme a obtener mi demorado orgasmo.
Mediados los catorce años, el sexo ocupaba totalmente mi pensamiento y con estos aislados acoples lésbicos, más unas cuantas masturbaciones sabiamente administradas a las cuales cada vez les sacaba más provecho, llegué a tener orgasmos con el mero uso de la imaginación, utilizando para ese fin el borde de los asientos del colectivo en que apoyaba mi pelvis cuando iba o venía del colegio y en ocasiones el prominente hombro de algún pasajero sentado; abrazada a mis libros con los ojos perdidos en el paisaje que me ofrecía la ventanilla, escudada en la inocencia de mi cara, me hamacaba fuertemente contra estos ocasionales excitadores y cuando sentía como el calor del flujo empapaba mi ropa interior y escurría por los muslos, obtenía tanta satisfacción como si hubiese realizado una masturbación completa con mis manos o hubiera eyaculado en la boca de Raquel.
Mi cuerpo continuaba desarrollándose paulatinamente y sin descanso. La cintura se había estrechado como si fuera un reloj de arena y, simultáneamente, la curva infantil de mi pancita se había achatado en un casi inexistente vientre. Las caderas se ensanchaban conforme crecía el grosor de los muslos y los glúteos prometían unas nalgas tipo negroide que, en principio, me preocupaban.
Los que se estaban convirtiendo en mi orgullo eran los pechos que, conforme adquirían volumen y, tal vez a causa de mis incansables sobamientos, alcanzaban una consistencia muy especial. Cuando no estaban excitados y túrgidos, pendían un poco laxos y en su parte superior exhibían una cualidad gelatinosa que los sacudía al menor movimiento provocando el extravío de las miradas masculinas pero cuando algo me excitaba sexualmente, se erguían endurecidos y el volumen de sus aureolas aumentaba como si se tratara de otro pequeño seno. Los que me ponían en aprietos ante terceros eran los pezones, ya que largos y gruesos, se empinaban agresivamente a través de cualquier tela o tejido cuando me excitaba. Con todas esas virtudes o inconvenientes - según la óptica -, no eran desusados en cuanto a tamaño y me permitían exhibir una figura armoniosamente equilibrada.
En este concepto físico y psicológico, comencé a frecuentar esas pequeñas fiestas barriales que en esa época llamábamos asaltos. Con un buen tocadiscos, las chicas aportando los comestibles y los chicos las bebidas, en sólo un par de horas y con el consentimiento de los padres, se armaba la fiesta, que comenzaba religiosamente con las últimas horas del día y se extendía, a lo sumo, hasta la medianoche.
Según el celo de los padres - o la desconfianza que tenían de sus hijas -, las chicas venían acompañadas por ellos, que más tarde las pasaban a buscar o como en mi caso - de casta e inocente imagen juiciosa - mi madre me dejaba ir y volver sola a mi casa. Los padres dueños de casa eran generalmente “cancheros” y salían al cine mientras dejaban que nos divirtiéramos tranquilos o se encerraban en otra parte de la casa, haciendo la vista gorda ante los oscurecimientos simultáneos con la música lenta, ocasión que aprovechábamos para “chapar” o “franelear” con la pareja de turno. Los boleros o baladas melosas eran infaltables y oscilábamos a su ritmo sobre un par de baldosas, estrechamente abrazados y colocando en la letra todas las ansias reprimidas que no nos animábamos a manifestar abiertamente.
Las faldas holgadas de ese entonces nos permitían un mayor acercamiento sin que fuera demasiado evidente. A mí me gustaba bailar con el torso levemente echado hacia atrás, dejando que mi pelvis se restregara contra la dureza cada vez más creciente de mi pareja y, como estaba de moda mantener las manos estrechando la cintura del compañero, cuando transitábamos zonas especialmente oscuras, llevaba curiosa la mía hasta la entrepierna del azorado muchacho y manoseaba su miembro por encima de la tela.
Con el tiempo fui perfeccionando la técnica y usaba vestidos abotonados al frente que permitían un fácil acceso a mis senos y trataba - si el tipo de fiesta me lo permitía - de no llevar ropa interior. No tenía pareja fija pero yo me inclinaba siempre por aquellos muchachos que me habían demostrado el volumen de su virilidad, que no se escandalizaban por mis actitudes un poco libertinas y esencialmente, porque sabía que eran discretos y no las comentarían entre ellos.
Desabrochando un poco mi vestido, dejaba que ellos retozaran con las manos a través del escote hasta que sus dedos llegaran a rozar mis pezones y, en ciertas ocasiones, metía mi mano en su bragueta jugueteando con el pene hasta que, generalmente, dejaba escurrir su precoz eyaculación en la pernera del pantalón pero que a veces enchastraba las telas livianas de mis polleras.
Tanto yo como mis ocasionales parejas no dejábamos que estos manejos se evidenciaran más que como una franela apasionada, pero íntimamente, quedábamos satisfechos por haberlo hecho y, aunque cuando llegaba a casa debía masturbarme a conciencia para alcanzar el alivio definitivo, la situación me conformaba.
A punto de cumplir los dieciséis años, ya mi madre había aceptado que volviera acompañada de vuelta por un circunstancial “novio” no oficial o “festejante”, como se les decía. Dejando los asaltos un poco antes de lo previsto, yo solía quitarme la bombacha antes de salir y nos demorábamos en lentas caminatas hasta mi casa, tomando por los caminos menos frecuentados y que abundaran en lugares oscuros en los cuales ocultarnos momentáneamente para poder trenzarnos en fugaces batallas de besos y manoseos.
En cada ocasión, se me hacía más difícil poder reprimir mis ansias y atacaba agresivamente a mis parejas, dejando que ellos manosearan y chuparan a su antojo mis senos mientras los masturbaba fuertemente con mis manos, pero en cierta ocasión en que volvía con un chico cuyos atributos me atraían particularmente, nos dejamos llevar por el frenesí de la refriega y empujando la puerta del zaguán de la casa en que nos apoyábamos entramos a su oscuridad protectora.
Mientras succionaba con fuertes chupones mis pechos, alzó mi pollera y, encontrándome sin nada debajo, acarició por encima la velluda mata pilosa de mi sexo e inició una torpe caricia que él pensaría era una masturbación pero su intento dio resultado.
Totalmente encendida por este contacto de una mano masculina en mi sexo, con una instintiva angurria me dejé caer de rodillas; tomando al falo endurecido entre mis manos y abriendo la boca vorazmente, fui introduciéndolo entre mis labios, succionándolo como un prodigioso helado de cucurucho con una naturalidad de la que me creía exenta.
El sentir esa barra de carne en mi boca me descontrolaba y ansiaba poder devorarla por entero. Bajando más sus pantalones y mientras mí mano la estrechaba fuertemente con rápidos movimientos giratorios, lengua y labios buscaron la ácida humedad de sus testículos sorbiéndola con verdadero deleite y ese olor a macho me enardeció aun más. Labios y lengua se empeñaron en un ávido succionar de la verga en toda su extensión y cuando llegaron a la base del glande, corriendo hacia atrás la delicada piel del prepucio, se internaron en el surco profundo y sensible que lo rodea y luego, con la cabeza inflamada humedecida por mi saliva, fui introduciéndola hasta que su volumen me provocó una arcada.
Dando un lento vaivén a mi cabeza, acompañándolo con la caricia de mis dedos, sorbía cada vez con mayor intensidad sintiendo como él se iba envarando paulatinamente hasta que con un poderoso rugido de su pecho, derramó en mi boca el torrente seminal que yo estaba deseando desde hacia tanto tiempo.
Aunque no estaba preparada para tal cantidad, evité que escapara una sola gota de entre mis labios e inaugurando el sabor deliciosamente almendrado de la suave cremosidad, la fui deglutiendo con lenta fruición durante un largo momento más y, al tiempo que él acariciaba mi cabeza imprimiendo a su cuerpo un suave balanceo, con las últimas descargas del esperma sentí que mi vagina se inundaba pletórica de sus jugos y acabé con él.
A pesar de que hacerlo me gustaba muchísimo, no lo hacía frecuentemente, por dos razones; la primera era la que respondía a los principios de aquella promesa que me había hecho a mí misma de no “regalarme” como le dicen ahora, cediendo renuentemente sólo cuando el candidato se ponía muy insistente y la segunda, porque encontrar la ocasión propicia con el mismo muchacho no era tan fácil aunque me moría por saber como sería con otros.
Así, entre succiones y masturbaciones, fui llegando a una plenitud sexual que llegaba a enloquecerme con sus reclamos. Sintiéndome con la experiencia y la capacidad de una mujer adulta, ansiaba poder conocer cómo era una penetración masculina, aun cuando ya lo hubiera experimentado imitando a mi tía con ciertos sucedáneos fálicos en mis noches solitarias. Y el hecho se produjo de una forma totalmente natural.
Con mis dieciocho recién estrenados, fui invitada a una fiesta en donde la mayoría de los concurrentes eran un par de años mayores que yo y en la cual no había gente adulta vigilándonos. Bailé y”rasqué” gran parte de la noche con dos muchachos a quienes ya conocía y que gustaban de mis “excentricidades”, hipócritamente candorosa ante terceros.
Cerca de las dos de la mañana, después de habernos restregado a gusto recíprocamente y sin que mediara un acuerdo explícito, los tres subimos a la terraza de la amplia casona desde la cual se veía el jardín trasero en donde bailaban los demás invitados. Los tres nos encontrábamos bastante “alegres” pero lo suficientemente lúcidos como para saber que habíamos llegado allí convocados por un secreto y definido propósito.
Estábamos acodados en el barandal, observando a los bailarines y uno de ellos me abrazó desde atrás, hamacándome al lento ritmo de la “bossa”. Yo acompañé su balanceo y cuando él comenzó a girar hacia el fondo de la terraza, se acopló a nosotros el otro muchacho y los tres nos bamboleamos más o menos acompasadamente durante unos momentos, en los que pude comprobar como crecía la intensidad de su masculinidad, restregándose sobre mi vientre y glúteos.
Abandonándome en sus brazos al conjuro de la música, el calor, el alcohol o mi propia calentura, dejé que el que estaba a mi frente comenzara a besarme con intensidad al tiempo que iba descubriendo mis pechos y el que estaba detrás, dejándose caer de rodillas, alzara mi pollera para hundir su boca en la raja entre mis nalgas, chupándome con avidez mientras las manos se aferraban a mis muslos.
Mientras la boca ansiosa del primero se deleitaba succionándome los pezones y sus manos se empeñaban en estrujar dolorosamente los senos, me hicieron inclinar un poco más. Yo accedía a estas ordenes silentes, agradablemente ansiosa por comprobar si esta experiencia terminaría de la forma que esperaba y si conformaría todas mis expectativas.
Sentándose en un amplio banco de madera, el primero hizo que me inclinara ayudándome a tomar su verga entre mis manos e incitándome a que se la chupara, cosa a la que me presté con una indisimulable ansiedad en tanto que el otro, haciéndome abrir más las piernas, separó el refuerzo de la bombacha y clavó su boca en mi sexo al tiempo que lo masturbaba hábilmente con dos dedos.
Esto ya excedía todas las formas de goce conocidas por mí hasta el momento y gimiendo desesperadamente con la pollera enrollada en la cintura y la blusa totalmente desabrochada, les rogaba con angustia que me poseyeran. Con esos dedos socavando mi vagina y la lengua azotando los fruncidos esfínteres del ano, fui sumiéndome en una placentera cabalgata en la que la excelsa sensación de goce me superaba. Estaba sometiendo entre mis dedos a la verga del primero, succionándola con ávida estupefacción cuando sentí que el segundo, apoyando la cabeza de su falo en la entrada a la vagina, comenzaba a presionar con lenta firmeza.
Ni en mis más alocadas masturbaciones con improvisados falos había llegado a imaginar el tamaño tremendo – con el tiempo comprobaría que no era así – de la verga que iba lacerando los tejidos de mi interior. Con un fuerte bramido de dolor, acentué la fuerza de mi boca en el miembro que tenía en ella y succioné aun con mayor vigor, sintiendo cómo el dolor inmenso que me atravesaba cual una espada flamígera, emulaba y superaba con creces a mis propias agresiones sadomasoquistas en las que el dolor era el feliz portador de las mejores sensaciones del placer total.
Los tres parecíamos conformar una sola unidad física y nos hamacamos con una suave cadencia en la que las carnes adquirían un carácter casi miscible y las sensaciones del dolor-goce parecieron invadirnos simultáneamente. En una embestida formidable y convulsivas contracciones espasmódicas, alcanzamos nuestros orgasmos, en medio de feroces rugidos amortiguados piadosamente por el nivel de la música.
Me llevó más de media hora reponerme del shock, tanto físico como psicológico que había significado para mí esta violación, consentida y anhelada, pero violación al fin. En el interior de mi vagina, los músculos doloridos por la agresión de la verga descomunal latían con pulsantes convulsiones haciendo que el vientre se contrajera violentamente al tiempo que me parecía que no quedaba un centímetro de mis entrañas que no se sintiera invadido, irritado y a punto de estallar.
La satisfacción había alcanzado un nivel deslumbrante y al tiempo que trataba de recuperar el aire a grandes bocanadas con los pulmones inflamados por una ola de calor sofocante, fui recomponiendo mis ropas. Dejándome sola, ellos habían descendido por separado y en distintos momentos. Cuando bajé, ya estaba en condiciones de alternar con los demás invitados sin evidenciar la violencia de mi primera penetración.
El impacto fue tan grande que, aunque me costara reconocer la causa, anduve cerca de una semana como pasmada, estupefacta ante la sorpresa de haberme atrevido a hacerlo, cómo lo hiciera, de haberlo gozado tanto y sólo la incertidumbre del semen en mi útero me distrajo en aquello de instalar en mi ánimo con más firmeza que nunca, la intención de seguir haciéndolo tanto como pudiera.
Pero las intenciones no se correspondían con la realidad; apenas tenía dieciocho años y a ellos no les interesaba más que como una aventura pasajera; en los ’60, además de ser caros, los hoteles alojamiento no abundaban y por mi edad, temíamos que no me admitieran. Así que en todo el próximo año y a costa de mucha insistencia, sólo conseguí tener con ellos cinco acoples fugaces, en forma individual y a los apurones, sin obtener ni la tercera parte de la satisfacción que en la primera, ya que los obligué a acabar fuera de mi sexo.
Simultáneamente, me estaba preocupando por lograr aquella imagen de novia ideal que me había auto impuesto. Fui aumentando la discreción en el vestir usando ropas holgadas que no evidenciaran demasiado mis formas generosas, utilizaba la menor cantidad de maquillaje posible, no pintaba mis uñas ni labios y reduje mi larga melena a un modestito corte a lo garçon.
Quien me viera por primera vez, no podría dejar de suponer que acababa de egresar de un colegio de monjas y que, además de tímida, era un poco tonta o hueca. Esa debe de haber sido la impresión que causara en el que luego sería mi marido. Ocho años mayor que yo, llegó a mi casa de casualidad, buscando un lejano dato familiar e inmediatamente quedamos prendados el uno del otro.
El, porque harto de la superficialidad de las mujeres de su edad y de su ambiente, estaba a la búsqueda de una mujer ideal casi imposible de conseguir; pura, sin deformaciones sociales, ni la coquetería vacía de esos años. Yo, por mi parte, cubría con él mis pretensiones básicas; un hombre joven, con futuro, serio y capaz de sacarme del mundo caóticamente ficticio en el que vivía mi madre. Como no era desagradable y me atraía, se lo di a entender de la manera más discreta posible. Eso, junto con mi aire de colegiala sorprendida, terminaron por convencerlo y comenzó a venir cada día más a menudo, ya no a visitar a mi madre, aunque nunca hizo ninguna propuesta oficial ni siquiera se me declaró formalmente.
Con alguna discreción no acostumbrada, mi madre nos dejaba solos conversando en el living y escuchando música. Los temas triviales de conversación fueron cediendo lugar a las confidencias y así, como él me confió de sus dos últimos fracasos sentimentales con detalles tal vez demasiado claros y crudos del por qué esas mujeres lo habían desilusionado con las traiciones de su desaforada sexualidad, yo le confié de mi soltería sin novios, de mi preferencia por las solitarias noches exploratorias antes de confiarlas a manos de algún joven desaprensivo y admitiendo con osada desvergüenza la pérdida de mi virginidad en propias manos.
Me sentía tan desinhibida, tan confiada y protegida por él que, encantados con estas muestras mutuas de sinceridad, nos permitimos suponer que calzábamos uno en el otro como si estuviéramos hechos a la medida y sin un acuerdo explícito, nos consideramos novios.
Recién a los quince días nos dimos el primer beso. Como corresponde a una verdadera “primeriza” dejé que él tomara la iniciativa y sentados muy juntos en un sillón todo fue muy dulce y emocionante. El suave roce de sus labios sobre los míos ansiosamente entreabiertos, tuvo realmente para mí la sensación de una conexión magnética totalmente distinta al furioso mordisco pasional de aquella noche en la terraza.
Un vaho tibio que salía desde su boca fue inundando mis glándulas olfativas, dilatando anhelantes mis narinas y predisponiéndome para el contacto real entre las bocas que, cuando se encontraron, se fundieron en un ensamble perfecto y profundo. Desde un rincón atávico de la memoria, mis labios se volvieron maleables y la lengua, hábil para trabarse en dura lid con la de él.
Sólo una semana después, se animó a posar sus manos sobre mí, mostrándose desorientado ante la solidez y contundencia de mi cuerpo que bajo la ropa se veía un tanto informe. Fingiendo cierto pudoroso remilgo, aflojé el cierre frontal de mi vestido y cuando la mano de él tomó contacto con mis pechos, fue como si se armara una revolución.
La suavidad de sus manos recorriendo ávidas mis senos extasiándose por la proporción de las aureolas y los pezones, fue estremecedoramente perturbadora y, subyugada, dejé que condujera mi mano hacia la bragueta que él ya había abierto. Como si fuera la primera vez, acepté como a regañadientes que mis dedos se posaran trémulos sobre el miembro y tolerando su guía, lo tomé entre ellos, acariciándolo, apreciando como de tumefacto pasaba al estado de rigidez con una velocidad increíble.
Casi instintivamente, inicié el suave deslizar de la masturbación mientras me ahogaba con la succión de su boca. Sus manos se dedicaron a estrujar mis senos con bastante menos respeto que al principio y, cuando él estaba en la cumbre del clímax, se incorporó y metió su sexo en mi boca.
Confundida, no hice sino seguir lo que mis sentidos me indicaban y lo alojé con cuidado en el interior mientras él me rogaba que se lo chupara; aferrándome por mis cortos cabellos, me sacudía la cabeza para profundizar la intrusión y favorecer la succión. Olvidando que debía mostrar mi supuesta inexperiencia, la lengua comenzó a tremolar a todo lo largo de su verga y los labios le propinaban violentos chupones al tronco humedecido con mi saliva. Luego me dediqué a hostigar duramente la suave piel del prepucio tirando de ella con mis labios como si pretendiera circuncidarlo y cuando él roncaba hondamente, sorprendido por mi ataque, me abalancé sobre el mondo glande y lo introduje hasta el fondo de mi garganta, comenzando con un violento hamacar de la cabeza hasta que él mismo me pidió que tuviera cuidado con los dientes y, muy lentamente, dosificándolo con la presión de sus dedos a la uretra, fue volcando el caudal de su esperma que yo tragué con delectación.
Con el ruedo de mi vestido sequé los restos de semen que chorreaban por las comisuras y mientras recomponíamos nuestras ropas, nos dejamos estar en un mutismo incómodo que él rompió finalmente con una avalancha de sus más encendidas disculpas al comprometer mi ingenuidad y aprovecharse de mi inocencia para conseguir que me abandonara a sus deseos, acostumbrado a que las putas que andaban con él no le negaran nada, por siniestro y perverso que ello fuera.
Esto terminó por convencerme de que él era quien yo estaba esperando y acepté sus excusas. Asumiendo el deseo que despertaba en mí, le confesé que era yo la que me había dejado llevar por mis instintos y, sin pensarlo, había dado rienda suelta a alguna necesidad que mi cuerpo debería de estar reclamándome desde hacía mucho.
Con esta mezcla de excusas y defensa de honores mancillados, emprendimos una nueva etapa del romance como si hubiéramos colocado los cimientos de algo definitivo y casi sin darnos cuenta, comenzamos a conversar sobre posibles fechas de boda y esos detalles que consolidan una relación.
Confirmamos la firmeza de la decisión anunciándole a mi madre - no solicitándole permiso - que en tres meses nos casábamos. Superada la resistencia que opuso, no por mi edad sino por lo que significaba organizar todo en tan poco tiempo para que ella quedara bien socialmente, nos dedicamos a los detalles de la boda y en ese período, comenzamos con otro manejo de nuestra relación física. Como si respetara mi virginidad que él suponía no era tal pero debido a mis propias manipulaciones y no a otra penetración viril, me fue introduciendo a nuevas sensaciones obtenidas a través del “franeleo”.
Ya no se limitaba solamente a la caricia de los senos sino que todos sus dedos jugaban en las carnes, rascando con las uñas las asperezas arenosas de las aureolas, excitándolas hasta hacerles alcanzar sus exagerados volúmenes y, asiendo los pezones entre los dedos índice y pulgar les imprimía una lenta rotación, retorciéndolos cada vez con mayor intensidad hasta que yo sentía clavarse en mis riñones el cosquilleo del deseo, unas ganas inmensas de orinar insatisfechas y entonces hundía fieramente sus gruesas uñas en ellos hasta que el dolor-goce me envaraba y suplicándole con insistencia que no dejara de hacerlo, sentía el sexo inundado por los tibios líquidos de mis jugos vaginales.
A través de los muslos, fue accediendo a otras partes de mi cuerpo y, como ya no usaba ropa interior cuando él me visitaba, se solazaba palpando la fuerte contundencia de mis nalgas carnosas, recorriendo con sus dedos la hendidura hasta que la mano se encontraba con mi sexo al cual acariciaba con suave ternura pero sin la imperiosa premura de penetrarlo. Creía estar respetando mis tiempos y yo estaba ansiosa por que los transgrediera. Con mucho tacto, me pidió que eliminara, aunque fuera recortándola con tijera la espesa mata de mi vello púbico que era un revuelto ensortijado de largas guedejas incultas.
Nunca habíamos tenido oportunidad de estar desnudos frente a frente pero conocíamos todo lo que es necesario conocer del otro a través de nuestras manos y en el entendimiento de que eso no dejaría de ser así hasta la noche de bodas, nos sumíamos en interminables horas de intenso restregar, obteniendo ocasionales eyaculaciones y orgasmos que él enjugaba con su pañuelo y yo con mis faldas o terminaban por mojar el brocado de los sillones, sin volver a intentar que yo se la chupara aunque me volvía loca porque me lo pidiera.
Dos días antes de la boda religiosa, ya casados por civil y con los nervios a flor de piel por la tensión de los preparativos, la fiesta, el vestido y la inocultable ansiedad sexual que me habitaba, sucedió algo que nos marcaría para toda la vida y que decidiría definitivamente mi actitud ante el sexo, cómo enfrentarlo y cuáles serían los límites o mejor dicho la falta total de ellos en nuestra relación.
Aquella noche decidimos salir a caminar por Palermo y cuando estábamos en las proximidades del Lawn Tennis, buscamos un rincón especialmente oscuro. Mientras él se sentaba sobre las gruesas raíces de un enorme eucalipto, arrodillándome, comencé a chupársela con un ansia irrefrenable. Al poco rato sentía como todo mi cuerpo temblaba por el alboroto de palomas aterradas que agitaban mi vientre encendido en una sola llamarada y sacudía fuertemente mi grupa alzada al cielo mientras él iba roncando lentamente, anunciándome la llegada de la eyaculación, cuando sentimos a nuestras espaldas una discreta tosecita y alguien me sacudió por los hombros.
Aterrada, trepé hasta su pecho y mientras él me rodeaba con sus brazos, comprobamos que frente nuestro había dos policías uniformados. Indiferentes, como si no los afectara la actitud ridícula en que nos encontrábamos, hicieron señas que nos levantáramos y pidieron nuestros documentos. Tras comprobar mi edad, dijeron que deberíamos acompañarlos a la comisaría, por dos razones; primero, estábamos afectando a la moral en la vía pública y por otra parte, yo era menor de edad – en ese entonces la mayoría era a los veintiuno -, por lo que alguno de mi familia debería hacerse cargo de mí.
Yo estaba desesperada porque esta situación no se hiciera pública, destruyendo la imagen angelical que había logrado conseguir y no podía sacar de mi mente la furia de mi madre si debería sacarme de la cárcel. En medio de un angustioso lloriqueo les iba explicando que era una chica de familia ya casada por civil que en sólo dos días se casaría en la iglesia y mi marido intentó convencerlos de distintas maneras; apelando a su hombría de bien, a veladas coimas y finalmente a un Comisario Mayor al que conocía vagamente.
Todo fue inútil; se mantuvieron inflexibles. Luego de una discreta conversación entre ellos, nos dijeron que, en vista del entusiasmo y habilidad que había demostrado tener con el que decía era mi marido, estaban dispuestos a hacer una excepción, con la condición de que yo también la hiciera y mantuviera relaciones con ellos.
Ante la enconada resistencia a esta propuesta, nos colocaron las esposas y llevándonos hasta el patrullero, me hicieron subir atrás con uno y a mi novio junto al que conducía.
Poniendo el coche en marcha sin prender las luces, lo ocultaron en medio de un espeso cañaveral. Advirtiendo a mi marido de que nadie sabía que estábamos en el patrullero y que no hiciera quilombo si no quería aparecer en un zanjón, lo esposaron al volante y diciéndome que me desnudara sola si no deseaba volver a casa con la ropa destrozada, me liberaron de las esposas. Loca de vergüenza, me quité a regañadientes el amplio camisero que vestía, mostrando abochornada que era lo único que llevaba puesto. Ante la exuberancia oculta de mi físico, se congratularon mutuamente y se acomodaron los dos junto a mí en el asiento trasero.
Aquellos patrulleros Ford eran importados, grandes, pintados de un discreto azul oscuro y, sin la parafernalia de luces y colores de ahora. Este había desaparecido en la oscuridad de la noche y la amarilla luz de un farol que penetraba por la ventanilla trasera ponía la claridad suficiente para mostrar mi azorada desnudez.
La butaca era enorme y daba fácil cabida a cuatro personas. Tras manosearme por un rato, haciéndome sentir la firmeza de sus rudas manos en mi cuerpo tembloroso, divirtiéndose con mis sólidas pulposidades, uno, el más joven, se dedicó a estrujar y chuparme los senos con una violencia que nunca había experimentado en tanto que el más viejo abría mis piernas y encogiéndolas, se arrodillaba para hundir su boca en mi sexo recientemente afeitado.
Era la primera vez que una boca masculina tomaba contacto con mi sexo y yo iba a experimentar la famosa “minetta” de la que siempre había oído hablar. Tal vez los años de práctica del hombre o una predisposición mía me hacían sentir los labios y la lengua jugueteando dentro de mi sexo estregando fuertemente al clítoris y sorbiendo los jugos que ya mi vagina dejaba escapar, como la más excelsa de las sensaciones de bienestar y deseo y comencé a agitar voluntariamente mi pelvis contra ellos.
Mi boca no podía reprimir los gemidos, gruñidos y suspiros de satisfacción y, sin poderme contener, los angustiosos pedidos de más sexo en medio de sensuales exclamaciones de gozoso asentimiento; cuando el que se ocupaba de mis senos se incorporó acercando su cuerpo a mi cara, atrapé ávidamente la verga entre mis manos para introducirla profundamente en la boca angurrienta, que se dedicó a chuparla en un violento ir y venir que me fascinaba voluptuosamente al sentir como el que estaba en la entrepierna, me penetraba con dos enormes dedos. Alcancé fácilmente un primer orgasmo y ya iba en procura del segundo cuando ellos dejaron de someterme de esa manera.
Yo estaba desmadejada y maleable por la reciente eyaculación y obedecí mansamente cuando el más viejo se acostó boca arriba en el asiento, ayudándome a que me ahorcajara sobre él para penetrar mi vagina. El fuerte tronco del falo se deslizó por las mucosas que lubricaban las carnes y el placer de sentir mi cuerpo ocupado por la gruesa rigidez de un falo me sacó de control.
Comprendiendo la idea y con el cerebro alborotado por una alegría incontrolable que surgía de la forma en que mi cuerpo reconocía la olvidada dicha de sensaciones tan placenteras que me desquiciaban, comencé a flexionar mis piernas en una improvisada jineteada, galopando sobre el miembro que golpeaba el fondo de mis entrañas, preguntándome como había podido ser tan idiota al no permitir que nadie me penetrara desde la adolescencia.
El hombre me asió por los senos y tirando de ellos hacia su pecho, los estrujaba y chupaba duramente obligándome a inclinarme y entonces el otro ubicó su boca en la hendidura entre las nalgas chupando ávidamente el perineo, esa zona inmensamente sensible que separa la vagina del ano, lambeteándolo y succionando vorazmente los esfínteres anales que fruncidos en el esfuerzo que hacía por las flexiones, se negaban a la insistencia de la lengua hasta que un dedo empapado por mis propios jugos los fue sensibilizando, haciéndolos permeables ante la caricia que, por otra parte, ya experimentaba como una nueva necesidad.
Yo había explorado cuidadosamente esa zona, comprobando que la introducción de un dedo no me era dolorosa y sí, se asemejaba en goce a la de la vagina. Cuando esperaba la intrusión del dedo, fue la gruesa verga la que, apoyándose firmemente sobre el pequeño agujero negruzco, comenzó la casi imposible misión de penetrarlo. Yo sentía un dolor inmenso pero a pesar del daño que eso me provocaba, sofrené a duras penas mis gritos y fui suplantándolos con roncos bramidos que surgían desde lo más hondo del pecho enronqueciendo mi garganta y haciéndome sollozar mientras golpeaba con los puños sobre el pecho de quien socavaba mi sexo. La histérica necesidad de sentirlo totalmente dentro de mí, hizo que me inclinara aun más y empujando con todo el cuerpo, facilité el paso por los esfínteres que, una vez dilatados, se abrieron complacientes a la violenta penetración.
Olvidada de la situación, de mi marido, las circunstancias y de quienes me poseían, solo encontraba motivo para congratularme por la sadomasoquista violación, confirmando que el dolor iba indisolublemente unido con mis más deliciosas y maravillosas sensaciones del goce. Los dos falos traqueteando en mi interior separados por una delgada, casi inexistente pared membranosa, me llevaron a prorrumpir en estertorosos ronquidos y en medio de obscenas exclamaciones, los exhortaba a terminar con esa locura llevándome rápidamente al orgasmo que sentía estallar en mí, reclamándoles la lechosa cremosidad de sus eyaculaciones. Cuando sentí mis entrañas inundadas por los poderosos chorros seminales que ellos descargaban en medio de alegres calificaciones a mis virtudes para el coito, me desplomé totalmente agotada y perdí toda noción de la realidad.
Media hora después recuperaba el sentido en brazos de mi marido recostados en el mismo árbol en el que estábamos antes, sintiendo el tremendo dolor que ponía un latido insistente en mis aperturas íntimas y mi cuerpo cubierto de una hedionda mezcla de transpiración, semen, saliva y fluidos vaginales. Después de limpiarme lo aparente con su pañuelo mientras me vestía sin pronunciar palabra, estrechándome fuertemente por la cintura, me ayudó a recuperar la vertical y, muy lentamente, recorrimos el camino hacia mi casa.
No hubo ninguna referencia al hecho ni calificaciones sobre la bestialidad de los hombres o la complaciente actitud prostibularia mía; quisimos ignorar todo y lo logramos pero ese momento marcó un quiebre en nuestras relaciones y, a partir de la convivencia, se puso en marcha un mecanismo tácito, perverso, aberrante, subyacente y no explícito que aceptaba y hasta alentaba cualquier desviación en nuestro comportamiento sexual.
El sabía fehacientemente, que yo no era el ángel de virtud que había esperado y que la misma conducta que manifestara ante la violación podía llegar a manifestarla con cualquier hombre por una tendencia natural y animal a experimentar todo sobre el sexo, sin importarme las consecuencias ni fijarme parámetros de moral.
A su vez, una vez conseguido el acceso a mi pretendida inocencia, su propósito secreto siempre había sido el de forjarme a su antojo en lo sexual, una especie de hetaira personal, una maquina robóticamente esclava de sexo, logrando obtener de mí lo que había deseado y no obtenido en las mujeres, que era una lúbrica entrega a sus pasiones más bajas no sólo con humildad sino con una entrega ciega, total y sin límites. Nos habíamos engañado y traicionado mutuamente y, sin embargo, nuestro objetivo personal básico se estaba cumpliendo y con ellos nuestras ilimitadas posibilidades sexuales.
Sobre esta base de dudosa moral para algunos, utilizándonos recíprocamente, fue que levantamos el castillo de nuestro matrimonio, Los muros construidos con la inmundicia de nuestras mentes, se constituyeron mágicamente en la misma fortaleza que los mantuvo sólidamente erectos por más de treinta años. Los dos sabíamos que podíamos confiar en el otro incondicionalmente, aun cuando eso significara la más vil entrega a un tercero, fuese en la situación más terrible o la más feliz, en necesidad o riqueza, como habíamos jurado ante Dios y nunca, aunque tuvimos violentos cambios de enfoque para una misma situación y llegamos a estar distanciados, olvidamos que, como esos extraños caballitos de mar, estábamos indisolublemente unidos hasta que la muerte nos llevara a otra vida, si se podía, tan intensa como la vivida.
La huella de aquello tan espantosamente placentero para mí, fue el disparador para que desde la misma noche de casados acometiéramos la tarea de hacernos el amor como una gran competencia de culpas y gratitudes; yo, tratando de agradecer con cada fibra de mi ser y mi mente la condescendencia de mi marido ante el recuerdo del placer desfogado con que había aceptado el sexo múltiple y él, tratando de cobrarse esos celos locos que habían encendido el fuego de su imaginación, esforzándose y esforzándome para lograr lo mismo como una prostituta de tiempo completo.
Y así comenzamos a transitar la vida juntos, aprendiendo el uno del otro, conociendo las vulnerabilidades, deseos, puntos sensibles, tiempos y necesidades que íbamos desarrollando y alimentando día a día como personas. Tuvimos épocas cúspide en las que el sexo era todo lo que ocupaba nuestro tiempo, mesetas de tranquilidad erótica casi burocrática y simas profundas, en las que los problemas cotidianos alejaban de nuestras mentes y físicos todo deseo sexual.
Pasamos por etapas de una dulzura casi infantil, en donde las caricias, los besos y el contacto de nuestras pieles nos daban el sustento necesario para alcanzar el clímax total, casi sin penetraciones y convivíamos armónicamente en una paz casi senil.
También estuvieron aquellas en que ninguno de los dos asumía definitivamente el papel de activo o pasivo y ambos nos esforzábamos simultáneamente en someter y ser sometidos, inventando posiciones y acoples casi acrobáticos en los que la meta era dominar al otro de tal manera que, junto al dolor y el placer combinados, también obtuviéramos goce en su sufrimiento, un afán destructivo al que nos sometíamos mutuamente y sin darnos pausa.
Fue pasando el tiempo y el matrimonio se consolidó con la llegada de dos hijos. Yo no había abandonado ninguna de las metas que me propusiera a los trece años y disfrutaba intensamente de la vida sexual con mi marido pero con la mente alerta para llegar a cubrirlas si esa oportunidad se me brindaba. Mantenía mi físico en mejor estado que cuando era soltera, ya que los partos me habían obligado a adoptar distintas disciplinas de relajación y gimnasia que endurecieron mis músculos y fui adquiriendo cada día más elasticidad, ya que me esforzaba y ponía el acento en aquellos ejercicios del yoga que me permitieran lograr posiciones casi imposibles, dignas del Kama -Sutra.
Con los chicos ya en el jardín de infantes pero con sólo veinticuatro años, me dediqué a realizar promociones institucionales en mis ratos libres, no porque mi marido necesitara del aporte económico sino para sentirme bien conmigo misma, demostrándome a la vez, que todavía mantenía las expectativas de atracción intactas de acuerdo a los acosos más o menos evidentes a que me sometían los hombres con los que trababa relación laboral. Sin embargo, mi primera y efímera relación extramatrimonial sucedió de la forma más inesperada para mí.
A cargo de la promoción de unas nuevas medias para mujer, tuve que llevar los productos y supervisar las tomas fotográficas necesarias para el material gráfico. Ajena al mundo sofisticado de los fotógrafos de elite, no esperaba la presencia de maquilladores, peinadores, asistentes lumínicos y otros más que no tenían función específica aparente y, sobretodo, me asombró el desparpajo y negligencia con que las modelos se desnudaban delante de toda esa troupe, exhibiendo su cuerpo a la vista de todos como si no existieran. Liberada hasta lo inimaginable en lo privado, aun mantenía esa pacatería que me hacía ruborizar públicamente ante otra persona desnuda, bromas subidas de tono o conversaciones triviales pero picantemente íntimas sobre la sexualidad.
Como todavía lucía una buena figura y mi rostro nunca fue desagradable, un poco en broma y un poco en serio, para matar el tiempo entre las demoras técnicas, acepté que me peinaran y maquillaran profesionalmente. El resultado no sólo no me disgustó sino que vi con satisfacción que mi belleza podía llegar a ser comparable con la de las modelos y eso no dejaron de notarlo los fotógrafos, que me insistían por qué no me decidía y hacía un “book” para alguna agencia.
Al final de la jornada y como debía quedarme durante más de una hora para esperar el revelado y los contactos de las fotos, mientras tomábamos café, el dueño del estudio me dijo que aprovechara para hacer algunas tomas. Acobardada por la semidesnudez necesaria y porque me sentía avergonzada de mi pretendida belleza, me negué sistemáticamente hasta que él me propuso que las fotos las sacara su socia, quien también era su mujer y así, en la intimidad femenina, conseguiría soltarme con espontaneidad.
Que sí, que no, un poco ansiosa y un poco a regañadientes, accedí y la mujer cerró las puertas del estudio. Aprovechando las luces ya colocadas, hizo que me desnudara y con sólo una camiseta y las medias de alto puño labrado, me acomodé sobre los almohadones negros. Fuera por las luces o por la presencia tranquilizadora de la mujer, quien también había sido modelo, me fui relajando y adopté buenas posiciones que ella alentaba con entusiasmo pero hubo un momento de tensión cuando sugirió que el blanco de la camiseta producía unos extraños reflejos por el contraste con el negro y que me la quitara. Ante mi ruborosa negativa, ella se rió de mi vergüenza, ya que estábamos solas y mis pechos no la iban a asombrar.
En efecto, luego de que mi cuerpo estuviera libre de la ropa, yo misma me hallaba más cómoda y el calorcito del estudio me hizo languidecer un poco al tiempo que el roce de la piel sobre el terciopelo de los almohadones me fue excitando insensiblemente. Cuando ella se acuclilló a mi lado para acomodar mejor mi cuerpo y sus manos rozaron accidentalmente mis pechos, supe. Supe que estaba en el momento y con el ánimo predispuesto para satisfacer una de mis más locas fantasías. Traté de reprimir mis instintivos deseos pero cuando me ayudaba a recostarme con las piernas alzadas para exhibir mejor las medias, dejé que mis brazos la ciñeran negligentemente para dejarme caer y arrastrarla conmigo sobre los grandes almohadones.
Acostadas de lado, mirándonos profundamente a los ojos con lúbrica ansiedad, ella comenzó a pasar sus manos a todo lo largo de mi cuerpo y era como si redescubriera el valor de la caricia. Diminutos cortocircuitos eléctricos iban produciéndose por donde los dedos dejaban su huella ardiente y toda yo me estremecía involuntariamente.
Un barullo de alegría alborotada me llenaba de dicha y mi boca susurraba alentadoras palabras amorosas. Las uñas se sumaron a los dedos y minúsculos surcos rojizos despertaban cosquillas en aquellos lugares que, desde mi pubertad y descubiertos por mí misma, no había vuelto a sentir. La angustia me resecó rápidamente la garganta junto al escozor inaguantable del sexo, señal inequívoca de que mi excitación estaba alcanzando niveles excelsos.
Acezando quedamente entre mis labios entreabiertos, vi como ella aproximaba los suyos y experimenté el beso de más sublime dulzura en toda mi vida. Las mórbidas carnes de sus labios gordezuelos se posaron tenuemente sobre la boca como esos ligeros intentos titubeantes que hace una mariposa antes de posarse en una flor y mis labios no podían contener el temblor nervioso que los sacudía inconteniblemente.
La líquida suavidad de su lengua empapada de una fragante saliva se extendió por las resecas hendeduras exteriores y, como una sierpe gentil, escarbó con tierna premura mis encías introduciéndose lentamente en la boca, recorriendo morosamente cada rincón de ella y provocando que la mía acudiera presurosa a su encuentro. Restregándonos en una incruenta batalla del deseo, nos atacábamos sin saña, con una ávida voluptuosidad que conduciría inevitablemente a que los labios, alternativamente, se esmeraran en succionar las lenguas como a penes, cada vez con mayor intensidad.
Incapaz de contener mi loca vehemencia, la abracé apretadamente y rodamos juntas sobre los almohadones, ocasión que ella aprovechó para desprenderse de la holgada túnica que la cubría como única vestimenta y su físico me impactó; nunca había tenido el cuerpo de una mujer adulta tan próximo al mío y el calor que emanaba de su piel tostada y tersa terminó por extrañar mis sentidos. Nos abrazamos como posesas, con delirio, en vesánica exaltación y nuestras carnes se restregaron furiosamente en un intrincado amasijo de brazos y piernas, ondulando nuestros cuerpos y acometiéndonos en un alienante acople imaginario.
Las dos balbuceábamos frases incomprensibles, lucubradas por las fantasías de nuestra fiebre sexual, suplicando, aceptando y prometiéndonos las más infames vilezas. Nuestras manos no se daban descanso recorriendo la superficie de la piel que, erizada y mojada de transpiración, les permitía escurrirse por cuanta cavidad, rendija u oquedad se presentaba, arrancándonos mutuamente encendidos gemidos de goce insatisfecho.
Ella fue rotando su cuerpo y, colocándose invertida, comenzó a manosear apretadamente mis senos al tiempo que su boca sometía a las aureolas y pezones a intensos chupones, dejando sobre ellos las marcas violáceas de las succiones y las rojizas medialunas de sus dientes. Sus pechos, más grandes que los míos, oscilaban hipnóticamente lado a lado sobre mi cara y yo también la ataqué con toda la violencia que mi deseo provocaba.
Una misteriosa reminiscencia a mi prima, me llevó a la más primigenia función instintiva, a la inédita sensación de tener una mama entre mis labios y, encerrándolas fieramente entre ellos, las chupé con tal fuerza que ella respingó sorprendida por mi denodado esfuerzo. Sus manos fueron deslizándose a lo largo del vientre y cuando llegaron a la entrepierna, se desviaron por las empapadas canaletas de la ingle para confluir finalmente en la vulva.
Mis manos se mostraron ansiosas por palpar el fuego de su carne y se aventuraron a lo largo de la cintura, acariciando las caderas y el nacimiento de los exquisitos glúteos. Las dos sabíamos que inevitablemente, el momento había llegado y acomodamos nuestros cuerpos para el feliz epilogo.
Sacándome la bombacha exquisitamente bordada que hacía juego con el puño de las medias, encogió mis piernas, obligándolas a abrirse de una manera que dejaba mi sexo totalmente dilatado y oferente, cosa que yo profundicé aferrándolas por detrás de las rodillas hasta casi mis hombros. Su lengua tremolante exploró a todo lo largo de él, desde la diminuta vellosidad que como un breve bigote orlaba los labios de la vulva hasta estos mismos y su consecuencia final que era la entrada carnosa a la vagina.
En una complicada combinación de labios y lengua, recorrió profundamente cada pliegue que asomara entre las carnes retorciéndolo sañudamente entre ellos y, complementándolos con los dedos, me fue elevando a un nivel de excitación desconocido que me quitaba el aliento.
Con la cabeza clavada fuertemente en los almohadones, resollaba en convulsivos jadeos mientras sacudía la cabeza y sentía que los músculos de mi cuello estallarían por la tensión. Con ojos alucinados contemplé la proximidad brillante de su sexo húmedo y, clavando mis manos en las nalgas, accedí al maravilloso placer que constituye el sexo ardiente de una mujer plena justificando la gula que los hombres manifiestan por él.
Lejos de asquearme, el acre aroma femenino se constituyó en un imán y, cuando mezclado por el fragante vaho del flujo vaginal impresionaron mi olfato, cerré los ojos para hundir mi boca entre los gruesos labios, solazándome con la suavidad del interior y busqué instintivamente la carnosa protuberancia del clítoris. Ella había hecho lo propio conmigo y así abrazadas, con mis pies firmemente enganchados en sus espaldas, formamos una hamaca perfecta en la que nos bamboleábamos embelesadas en una mareante cópula que me sumió en la desmayada inconsciencia del orgasmo, en tanto que ella continuaba sometiéndome a su antojo.
Con los ojos velados por lágrimas de alegría y encandilada por las luces, no había advertido la presencia del marido, que desnudo y sentado en un banco, hacía rato que contemplaba nuestra relación.
Mi cuerpo relajado seguía activamente los esfuerzos con que ella trataba de alcanzar su orgasmo y ondulando lentamente la pelvis, la fui incitando a obtenerlo mientras mi vientre aun se sacudía con las contracciones y espasmos del mío que continuaba fluyendo y bañando sus fauces. Cuando comenzó a temblar descontroladamente y su vientre a contraerse y dilatarse violentamen