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Estaba a horcajadas sobre él. Forcejeábamos intentando someter al otro. De momento había empate. Él era más fuerte, pero yo lo aprisionaba con mis muslos y aunque elevaba la cadera no podía girarme. Su sexo se clavaba en el mío a través de las sábanas volviéndome loca. Metí los talones por debajo de su culo y me aferré a sus brazos.
—Eres mi prisionero —susurré.
—Átame.
Arqueé el cuerpo para agarrar el pañuelo de seda, até sus manos al cabecero y apreté.
Besé su frente, sus cejas, su nariz. Esquivé su boca y lamí, despacio, el lóbulo de su oreja, su barbilla, su nuez. El cuello me llamaba a gritos y clavé los dientes como si quisiera atravesar la carne y alimentarme de la sangre que fluía bajo la piel. Gimió. Su dedo buscó mi boca. Lo chupé. Luego, dos. Luego, tres. Sabían a tabaco y salitre. También la palma de su mano. Y su aliento, cuando devoré los labios que se abrieron como fauces. Su lengua culebreaba tensa y dura. Mamé. Casi gimo «córrete».
Me separé. La lujuria había exigido mi pezón. Elevé el tronco y quedó a la altura de su boca. Lo saboreó como a un caramelo. Cada vez más duro. Cada vez más derretida.
–Suéltame. Quiero comerte. Quiero que te corras en mi boca —exigió.
–No.
–Te vas a enterar.
Tironeó, pero los nudos se cerraron. Lo intentó con ímpetu, pero fue en vano. Sus ojos preguntaron con una mezcla de asombro y miedo.
–Te lo dije. Eres mi prisionero.
Me levanté y salí de la habitación.
—¿A dónde vas? ¿Qué vas a hacer?—Histeria en su voz. No contesté.
Me había acordado de la botella que compré en un viaje a Praga. Me apetecía estrenarla. Embriagarme de absenta, sudor y semen. Regresé sigilosa. Intentaba desatarse. Al ver el licor, su temor cedió al deseo. Al sentirme encima se le puso dura otra vez. Toda para mí. Desprecinté la botella y derramé un poco sobre su pecho. Pinté curvas en su piel con los pezones, con los labios, con la lengua. Sabía a sudor y especias. Acaricié el tatuaje de su costado. Brillaba perlado por el sudor. Vertí absenta sobre el samurái. Mis yemas fueron pincel que repasó los contornos resaltando matices. La armadura do-maru. El brazo tenso. La katana que sostenía con respeto. El vaho del licor emanaba de los dos cuerpos como una neblina y también lo deseé. Lamí su frente de gesto adusto, la barbilla inclinada, el cuello alargado. Le miré y sus ojos me devolvieron la mirada. No había deseo en ellos, sino un desprecio profundo. Una leve sombra enturbió sus pupilas. El rostro se tensó con una mueca despectiva. Y comprendí.
Me invadió el pánico. Quise huir, pero mis miembros eran piedra. El grito, arena. Alzó el brazo. La vida se rebeló y alzó el mío. Mis uñas buscaron su rostro. Mis dedos, sus ojos. Fue inútil. La katana penetró en mis entrañas y la sangre borboteó cálida. Un frío intenso me congeló los huesos. La vida se rindió.
Una voz que aullaba mi nombre me trajo desde lejos. Mi cuerpo yacía desmadejado sobre otro cuerpo. Lo reconocí a duras penas. Me incorporé mareada. Un reguero blanco recorría mis muslos. Mi sexo aún estaba húmedo. Miré su costado. Estaba cosido a arañazos. El tatuaje rezumaba. Ahogué un grito. Lo desaté temblorosa. Me abrazó fuerte. Lloré.
—Todo está bien. Todo está bien. Todo está bien.
—Voy a curarte —. Me agarró con fuerza.
—Dame la botella.
Se la di. Derramó absenta sobre las heridas.
—Es alcohol, ¿no es cierto?
Asentí. Sonrió.
—Átame.
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