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Trabajamos en una Boutique de Derecho Mercantil. Ya sé que esto suena al no va más de las compresas jurídicas, pero en realidad es otra de las formas en la que los abogados especializados en litigios empresariales nos ganamos la vida; dejándonos la vista y la espalda intentando encontrar esa aguja en el pajar con la que pelear cada caso, entre toneladas de jurisprudencia. Para aliviar los dolores y sofocar nuestras perversiones sexuales hemos adoptado una maravillosa costumbre, que ya es Ley en casa: una vez al mes, tenemos masajes eróticos chinos. Como casi todas las normas del derecho anglosajón, la nuestra también se fundamenta en la historia. En concreto, en el viaje que hicimos a Shanghái hace ya algo más de dos años.
Digamos que me llamo Leticia y que conocí a Alex en el bufete –ahora boutique– de abogados en algún lugar entre Valencia y Barcelona, cuando comenzamos la pasantía. Durante tres primaveras, nos dedicamos a servir cafés y a documentar y redactar todos los pleitos con los que nuestros jefes colmaban sus egos. A lo largo de esos años nuestro sexo era siempre conforme a los usos y costumbres. Y aunque en los últimos meses había adquirido tintes más aventureros e intensos (como mi último cumpleaños en que Alex simbólicamente me regaló un pequeño vibrador), lo cierto es que ambos guardábamos hondas frustraciones que escondíamos bajo sonrisas de falsa complacencia cuando forzábamos nuestros orgasmos.
Pero todo cambió el día en que nos convertimos en abogados ‘de verdad’. Con 27 años, los jefazos decidieron –aparentemente sin motivo alguno– abrir gentilmente la puerta a un par de socios, para contratar a dos promesas que venían pisando con fuerza y mucha humildad –salarial–. Alex y yo ya éramos esos lobos hobbesianos baratos que todo despacho quiere, y esa nueva ética también estaba afectando al dominio territorial de la alcoba. Cuando una tiene que fingir que controla todas las normas existentes ante jueces y clientes, luego quiere sentir que sus órdenes se materializan ostentosamente en la cama. Alex sufría la misma dolencia espiritual y la insatisfacción se tornó insoportable. Pero algo iba a cambiar. Los socios del bufete nos encomendaron representar a la firma en el Congreso Internacional sobre Arbitraje comercial que tendría lugar en Shanghái, y nosotros nos encargamos pensar y, llegado el caso, experimentar juntos… ¡o por separado!
Nunca había sido tan perentorio, so pena de haberlo discutido tantas veces con anterioridad; necesitábamos una reforma constitucional de nuestra relación sexual. Por su parte, Alex clamaba por la instauración del Ius flagellum, Ius fellatii e Ius tertii. Es decir, derecho de azote, felaciones diarias y tríos con mujeres. La negociación estaba en impasse pues él no acababa de considerar legítimas las pretensiones de la oposición: mi postura parlamentaria partía de la consecución de fuertes fantasías sexuales asociadas a la dominación y al acto en la ‘plaza pública’ (y con el público). El viaje a la capital financiera china se presentaba definitivo en nuestro noviazgo; acabar y follarnos todo lo que se moviera, seguir juntos con una enorme carga de frustración o acceder a un número moderado de perversiones indeseadas, eran las opciones que ocupaban nuestros pensamientos durante las 18 horas de aviones y aeropuertos antes de aterrizar en Shanghái.
–¡Acojonante! –exclamó Alex, señalando por la ventanilla una aberrante inmensidad de extensión urbanística que se levantaba a los pies de nuestro descenso–. Y luego hablan de la burbuja española…
–Más de 300 rascacielos sólo puede significar un montón de dinero negro y sobornos, ya lo sabes –le interrumpí para observar el aterrizaje sin molestias–.
El cansancio acumulado durante el interminable viaje y el shock que nos produjo esa descomunal ciudad encorsetada por una neblina gris de polución, hicieron que momentáneamente olvidásemos nuestras insatisfacciones sexuales.
Tan pronto recogimos las maletas se había hecho de noche. Montamos en un taxi maloliente, con un rudo taxista que cogió de mala gana el papelito donde llevábamos impresa la dirección y nos condujo a nuestro hotel en Pudong, la zona financiera con los rascacielos más altos de Shanghái, relativamente cerca de donde se celebraría ese aburridísimo congreso. Casi no nos percatamos de las contundentes formas y llamativas luces de la metrópolis; íbamos soñolientos. Abrimos la puerta de la habitación y caímos redondos en la cama.
Al día siguiente, la discusión amaneció tan temprana y oblicua como los rayos de sol que atravesaban las horteras cortinas del dormitorio.
–¿Vamos a ir al Congreso de verdad? –vociferó Alex desde la ducha–.
–¿Quieres que nos despidan ya? –repliqué con un tono y un volumen exagerados, mientras calculaba mi nivel profesional ante un espejo de cuerpo entero–.
–¡Joder! ¿Es posible que nos dediquemos a follar como es debido por una vez en nuestra vida?
–Como si supieras qué es eso… –esta vez, repliqué vengativamente en un volumen muy bajo, a sabiendas de que era inaudible desde la ducha–.
–¿Sabes que la ciudad está llena de ofertas de masajes que son prostíbulos encubiertos? –prosiguió con obstinación–.
Tenía razón, yo también lo había leído. En China –como en muchos países asiáticos– está prohibida la prostitución. Y como pasa con todas las leyes que pretenden evitar lo inevitable, se vulneran con mayor intensidad que las que surgen de los hábitos sociales cotidianos. Por suerte o por desgracia, la costumbre de pagar (y cobrar) por tener sexo es tan universal como atemporal. Y, como íbamos a comprobar, China era una de las mejores pruebas de este aserto.
Bajamos a degustar el bufé que el hotel servía como desayuno, custodiado por más de una docena de chinas extremadamente delgadas que, con sus eternas sonrisas y qipaos rojos ajustados, acaparaban las miradas de todos los babeantes machitos occidentales, Alex incluido. Las había de todas las alturas, con distintos tonos de tez que iban desde el blanco pálido, hasta un exótico moreno aceitunado como el de la piel gitana; labios finísimos casi inexistentes o carnosos con un volumen que una occidental sólo imaginaría tras una operación, y la misma variedad de pecho; tetas minúsculas y enormes contrastaban alterando el dibujo con los motivos místicos de dragones dorados en sus prendas. Si dejo de un lado la envidia, he de reconocer que hasta yo me sentí ciertamente atraída por ellas. Y si soy honesta, he de confesar que tuve ensoñaciones eróticas grupales mientras mis ojos las escrutaban, al tiempo que probaba ese extraño desayuno. Sí, dejaré el lenguaje pomposo por un momento: mis bragas se humedecieron pensando cómo sería una orgía con ellas, antes de terminar los últimos lichis que Alex me había servido.
Un microbús nos llevó a un antiguo pabellón de la expo que se había celebrado 3 años atrás, en compañía de otros tantos letrados internacionales que concurrían en el mismo hotel. Apenas pudimos observar el recorrido. A las típicas aburridas presentaciones entre colegas de profesión, altamente narcisistas y profusamente megalómanas, siguió la no menos soporífera apertura del Congreso. Quizás Alex estaba en lo cierto y teníamos que escaquearnos de allí cuanto antes.
–Y este coñazo ¿es sólo el primero de nueve? –pregunté con voz melosa, para darle la razón sin reconocimiento explícito–.
–Se nota que eres una gran abogada; eres incapaz de dar la razón –contestó malhumorado, pero con el sosiego que había inducido mi tono–. Ahora tendremos que aguantar, hacer acto de presencia en la comida y esperar a que den las primeras cabezadas con los ponentes de la tarde para escapar a hurtadillas –sentenció–.
Así lo hicimos. Aguardamos a ese mismo instante en el que el letargo estaba engullendo a todo el Congreso, salvo al apasionado conferenciante, cuyos conocimientos habían sido premiados con la hora internacional de la modorra.
El taxi que habíamos cogido al vuelo nos dejó exactamente en el punto que indicaba el mapa de Alex: la Concesión francesa. Un barrio vestigio de los tiempos coloniales que se extendía desde los magnánimos edificios neoclásicos que apuntaban como mirador de Pudong, desde la otra parte del río y al que llamaban Bund. Hicimos una breve parada para observar el skyline del área financiera; enormes edificios se erguían junto a una fálica y genital torre de telecomunicaciones de colores rosa y gris metálico, Oriental Pearl Tower o el –aún más hortera– equivalente del Pirulí madrileño. Equivocamos el sentido en el mapa y erróneamente nos dirigimos hacia una avenida que se llamaba Nanjing East Road. De repente, un montón de chinos y chinas, se abalanzaban sobre nosotros gritando…
–¡Sex massage! ¡Hello!, ¿sex massage?
Nos empujaban e intentaban cogernos del brazo para guiarnos hacia algún tipo de burdel. Dimos media vuelta espantados por la vehemencia y anduvimos hacia la Concesión francesa y sus estrechas vías de edificios bajos, que bien pudieran ser las que cualquier ciudad de Europa conserva desde la primera mitad del siglo XX. Recorrimos aquellas calles rojizas cuyos comercios se alumbraban a nuestro paso. Si los rayos solares habían aparecido antes de las 6 de la mañana, no iban a iluminar más allá de las 5 de la tarde. Aprovechamos lo que nos quedaba de día para discutir en cada uno de los pasos de cebra que intentábamos cruzar sin ser atropellados. Discutíamos por cualquier cosa: visitar una tienda, entrar a un tomar café, ir aquí o allá, hasta que Alex paró a un occidental con tanta pinta de inglés como de profesor, en una de las calles más famosas de la Concesión: Henshang Road. Le preguntó cuál era el motivo de la fama que precedía a esa calle. El chaval rió y nos dijo con un rimbombante acento inglés que se debía a los pubs y discotecas frecuentados por occidentales, así como por la ubicación contigua de un importante número de consulados. Nos sentamos en la terraza de una cervecería que nos recomendó. El sitio se iba llenando por momentos con gente de múltiples acentos, diferentes estilos y edades. Bebimos un par de pintas observando a la cosmopolita fauna, como si de un desfile de súper modelos se tratara. Tras una hora de hipnosis acompañada por cervezas, durante la que imaginaba cómo debían de ser las vidas de aquellos completos extraños, Alex plantó la jarra en la mesa y me clavó la mirada.
–¿Qué? ¿Qué ocurre ahora? –pregunté, dispuesta a entablar otra discusión–.
–¿Recuerdas a Raúl? –inquirió enigmáticamente–.
–¿El socio del despacho? ¡Pues claro, tan sólo ha pasado un mes desde que le dieran el pasaporte junto con su querido amigo Pepe! Lo que no me acabo de explicar es la forma en la que les han convencido para vender su parte de la Boutique.
–¡Esa es la cuestión! –me interrumpió atropelladamente–. ¿Recuerdas que ambos eran los encargados de supervisar las acciones del bufete en el extranjero? Pues bien, parece ser que los gastos de desplazamiento engordaban sustancialmente cuando viajaban a Hungría y a China… Hace poco, me crucé con Raúl y le dije que veníamos a Shanghái. Sonrió y me dijo que lo mejor de China son los masajes: –Tan sólo sigue las luces de neón en las que reza…
Las verás por toda la ciudad, me dijo. Puedes ir con tu chica y que os toquen a los dos y, si pagáis un poco más…–.
–Eres un puto cerdo –le corté afianzando una supuesta moral que jamás había abrazado–.
Ahora estoy segura de que reaccioné de esa manera de un modo automático, pues la costumbre era llevarle la contraria sin motivo alguno. En realidad, me estaba excitando. La cerveza ya me había achispado y la historia me estaba poniendo a tono. Así que, recompuse:
–Y, ¿cómo dices que sabes lo que hay que hacer?
–Eres imposible… –lamentó con impotente desdén–. Se trata de que experimentemos los dos juntos, de otro modo nuestra relación se va a ir al garete, ¿lo entiendes?
–Digamos que estoy de acuerdo –le dije con sonrisa sarcástica, haciéndole saber que el juego acababa de empezar–.
–Bien, la cosa va así. Nos vamos a esta dirección… –y sacó la cartera de la que extrajo un pequeño papel doblado–.
–¿Eso te lo dio Raúl? –interrumpí con cierto asombro. No esperaba que un abogado pijito como él se las gastase así–. Pero, ¡Señor letrado! ¿Cómo se atreve a ocultarme documentación? –mi histriónica queja le hizo sonreír–.
–Como te decía, vamos a ir a esta calle y vamos a pedir un masaje para los dos. Según me contó Raúl, hablan inglés y harán lo que les pidamos. También me dijo que podemos regatear el precio, pues intentarán doblarlo o triplicarlo en cuanto vean que no somos orientales.
–Déjate de regatear y veamos de qué va ese masaje –le dije, mientras me levantaba decidida de la silla–.
Compramos un par de botes de cerveza en una pequeña tienda que se encontraba en la misma acera que la cervecería, y acompañar la espera mientras intentábamos parar un taxi. Luego de 10 minutos lo conseguimos, mostramos la dirección al conductor y nos llevó a lo que parecía una zona céntrica y concurrida de la ciudad.
Alex identificó rápidamente el edificio por no sé qué clase de referencias que Raúl le había dado. Subimos por unas escaleras de falso mármol, que emulaban las de cualquier palacete europeo, hasta llegar a la recepción de un suntuoso salón de masajes. Nos recibieron un muchacho y una chica preciosa con qipao blanco y una sonrisa de oreja a oreja. Tras unos minutos dilucidando cuál era el precio en euros, llegamos a la conclusión de que lo que ofrecían era barato, aunque no sabíamos que, después, se iba a encarecer.
Pasamos a una habitación donde había una cama de cuerpo y medio con un par de toallas perfectamente dobladas encima. Yo me senté en la silla situada al lado del cabecero y Alex en la cama justo a mi lado, esperando a que viniese nuestra masajista. En menos de un minuto, apareció una china menudita, con los pechos perfectos y con unas toallas en la mano, y nos preguntó si la queríamos a ella. Ni siquiera hablamos, tan sólo inclinamos la cabeza en señal de aprobación. Sonrió y nos preguntó a quién debía dar el masaje. Alex se quitó la camiseta y se tumbó bocabajo en la cama. Yo me bebía los botes de cerveza que habíamos colado cuando, después de 10 minutos la chica le pidió que se diera la vuelta. Alex se giró y ella le bajó el pantalón mientras me miraba, seguramente por si encontraba desaprobación. Lejos de negárselo, me quité los pantalones y las bragas, dejándolos caer al unísono sobre el suelo, y cogiendo rápidamente el pequeño vibrador que Alex me había regalado por mi último cumpleaños de mi bolso.
Ella se puso un gel en las manos y comenzó a masturbarle con vehemencia. Yo también me tocaba con la agresividad que aportaba el vibrador y la imagen de mi novio… y aquella preciosa china. Alex se iba a correr, ella estaba agitando su pene con demasiada velocidad como para que pudiera contener la eyaculación. Para evitarlo, apartó su mano y le dijo que me masturbara a mí. Intercambiamos los puestos; aparté el vibrador y me puse a cuatro patitas para estar más cómoda, mientras cogía el durísimo miembro de mi novio con mi mano y mi boca. La masajista me acariciaba el clítoris fuerte y apresuradamente; sólo frenó para untar más lubricante mientras se resituaba al lado de mi mano de apoyo. Me puse de rodillas para liberarla e introducirla en sus bragas. Durante una pequeña eternidad, nadie paró de gemir…
Al final, pagamos el triple pero, el valor del gozo fue inconmensurable; asistimos al Congreso los dos días restantes y volvimos a España más unidos que nunca. El masaje ilegal no sólo provocó que nos sinceráramos y nos empezásemos a comunicar como pareja, sino que también fue el motivo por el que abandonamos aquellas fantasías sobre sadomasoquismo y orgías que habían surgido de la insatisfacción sexual que nosotros mismos habíamos provocado, con aquella moral española tan paralizante. Y no es que no nos demos azotes, eso es muy difícil de evitar para dos letrados jóvenes y sedientos de sangre. El quid de la cuestión es que nos abriéramos moralmente como ‘pareja de pervertidos’ o, al fin y al cabo, como dos personas que se cuentan honestamente lo que quieren tener en la cama. Nos amamos, nos seguimos queriendo mucho y, por eso, hemos acordado incorporar a una amiga en nuestra nueva relación. Ella también está encantada con los masajes (¡ahora legales! –como tras cualquier Constitución posrevolucionaria–) que los tres nos procuramos, al menos, una vez al mes.
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