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Cuando veo que estos chicos me miran…. Sólo pienso que se están imaginando cómo debe ser eso de tener sexo con una madura. Una madre que me follaría, dicen. Pues sí, esto es una historia de sexo con maduras. Y la madura, la profe MQMF soy yo.
Hace ya 2 años, a mis 43 abriles, con un hijo de trece, un divorcio y 3 dioptrías quise sentirme como Mrs. Robinson. No porque hubiera ido al cine cuando se proyectó El graduado, ¡Dios me salve de ser tan vieja! Yo oía a los Lemonheads en el primer curso de Doctorado…
Mi cuerpo había pasado los desfases ochenteros de la movida madrileña y los colores fosforitos del funk metal de los 90… ¡atada a un walkman sobre las incomodísimas sillas y pupitres de las bibliotecas! No es que me queje, es que prácticamente maldigo el día en que decidí tirar por la borda mi existencia sexual. Y, como diría Sabina, a mis 40 y pocos tacos (¡ya ves tú!), por desgracia, no sigo igual de flaca, pero sí mucho más salida.
A estas alturas he superado la tensión entre la moral que abracé de adolescente y el reconocimiento de la presencia de la libido. Pero mis traumas me han costado. Recuerdo mojar las bragas mientras leía a Weber… porque me imaginaba a los chicos de clase follándome en una orgía, uno tras otro. Me odiaba por fantasear y criticaba a mis –supuestas– amigas por acostarse con los universitarios que, en realidad, eran los que más me gustaban.
Pero yo nunca habría hecho algo así. Por eso me casé con Paco, prometí cuidarle en la enfermedad, él juró hacerme feliz y, a día de hoy, compartimos la custodia de una de las pocas cosas buenas que me ha dado la vida… En fin, dejémonos de mal rollo y vayamos al lío –como dicen mis ignorantes alumnos.
Si fuera estadounidense, confesaría que quise experimentar la sensación de convertirme en un mito fílmico, tras haberme separado legal y espiritualmente de un Mr. Robinson al que siempre quise y jamás engañé. Pero como soy española, os contaré cómo me tiré a un universitario al que impartía la asignatura de Ideologías políticas del S.XIX, para celebrar mi liberación sexual tras el divorcio.
Era el año 2013, cuando Alberto (únicamente, 20 años más joven que yo) interrumpía casi todas mis lecciones para alardear con su incipiente conocimiento, rebosante de ese ardor revolucionario propio de su edad y tan reaccionariamente marxista.
Después de las clases, siempre se acercaba para conversar sobre cualquier tema pseudo-intelectual. La ventaja de ser una cuarentona reside en que yo sabía perfectamente lo que pensaba, mientras intentaba hilar sus discursos frente a mi pecho. Lo que él no podía imaginar, eran las ganas que me daban de arrancarle la camisa y bajarle los pantalones en mitad del pasillo. O quizás, él era infinitamente más consciente de lo que se estaba cociendo, cuando yo ofrecía mi conocimiento teórico…
Las conversaciones se extendieron a la cafetería de la Facultad. Y como allí ya empezaba a notar miradas inquisitivas, le propuse tomar una cerveza en el centro de la ciudad.
No ocurrió nada más allá de Albert Camus y el Mito de Sísifo. Pero a mí ya no me hacía feliz recoger la roca, ya no me importaba comprender el mundo. Así que, le di mi número de teléfono por si le surgían dudas con las obras que le había recomendado leer…
Comencé a masturbarme mientras fantaseaba con su cuerpo, convirtiéndolo en un tótem y un desafío vital al mismo tiempo. Imaginé tantas escenas sexuales, que di carta de normalidad a una posible relación. Pero, ¿en qué coño estaría pensando?
Años atrás, la elegancia y distinción intelectual me habían sumido en un aburrido matrimonio en el que subyacía un erial sexual. Ahora era el momento en que tenía que cambiar mis maneras, debía ser más clara conmigo misma: Quiero su polla. Quiero chupársela y cabalgarle hasta destrozar su pene. Quizás tuve que haber dicho esto en voz alta, para escuchar lo ridículo que sonaba. O quizás no…
La estética se diluye cuando te das cuenta de que has perdido los mejores años para desarrollar una sexualidad sana. Y es en ese momento en el que te percatas de lo enfermiza que resulta la imagen de una cuarentona que practica el onanismo frente a los espejos de su casa, gimiendo como si estuviera en una bacanal que nunca vivirá. Si bien sabía que lo único realmente patológico, era la cantidad de prejuicios que había acumulado en torno al sexo.
Esos sentimientos y, sobre todo, esas sensaciones fueron las que me llevaron a escribirle un sms a Alberto en el que le proponía comer en un restaurante para hablar sobre su tesis. En menos de un minuto, recibí un “Por supuesto, profe. ¿Dónde desea comer?”.
Como una colegiala, corrí al baño para arreglarme. Un poco de vello esconde el perverso efecto de la gravedad, así que recorté hasta dejar un bonito triángulo. Me pregunté por la fórmula que debía adoptar la lencería para que un niñato se rindiera a los oscuros intereses… del ego de una mami que conservaba una figura deseable.
Los términos del erotismo son los del mercado y mi cuerpo seguía teniendo un valor alto, aunque tenía que reconocer que había pasado del Nasdaq, a cotizar en Standard & Poor’s. Ese pensamiento me vistió con un body negro pues, al fin y al cabo, el morbo nunca se pasa de moda. Y además, esconde, disimula y pospone el encuentro con el abdomen de una señora que ya ha dado a luz. Pero, ¿cómo íbamos a pasar del postre a la cama?
Tenía que asegurarme. Le escribí otro mensaje: “¿Quieres hacer algo después del restaurante?” Esta vez, respondió en menos de 30 segundos: “Lo que Ud. guste. Estoy a su entera disposición.”
–¿Alberto? –le llamé ipso facto.
–A su servicio… –susurró.
–Dejemos los juegos para los recreos. ¿Qué te parece si reservo una habitación en el Ritz y compro una botella de cava?
–Como dije: Quedo a su entera disposición.
–Así me gusta. Te envío los detalles de la habitación por sms –y colgué el teléfono como si estuviera solicitando una acción administrativa del Decanato.
Me sentía la dueña del universo. El ama de llaves de la pasión y la actriz porno con la que se masturbaban todos los veinteañeros. Iba a colmarme de erotismo, iba a devorarle el alma…
Le esperé entallada en mi body, con esos preciosos –e intensamente dolorosos– zapatos negros de 6 cm de tacón, una copa de cava en la mano y otra en el estómago.
–Alberto, a su servicio –dijo con fingida seguridad al cruzar la puerta.
Nervios, vergüenza e impaciencia eran las sensaciones que guiaron mi mano directamente a su entrepierna. Acababa de entrar a la habitación y su erección ya era de tal dureza que me provocó sonrojo, turbación y cierta cobardía.
Lentamente bajé sus pantalones, pausadamente me acuclillé despojándole de su ropa interior, asiendo su enorme y férreo miembro. Jamás había disfrutado tanto haciendo una felación. Es posible que alcanzara el clímax, pero todas mis sensaciones eran tan intensamente confusas que aún bloquean la posibilidad de tener nítidos recuerdos. Tras unos minutos, separó mi boca de su pene, me desnudó acariciando y lamiendo todo mi cuerpo como el hombre más versado –en todas las artes amatorias, y me hizo el amor hasta que le supliqué que parase (unas 4 horas después de haber comenzado).
Sé que estabais esperando un desenlace feroz en el que enseñaba a Alberto cómo hay que follarse a una profesora. Yo también creía que iba a ser así, pero lo cierto es que la imagen clásica de la MQMF “devoradora de hombres”, es tan incierta como el dicho de que la sabiduría llega con la edad. Puedo ser una madura con mucho morbo, pero no dejo de ser una señora que no experimentó sexualmente cuando tuvo que hacerlo. Fuera de clase, la ignorante soy yo.
Ahora, cuando veo a estos chicos jugar a que hablan de cosas interesantes en los pasillos de la Facultad, imagino que están pensando en ilustrarme y demostrar su vigor. ¡Qué morbo!
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