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Estuvieron varios meses en un preludio de un nuevo noviazgo, esta vez mucho más exigente para Kim. Siempre que estaban solos, -estuvieran donde estuvieran-, tenía que soltarse el vestido y descubrir pechos y nalgas, para cubrirlos sólo y exclusivamente si venía alguien. Asimismo, Kim ya no debía juntar las rodillas, los pechos debían estar siempre bien hinchados y los hombros llevados hacia atrás. El estómago hacia dentro al máximo. Nunca llevaba ropa interior cuando se reunía con Roger, ahora tampoco la llevaría en cualquier otro momento. Las telas debían rozar, excitar y picar los pezones erguidos. La barbilla alta, con porte orgulloso. Kim ya no veía las manos de Roger cuando jugueteaba con los pezones o amasaba los pechos expuestos. Las manos regularmente a los lados, a la espalda o en la nuca. Y en el futuro, una vez lograda la elasticidad apropiada, incluso a la manera de rezo, pero por detrás. A duras penas conseguía un par de orgasmos al mes debido al nuevo reglamento y lo peor es que todo el asunto mantenía su excitación al máximo. Sobre todo, ir sin ropa interior al trabajo o llevar los pezones constantemente duros mientras rozaban la áspera tela. No poder cerrar las piernas, por una simplemente predilección de su novio, la volvía loca. Y se pasaba horas calculando si la distancia entre ambas rodillas era suficiente. No volvió a llevar pantalones y los vestidos o las faldas eran extremadamente cortos. Todo el mundo debía conocer sus largas piernas de memoria. Roger disfrutaba enormemente de acariciar la piel sedosa entre los muslos entreabiertos de Kim. Los dos coincidían que les excitaba que las piernas no se cerrasen completamente. Habían decidido, de mutuo acuerdo, que sería una gran prueba de amor no sólo que las rodillas no se juntasen sino también que los muslos no se tocaran salvo al caminar. Ella se prometió no decepcionarlo y sentía una gran responsabilidad como si un simple gesto inconsciente por su parte protegiendo su vagina, aun por un instante, supusiera la pérdida de la confianza de su amante. Su atención se dividió entre la obligación de mantener los pechos bien erguidos y la necesidad de permitir, con pocas excepciones, que el aire no perdiera el contacto con sus labios vaginales.
Su mundo se centró en su cuerpo, preparado para satisfacer a su amado. Aunque no fuera a verlo en muchas horas. Los tejidos livianos, las prendas ajustadas, la piel exuberante, las hormonas aportando brillo y ayudando a esculpir las formas exhibidas. Se mostraba como una hembra predispuesta al sexo. Hambrienta de semen, sedienta de caricias. Cuando se encontraban, rápidamente las manos se encaramaban al cuello, los labios se acercaban para ofrecer un beso pasional, mezclando saliva, enroscando las lenguas. Presionaba los pechos casi hasta dolerle para permitirle apreciar lo duro que estaban los pezones. Las nalgas prietas, elevadas por los tacones y por el estiramiento de su cuerpo. En ocasiones, sobresaliendo debajo del vestido o exhibidas impúdicamente si el vestido se había enganchado en su cintura.
La transformación lenta y pausada en una esclava de dolor le resultó a Kim mucho menos difícil de lo que había pensado. Sus pechos ya se habían acostumbrado a los pellizcos y los manoseos, sus pies y piernas a los tacones. El mantenerse erguida incluso le había dado confianza y los orgasmos, mucho más escasos, resultaron más marcados y extensos. La imprevisibilidad de los mismos la seducía todavía más. Se sentía erotizada todo el tiempo. Entonces, Roger la invitó a ir a Córcega, y le recalcó que el entrenamiento empezaría a ser más exhaustivo y las exigencias mayores.
Como Kim ya confiaba en su capacidad de corresponder. Creía que no lo decepcionaría, no teniendo reparos. Roger se encargó de todo, incluyendo el vestuario. Le avisó que existía una gran tradición en la isla relativa al bondage y la sumisión, y que cedería su cuerpo a otros en intercambio si le apetecía. Iban sin fecha de vuelta, así que Kim dejó su trabajo, sin embargo, su cordial jefe le aseguró que allí siempre podría retornar.
Aunque el viaje era relativamente corto, Roger fue concienzudo a la hora de prepararla, con tres correas, demasiado pequeñas a gusto de Kim, y un exiguo vestido claro más los habituales tacones. Unos pendientes alargados completaban todo lo que había en la caja que extrajo del armario. Kim se puso los inabarcables zapatos, llevó los brazos a la nuca y cerró los ojos, pechos bien hinchados, hombros hacia atrás y estómago hacia dentro, todo realizado de forma instintiva. Las rodillas separadas, los labios entreabiertos, la barbilla al frente. Roger empezó a ponerle una correa de unos treinta centímetros de ancho en los pechos y Kim sintiendo como quedaban estrujados, mientras redujo un poco el aire en sus pulmones. En ese instante supo que había fallado. Roger soltó la correa, produciendo un alivio instantáneo en Kim y tratando de corregir el error anterior volvió a hinchar sus ubres al máximo. ¿Cómo iba a mantener los pechos bien erguidos con algo así?
Roger le susurró: “Has corregido muy rápido, no contabilizaré el error si cuando te vuelva a poner la correa, agitas fuertemente los pechos diez veces a cada lado.”
Kim asintió levemente y esperó. Cuando sintió los pechos bien comprimidos, sin dejar de mantener la postura erguida los agitó una y otra vez, sintiendo como la correa se hincaba más en diversos puntos.
Seguidamente, Roger le puso la correa de la cintura. Kim sabía que era del mismo tamaño a la de sus pechos, al sentirla estrechando su cintura, supuso que la había doblado por dos. Era igual de molesta y Roger la colocó justo en el punto más exiguo. Aquí daría igual que tratase mantener el estómago encogido, simplemente no podría expandirlo. La tercera cinta, -mucho más fina-, fue desde atrás hasta delante entre sus piernas y cuando Roger estaba a punto de elevarla avisó a Kim.
—Voy a presionar la cinta que va entre tus piernas, rozando y comprimiendo tus labios vaginales y tu clítoris. Quiero que mantengas la postura.
Para Kim, el mundo casi acabó cuando sintió como sus órganos sexuales quedaron comprimidos con tanta fuerza. Hacia demasiado tiempo que los llevaba únicamente cubiertos por una tela ligera en los muslos y odió con todas sus fuerzas la estrecha correa de cuero. Sintió como Roger cerraba la pestaña metálica y Kim trató de no encoger sus pechos, mover sus hombros o bajar su barbilla. La cinta cortaba entre sus piernas la vagina y el ano, quedando enganchada por medio de unas pestañas imposibles de abrir. Su imposible cinturón del talle notó la presión provocado por la tira vertical que cortaba su cuerpo por la mitad.
Roger, entre encantado y maravillado, rozó con sus dedos las nalgas sobresalientes más si cabe con la hendidura cubierta por el cuero y empezó un beso apasionado. Kim respondió al instante. Debido a su constante entrenamiento, olvidó el dolor y empezó a respirar agitadamente. Sus pezones fuertemente comprimidos y su clítoris encerrado anhelaban espacio, tratando de romper la tela que los constreñía en un esfuerzo baldío.
Al cabo de un rato, Roger dejó el beso e hizo el gesto que Kim esperaba, acariciar a la vez los dos lados del cuello. Kim siempre sentía un estremecimiento ante eso gesto e inmediatamente, sin retirar las manos, se arrodillaba y esperaba que Roger le introdujese su falo en la boca. Casi nunca tardaba más de un minuto en eyacular En esta ocasión el esperma estaba tan cerca de irrumpir que Kim pudo darle dos orgasmos mientras sus propios órganos sexuales seguían tratando de abrirse camino entre el cuero inflexible.
Se lavó la boca concienzudamente y volvió al salón sin dejar de sentir como las correas se hincaban sin misericordia. Roger, todavía excitado, fue a tocar las correas y Kim algo extrañada le preguntó.
—¿Qué vas a hacer?
—Aflojar un poco las correas, para el viaje.
—¿No quieres que vaya así?
—Claro que sí, pero no sé si podrás aguantarlo.
—¿Tenías planeado aflojarlas?
—No.
—Pues no debes hacerlo.
—Kim, noto tu dolor y deseo ser justo contigo. Entrenarte y exigirte al máximo, no solicitar algo que no puedes alcanzar.
—Si no me exiges por encima de lo que puedo dar, te cansarás de mí. Hay muchas chicas por ahí, fantaseando con hombres que les otorgan placer.
—Cierto.
—Pues exige y otórgame los orgasmos, si los merezco.
—Te los estás ganando con honores— afirmó Roger, orgulloso.
—Nunca te he visto tan excitado. ¿Tanto te gusta mi sumisión?
—Es adorable.
—Pues iré así.
—Dime lo que sientes.
—Me siento muy querida, admirada, mis pechos desean explotar, mis pezones arden, mi clítoris es un clamor, mi cintura está tan apretada que no puedo respirar, trato de mantenerme bien erguida y respiro por los hombros a pesar de tenerlos hacia atrás como te gusta.
Roger le volvió a acariciar a los dos lados del cuello y nuevamente derramó semen. Una vez acabó, soltó las hebillas de las correas y dejó a Kim desnuda salvo los tacones y los pendientes. Mirando al frente y erguida como siempre.
—¿Sientes ganas de llevar tus manos a tus pezones y tu clítoris?
—Sí.
—¿Tienes ganas de que los acaricie?
—Sí.
—¿Y de que los pellizque?
—Los pezones, quizás, pero el clítoris no, por favor.
Sintió la caricia en los pezones, tan duros que dolían. Supo mantener la posición. A duras penas. El orgasmo le llegó sin previo aviso, no tenía permiso. Cuando volvió a llevar sus manos a la nuca y erguirse e hincharse, lo recalcó.
—Lo siento.
—No lo sientas, me ha gustado.
—Creí que no te gustaba que tuvieras orgasmo sin permiso.
—Naturalmente que no. Pero sí que te conviertas en una esclava orientada al dolor.
Kim asintió levemente, manteniendo la barbilla bien alta. Sabía cuánto le gustaba a Roger mantenerla en esa postura.
—Deseo que cambiemos las reglas.
—¿Eso no es algo que debería plantear yo?
—No, pues deseo otorgarte la potestad a ti— recalcó Kim
—Ya la tengo ¿recuerdas?
—No, tú decides cuándo te apetece que tenga el orgasmo. Mi actitud debe ser perfecta. Nada de negociaciones o dilaciones. Cuando tú quieras si consideras que lo merezco. Ni monedas, ni expectativas.
—¿Y si prefiero que tengas ninguno?
—Lo aceptaré.
—Acabas de tener uno sin permiso.
—Lo sé, castígame. Pero debe ser un castigo de verdad, no una fantasía tuya.
—¿Cuál es la diferencia?
—Las cintas nos gustaban a los dos. Algo que sólo te guste a ti.
—Me gustaría pellizcarte los pezones y el clítoris continuamente.
—No podré aguantarlo.
—Lo sé.
Al final, Roger se decidió, y le pellizcó fuertemente los pezones como castigo antes de ponerle las correas de nuevo. La mantuvo así durante cinco minutos, se las quitó y la volvió a pellizcar. Kim gritó consiguiendo mantener la posición. Roger le volvió a poner las correas y salieron hacia al aeropuerto.
Una vez en el avión, Roger le indicó que cerrase las piernas. Kim, extrañada, obedeció.
—Desde ahora, cuando lleves la cincha entre las piernas, mantendrás las piernas fuertemente cerradas salvo que yo lleve mis manos a tus muslos— solicitó con firmeza.
Kim sintió un fuerte calor casi de inmediato y la presión en sus labios inferiores y su clítoris aumentó. Unido a su postura erguida se sintió como atada y apreció el arte de Roger, que miraba sus piernas sin disimulo alguno. Hay un fuerte erotismo cuando los muslos de una mujer están muy cerca uno de otro y Roger sabía apreciarlo. Cuando notó que deseaba acariciar el interior del muslo, abrió las piernas y el clítoris, percibiendo el ajuste en la cincha, protestó. Y las caricias de Roger aumentaron su calentura, como siempre ocurría. En cuanto Roger acabó la inspección, volvió a cerrar fuertemente las piernas, aprisionando todavía más si es que era posible a su comprimido botón sexual y a los elongados y apretados labios que lo escoltaban.
Su deseo era tan grande que mantener la postura le resultaba mucho más sencillo que nunca, su ardor indisimulado por Roger se desbordaba. Tratando de mantener las piernas bien cerradas y los pechos bien hinchados, se giró y le dijo a Roger: “Te quiero” y comenzó a besarle con pasión en los labios. Inmediatamente, su entrenado cuerpo mandó las hormonas correspondientes a los centros de placer, aprisionados en sus cárceles de lujo y Kim se sublimó de gozo. Roger acariciaba los hombros desnudos y el cuello en un intento de excitarla todavía más y consiguiéndolo casi sin esfuerzo. Desde ese día, ella iniciaba los besos y él los acababa. Los labios les sabían a miel y Kim siempre le susurraba al sentir los labios despegados: “Deseo fervientemente que me pellizques el clítoris y los pezones todo el tiempo que desees.”
La nueva Córcega era algo así como la Ibiza de finales del siglo XX. Una mujer desnuda no necesariamente llamaba la atención, al menos en la playa o en la discoteca. Sin embargo, Roger decidió, -nada más llegar-, mantener a Kim casi desnuda todo el tiempo. La manera de lograrlo parecía algo arcaica, no por ello menos efectiva. Fabricó un taparrabos, siendo Kim la que cosió el pequeño trozo de tela rojo y rectangular a un cordel del mismo color. Era tan ligero que Kim no lo sentía puesto y al colocarlo en sus caderas, -el lugar dónde el taparrabos tenía alguna posibilidad de cumplir su función-, tenía tendencia de tratar de escalar hacia puntos de menor tensión, ayudado por la fuerza cinética a poco que las caderas rotasen. El taparrabos tampoco tenía un peso que pudiese guiarla en sus esfuerzos por ocultar algo de su pubis, así que debía de fiarse del roce que se producía por la sedosa tela cuando se levantaba ligeramente y volvía a tocar sus muslos. Ese contacto era el único que sentía y no podía ayudarse de la mirada, ya que la regla de llevar la barbilla levantada le impedía comprobar si al avanzar el taparrabos se elevaba demasiado por encima de su vagina. Para completar su vestimenta, se colocaba unos tacones rojos, abiertos, altos y sexys, más unos pendientes de un rojo plateado, que casualmente tenían un tono igual del cordón de las caderas.
Kim se sentía tan desnuda y expuesta que rogó con todas sus fuerzas a Roger algo más decente. Quién no sólo no cambió de opinión, sino que añadió algunas reglas a las ya impuestas:
—El estómago para dentro, los pechos bien hinchados y mostrados al máximo, los hombros hacia atrás, la barbilla no debe bajar salvo por necesidad, las caderas y las nalgas bamboleando a cada paso y quiero que ofrezcas la mejor de las sonrisas cuando alguien te mire o te hable. Un maquillaje ligero, detectable, con los labios bien rojos a tono. El maquillaje que llevarías por la noche si fuéramos a cenar, y te pusieras un precioso vestido rojo de gala. Debes mostrarte altiva con tu cuerpo, orgullosa de que deseo exhibirte y no pensar en nada más.
Practicaron en el hotel antes de salir y a Kim le pareció que lo más difícil sería mantener una postura relajada con los hombros hacia atrás. Trató de negociar con Roger. Después de un buen rato, éste aceptó a cambio cada vez que acercase su mano a uno de los excelsos pechos ofrecidos, Kim llevaría los hombros al máximo hacia atrás, los mantendría allí y giraría el pecho también al máximo, llevándolo hacia la mano que se acercase, naturalmente con la barbilla bien alta y altiva, esperando recibir la caricia, pellizco o manoseo. A todos los efectos debería parecer que surgía de ella un ardiente deseo de ser tocada. Esto podía ocurrir en cualquier lugar, público o privado, y debería responder rápidamente.
Al salir de la habitación, se sintió todavía más desnuda, atravesando el pasillo enmoquetado del hotel, sus tacones hundiéndose y sus caderas rotando y girando. Sus pechos, no sólo mostrados en esplendor, sino moviéndose de un lado a otro, en una cadencia suave, gracias a su firmeza. La mano de Roger, agarrando su cintura no ayudaba y cuando se detuvieron frente al ascensor, sintió más si cabe, el frescor del aire entre los labios de su vagina húmeda y empezó a inclinar la cabeza para mirar, cuando notó un apretón en la cintura de Roger y recordó que debía mirar al frente.
Roger, -apiadándose de ella-, la giró para que se observase en el espejo estratégicamente colocado a la izquierda. Kim casi no se reconoció, sexy y desbordante. Comprobó que el taparrabos empezaba a mostrarse húmedo debido al suave contacto con sus labios.
—No puedo ir así, parezco un gibón en celo— protestó.
—Trata de mover un poco la pelvis hacia atrás— sugirió Roger. Kim lo intentó y al instante la tela se alejó completamente del pubis, mostrando completamente todo lo que tenía entre las piernas, al menos en su ángulo hacia el espejo. Volvió a inclinarse hacia delante, pero algo menos. No dejó de sentir el aire entre sus labios, pero no parecía haber contacto que mojase el exiguo trozo de tela. Roger le cogió el culo, y sin dejar de apretarlo, comentó: “Puede que resulte más fácil que aprietes.”
Kim lo intentó y comprobó que era cierto. Si mantenía el culo apretado y lo elevaba, el maldito taparrabos no tocaba la tela. El efecto no deseado por Kim era que, igual que los pechos debían mostrarse erguidos al máximo, el culo, -ayudado por los excelsos tacones-, se mostraría más alto, firme y redondo. Ni el mismo Roger debía comprender como tan poca tela conseguía tantos resultados.
Resultó que el ascensor llevaba dos chicas en bikini, aunque con las toallas anudadas a la cintura y un chaval de acompañante. Kim ofreció con la mejor de sus sonrisas y mientras bajaban, mantuvo el culo bien apretado. No tuvo duda de que la estancia en la isla resultaría muy larga para ella y muy corta para Roger.
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