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No sabría decir con exactitud cuándo perdí el apetito sexual. Un buen día las pulsiones decidieron que era hora de tomarse unas vacaciones y, sin consulta previa ni vacilación alguna, se esfumaron…
Durante meses había acudido a sesiones programadas con mi terapeuta sexual sin obtener los resultados deseados. Seguía siendo una adicta al sexo. Una ninfómana que pretendía mantener una relación de pareja monógama con su inocente novio Víctor, el cual ignoraba todos sus lascivos escarceos; todos los salvajes encuentros sexuales que me habían sentado frente a una psicóloga.
Un día mi terapeuta se cansó y me dijo: ¡Nada de sexo! Y sus palabras fueron misa para mis oídos. Nada de sexo; la frase se movía constante y ondulante en mi cabeza... Transcurrieron semanas en las que el deseo sexual seguía aflorando como respuesta a casi cualquier estímulo. Pero, de repente, nada… Ni rastro de él. Toda la vida conviviendo con la sombra de un monstruo insaciable sin saber que, de pronto, desaparecería sin dejar rastro. Y pasaron meses de estiaje y hastío…
Abatida por el cansancio del insomnio de noches atrás, me acosté pasadas las doce. Mi cabeza era un enjambre de preguntas existenciales: ¿Quién soy? ¿En qué me he convertido? ¿Qué fue de aquella mujer insaciable? Era como si todo mi cuerpo se hubiese puesto en contra para volver a hacerme la vida imposible.
Cerré los ojos. Y tan pronto los cerré, el despertador sonó para avisarme que había quedado con Víctor. Debía darme prisa si quería ser puntual. No había tiempo de elegir las prendas más sexis, pero tuve la impresión de pasar horas probándome toda la colección de braguitas. ¿Por qué me importaba ahora? Por primera vez en muchos meses, sentía la necesidad de mostrarme coqueta. Y es que, por primera vez en una eternidad, notaba una dulce humedad entre mis piernas…
Salí en dirección a casa de Víctor. Todo en la calle me resultaba extraño y echaba en falta sensaciones cotidianas; era como si no existieran los olores y los colores fueran estampados sin alteración alguna. La gente indistintamente se combaba como espejos cóncavos y convexos. Y me miraban.
Un hipster barbudo se chocó contra mí y, sin pedir disculpas, clavó sus ojos mientras se perdía entre una multitud de universitarias que salían del metro. ¿Era la cremallera de mis vaqueros?
–Perdona –llamó mi atención una chica pelirroja, sujetando levemente mi codo al pasar por mi lado–. Llevas la cremallera abierta –me advirtió sonriente.
Anduve largo rato obsesionada, creyendo que me faltaba algo. Palpaba mi camiseta para comprobar que el sujetador estuviera colocado y miraba intermitente y obsesivamente la bragueta de mis pantalones. ¡Maldita sea! Siempre que miraba, tenía que volver a subirla. Y cuando la alzaba, ellos me seguían mirando. ¡Qué locura!
–No te preocupes. De cualquier forma, eres preciosa –me dijo un atractivo hombre de unos 40 años, repentinamente.
–Disculpe, ¿le conozco de algo? –pregunté de inmediato, con un tono ciertamente desafiante.
–No rujas, leona –respondió burlón, alejándose con un periódico doblado bajo el brazo.
En ese instante, el miedo atravesó mi cuerpo con temperaturas secas, gélidas. No pensé. Aceleré el paso en dirección a casa de Víctor, intentando recuperar el calor… ¡y la cordura!
Estaba tan obsesionada por verle y sentirme protegida que no me di cuenta de que ya me encontraba frente a la puerta de su apartamento, hasta que me percaté de que todo el pasillo olía a tortitas.
–¡Sorpresa! –exclamó con una gran sonrisa, señalando las tortitas.
Desde luego, fue sorpresivo. Era la primera vez que le veía cocinar. Pero, ¿cómo había llegado a su cocina? No recordaba haber llamado a su puerta…
–¿Has desayunado? –me preguntó como si la situación fuera normal, interrumpiendo mis esfuerzos por recordar cómo había aparecido en su casa.
–No –respondí mecánicamente por el aturdimiento.
–Perfecto entonces –replicó–. ¡Has llegado justo a tiempo! –exclamó con alegría, gesticulando con las manos como un chef italiano.
Fascinada por los insólitos acontecimientos y presa de la angustia por la falta de memoria, no me había dado cuenta de lo atractivo que estaba, hasta que comenzó a servirme las tortitas. Vestía un delantal sin camiseta y unos vaqueros que se ceñían sin sutilezas en su entrepierna.
Lo escaneé con la mirada y pegué mis ojos a su piel. La imaginación comenzó a volar y aterrizó en el pasado… En mi yo adolescente que convertía a Víctor en aquel actor porno que arreglaba el mobiliario de una desesperada ama de casa; el personaje con el que me masturbaba en mi juventud sexual, y con el que alcanzaba esos febriles orgasmos una y otra vez.
Un leve atisbo de consciencia hizo que me percatara de que mi cuerpo ardía de un extremo a otro. Toda mi piel quemaba, salvo mi mano derecha, que estaba congelada. ¿Se trataba de nuevas sensaciones ninfomaníacas? La posé sobre mi cuello y mejillas para atenuar el sofoco, pero no hubo manera.
–Ana, ¿estás bien? –preguntó Víctor, visiblemente alarmado por mi actitud.
–No –mascullé.
Sencillamente, mi cabeza no estaba preparada para aceptar lo que le ocurría a mi cuerpo. O ¿era al revés?
Tampoco tenía fuerza para responder preguntas existenciales. La respiración se agolpaba y los consiguientes jadeos eran, simple y llanamente, la expresión del voraz deseo sexual y la proximidad de los millones de orgasmos que me estaban subyugando. Me sentía igual que cuando le engañaba con otras personas para colmar mis apetitos. Personas y apetitos que él desconocía. Pero, no era el momento de sincerarse con la existencia. Me abalancé sobre él y, devorando su lengua, conduje mis manos a su entrepierna en un frenesí estremecedor.
Lejos de resistirse, me alzó en volandas y haciendo fuerza con sus grandes brazos me llevó hasta la encimera. Me sentó y, con ansia fiera, me arrancó los botones de la camisa haciendo que mis pechos se liberasen y las areolas pidieran a gritos su lengua. Víctor recorrió todos y cada uno de los poros de mi piel, humedeciendo mis pezones y endureciéndolos para jugar cariñosamente con ellos entre sus dientes. Después, agarró con fuerza mis glúteos y me acercó para sentir su erección, que aún estaba vestida por sus pantalones. Yo ya era aquellos manantiales de deseo que tanto había extrañado.
En pleno éxtasis, una sensación todavía más asombrosa se apoderó de mí: Víctor había desaparecido. De repente, mis brazos colgaban del aire y la excitación de mi vulva se ocultaba bajo el tanga. ¡Ni siquiera recordaba que me hubiera quitado los pantalones!
Todo estaba oscuro y hacía frío.
–Víctor, ¿dónde estás? –pregunté temblorosa en la oscuridad–. ¿Víctor? –susurré con miedo.
–Tienes una piel muy suave, Ana –dijo un Víctor invisible.
Di un respingo y tropecé del susto, dando con mi espalda sobre el torso desnudo de mi novio.
–¿Qué hacías? –chillé aterrada–. ¿Dónde estabas? –inquirí, intentando controlar mis nervios, mientras él permanecía sereno.
–¿Te gustan? –me preguntó, señalando unas siluetas humanas sobre el sofá.
–Víctor, ¿quiénes son esas personas? –pregunté temblorosa.
Me cogió de la mano y, acariciando mi dedo índice, señaló una cara tras otra asignando nombres absurdos.
–Ella se llama Universitaria Pelirroja –dijo con voz inanimada, mientras la cara de la chica resplandecía en lascivia–. Él se llama Cuarentón Seductor, y ese es Chico de Barbas –prosiguió, al tiempo que se vislumbraban sus rostros.
–Víctor, tengo miedo. Eres mi novio y tienes que protegerme –supliqué.
Víctor separó mis muslos, les mostró mi vulva y comprobó que se encontraba anegada, ardiente.
–Míralos Ana, están deseosos de ti.
–¿Ellos? –pregunté con terror, mientras notaba una excitación desbordante con los dedos de Víctor acariciando mis labios.
–Sí, ellos. Quieren probar tu sexo. Beber de él, penetrarlo, saciarse.
–Pero yo no sé quiénes son…
–Cariño, ¿desde cuándo eso es un impedimento? –preguntó reflexivamente, como si supiera todo lo que había hecho a sus espaldas. Como si conociera a todas las personas con las que le había engañado… Como si siempre hubiera sabido que yo era una ninfómana.
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