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Categoría: Masturbación

Heridas de guerra

Nicole me despertó con un beso en la boca y un apretón en la entrepierna. En cuanto sentí el sabor de sus labios sobre los míos y sus dedos cerrándose sobre mi sexo, abrí los ojos y después de un saltó la rodeé con mis brazos y la presioné contra mi cuerpo, con tal emoción que no noté su desnudez y me olvidé que estaba en un campo de concentración, lugar donde las visitas estaban, más que prohibidas, penadas.



 



Hacía ya quien sabe cuanto tiempo que no la veía, que no la tenía así de cerca, pegado su sexo al mío, desde aquel lejano día en que me enrolé en el ejército por insistencia de mi madre, que no se cansaba de decirme que otra oportunidad como esa para hacer algo de mi futuro no se me presentaría. Y así, un tanto tonto y falto de decisión como siempre he sido, escuché sus consejos y escribí mi nombre en la lista negra, manchada desde sus inicios por petróleo, que según dicen los que a diferencia de mí saben o dicen saber, es la causa de que yo y otros incautos estemos aquí, lejos de nuestras familias, lejos de nuestras novias, lejos de Nicole, quien vaya Dios a saber cómo pero me abraza con más fuerza que el fuego de esas balas que no paro de escuchar, zumbando como moscos a mi alrededor, susurrándome insultos que sé me merezco pero no quiero escuchar pues no los necesito para sentirme la mierda que me siento, aquí, durmiendo con otros veinte hombres desnudos que no me he dignado en conocer para no ponerme triste si se van, no de regreso pero sí ya no de vuelta, con las botas por delante.



 



Así pues ya no recuerdo desde cuándo aterrizamos en éste país que se supone liberaríamos y que cada vez lo veo más hundido, sepultado por esos muertos que día a día se reportan en otra lista más negra aún que en la que yo anoté mi nombre y en la cual en ocasiones me gustaría aparecer, para no sólo olvidarme del tiempo que ha transcurrido desde mi llegada o desde mi partida, según se vea, sino de todo, de todos, pero no de mi Nicole, que esa noche en la tienda se escabulló y con sus caricias me despertó, que ésta noche aquí conmigo está, desnuda igual que yo, dispuesta a que hagamos el amor. Pero… un momento, ¿cómo es que hasta mi cama llegó? ¿Es acaso que no es mi amor? ¿Será que es uno de los otros que viene finalmente a borrarme del batallón? No lo sé, habrá que preguntarle.



 



¿Quién eres? – Le pregunto.



 



Soy yo, Nicole. – Me responde.



 



Y… ¿cómo se que no me mientes? ¿Cómo es que hasta acá has llegado si tú nunca has salido de Los Ángeles? ¿Cómo se que no quieres matarme? No es que la muerte me parezca mala opción, pero que crueldad la suya de disfrazarse de mi Nicole. No, tú no eres mi Nicole. Tú no eres mi Nicole. – Repito sin parar y agarrando mi cabeza, a punto de estallar.



 



Cálmate, mi amor. Pos supuesto que soy tu Nicole, tuya y nada más. Ven, tócame y verás que te convences, tócame y verás como te prendes. – Me pide, tomándome de la muñeca y llevando mi mano hasta su seno izquierdo, mi favorito.



 



Se siente rico. – Nada más digo.



 



Y espera a que sientas los dos. – Me presume.



 



Sí, tú eres mi Nicole. – Aseguró ya con ambas manos sujetadas de sus pechos, ya con mis dedos jugando con sus pezones y el cosquilleo hirviéndome los cojones.



 



Lo ves, ¿quién más iba a ser sino yo? ¿Quién te la pone así, mi amor? – Pregunta rodeando mi miembro, efectivamente erecto. Pregunta rodeando mi miembro y besándome con locura, tirándome sobre la cama, olvidándonos de todo.



 



Y así, con su tez morena y su delgada figura cobijándome, me siento como en casa, como si estuviera de regreso en mi colchón, ese al que ya algunos resortes le saltaban por haber sido testigo de tanta acción. Y es que antes de que mi Nicole llegara yo era todo un conquistador, hembra que me gustaba, hembra que por mi cama pasaba y después de ella me deshacía, como un trapo viejo, como un simple objeto, pero eso era antes de ella, porque desde que me la crucé en el centro no he vuelto a mirar a ninguna otra. Es que ella es todo para mí y la extrañé mares desde que me subí al avión que me traería para acá. Yo siempre soñando con subirme a un avión y cuando lo hago es a uno del ejército, con destino a no se donde y quien sabe cuando vuelvo. Qué suerte de perro la mía, pero ahora ella está conmigo, encima de mí, acariciándome la verga y besándome la boca, haciéndome sentir como en casa, como si estuviera de regreso en mi habitación, esa decorada con playeras y banderas de "Las chivas" y carteles de Pokémon. Y no se rían ni se burlen que prácticamente soy un niño. Cuando todo esto empezó apenas había cumplido los dieciocho y ya no se cuantos tengo ahora pues, como lo dije antes, no llevo la cuenta de los días, pero yo creo que no paso de los veinte, a diferencia de mi pene que a tantas y tantas me dio la oportunidad de follar y que en éste momento mi Nicole masturba como sólo ella sabe, como a mí exactito me gusta, con esas ganas que hacen que en su mano acabe y luego mi semen se trague para comenzar a cabalgarla, porque eso sí, tengo buen aguante.



 



Como te extrañé mi Nicole. – Le digo al oído junto con otras palabras bonitas.



 



Yo también, mi Pancho. – Me dice ella sin dejar de masturbarme.



 



Y mi lengua llega hasta su garganta y me salen brazos por doquier, los necesarios para abarcarla entera pues aunque flaca está carnosa y como me gusta eso, como me excita la condenada, como me prende su suave piel y su boquita acaramelada, esa donde no está metida mi lengua, esa que su miel derrama ya sobre mis piernas queriendo más, justo como yo, justo como ese miembro que no deja de frotar y que a ríos llora suplicando dentro de ella estar. Y nos vamos acomodando tratando de no hacer ruido, para no despertar a los otros pues ella es sólo mía y todos tan hambrientos. Nos vamos poniendo en poce de manera cautelosa, pero creo que nos han escuchado, uno de mis compañeros se levanta, el único que a pesar del calor endemoniado no duerme desnudo por lo que veo. Se aproxima hacia nosotros y nosotros que ya no podemos detenernos.



 



Un momento, a ese sujeto yo no lo conozco, ¿de dónde diablos ha salido? Es uno de los otros. Sí, lo es. ¿Cómo chingados se ha colado al campamento? ¿De dónde se ha sacado esa pistola que hace a la mía verse chiquita? Nos está apuntando. No, le apunta a ella, a mi Nicole. Le ha disparado, lo sé porque ha dejado de acariciarme, lo notó porque a pesar de que no escucho nada, siento su sangre manchar mi cama, siento su espíritu invadir el aire y llevarse el habitual aroma a marihuana. Le ha disparado a mi Nicole y ahora me apunta a mí. Puedo ver el odio en sus ojos y como que me voy muriendo, pero todavía hace falta que la bala me perfore el cráneo después de entrar por entre mis cejas, todavía falta oír ese zumbido que es ya como un huésped de mi mente y ahí viene. Ahí veo ya el proyectil como en cámara lenta acercándose a mí, dándome tiempo de revivir mi vida en imágenes fugaces pero de nada yo me acuerdo, sólo espero, a que el impacto se produzca y termine mi calvario, ese al que me metí por consejo de mi madre y mi idiotez.



 



Ahí veo ya la bala, casi puedo olerla. Ahí viene ya la bala, se acerca lentamente a mi cara. Ahí viene ya la bala y yo ni una lágrima derramo. Ahí viene ya la bala y yo… ahora sí despierto. Todo era un sueño: mi Nicole, su desnudez, la mía, el extraño, su pistola, la sangre y ese final tan a veces esperado. Todo era un sueño, uno que noche con noche se repite pero nada más no me cumple, nada más me emociona. Y así, emocionado a pesar del susto, camino hasta el sanitario, hasta la sucia letrina que con tanto soldado y tanta porquería de comida apenas y se da abasto. Camino con la cabeza gacha y la verga en alto, como se me pone todas las noches, todas las tardes y todas las mañanas. En resumen, todo el día. Camino con la fotografía de mi Nicole en una mano y en la otra el ansia contenida de una buena paja, que es lo único que ha evitado que me vuele los sesos.



 



 



Francisco, Pancho para los cuates, salió de la tienda de campaña sin prenda alguna que cubriera su tremenda erección, tan potente que no parecía que se acabara de despertar a culpa de esa pesadilla que lo había atormentado las últimas noches, ese sueño horrible en el que veía morir a su Nicole, justo antes de hacerle el amor y sin saber que le dolía más: sentir como se le iba la vida a su amor o no conseguir romper, otra vez, con su largo periodo de abstinencia carnal. Caminó hasta la letrina, acariciando el retrato de su novia con la derecha y simulando movimientos masturbatorios con la izquierda.



 



Abrió la puerta y el insoportable tufo que se le fue encima casi lo tira de una intoxicación. Tuvo que recurrir al truco que uno de sus compañeros, el Alfonso, le mostrara meses atrás: arrancar unas cuantas hierbas, metérselas en la nariz y respirar por la boca. A Francisco, lo llamo así porque no soy su cuate, no le agradaba del todo aquella peculiar costumbre, pero le parecía preferible a soportar esa pestilencia provocada por la mezcla de los desechos intestinales del batallón, ese aroma producido por el excremento de todos esos sus compañeros alimentados a base de pastas de las que no sabían siquiera un ingrediente pues nadie se atrevía a preguntar, nada más se persignaban y mientras comían rezaban por no azotar en pleno comedor, no porque la muerte les pareciera una mala opción, sino porque esa manera de ser abrazados por ella era sin duda vergonzosa. "Murió mientras tragaba esa pasta que servían en el comedor a todas horas pues nadie repetía plato y había de sobra, esa pasta cuyos ingredientes nunca han sido revelados", les dirían a sus familias y ellos llorarían, más que por saberlos tres metros bajo tierra, por no haber escuchado: "murió en combate, defendiendo a su patria", como si en verdad lucharan por su patria, como si fuera motivo de orgullo morir por ella cuando nunca la habían sentido suya, cuando algunos ni siquiera habían nacido ahí.



 



Así pues, Francisco arrancó un racimo de hierba y lo introdujo en sus dos fosas nasales. En cuanto puso un pie dentro de la letrina, el cual por cierto se posó sobre una mancha color café que no era precisamente chocolate, hecho por el cual el más sucio de sus vocabularios salió a relucir, comenzó a respirar por la boca. Cortó unos cuantos cuadros de papel sanitario, los colocó alrededor del agujero que hacía de taza y se sentó dispuesto a bajarse la calentura a sacudidas de mano. Sujetó la fotografía de su Nicole a un trozo de cinta pegado en la puerta de manera permanente. Él no era el único que se despertaba a media noche con ganas de una meneadita. Ya con ambas manos libres, se dispuso a autosatisfacerse, de la misma manera que lo hacía cada noche que tenía libre desde aquel lejano día en que arribó a ese infierno de llamas de hidrocarburos.



 



Con la izquierda detuvo su pene por la base, era un tanto difícil manipularlo debido a lo generoso que la naturaleza había sido con él. Con la derecha fue liberando lentamente la punta, retrayendo la capa de piel que la envolvía y gozando con cada milímetro que quedaba al descubierto. Una vez que la cabeza estuvo completamente al aire, inició con un paciente y suave recorrido por el tronco, tocándolo apenas con las yemas de los dedos, una y otra vez, de arriba abajo, suspirando al imaginar que era su Nicole quien le hacía el trabajo. No hubo vello que no se le erizara ni poro que no se le abriera. En verdad disfrutaba masturbarse, era un escape, más que para sus ganas o su semen, para su mente, a punto de perderse entre tantas balas, entre tantos muertos y entre tantas dudas. Mientras continuaba masajeando su miembro, se puso a recordar, aquel día en que conoció a quien desde el primer momento supo sería el amor de su vida, una tarde que, a pesar de ser más lejana que aquella en la que llegó al paraíso de la pasta misteriosa y las letrinas perfumadas, tenía bien presente, como si hubiera sido ayer.



 



Caminaba yo rumbo a mi casa, luego de una mañana de arduo trabajo mucho más tortuosa de lo normal, cuando nuestras vidas se cruzaron. Como típica escena de película romántica, ambos íbamos distraídos y chocamos al toparnos en una esquina. Yo iba para el norte, ella venía del oeste y el destino nos juntó. Ahora que lo recuerdo, luego ya de tanto tiempo, me sigue pareciendo mágico. Nos quedamos sin decir nada, mirándonos nomás. Ella a mí y yo a ella, los dos sin parpadear. Mi corazón latía muy fuerte y podía escuchar el suyo haciendo lo mismo. La gente pasaba a nuestro lado y se reía de nosotros. No nos importó. Me sorprende haberlo notado, pues su belleza era tal que me robaba los sentidos y la razón. No pude evitar el suspirar y fue el leve sonido de mi boca expulsando aire lo que nos despertó. Nos presentamos: "hola, soy Francisco, Pancho para los cuates", le dije, "mucho gusto, yo soy Nicole", me dijo ella, y las palabras se nos volvieron a escapar, pero no hizo falta pronunciar una sola. Como si nos comunicáramos mentalmente, como si hubiéramos mantenido una extensa conversación por telepatía, aceptó sin decir sí la propuesta que yo nunca le hice de ser mi novia. Nos besamos por quien sabe cuantos minutos o tal vez horas. Cuando nuestros labios dejaron de estar unidos, el sol ya se había ocultado y la luna iluminaba su rostro haciéndolo lucir aún más bello. Volví a respirar, nos besamos otra vez y la acompañé hasta su casa. Nos despedimos con otro beso y acordando que nos veríamos al día siguiente, para ir a comprar un helado al mall.



 



Francisco aumentó la velocidad con que sus dedos recorrían el largo de su verga, y está comenzó a moverse como serpiente agonizante pues la izquierda ya no la detenía por la base, se había trasladado un tanto más arriba: a una de sus tetillas, la cual pellizcaba con furor, como si fueran los dientes de su Nicole los que la rodeaban. El animal entre sus dedos empezó a escupir su blanquecino veneno y él siguió recordando, aquella su primera vez, como en verdad sintió esa noche en que su amor se le entregó, en el sucio piso de aquella carpintería donde trabajaba de ocho a cinco y de lunes a sábado, recibiendo como pago unos cuantos dólares que apenas y le ajustaban para irla llevando y con los que tenía que conformarse pues un trabajo mejor y sin papeles… ni pensarlo.



 



Roberto, mi patrón, tan indocumentado como yo pero con más años de serlo que se traducían en una "menos peor" posición, me dejó encargado del negocio pues tenía que salir a recoger una mercancía. Le dije que sí de inmediato, con la idea en mente de… recogerme a mi Nicole. Nada más escuché el ruido del motor del auto de mi jefe alejándose, y le llamé a mi princesa, como la llamaba cuando estábamos solos, en la intimida’. Ella luego que luego me dijo que sí y se lanzó para el changarro, vestida de una manera tan provocativa que apenas y la reconocí. Llevaba una diminuta falda que no le cubría más de dos dedos por debajo del calzón, que sin esfuerzo alguno pude comprobar era de color rojo, y la blusa no era menos descarada, la tela era tan transparente que podía adivinar el contorno de sus erectos pezones aprisionados tras ella y pidiéndole a mi boca ser chupados. No terminaba de preguntarme cómo había sido que nadie la violara al verla pasar por la calle vestida de aquella manera, cuando me le lancé encima y empecé a desnudarla, de manera desesperada: arrancando botones y dándole de mordidas. Ella no se quedó quieta, pa’ pronto me bajó los pantalones y se apoderó de mi polla, que ya estaba dura como roca y palpitando más rápido que nuestros corazones. Puso cara de golosa al descubrir mis dimensiones y me calenté aún más al verla mojarse los labios con la lengua.



 



¿Todo esto me voy a comer? – Preguntó.



 



Sí, todo eso es para ti. – Le respondí.



 



Ay, que rico. Ya me moje nada más de imaginármelo. – Exclamó.



 



No debió haber dicho eso. La imagen de su sexo chorreándose tan sólo de pensarse penetrada por el mío me enloqueció por completo y así, sin caricias previas, le cumplí la fantasía. Se la di hasta el fondo y sin reparo, sin detenerme a preguntar si le dolía, a lo que afortunadamente sus gemidos respondieron de manera negativa. Que bello fue todo. No me canso de recordarlo y masturbarme en nombre a ello. No me canso de recordarlo y…



 



Francisco no pudo contener más la inminente descarga. Las imágenes que en su mente se dibujaban de aquella la primera vez con su Nicole le resultaban tan placenteras, y los violentos movimientos de la derecha sobre su cada vez más hinchado miembro eran tan rápidos, que todo ese líquido subiendo desde sus testículos finalmente salió expulsado. Luego de un fuerte alarido que le sirvió para no desfallecer a causa de la intensidad del orgasmo que lo sacudía, se corrió como si no lo hubiera hecho la noche anterior, se corrió pensando en el amor de su vida y manchando su mano, el piso y la fotografía. Después cerró los ojos por unos cuantos minutos, mientras su respiración se normalizaba.



 



Ya con la mano, el pie y la fotografía limpios, salió de la letrina y caminó de regreso a la tienda. Se dirigió hasta su colchón sorteando de memoria los obstáculos: las botas de Jhon a medio pasillo, la maleta de Kevin colgando de una de las literas y el monte de ametralladoras levantado justo a unos centímetros de su cama. Estaba a punto de acostarse, cuando escuchó la voz del comandante. "Levántense bola de maricones, que tengo algo que comunicarles. Mañana mismo me libraré de ustedes. Mañana mismo se van a casa", dijo y todos empezaron a saltar y a gritar de júbilo, todos comenzaron a abrazarse y festejar, todos menos Francisco. Él se dejó caer sobre las cobijas y trató de dormir a pesar del bullicio, como tratando de reponer fuerzas, como si presintiera que el regresar a su hogar, a su recámara decorada con carteles de Pokémon, no sería algo bueno, como si supiera que algo malo le estaría esperando a su regreso.



 



 



Durante el tiempo que pasé lejos de mi casa creí que sentiría mil y un cosas cuando regresara, pero ahora me doy cuenta, con algo de temor y confusión, de que no. Estoy parado frente a la puerta del único lugar que he conocido, del único hogar en el que he habitado y es como si aún siguiera lejos, algo muy extraño que escapa a mi razón, como casi todo en éste mundo para lo que se necesite usar más de dos neuronas. Me encuentro a unos cuantos pasos de volver a ver a mi madre y me cuesta trabajo levantar la mano y presionar el timbre. No sé lo que me pasa. Soñé muchas veces con éste momento y ahora que finalmente ha llegado me aterra. Debo hacerlo. Debo oprimir el timbre, pero no puedo. No me atrevo y tampoco es necesario ya pues mi madre ha abierto la puerta.



 



Rosa, como la llamaba antes de irme y como hoy no puedo llamarla por más que intento abrir mi boca, me mira sin creer que estoy aquí, frente a ella. Sus ojos se clavan en los míos, me dicen que dudan estar viéndome en realidad y me hacen el haber vuelto aún más difícil de lo que ya era. Quiere hablar, quiere decirme todas esas cosas que antes tenía que guardarse pues yo estaba lejos y nada más de vez en cuando y con un poco de suerte me miraba por televisión, o tal vez ni eso, no puedo saberlo ya que yo no estaba aquí, con ella más también se calla. Tanto tiempo sin oler ese aroma a canela que desprende su ropa, tantos días sin mostrarle ese lunar junto a mi boca que tanto le gusta y ninguno que da el primer paso, ninguno que le extiende al otro los brazos y a fin de cuentas es ella quien me los abre a mí y yo me lanzó, como cuando era apenas un crío, como cuando la perdía de vista por unos cuantos segundos y pensándome solo y olvidado me ponía a llorar.



 



Que bien se siente su abrazo. Que cómodo es recargar mi rostro en su hombro, pero a la vez me duele, me hace sentir ajeno a ella y a todo lo que mis ojos alcanzan a ver. ¿Por qué me siento así? ¿Por qué no puedo disfrutarlo? No lo sé y no quiero saberlo pues me atemoriza. "Mamá: llévame adentro. Sírveme una taza de chocolate caliente y dame una de esas galletas sabor nuez que espero aún prepares", le digo sin mover mi lengua, con el simple sonido de mi agitada respiración y ella que pronto me hace caso, ella que sin dudarlo me muestra el camino hacia la cocina como si yo no lo conociera, como si lo hubiera olvidado. Nos deslizamos hasta yo sentarme a la mesa y hasta ella tomar un vaso, mi vaso, ese que solía gustarme cuando niño y que hoy no me significa nada. Vierte en él un poco de café a falta de chocolate y sobre un plato coloca una pieza de pan pues galletas desde hace meses que no hornea, pero yo qué iba a saberlo, andaba por el paraíso de las letrinas sucias y los zumbidos de balas permanentes.



 



Ay, café de grano. Yo que apenas y lo toleraba y ahora que me sabe al néctar de los dioses, sepa Dios como sabrá eso. Ya extrañaba el pan casero desmoronándose entre mi lengua y mi paladar, tanto como extrañaba a mi madre pero menos de lo que me incomoda la forma en que me mira, como si me inspeccionara para percatarse que en verdad soy su hijo, que realmente soy su Pancho, ese al que le gustaba jugar con bolas de estambre como si fuera un gato. Sus ojos me recorren de arriba abajo revisando cada uno de mis movimientos, para ver si son iguales a como lo eran antes de mi partida, la que se dio por su insistencia y mi falta de decisión. No me gusta que lo haga. Me molesta que me observe de esa forma y siga sin decir palabra, como si además de sentirla una extraña también lo fuera. ¿Por qué no hablas? ¡Maldita sea¡ ¿Por qué no hablas y me dices que estás feliz de que haya vuelto o me das el boleto para abordar el avión de regreso a aquel infierno? ¿Por qué no hablas? ¿Qué no ves que no quiero ser yo el primero en hacerlo pues ya no tengo tema de conversación contigo? ¿Qué no ves que preguntar cualquier cosa me da miedo pues la respuesta podría confirmar que en efecto a tu mundo soy ya ajeno? ¿Qué no lo ves? ¿Qué no se supone que las madres conocen tan bien a sus hijos que les leen el pensamiento? Mentiras. Patrañas. Creo que tú ya nada de mí conoces, nada sobre mí ya sabes. He estado tanto tiempo lejos que tal vez ni de mi nombre te acuerdas y te da vergüenza llamarme por uno que no sea el correcto. Debo ser yo el que empiece la charla. Debo ser yo el que escupa la primera frase aunque no lo quiera, aunque me provoque pánico.



 



¿Dónde está mi hermana? – Me atrevo finalmente a preguntarle.



 



¿Qué no - interrumpe la frase -… perdón, se me olvidaba que – estaba en la guerra, ¿por qué no lo dice? - … tu hermana debe estar en su casa. Hace unos días vino por sus cosas, cuando regreso de su luna de miel.



 



¿Ya se casó? Es cierto, he estado tanto tiempo ausente que lo había olvidado. Debió haberse visto hermosa en su vestido de novia. – Aseguró, intentando no llorar.



 



Sí, se veía preciosa. – Me confirma.



 



¿Y Pedro? ¿Dónde está él? ¿Jugando con el hijo de la vecina? – La cuestiono, pasando un par de dedos por mis ojos.



 



No. Doña Rosario hace ya tiempo que se regreso para México y tu hermano está en la escuela, en el kindergarden. – Me responde.



 



¿En la escuela? ¿Tanto tiempo ha pasado? No puede ser. – Digo moviendo la cabeza y sintiendo que a aquí ya no pertenezco.



 



No puedo seguir ni un segundo más conversando con Rosa. Tengo que salir, tengo que escapar de ésta casa que me parece más infierno que aquella tienda en la que dormía junto con otros veinte desnudos y desconocidos hombres a los que por lo menos no me ataba un lazo de sangre que ya no puedo sentir por más que intento, pero igual se enreda en mi cuello y me quita el aire. Necesito irme, necesito marcharme y así lo hago: sin escuchar los gritos de mí asustada madre, corriendo sin mirar atrás, rumbo a casa de mi Nicole, esperando con ella sí sentirme a gusto, con ella sí sentirme bien.



 



Corro sin detenerme las calles que me separan de ella, las cuadras que se interponen entre nuestros labios, entre nuestros sexos, esos que seguramente sacaran chispas cuando vuelvan a unirse, cuando vuelvan a embonar de la misma perfecta manera en que lo hacían antes de mi partida, antes de abandonarla. Corro lo más rápido que puedo y ante mis ojos se va revelando el fin de los días, de mis días: el amor de mi vida en los brazos de otro, en los brazos de Billy, ese desgraciado con quien solía jugar aquellos días de verano en la playa, con el sol en nuestras caras y la arena en nuestras nalgas. ¿Cómo es que esto está ocurriendo? ¿Cómo es que me pasa precisamente a mí? ¿Por qué? ¿No podías darme un poco más de tiempo, Dios? Después de esto, ¿qué sigue?



 



Mierda, no debí haber preguntado sabiendo de antemano como te las gastas. ¿Cómo se atreve ese idiota a besarla? ¿Cómo si ella es mi novia? Es cierto, estaba lejos pero ya estoy aquí y ella es mía, mía y de ningún otro pues nos amamos. Nos amamos. ¿Por qué a mí? No lo sé y no pienso preguntárselo, no podría soportar el escucharla decir que me ha olvidado, el ver su cara de sorpresa al oírme llamarla siendo que ella ni mi nombre sabe.



 



Me muerdo los labios para contener las lágrimas. Aprieto los puños para no desplomarme a media acera. Camino de regreso y a paso acelerado, para no matarla por no haberme esperado cuando se suponía que me quería, cuando me decía que lo era todo para ella y ahora se que fui un idiota, por haberle hecho caso a mi madre y por haberme ido por quién sabe cuanto tiempo, no lo sé, hoy menos que nunca eso me importa. Camino de regreso y entro a esa casa que es como un viejo recuerdo. Subo hasta mi cuarto sin atender a los llamados de mi madre. Me dejo caer sobre la cama y ahora sí empiezo a llorar, con un dolor y una amargura que la mismísima María al pie de la cruz envidiaría.



 



Sacó de mi bolsillo la fotografía de esa zorra que es Nicole. Bajó mis pantalones y mi bóxer hasta mis tobillos, dejando libre mi verga, dura de rabia, tiesa de odio, de un enorme desprecio hacia mí mismo y hacia el tiempo, ese que cuando me fui no se detuvo e hizo a todos olvidarme, justo como yo me olvidé allá de ellos. Con la izquierda mantengo en alto su retrato y con la derecha rodeo mi miembro. Comienzo a masturbarme sin dejar por un segundo de llorar, sin parar por un segundo esa tortura que es el recordar la imagen de sus labios junto a los suyos, esos labios que antes fueron míos y ahora sólo tendré en sueños, si es que estos vuelven a rondar mi cabeza, repleta seguramente de pesadillas y malos pensamientos. Y mientras mi mano recorre incansable mi pene, voy sabiendo el porque de la lucha, el porque de esa absurda guerra en la que me metí por el consejo de mi madre, esa mujer que a mi puerta toca y cuyas plegarias ignoro pues ya ni se lo que siento por ella o si al menos algo siento. Mientras mis dedos suben y bajan a lo largo de mi larga polla que no es la mitad de larga que el camino de espinas y penas que de hoy en delante de seguro he de andar, las respuestas vienen a mi mente y ahora sé que ni el petróleo ni la patria son las verdaderas razones, sino la perdida: la de mi tiempo, la de mis experiencias. Mientras mis conductos se van llenando de semen, me cae el veinte de porque me enrolé en el ejército. Ahora puedo decir, sin temor a equivocarme, que si me subí a aquel avión, aquel día lejano hace ya quién sabe cuanto tiempo, fue para decirle adiós a todo eso que alguna vez llame mi vida. Yo cargué una metralleta para matar el tiempo, mi tiempo, para dispararle al afecto que por mi familia sentía, para convertirme en un extraño y los sentimientos de mí hacia ellos echar por el caño. Conforme mi verga expulsa esa leche que con seguridad es agria, voy entendiendo todo. Junto con el orgasmo me llega la luz. Yo fui parte de esa guerra para perder al amor de mi vida, a mi Nicole. Para sufrir en carne propia que un corazón roto, siempre dolerá más que una herida de guerra.


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