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Categoría: Incestos

Heil mama (Cap. 7)

Los sucesos del fin de semana no fueron nada comparado con lo que ocurrió el lunes. Me levanté a las siete y pico, como de costumbre, para ir a clase. Mi madre ya estaba levantada, por supuesto, preparando el desayuno, solo para nosotros pues ya sabíamos que mi tía Merche rara vez se levantaba antes de las once. Mientras echaba una meada y me lavaba la cara decidí que no iba a ir a clase ese día.



Estaba seguro de que lo que me había dicho el padre Josué en el confesionario era mentira, pero tenía que comprobarlo en persona. Me odiaba a mí mismo por dudar de mi querida madre aunque fuese solo un poco. La sola idea de que se arrodillase delante de un negro para chuparle la polla me parecía absurda, descabellada, antinatural, y al mismo tiempo no podía dejar de imaginarla, con tanto detalle como si fuese una película porno proyectada dentro de mi cabeza. Tenía que comprobar por mí mismo que todo era mentira.



Fui a la cocina y me senté a desayunar. Mamá llevaba esa prenda tan ligera y colorida, luciendo piernas y un buen escote, vigilado por su pequeño crucifijo dorado. Cuando caminó desde la encimera hasta la mesa me fijé en que sus pies estaban desnudos.



—Vas descalza —comenté.



—Ah, sí, es verdad —dijo, como si no se hubiese dado cuenta. Esas chanclas que me compré hacen mucho ruido y no quería despertarte.



Asentí y sorbí mi café. Era tan buena, tan considerada y amable. ¿Cómo podía poner en duda su decencia? Pero una pequeña parte de mi mente lo hacía. El negro había conseguido sembrar la duda y me torturaba cada vez que miraba el angelical rostro de mi madre.



—¿Qué vas a hacer hoy, mamá? —pregunté, de forma casual. Quería sondearla pero sin levantar sospechas. De todas formas, si de verdad iba a la iglesia a pecar con el cura no me lo diría.



—Poca cosa, cariño. Iré al mercado. ¿Necesitas algo? —dijo ella. Su tono de voz y la expresión de su cara eran normales. Si estaba ocultando algo lo hacía a la perfección.



—No. Nada.



Decidí no insistir. Podría perder el control y terminar acusándola de algo que seguramente no había hecho. Terminé de desayunar, me vestí y me despedí de ella con un beso en la mejilla.



La iglesia estaba en una pequeña plaza, con una fuente, bancos de piedra y algunos árboles, rodeada por varios edificios no muy altos. Justo enfrente del templo había una cafetería, y desde dentro podía verse la entrada. Podía vigilar sin peligro, ya que si mi madre entraba en la iglesia le daría la espalda a la cafetería en todo momento. Me acomodé en una mesa y esperé.



Al encargado le extrañaba ver allí sentado a un skinhead durante varias horas, sin consumir nada más que un café, pero no se quejó. Como ya dije, en el barrio nos tenían miedo a mis amigos y a mí. No perdía de vista ni un segundo la plaza y la puerta de la iglesia. A eso de las diez y media casi se me sale el corazón por la boca. Era ella, sin lugar a dudas. Su silueta menuda y llena de curvas coronada por el moño rubio era inconfundible. Vestía como solía vestirse cualquier día para salir a hacer la compra, un vestido discreto, incluso más largo de lo habitual, pues la falda le llegaba casi a los tobillos. Llevaba zapatos planos y su bolso marrón colgado del hombro. Caminaba como siempre, con paso enérgico, ajena al sensual e involuntario movimiento de sus nalgas. Subió los desgastados escalones del templo y desapareció por la gran puerta de madera.



Yo salí de la cafetería a toda prisa. No era posible. Había entrado, pero no iba a hacer lo que el cura me había dicho. Seguro que solo había entrado a encenderle una vela a la Virgen o a rezar un poco. Entré en la iglesia y no había nadie. Los bancos estaban vacíos, reinaba el silencio y el ambiente era fresco y solemne. Sentí cierto alivio al comprobar que el confesionario estaba vacío. ¿Dónde carajo estaba mi madre? Me quedé muy quieto al escuchar un leve chasquido al fondo de la iglesia, en la zona del altar. Entonces recordé que detrás del templo había una pequeña casa, pegada al antiguo edificio, que servía de residencia al párroco. El padre Tomás había vivido allí durante décadas, y ahora seguramente la ocupaba Josué. También recordé que la vivienda se comunicaba con la iglesia por una pequeña puerta, medio oculta entre retablos y cortinajes. No quería arriesgarme a ser descubierto así que corrí hacia la calle y fui hasta el callejón que había detrás de la iglesia.



Allí estaba, una vieja casa de una sola planta. A juzgar por la altura del tejado debía tener el techo alto. Caminé alrededor, nervioso, y solo encontré ventanas con rejas, cerradas a cal y canto desde dentro, al igual que la puerta principal. No podía ver nada. Ya estaba a punto de volver dentro de la iglesia y jugármela entrando por la puerta trasera, cuando vi un pequeño tragaluz cuadrado en la fachada lateral, cerca del tejado. Si trepaba a las rejas de la ventana podría asomarme por ahí, y así lo hice. El tragaluz tenía una pequeña reja negra, pero nada más. Podía ver perfectamente el interior de la casa, pegado al muro como una lagartija.



Lo que vi fue una especie de sala de estar, de mobiliario escaso y austero. Una mesa camilla, un par de viejos sillones, un armario y poco más. En la pared colgaba un calendario con imágenes de santos y un cuadro de la Virgen María con el niño Jesús en brazos. ¿Qué haría Jesús? Me pregunté. ¿Qué habría hecho nuestro Salvador si un negro le hubiese dicho que su inmaculada madre le vaciaba los huevos a diario? Transformarlo en rata, o algo peor. Y allí, sentado en uno de los sillones, estaba mi archienemigo, el padre Josué, vestido con su chándal gris. Más que un sacerdote parecía un jugador de baloncesto, tal era su altura y corpulencia.



El cura sonreía y movía los gruesos labios, como si hablase con alguien que quedaba fuera de mi vista. Desde mi posición no podía entender las palabras, solo escuchaba un murmullo. Entonces apareció su acompañante, acercándose al sillón. Era una mujer, un vestido azul oscuro con diminutos lunares blancos, bajita y voluptuosa, un moño rubio en la cabeza. En efecto, era mi madre. Las grandes manos del negro la agarraron por la cintura con suavidad. Lejos de oponer resistencia, ella se acercó y puso las manos en los anchos hombros del sacerdote. Se besaron. Pude ver la lengua de aquel cabronazo meterse en la boca de mi madre, quien la recibió con la suya, más pequeña pero igual de inquieta. Mientras se morreaban ella quedó prácticamente tumbada sobre el amplio pecho del hombre.



Puede que el cura hubiese exagerado. Puede que no se la chupase en el confesionario, pero desde luego mi madre estaba liada con el padre Josué. Ella, una viuda devota de conducta intachable, saboreaba el pecado de ayudar a un hombre de Dios a romper su celibato. Yo casi me caigo de la fachada, con el corazón acelerado y un amargo regusto en la boca. ¿Cómo era posible? Me sentía asqueado y traicionado. Me había sentido culpable por mis inofensivas fantasías mientras ella se abandonaba al vicio y el sacrilegio.



Obviamente la cosa fue a peor. Tras unos minutos de besos y toqueteos, el cura le levantó el vestido y se lo sacó por la cabeza, dejándola en ropa interior. Mamá llevaba el conjunto que le había regalado su hermana, negro y con encajes. Las nalgas redondeadas quedaban casi al aire y el sujetador apenas podía contener el volumen de sus pechos, cosa que su compañero solucionó quitándoselo, para acto seguido lanzarse a chupar y lamer los pezones rosados. Ella suspiraba, y no tardó demasiado en agacharse y bajarle los pantalones grises, en busca de su oscuro báculo.



El hijo de perra no había mentido en una cosa: tenía una verga enorme. Sin duda superaba los 25 centímetros, y era tan gruesa como las velas que las betas encendían en la iglesia. Las pequeñas manos de mi madre la hicieron parecer incluso más grande cuando la agarraron, moviéndose arriba y abajo, aumentando su dureza y el tamaño de las venas que la recorrían. De rodillas frente al sillón, aquella santa mujer lamió el cipote de su párroco, lo besó con los mismos labios que me habían besado las mejillas y la frente tantas veces. Escupió, chupó el hinchado glande y no se rindió hasta que el pollón le entró en la boca hasta casi la mitad, momento en el cual pude ver su moño subiendo y bajando al ritmo de una entusiasta mamada.



Después de que yo tuviese que contemplar durante al menos diez minutos cómo mi madre disfrutaba engullendo ese trozo de carne, se puso de pie y se quitó las bragas. Se subió al sillón, besando de nuevo a su amante, con las piernas dobladas apoyadas en los muslos del hombre. El rabo erecto le rozaba las nalgas, palpitaba contra ellas, y ella se movía para acariciarlo con su sedosa piel. Levantó las caderas para que la punta de la estaca negra buscase los pliegues de su coño, tan carnoso y apetecible como el resto de su cuerpo, rodeado de vello rubio, solo un poco más oscuro que el pelo de su cabeza. Yo estuve a punto de gritar. Pensaba que no podría encajar semejante miembro en su cuerpo, que le haría daño. Pero no hice nada. Estaba paralizado, no podía apartar la vista de la escena y notaba la erección presionando en mis pantalones.



La verga negra entró poco a poco en mi madre, quien la recibía bajando las caderas, moviéndolas un poco de lado a lado para facilitar el proceso. Era obvio que estaba mojada, estaba tan caliente que no le daba miedo el imponente tamaño. El párroco le sobaba las nalgas y las tetas, le lamía el cuello y la besaba. Tal vez yo había subestimado la capacidad de mi madre, o tal vez fue un milagro, si es que a Dios le preocupa que una mujercita blanca pueda ser follada por un gigante negro sin sufrir daños, pero el caso es que le entró entera, hasta los gordos y lustrosos cojones. Se quedó quieta unos segundos, suspirando y gimiendo, asimilando la enrome cantidad de carne que tenía dentro del cuerpo. Después comenzó a moverse despacio, arriba y abajo, cada vez más deprisa, cabalgaba y gritaba de gusto, el tronco empapado en fluidos aparecía y desaparecía dentro de ella. Sus pechos rebotaban y temblaban, cuando el negro no los estaba apretando o chupando. Al cabronazo le encantaban sus tetas, y no era para menos, además de grandes eran preciosas, firmes y llenas pero tiernas, como solo pueden serlo unas buenas tetazas naturales. Eran obra de Dios, una obra maestra, y el sacerdote disfrutaba de ellas con auténtico deleite.



De pronto, el enardecido negro se puso de pie, usando toda la potencia de su musculoso cuerpo. Agarrando las nalgas de mi madre, la empaló en el aire, como yo había hecho con la china Mari en el 24 horas. En este caso, la diferencia de tamaño era aún mayor. El gigante manejaba a mi madre como a una muñeca, ella abrazaba su cintura con las piernas y se colgaba de su ancho cuello, chillando y temblando de gusto. Y como yo había hecho con la asiática, cuando estaba a punto de correrse el padre Josué la puso en el suelo, de rodillas. Ella jadeaba y se estremecía, disfrutando las últimas sacudidas de un prolongado orgasmo. El negro descargó con la punta de la polla metida en su boquita, y ella tragó. Tragó y tragó, una oleada tras otra de espeso semen. Después de que su feligresa chupase hasta la última gota, el cura se dejó caer en el sillón, sudoroso y satisfecho. Mi madre se santiguó, se relamió y miró a su amante con una sonrisa traviesa que yo nunca había visto en sus labios. Le brillaban los ojos, estaba sonrojada y las manazas del negro habían dejado marcas en su delicada piel, sobre todo en el culo, los muslos y las tetas. Sin embargo, en su apretado moño no se había movido ni un solo pelo.



Ya había visto suficiente. Salté al suelo y casi me caigo de boca, pues me temblaban las piernas, estaba un poco mareado y tenía un nudo en la garganta. La sangre me latía en las sienes y lo veía todo a través de una cortina roja. Estuve a punto de volver dentro de la iglesia y sacar a mi madre de allí a rastras, todavía desnuda y acalorada, para que todo el barrio viese lo zorra que era en realidad. Pero no hice nada. Respiré hondo varias veces y me fui a casa.



Me encerré en mi habitación, más agitado y furioso de lo que nunca había estado. Después de todo, mi madre era igual que su viciosa hermana, incluso peor, pues fornicaba con un sacerdote, y negro, por si fuera poco. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo iba a mirar a mi madre a la cara después de aquello? La imagen de su hermoso cuerpo ensartado por el oscuro cipote no desaparecía de su mente, ni la expresión de perverso éxtasis en su hasta entonces angelical rostro. Caminé de un extremo a otro de mi habitación, una y otra vez, murmurando y llevando las manos a mi rapada cabeza. Hasta que escuché un suspiro cerca de mí. Había alguien en mi cama.



Ya os he hablado de mis alucinaciones, y también de ese número de la revista Interviú en cuya portada aparecía la sex-symbol del momento, Marta Sánchez, peinada y maquillada a lo Marilyn y vestida solo con un albornoz blanco. Pues allí estaba la cantante, tumbada en mi cama, enseñando cacha y escote de forma estudiada por la abertura del albornoz, con su rubia cabeza en mi almohada, mirándome de una forma que pretendía ser sensual y resultaba un poco socarrona.



—¡Heil Paco! —saludó, haciendo el saludo nazi con el brazo.



—¡Fuera de aquí! No estoy de humor para gilipolleces —le dije.



—Venga, hombre, ¿no quieres hablar conmigo? Estoy aquí... Desesperada —ronroneó, cambiando de postura. Se tumbó de lado, apoyada en un codo, con una pierna desnuda doblada sobre la cama y sus bonitos pechos casi al aire. Por si alguien no ha pillado la broma, “Desesperada” era el título de una de sus canciones más famosas.



—Cállate de una puta vez. Si supieses lo que acabo de ver... Joder, claro que lo sabes, estás dentro de mi cabeza —farfullé. Hablar con mis alucinaciones me ponía de los nervios, sobre todo cuando eran tías buenas que desaparecían si intentaba follármelas o me hacían jugarretas como la de Claudia Schiffer en la ducha.



—Sí, lo he visto. Y tampoco es para tanto, cielo —dijo Marta. Se sentó en la cama, poniendo las puntas de los pies en el suelo. Fingió no darse cuenta de que podía verle un pezón.



—¿Que no es para tanto? ¡Acabo de ver a mi madre... Follando... Con un puto negro! —exclamé.



—¿Estás seguro de eso, Paco? —preguntó la rubia.



—¡Claro que estoy seguro! ¡Lo he visto con mis propios ojos!



—Me estás viendo a mí con tus propios ojos, y yo no estoy aquí.



Tenía razón. La alucinación era tan real que incluso podía ver el colchón hundido alrededor de su trasero, su sombra proyectada en las sábanas. Hasta podía olerla y sentir su calor si me acercaba lo suficiente. Pero se equivocaba. Lo que había visto en casa del párroco había sido real.



—Sé diferenciar la realidad de estas movidas —afirmé, convencido —. Además, ¿por qué iba a tener una alucinación en la que mi madre se folla al cura?



—Bueno, para empezar él mismo te metió la idea en la cabeza cuando fuiste a confesarte. Quería sacarte de quicio, y dio en el clavo —dijo Marta. Me miró con los ojos entornados, batiendo sus largas pestañas un par de veces, y sus labios se curvaron en una sonrisa perversa. Pero ese no es el principal motivo, amigo mío.



—¿Ah no? ¿Y cuál es?



—Está bastante claro. Desear a tu madre te hace sentir culpable porque la tienes en un pedestal, la ves como a una santa, pura e inalcanzable. Pero hoy se ha caído del pedestal y se ha arrastrado por el fango delante de tus ojos. Ya no tienes por qué sentirte culpable, ni siquiera tienes por qué respetarla... Ahora podrías incluso hacer algo más que fantasear.



—Eso es verdad, se ha arrastrado pero bien... De rodillas delante de ese gorila... ¡Pero no estaba alucinando! ¡Ha pasado de verdad! ¡Que me parta un rayo si no ha pasado de verdad!



Marta soltó una carcajada. El albornoz resbaló por sus hombros y las tetas quedaron al descubierto tal y como las había visto en la revista, grandes, aunque no mucho, y de pezones pequeños. Me indicó con un gesto que me acercase. Me puso morritos y me acarició la nuca con la mano. Antes de que me diese cuenta, sus suaves labios pintados de rojo estaban sobre los míos. Le acaricié un muslo, suave y cálido, mientras saboreaba su lengua.



—¿Y esto, querido? ¿Está pasando de verdad? —susurró en mi oído, antes de darme un suave mordisco en el lóbulo.



Quería convencerme de lo reales que podían llegar a ser mis alucinaciones, pero no podría convencerme de que había imaginado la escena de mi madre con el negro. Yo conocía mi propia locura y sabía hasta donde llegaba. Agarré a Marta por las muñecas, tan fuerte que a una mujer de verdad le habría roto algún hueso, pero ella se rió. La tumbé en la cama, me bajé los pantalones y le separé los muslos.



—Tú no te escapas. Te voy a follar, y me da igual si te transformas en mi madre como hizo tu amiga el otro día —dije, escupiendo las palabras a centímetros de su cara.



—¿Te refieres a Claudia? No es mi amiga. Ni siquiera nos conocemos —dijo ella, burlándose.



—¡Calla, guarra!



Se la clavé hasta el fondo, soltó un largo gemido y me arañó la espalda. Cuando la sacaba para embestirla de nuevo, alguien llamó a mi puerta. Toc toc. De repente estaba solo, tumbado bocabajo en mi cama con los pantalones bajados y la polla apretada contra el colchón.



—¡Mierda!



—Paco... Soy yo, ¿te encuentras bien? —dijo una voz al otro lado de la puerta. Era mi tía Merche, por supuesto. Tal vez había escuchado mis gritos.



Me subí los pantalones y le abrí. No debía llevar despierta mucho rato. Estaba despeinada y vestía solamente una descolorida camiseta que le dejaba el ombligo al aire y unas bragas rosas de algodón. Miré sus ojos marrones y vi en ellos preocupación, mezclada con algo de cautela. La hice entrar y cerré la puerta. Le indiqué que se sentase en la cama y lo hizo sin rechistar. Era increíble cómo había cambiado su actitud. Estaba seguro de que si le ponía una correa ella andaría a cuatro patas y ladraría como una perra. Me senté a su lado y la miré fijamente, con mis ojos de loco, en ese momento más de loco que nunca.



—¿Estás bien, Paco? Pareces... tenso —dijo. Me puso una mano en el hombro y apretó un poco.



—Dime una cosa, tita. Mi madre te lo cuenta todo, ¿verdad? —dije.



—Pues sí... claro. Nos lo contamos todo desde que éramos pequeñas —respondió Merche, confundida por que le hablase de su hermana.



—¿Y te ha contado si últimamente... se ve con alguien?



—¿Verse con alguien? ¿Cómo un novio o algo así? —preguntó mi tía, levantando una ceja —. No, que yo sepa. No ha salido con nadie desde que murió tu padre. A mí me lo hubiese contado.



—¿Estás segura? —insistí.



—Claro. Ya sabes cómo es tu madre. No es de las que se ven con un tío en secreto —afirmó. Su sonrisa sarcástica regresó por un momento, y eso no me gustó.



La agarré por el pelo, cerca de la nuca, y soltó un breve chillido. La obligué a mirarme a la cara. La sonrisa había desaparecido. En sus ojos brillantes solo había una incitante mezcla de miedo, lujuria y algo parecido a la adoración.



—No me estás mintiendo, ¿verdad?



—No... No miento. Lo juro. Nunca te mentiría.



—¿Qué tal tu culo, tita? —pregunté, con una sonrisa sádica.



—Todavía... Me escuece un poco. Pero si quieres... Es tuyo. Haré lo que quieras.



—Eres mi perra, ¿no es así?



—Sí... Lo soy.



—Dilo, alto y claro.



—Soy tu perra.



Eso me dejó satisfecho y la solté. Ella tenía la respiración agitada, y seguro que sus bragas habían comenzado a humedecerse. La tenía bajo control, y eso podría resultarme útil. Un plan comenzó a tomar forma en mi recalentada sesera.



—Voy a contarte algo, pero tienes que guardar el secreto.



—Claro que sí, Paco. Lo que sea.



—Júralo, perra.



—Lo juro.



Entonces me desahogué contándoselo todo, desde mis fantasías con mamá, el incidente del confesionario, hasta lo que había visto en la casa del párroco. Ella escuchaba sin decir palabra, con la boca un poco abierta por la sorpresa y las cejas levantadas. Cruzó sus largas piernas y me pareció que temblaba un poco. Era evidente que se contenía para no meter la mano bajo sus bragas y tocarse. Hasta se relamió y suspiró cuando llegué a la parte en la que su hermana mayor se tragaba el semen del negro.



—Joder... Paco. No me lo puedo creer. ¿Con el párroco?



—¿Conoces al padre Josué?



—Lo he visto un par de veces correr en el parque, en chándal. Me sorprendió cuando me dijeron que ese pedazo de tío es cura.



—¿Tu también te lo has follado? —pregunté. A esas alturas, no me habría parecido raro.



—No, ni siquiera he hablado con él. ¡Será puta la Puri! Se lo monta con un negrazo y no me cuenta nada.



—Eso es lo de menos. Lo importante es que es una zorra hipócrita.



—A ti lo que te molesta es que lo haya hecho con un negro, ¿verdad? —dijo Merche, mirando de reojo la bandera del Tercer Reich y otros símbolos nazis que adornaban mis paredes.



—Me molesta que lo haya hecho, y punto. Va de santa por la vida y es tan viciosa como cualquiera. Hay que darle una lección.



—¿Una lección? Paco... Tú lo que quieres es... Follártela, ¿no? — Se encogió un poco, como si temiese que fuese a abofetearla por decir eso.



—Ya sabes que sí. ¿Algún problema?



—Ninguno. Uff... Solo de pensarlo me pongo a cien. —Movió un poco los muslos, se mordió el labio y suspiró —. Si yo tuviese un hijo de tu edad no tendría que decírmelo dos veces. Le dejaría hacer lo que quisiera con su mami.



—Con mi madre no va a ser tan fácil. Pero tú me vas a ayudar.



—Te ayudaré. Pero... No vamos a hacerle daño, ¿verdad?



—No. No mucho, espero. Después de todo es mi madre, y la quiero.



—Yo también quiero muchísimo a mi hermana.



—Pues le demostraremos lo mucho que la queremos. ¿Qué te parece?



—Me parece... Mmmm... Estupendo —dijo Merche. Separó los muslos y metió la mano dentro de sus bragas rosas. La tela estaba empapada y soltó un largo suspiro cuando comenzó a tocarse.



—Dime, tita, ¿tienes pasta? —pregunté. Acaricié uno de sus muslos, suave y moreno, que ella había puesto sobre mi rodilla.



—Sí... Toda la que... Ufff... Toda la que quieras. Mi ex-marido era un... Inútil, pero al menos... Uuuhg... al menos tenía dinero.



—Muy bien, perrita. Iré a comprar unas cosas, y después te contaré lo que he pensado. —Moví la mano hasta su entrepierna y moví sus bragas hacia un lado, dejando a la vista el chocho depilado y chorreante. Pero antes vamos a hacer algo con esta calentura que tienes.



Me saqué la tranca, que continuaba dura y con ganas de guerra. Sin quitarle las bragas siquiera, coloqué a mi tía bocarriba en la cama, con las piernas bien abiertas, y le eché un polvo rápido y brusco. Se corrió antes que yo, metiéndose un puño en la boca para no gritar demasiado, aunque mamá todavía no había vuelto y estábamos solos en casa. Sus fluidos empaparon mis sábanas, y poco después una serie de furiosas embestidas terminaron con mi polla escupiendo una buena cantidad de leche sobre su cara y su boca abierta. Mientras nos limpiábamos, le conté mi plan, y a ella pareció encantarle. Después me dio su tarjeta de crédito y las llaves de su piso en el centro. Salí a la calle, saboreando la anticipación y regodeándome en mi propia perversidad.



Volví a casa a la hora de comer, a la misma hora a la que solía regresar de mis clases. Me senté a la mesa, frente a mi tía Merche, quien me guiñó un ojo y acarició la pernera de mi pantalón con el pie bajo la mesa. Ambos miramos a mi madre sin disimulo, como dos lobos acechando a una corderita. Ella estaba de espaldas junto a la encimera, llenando los platos con un humeante guiso. Me pregunté si las marcas que las manazas del negro habían dejado en sus pálidas nalgas seguirían ahí, bajo la fina tela de su vestido. Si todavía sentiría en la boca el sabor del semen y un cosquilleo en la entrepierna al pensar en el enorme cipote del cura. Se sentó a la mesa y parecía la de siempre, la misma expresión dulce y un poco triste, la misma sonrisa beatífica en sus labios rosados.



Me supuso un esfuerzo enorme disimular, tratarla como siempre después de lo que había visto esa mañana. Comí en silencio, esperando a que Merche pusiera en marcha la primera parte de mi plan.



—Oye, Puri. Tengo que pedirte un favor —dijo al fin mi tía.



—Lo que quieras, peque —dijo mamá. A veces llamaba a su hermana “peque”, cosa que a mí me resultaba cursi y al mismo tiempo me excitaba un poco.



—Verás, mañana unos posibles compradores van a ir a ver mi piso del centro, y me gustaría que estuviese impecable. ¿Me ayudarás a limpiar? Si voy yo sola tardaré el triple de tiempo y no quedará ni la mitad de bien —Explicó Merche. Por supuesto, esos compradores no existían.



—Pues claro que sí. Cuenta conmigo —dijo mi madre, sin sospechar nada en absoluto. Descubrí que, además de sus otras virtudes, mi tía era buena actriz.



—También hay que mover algunos muebles, y nos vendría bien un hombretón joven y fuerte —continuó Merche, mirándome con aire burlón. Ya no le permitía burlarse de mí, pero aquello era parte de su actuación y no me enfadé—. ¿Qué me dices, sobrino?



Yo asentí, de mala gana. Mostrar entusiasmo por pasarme la tarde con ellas haciendo limpieza habría resultado sospechoso.



—¡Qué bien! —exclamó mi madre—. Nunca hacemos nada los tres juntos. Después, si queréis, podemos cenar en el centro.



—Buena idea, Puri. Yo invito —dijo mi tía.



Cuando mamá bajó la vista hacia su plato para seguir comiendo, sonriente e ilusionada con la perspectiva de una tarde en familia, Merche y yo cruzamos una maliciosa mirada y también sonreímos. Esa tarde íbamos a hacer algo los tres juntos. Ya lo creo.



CONTINUARÁ...


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