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El domingo por la mañana me vestí lo mejor que pude, con unos pantalones azules, una camisa blanca y zapatos marrones en lugar de mis habituales botas militares. No parecía un skinhead, solo un joven con la cabeza rapada que se había endomingado para acompañar a su madre a la iglesia. Estaba un poco nervioso, como si tuviese una cita con la mujer de mis sueños, y en cierto modo era así.
A la once y pico fui a la cocina y me tomé un café mientras mamá terminaba de arreglarse. La iglesia estaba a cinco minutos de casa, así que no había prisa. Mientras bebía, sentado a la mesa, mi tía Merche apareció, despeinada y somnolienta, recién levantada. Llevaba una camiseta larga y holgada, de esas que las mujeres se ponen para andar por casa. No era tan corta como sus otros modelitos domésticos, pero dejaba ver casi enteras sus largas piernas. Estaba seguro de que no llevaba bragas. A esas alturas la conocía tan bien que casi podía oler su coño depilado a tres metros de distancia. Se apoyó en la encimera, con una pierna flexionada, y me miró de arriba a abajo.
—Qué guapo te has puesto, Paquito —dijo, con la voz espesa y su habitual sarcasmo.
—Voy a la iglesia con mi madre —dije, mirándola fijamente, desafiándola a que dijese algo inapropiado.
La noche anterior, de madrugada, había entrado en su dormitorio y prácticamente la había obligado a hacerme una mamada, totalmente desnuda y arrodillada delante de mí. Se había resistido al principio, pero había terminado tocándose mientras engullía mi verga y se había tragado hasta la última gota de lefa. Nuestra relación se había vuelto extraña y malsana. No nos soportábamos el uno al otro, pero el incesto clandestino nos calentaba de tal forma que perdíamos el control. Además, yo la necesitaba para desfogarme y mantener a raya mi deseo hacia su hermana mayor. Esa noche, cuando me la chupaba, yo había pensado en mi madre todo el tiempo.
—Me alegro de que cumplas el trato y pases más tiempo con ella —dijo Merche. Caminó hacia la nevera, moviendo las caderas más de lo necesario. La muy zorra quería ponerme cachondo en el momento más inoportuno —. Además... Tendrás algún que otro pecado que confesar, ¿no?
—Muy graciosa, tita. Seguro que no tantos como tu. ¿Quieres venir con nosotros?
—No gracias, ya estuve anoche de rodillas y me duelen un poco —bromeó. Se sirvió un vaso de zumo y se sentó a la mesa frente a mí, con las piernas cruzadas. Su pie descalzo subió y me acarició el muslo, buscando mi paquete.
—No hagas eso, joder. —Aparté su pie con la mano, pero ya había conseguido calentarme —. Oye, he pensado en lo de ir a tu piso del centro. Podemos ir esta tarde.
—Mmm, no es mala idea. Pero, ¿qué vamos a decirle a tu mami?
—Pensará que estoy con mis colegas. Tu dile que has quedado con tus amigas o cualquier mierda que se te ocurra.
—Está bien. Al menos allí podré gritar cuanto quiera. Dime... ¿vas a hacerme gritar, Paquito? —ronroneó, intentando de nuevo tocar con el pie el bulto que no paraba de crecer en mis pantalones.
—¡Ssshh! Calla, coño. Que viene.
En efecto, pocos segundos después mi madre entró en la cocina. Nos miró y sonrió, sin sospechar nada. Como esperaba, se había vestido con sobriedad y recato. Una blusa sin escote de manga larga, holgada pero no tanto como para disimular el volumen de sus grandes pechos, una falda oscura hasta las rodillas y zapatos negros con muy poco tacón. El pelo rubio perfectamente recogido en un prieto moño, sin ningún travieso rizo cayendo por sus sienes, y por supuesto sin nada de maquillaje. Aun así, a mis ojos era un prodigio de sensualidad. Su recato solo conseguía excitar mi imaginación, aumentar el morbo, y pensé que después de todo tal vez no había sido tan buena idea acompañarla a misa.
—¿Nos vamos, cariño?
—Sí, mamá. Vamos.
—¿No te quieres venir, Merche? —preguntó mi madre a su hermana.
—Lo mío ya no tiene remedio, Puri. Voy a ir al infierno de cabeza —dijo mi tía, con una cómica mueca de resignación.
—Anda, no digas tonterías. Bueno, ya vendrás el domingo que viene. Me debes una por haberme llevado a ese sitio tan ruidoso con tus amigas.
—¡Ja ja! Hasta luego, santurrona. Hasta luego, Paquito. Pórtate bien.
Seguí a mi madre hacia el vestíbulo, y antes de salir de la cocina giré la cabeza para mirar a Merche. Se llevó la mano a la boca y me hizo un gesto obsceno, a modo de despedida, simulando que chupaba una polla invisible. Oh, la iba a hacer gritar por la tarde. Ya lo creo que iba a gritar. Tenía que meter en cintura a esa loca viciosa antes de que sus tonterías hicieran sospechar a su hermana que ocurría algo fuera de lo normal. Pero eso sería más tarde. Antes de nada, tenía una cita con mi madre y con Dios.
La iglesia no estaba muy concurrida. Debía haber unas quince personas, la mayoría ancianas, algunas solteronas beatas de edad indeterminada y poco agraciadas, y un par de niños que a todas luces preferirían estar en casa viendo dibujos animados. Mamá y yo nos sentamos en segunda fila, muy cerca del “escenario”. Yo me esforzaba por parecer un buen chico, y sobre todo por no mirarla demasiado, porque al contrario de lo que yo esperaba estar con ella en un lugar sagrado aumentó el morbo. Evité la sacrílega erección pensando en el padre Tomás, el párroco de aquella iglesia desde tiempos inmemoriales. El viejo cura había bautizado a mi madre, había oficiado su boda, me había bautizado a mí y había enterrado a mi padre.
—Hace mucho que no veo al padre Tomás —comenté, en voz baja, acercando la cabeza a la de mamá y disfrutando unos segundos de su agradable olor a azahar y ropa limpia.
—Ah, hijo, ¿no te lo dije? El padre Tomás se ha jubilado —dijo ella, apenada.
—¿Ah, sí? ¿Los curas se jubilan?
—Pues claro, cielo. Ya era muy mayor y estaba casi siempre enfermo. Se merece descansar antes de que El Señor lo llame a su lado. —Se santiguó y continuó hablando. Su voz era un dulce susurro que me acariciaba los oídos —. El nuevo párroco es el padre Josué. Llegó hace un par de semanas.
Aquello me puso en guardia, y unos minutos después se confirmaron mis sospechas. El sacerdote apareció y era un tipo enorme, de casi dos metros, ancho como un gorila y negro. Muy negro. En efecto, era el negrata del chándal gris, el que nos había hecho acobardarnos a mis amigos y a mí cinco días antes, cuando estábamos a punto de obligar a una cubana a comernos la polla. Obviamente, en la iglesia no iba en chándal. Llevaba una casulla verde con bordados amarillos, una prenda solemne que le hacía parecer aún más imponente.
Ofició la misa y dio un largo sermón que los presentes escuchaban atentamente, como hipnotizados por la profunda y potente voz de bajo que reverberaba por el templo. No tenía acento alguno y hablaba con claridad, de forma pausada pero con cierta intensidad. No cabía duda de que era un cura, a pesar de su aspecto. Me dio la impresión de que me miraba a la cara un par de veces y me puse tenso. Después me di cuenta de que miraba a todo el mundo y me calmé. Si me había reconocido disimuló.
Aún me jodía lo que nos había hecho, pero un cura era un cura. Deseché la idea de vengarme y sabía que mis colegas estarían de acuerdo. De todas formas, no me levanté a recibir la comunión para que no me viese de cerca. Mi madre si lo hizo, y fue un tanto perturbador verla abrir la boca para recibir la hostia consagrada de esa negra y enorme mano. Una vez terminada la misa, miré hacia la puerta de salida, pero mi madre no se movió del asiento.
—¿No nos vamos? —pregunté.
—Voy a esperar para confesarme. Y tú deberías hacerlo también. Hace años que no te confiesas —dijo ella.
—¿Y de qué tienes que confesarte? Si eres una santa, mamá —afirmé, medio en broma, aunque lo pensaba de verdad.
—Algún pecado siempre hay, cariño. Alguno siempre hay.
Me senté a su lado dándole vueltas a su sugerencia. Quizá confesarme sería un buen desahogo. Decir en voz alta lo que me atormentaba, mis aberrantes deseos, podría contribuir a mi curación. Que el confesor fuese el negro Josué no me entusiasmaba, pero al fin y al cabo eso era lo de menos. Le contase lo que le contase, estaba obligado a guardar el secreto como cualquier otro sacerdote. Después de que unas cuantas ancianas y una cuarentona con pinta de monja recibieran su penitencia, mi madre me tocó el codo.
—Pasa tu primero, cielo. Yo espero.
Y así lo hice, decidido a descargar un poco mi atribulada conciencia. La cabina del confesionario tenía un estrecho banco para sentarse y una especie de almohadilla en el suelo para quien quisiera arrodillarse. Yo me senté en el banco y corrí la cortina, no fuera a ser que alguien me leyese los labios desde lejos y desvelase mis oscuros secretos. Hablando de cosas oscuras, el padre Josué estaba al otro lado de una ventanita con una rejilla de madera. Podía ver poco más que su enorme silueta, encorvada debido a su estatura, y confiaba en que él tampoco me veía a mí con claridad. Me llevó unos segundos recordar lo que había que decir para dar comienzo a la confesión.
—Ave maría purísima —recité, en voz muy baja.
—Sin pecado concebida —respondió el cura. De cerca, su voz resultaba aún más imponente.
—Eh... Verá... Quiero confesarme —dije, aunque eso era obvio. No sabía por dónde empezar y me arrepentía de haber entrado. De ninguna manera iba a hablarle a un extraño, y menos a un negro por muy cura que fuese, de mi relación con mi tía o de las fantasías con mamá.
Decidí contarle cualquier tontería y largarme de allí. Entonces su silueta se acercó, como si me mirase fijamente a través de la rejilla.
—Tú eres Paco, el hijo de Purificación, ¿verdad? —dijo de pronto. Su voz sonó menos solemne, y eso no me gustó.
—Sí, soy yo.
—Me alegro de conocerte. Tu madre es una mujer estupenda, muy devota.
¿Por qué me hablaba de mi madre cuando me disponía a confesarme? ¿Es que aquel cabronazo podía leerme el pensamiento y sabía que algunos de mis pecados tenían que ver con ella? No, desde luego que no. Lo que vendría a continuación iba a ser mucho peor.
—¿Sabías que viene a confesarse todos los días? —dijo el padre Josué, y detecté cierta malicia en su voz.
Yo sabía que mamá iba a misa cada domingo, y otros días también si había alguna celebración religiosa especial, pero no me constaba que fuese a diario a la iglesia. Salía a la calle cada mañana, eso sí, al mercado o a hacer recados. No supe qué decir, ni qué pretendía el cura diciendo aquello.
—¿Todos los días? —pregunté, mosqueado.
—Ya lo creo. Todos los días sin falta. Aunque ella no se sienta dónde estás tú, no. Ella se arrodilla. Sí, dobla sus bonitas piernas y se arrodilla, como una buena cristiana, sumisa y temerosa de Dios. ¿Sabes lo que pasa a continuación?
Negué con la cabeza. La sangre me golpeaba las sienes y un escalofrío me subió por la columna. ¿Bonitas piernas? ¿Qué carajo estaba diciendo ese hijo de perra? Continuó hablando. Su voz profunda se metía en mis orejas como si llevase puestos unos auriculares.
—A continuación ella dice “Ave María purísima”, pero no dice nada más. Porque entonces yo abro esta ventana que tienes delante, ella abre su boquita y saca la lengua, como un pajarillo hambriento. Yo me levanto, me saco la polla, mi negra y enorme verga, y la acerco a su preciosa cara. Tendrías que ver la devoción y entusiasmo con que tu madre me la chupa, Paco. La agarra con sus pequeñas manos, y hace que parezca aún más grande. Es tan gorda que apenas cabe en su adorable boca, pero ella se esfuerza, con la ayuda de Dios y de su dulce saliva consigue metérsela en la boca y mamar. Y no te imaginas lo bien que lo hace. En apenas cinco minutos consigue vaciar mis grandes huevos y se traga sin rechistar hasta la última gota de leche espesa y caliente. Cuando termina se santigua, como si hubiese comulgado, así de devota es mi feligresa favorita. Y esto lo hace a diario, chaval. Todos los días tu querida madre se arrodilla y se traga mi pollón negro con un fervor digno de una santa.
Cuando dejó de hablar, yo estaba temblando de rabia. Tenía los puños apretados, me rechinaban los dientes y un sudor frío goteaba por mi cara. Todo era mentira, por supuesto. Tenía que ser mentira. Ese cabrón me había reconocido y había decidido vengarse, hacer rabiar al estúpido skinhead con una mentira obscena y humillante. ¿Qué clase de cura degenerado era aquel?
—Eso es... Mentira. Hijo de puta —dije, con la voz ronca.
—Los sacerdotes no podemos mentir —afirmó, recuperando su tono solemne —. Y ahora dime, ¿Qué pecados quieres confesar?
Descorrí la cortina y salí de allí. El corazón me iba a mil por hora y estaba un poco mareado. Me aparté del confesionario, respiré profundamente varias veces y busqué a mi madre con la mirada. Seguía sentada en el banco, hablando en susurros con una vieja vestida de negro que se había sentado a su lado. Me acerqué y le toqué el hombro.
—Mamá... No me encuentro bien. ¿Podemos irnos? —le dije.
Aunque todo fuese mentira, no iba a permitir que ella entrase en el confesionario. Si pensaba que su hijo estaba enfermo se olvidaría de la confesión y me acompañaría a casa. Puede que fuese una cristiana devota pero antes que nada era una madre abnegada. Me miró, preocupada, y me puso la mano en la frente.
—Cariño, estás caliente —dijo ella.
—¿Qué? De... de eso nada.
—Sí, hijo. Tienes un poco de fiebre. Anda, vamos a casa.
Se despidió de la anciana y salimos de la iglesia. Me agarró del brazo y me apretó la mano con ternura. Todo era mentira, por supuesto. Mamá nunca haría algo semejante. Aunque fuese cura, ese negrata pervertido y mentiroso me las iba a pagar.
Una vez en casa, me puse el pijama y me tumbé en mi cama. Mi madre insistió en que me pusiera el termómetro y resultó que no tenía fiebre después de todo. La observé cuando salía de mi habitación, las magníficas nalgas moviéndose bajo su austera falda, después de preguntarme mil veces si necesitaba algo, si quería una aspirina, una infusión o un caldo. Me libré de ella diciendo que solo estaba cansado y me recuperaría en un rato.
En cuanto salió me levanté y caminé por mi habitación como un león enjaulado, con el cerebro hirviendo. Sabía que todo era mentira, pero no se me iba de la cabeza la imagen de mi madre, de rodillas en la penumbra del confesionario, con la gruesa polla del padre Josué en la boca. La idea me repugnaba, me excitaba, y me enfurecía el hecho de que me excitase. En mis fantasías, debía ser mi polla la que estuviese en la boca de mamá, no la de un puto negro. El hijo de perra había conseguido vengarse. Había intuido mi punto débil y se había metido en mi cabeza con sus obscenos embustes. ¿Qué podría haber peor para un skinhead que imaginar a su santa madre chupando una polla negra? Estaba que me subía por las paredes.
Fui al baño y me hice una paja. Con un supremo esfuerzo de concentración, conseguí eliminar al sacerdote de mis pensamientos y sustituir su cipote oscuro por el mío. Me imaginé vestido de cura, y a mamá arrodillada frente a mí con su ropa de ir a la iglesia, mirándome con sus ojos azules y mamando con devoción mi blanca polla. Me corrí y los goterones de viscoso semen en el retrete me devolvieron a la realidad. Lo limpié, tiré de la cisterna, me lavé las manos y la sudorosa cara. Salí del baño dispuesto a comportarme como si nada hubiese pasado. No iba a dejar que las mentiras de ese cabronazo enturbiasen mi ya complicada vida familiar.
A la hora de comer mi madre volvió a preguntarme varias veces cómo me encontraba. La convencí de que ya estaba perfectamente y ataqué el delicioso arroz que había preparado. Mi tía Merche estaba sentada delante de mí, y la mesa de la cocina, donde solíamos comer, era lo bastante estrecha como para que pudiese estirar una pierna y meter el pie entre mis muslos. Nos miramos fijamente, yo muy serio y ella con una mueca traviesa. Hablaba con su hermana como si tal cosa y al mismo tiempo frotaba muy despacio su pie contra mi paquete.
Mirarla con furia no bastó para que la viciosa de mi tía se estuviese quieta, y no podía decirle nada ni hacer movimientos sospechosos. La dejé hacer y pronto mi tranca estaba dura como una barra de pan de la semana anterior, marcándose en la pernera de mi pijama, apretada entre mi muslo y los incansables dedos de su pie. Cuando mi madre se levantó de la mesa para servirnos el segundo plato aceleró el ritmo, frotando mi glande con la planta y el dedo gordo. La muy zorra sabía lo que hacía. Miré a mamá, de espaldas junto a la encimera, y un intenso orgasmo me hizo apretar los dientes y agarrar el tenedor con tanta fuerza que casi lo doblo. Solté un largo suspiro, intentando hacer el menor ruido posible. Por suerte, había descargado poco antes en el baño y la mancha en mis pantalones no era muy grande.
Mi madre volvió a sentarse a la mesa y mi miró, entornando un poco los ojos.
—Estás muy rojo, cariño. Y sudando. ¿Seguro que estás bien?
—Sí, estoy bien.
—Mañana podemos ir al médico, si quieres.
—No. Te digo que estoy bien, joder.
—¡Oye! Habla bien en la mesa.
—Lo siento, mamá.
Después de comer mi madre se quedó dormida en el sofá, como de costumbre. Yo me encerré en mi habitación, dándole todavía vueltas al asunto del confesionario. Tenía que hacer algo, no sin antes hablar con mis colegas. A eso de las cinco comencé a vestirme. Román y los demás ya debían estar en nuestro banco del parque. Mientras me ataba las botas la puerta de mi habitación se abrió y entró mi tía. Llevaba unos leggins negros muy ajustados, deportivas y una camiseta holgada, como si fuese a salir a correr. En cuanto entró me levanté, la agarré por los hombros y la aplasté contra la puerta cerrada, mirándola a los ojos con mi nariz casi tocando la suya.
—No vuelvas a hacer algo así, loca de los cojones —le escupí, en un susurro furioso —. Con mi madre sentada a la mesa... ¿Es que quieres que nos pille?
—Venga ya, Paquito, no exageres. Seguro que ella ni siquiera sabe que se le puede hacer una paja a un tío con el pie —dijo, burlona y sin una pizca de miedo.
—Eso da igual. Podría haberse dado cuenta.
—Pero no lo ha hecho. Cálmate, cielo. Si te portas bien después te compraré un helado.
Desesperado por su actitud, la solté y volví a sentarme en la cama. Definitivamente estaba como una cabra. Cada vez se parecía menos a la tita Merche que yo conocía desde pequeño y estaba convirtiendo nuestra incestuosa relación en algo más peligroso de lo que ya era. A lo mejor su marido se había divorciado de ella por eso, porque era una puta loca que perdía el control cuando estaba cachonda, lo cual al parecer era casi siempre. Pero tenía otros problemas de los que preocuparme. Traté de ignorarla y terminé de vestirme.
—¿Vas a salir? —preguntó Merche.
—Sí, voy a ver a mis amigos.
—¿Y lo de ir a mi piso? ¿Has cambiado de idea?
—Sí... No sé, ya veremos.
—Muy bonito. Follamos un par de veces y ya me dejas plantada para salir con tus amigotes. ¿Es que estamos casados y no me he enterado?
—Si estamos casados prepárate para tu segundo divorcio.
—¡Ja! Muy gracioso. —Me miró con los brazos cruzados. Sonreía, pero podía ver en sus ojos marrones que no estaba de buen humor —. Mira, yo voy a ir a mi piso de todas formas. Tengo que coger algunas cosas. Si vas estaré allí, y si no pues que te den.
—Yo también te quiero, tita.
—Hasta luego, imbécil.
Salió de la habitación y no pude evitar sonreír. Podría salir a la calle y ligarse a un tío en cinco minutos, pero se moría de ganas por follar conmigo, su sobrino. La verdad es que la idea de estar a solas con ella en su piso me tentaba. Podría hacerle lo que quisiera sin preocuparme de que su hermana nos escuchase. Pero tenía asuntos más urgentes de los que ocuparme.
Llegué al parque y allí estaban mis tres colegas. Por un momento pensé en darles la dirección de mi tía Merche en el centro, para que fuesen allí y le diesen caña como habían hecho en la furgoneta, pero no quería arriesgarme a que a ella no le gustase la idea y llamase a la policía o algo parecido. Los saludé y fui directo al grano.
—Ya se quien es el negro —dije.
—¿Qué negro? —preguntó Román. Me dolió un poco que nuestro líder se hubiese olvidado tan pronto del asunto.
—Pues el negro del otro día en el callejón, el del chándal gris —expliqué, casi a gritos.
—Ah, sí. Es el nuevo párroco. Josué, creo que se llama —dijo Chechu, como si nada.
—¿Te estás quedando conmigo? ¿Es que ya lo sabías?
—Me enteré ayer, pero como no apareciste en todo el día no te lo pude decir.
—No me extraña que no salga, con esa tía tan maciza en casa. Debe estar todo el día metiéndole el rabo —dijo Fonso, con su retorcida sonrisa de sádico.
Obviamente se refería a mi tía Merche, a quien me había cepillado por primera vez delante de ellos, pero yo estaba tan alterado que por un momento pensé que se refería a mi madre. Me abalancé sobre él y le agarré del cuello, mirándolo con mis ojos de loco, azules y saltones. Fonso era un poco más alto, pero yo era más fuerte y podía machacarlo. Aun así no se inmutó. Chechu nos separó como si fuésemos dos niños en el recreo.
—¡Eh! Tranquilo, joder —dijo Román, con autoridad — ¿Qué coño te pasa, Paco?
—Nada... Pensaba que... Nada, joder. Perdona, Fonso, se me ha ido la olla —me disculpé. Respiré hondo y volví al tema principal —. Bueno, ahora que sabemos quién es ese mamón iremos a por él, ¿no?
Los tres me miraron, se miraron entre ellos y no me gustó lo que vi en sus caras. Román fue quien dijo en voz alta lo que todos pensaban.
—No podemos pegarle una paliza a un cura, hombre. La poli iría a por nosotros y se nos caería el pelo. No es como pegarle a un sin papeles o a una puta.
Chechu y Fonso asintieron, aceptando la decisión del líder sin rechistar. Yo solté un bufido. No podía contarles la verdadera razón de mi odio hacia ese negrata. Ni aunque me torturasen repetiría en voz alta lo que me había dicho ese cura cabrón. Mis amigos comenzaron a hablar de otra cosa, dando el tema por zanjado. Yo no estaba de humor para chácharas, así que me despedí de ellos y fui hasta una parada de autobús. Me subí al primero que pasó rumbo al centro de la ciudad.
Media hora después entraba en el elegante edificio de apartamentos. Subí a la tercera planta, busqué la puerta y llamé. Yo solamente había estado allí un par de veces, cuando mi tía aún estaba casada, y fue un milagro que recordase la dirección exacta. Merche me abrió la puerta vestida solo con un conjunto de lencería blanco, sujetador, tanga, medias con encaje y zapatos de tacón también blancos. Se había recogido el pelo en una alta coleta y tenía una copa de vino en la mano. El salón estaba lleno de velas, la luz apagada y todas las cortinas echadas. Aquello era raro, como si lo hubiese preparado todo para una cita romántica.
—Ya era hora. Pensaba que no ibas a venir —dijo. Se puso de puntillas y me besó en los labios.
—¿Ah no? ¿Y para quien has preparado todo esto? ¿Esperabas un cliente?
—¡Ja! Muy gracioso. Si fuese puta no podrías pagarme, Paquito.
Encontré la botella de vino en una mesita, la cogí y bebí a morro, mirando de reojo a Merche. La verdad es que estaba espectacular. La lencería blanca contrastaba con su piel bronceada, que parecía madera pulida a la luz de las velas. Los pequeños pechos se movían dentro del sostén al ritmo de su respiración y el tanga acentuaba la forma de sus caderas. Pero lo mejor eran sus piernas, largas y con la proporción perfecta de músculo gracias al ejercicio, cubiertas hasta la mitad del muslo por aquellas medias que parecían las de una novia en el día de su boda, al igual que los zapatos. En un instante se me puso el rabo tan duro que tuve que acomodármelo con la mano, dejando que toda su longitud se marcase en la pernera de mi pantalón.
—Al menos podrías coger una copa, guarro. Este vino es muy caro —se quejó ella.
Le arrebaté su copa de la mano y me la bebí de un trago. Eructé y sus bonitos labios se torcieron en una mueca de disgusto.
—¿Por qué te has puesto lencería de novia, tita? ¿Es que te quieres casar conmigo?
—Ya te gustaría, capullo. —Giró sobre sí misma para que la viese bien y apoyó el culo en el respaldo de un sillón, con las piernas cruzadas, como si alguien fuese a hacerle una foto —. Lo encontré en un cajón y se me ocurrió ponérmelo. ¿Es que no me queda bien?
—Ya sabes lo buena que estás. No esperes que yo te lo diga cada dos por tres.
—Tu si que sabes hacer un cumplido, Paquito —dijo, sarcástica.
—Bueno, no he venido hasta aquí para hablar.
Me quité la camiseta y los pantalones. Me acerqué a ella desnudo, con la verga apuntando a su ombligo y balanceándose en el aire. Ella la miró y se relamió. Le brillaron los ojos de puro vicio, pero la muy pesada no estaba dispuesta a callarse.
—Podrías quitarte las botas. Me vas a estropear el sofá.
—Me gusta follar con las botas puestas. —Me acerqué hasta que las susodichas botas quedaron junto a sus zapatos blancos y la punta de mi verga apretada contra su vientre.
—¿Por qué? ¿Es algún rollo nazi?
—Porque me sale de los huevos. Cállate de una vez. —Le agarré la coleta y la obligué a ponerse de rodillas, hasta que su boca quedó a la altura de mis lustrosos cojones —. Venga, a ver si te caben los dos en esa bocaza que tienes.
Sacó la lengua y comenzó a lamerlos. La sensación húmeda y caliente hizo que una placentera corriente recorriese mi polla, que ella mantenía sujeta con una mano, apuntando hacia arriba. Cuando estuvieron empapados en saliva los succionó, primero uno y después el otro, y culminó metiéndose ambos en la boca, mientras los toqueteaba con la punta de la lengua. Nunca me habían comido los huevos de esa forma y fue divino. Mi tía Merche tenía razón en una cosa, si fuese puta sería de las caras, teniendo en cuenta su físico y sus habilidades.
Cuando se cansó de la huevada subió la lengua por toda la longitud de mi tranca, en un lento y fuerte lametón que culminó saboreando las gotas de líquido transparente que brillaban en la punta. Puso en marcha otro de sus talentos y me hizo una mamada de las que no se olvidan, alternando lametazos, besos, chupetones, molinillos con la lengua y sobre todo engullendo los casi veinte centímetros de venosa masculinidad hasta que su nariz rozaba el vello de mi pubis. Estaba disfrutando como nunca, y podría haber pasado toda una tarde de sexo de primera con una hembra espectacular, pero mi averiado cerebro comenzó hacer de las suyas.
Merche me miró con sus bonitos ojos marrones mientras se tragaba mi polla, arrodillada frente a mí, y entonces apareció en mi mente la cara de mi madre, sus ojos azules, el pelo rubio y la piel pálida. Pero no era la fantasía “normal” en la que pensaba en ella mientras me desfogaba con su hermana. Estaba en el confesionario, y el miembro que tenía en la boca era negro. Las palabras del cura resonaban en mi cabeza como un salmo, repitiéndose una y otra vez. “...ella abre su boquita y saca la lengua, como un pajarillo hambriento. Yo me levanto, me saco la polla, mi negra y enorme verga...”
Agarré la coleta de mi tía con fuerza. Moví su cabeza adelante y atrás, haciendo que se atragantase, follándome su garganta sin ninguna compasión. “...Y no te imaginas lo bien que lo hace. En apenas cinco minutos consigue vaciar mis grandes huevos y se traga sin rechistar hasta la última gota de leche espesa y caliente...”
Sentí sus uñas clavadas en los muslos. Consiguió librarse de mi presa y se apartó, tosiendo y con saliva goteando por su barbilla.
—¡Joder... No seas bestia!
Se había maquillado, y las lágrimas que rodaban por sus mejillas eran oscuras. Esa mañana me había dicho que quería que la hiciese gritar, y yo tenía ganas de hacer gritar a alguien. Tal vez así no escuchase esa maldita voz en mi cabeza. Sin mediar palabra, la empujé contra el respaldo del sofá, obligándola a inclinar la mitad del cuerpo hacia adelante, las piernas rectas y sus perfectas nalgas levantadas. Le bajé el tanga hasta los tobillos y apunté mi polla embadurnada en espesa saliva hacia su prieto ojete. En cuanto se dio cuenta de lo que me proponía, pataleó e intentó darme manotazos, cosa difícil en esa postura. Me bastaba una mano para mantenerla bajo control.
—¡Ni se te ocurra! ¡Para ahora mismo! —gritaba. Le encantaba el sexo anal, pero no estaba preparada y el grosor de mi ariete era considerable. Le iba a doler, y ambos lo sabíamos.
Me miró por encima de su hombro, girando el cuello tanto como le permitía su postura. Nos miramos a los ojos y se dio cuenta de que no estaba jugando. Sentí su miedo, y eso me gustó. Azoté unas cuantas veces con mi polla sus firmes nalgas y el valle que se formaba entre ambas, una franja de piel más pálida y sensible, suave y bien depilada, donde su ano destacaba como una extraña flor que se acobardaba y apretaba sus pliegues con cada uno de mis golpes.
—¡Paco, lo digo en serio! ¡No lo hagas!
Agarré bien sus nalgas, separando los cachetes, y empujé despacio. Tenía el ojete tan apretado que mi polla se dobló, a pesar de lo dura que estaba, y resbaló hacia arriba. Lo intenté de nuevo, esta vez usando la mano para mantenerla recta, mi capullo grueso y rosado venció la resistencia del tenso esfínter. Empujé y se la clavé casi entera. Ella gritó, me insultó y gritó más fuerte cuando la saqué y volví a meterla.
Le azoté las nalgas con fuerza, varias veces cada una, hasta dejar mis dedos marcados en la piel tersa de mi tía. Taladré su culo sin contemplaciones, gruñendo como un animal. Ella pataleaba, sentí un par de veces sus tacones golpear mis piernas. Tenía las manos aferradas al sofá y sus lágrimas manchaban la tapicería, de un color verde claro. Con cada una de mis brutales embestidas todo su cuerpo se retorcía, pero la tenía bien agarrada por las caderas y no podía liberarse. Al cabo de un rato dejó de chillar, solo sollozaba y murmuraba de vez en cuando una súplica o una amenaza.
Eso no me servía. Tenía que escucharla gritar o esa maldita voz volvería a mi cabeza. Con la verga embutida dentro de su cuerpo, le agarré la coleta y la obligué a levantar el cuerpo hacia atrás. Como esperaba, soltó un largo chillido, seguido de otros más cortos cuando aceleré el ritmo de mis estocadas. Acerqué mi cara a la suya y lamí una de sus mejillas, saboreando las saladas lágrimas. Con una mano tirando de su pelo y la otra apretando su garganta me corrí en sus entrañas, con una serie de profundos y agónicos empujones. Cuando se la saqué una buena cantidad de semen rezumó y resbaló hasta su coño. Su ojete se abría y se cerraba, palpitando. Estaba enrojecido pero no había sangre ni señales de daños serios.
Me aparté y cogí sus bragas del suelo, blancas e inmaculadas, para limpiarme la polla con ellas. Mi tía Merche se dejó caer en el suelo, lloriqueando. Se abrazó las piernas y se quedó allí sin decir nada mientras yo me vestía. No quedaba rastro en su cara de ese sarcasmo y aire de superioridad que tanto me molestaban. Ahora sabía quien mandaba.
—Me... Me has hecho daño —dijo al fin, entre hipidos.
—No es para tanto —dije. Cogí la botella de vino y eché un par de tragos —. Lávate y vístete. Cogeremos un taxi para volver a casa.
—Yo... Yo me quedo aquí.
—De eso nada. Tú te vienes a casa.
No dijo nada. Se quedó allí sentada, sorbiendo por la nariz, un buen rato. Después se levantó, se quitó los tacones y desapareció por un pasillo en penumbra, caminando como alguien a quien acaban de romperle el culo. Diez minutos después regresó, vestida con la ropa deportiva que llevaba cuando salió de casa. Apagó todas las velas del salón, abrió las ventanas y se quedó de pie junto a la puerta. La miré a los ojos y ella bajó la vista. Verla tan sumisa y humillada casi me la pone dura de nuevo.
—Vámonos, Paco. Llamaré a un taxi desde la portería —dijo. No me llamó “Paquito”, y sospechaba que no volvería a hacerlo nunca más.
Antes de que abriese la puerta, le cogí el brazo y la obligué a mirarme a la cara.
—¿Que le dirás a mi madre si pregunta?
—Le diré que he salido a correr, que nos hemos encontrado en la calle y hemos vuelto juntos a casa.
—Muy bien, tita. Buena chica.
CONTINUARÁ...
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