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Obviamente el sábado me desperté tarde. Por suerte no tenía resaca, ni estaba cansado. Me quedé un rato en la cama recordando lo sucedido la noche anterior. No había sido un sueño: mis amigos y yo nos habíamos follado a mi tía Merche en la furgoneta. No suelo tener buena memoria, pero podía recordar cada detalle, cada postura y cada guarrada que le habíamos dicho o hecho. La muy viciosa había disfrutado como solo puede disfrutar una viciosa con cuatro pollas duras e incansables solo para ella. Me moría de ganas por ver cual sería la actitud de mi tía al verme de nuevo, y al mismo tiempo me daba un poco de miedo.
Me di una ducha y me puse de nuevo el pijama, pues no tenía intención de salir a la calle. Merche aún no se había levantado. Era más dormilona que yo y seguramente aún tardaría en asomar la cabeza. No me sentía en absoluto culpable por lo que habíamos hecho en aquel sucio colchón: incesto. Si, ya me atrevía a pronunciar la palabra dentro de mi cabeza, y no me sonaba tan terrorífica. Era la hermana de mi madre, sí, pero lo que había pasado era asunto nuestro. Éramos adultos y no le habíamos hecho daño a nadie ni cometido ningún delito. Lo único que me preocupaba era que mamá pudiese llegar a enterarse. Eso no podía pasar bajo ningún concepto.
Fui al salón, escuché ruido en la cocina y me vino un agradable olor. Mi madre estaba haciendo la comida. Me dispuse a darle los buenos días, sin saber que me esperaba una nueva sorpresa que echaría más leña a la caldera de mi recalentada sesera.
—Buenos días, mamá.
—Buenos días, cariño.
Estaba de espaldas, atareada removiendo el contenido de una olla. Pensaba acercarme a darle un casto beso en la mejilla pero me quedé plantado junto a la mesa. Su tradicional bata guateada había desaparecido, así como sus mullidas zapatillas de felpa. Vestía una especie de túnica corta sin mangas, fina y holgada, con un estampado como el de las camisas hawaianas, lleno de colores, frutas y flores. Era mucho más corta que sus batas. La tela caía por las abundantes redondeces de sus nalgas hasta la mitad del muslo, incluso un poco más arriba. Se giró y la parte delantera no contribuyó a mi tranquilidad. Lucía más escote del que yo recordaba haberle visto nunca. Bajo la custodia del pequeño crucifijo dorado, un apretado canalillo atraía mi mirada sin que pudiese evitarlo, Estaba seguro de que si se inclinaba un poco hacia adelante podría verle el sujetador. En lugar de las zapatillas, calzaba unas chanclas también muy coloridas y caribeñas.
—¿Qué haces ahí parado? —preguntó.
—¿Y esas pintas? —dije.
Bajó la vista para mirar su atuendo y sus bonitos labios se curvaron en una sonrisa de resignación. También parecía un poco avergonzada. Salvo su médico, ningún hombre había visto tanto de su cuerpo desde hacía años, y aunque yo fuese su hijo le daba un poco de reparo, cosa normal en una mujer tan recatada.
—Parece que voy a ir a la playa, ¿verdad? —dijo, y soltó una risita —. Tu tía se empeñó ayer en que me lo comprase, y ya sabes cómo es cuando se le mete algo en la cabeza. Dice que con la bata parezco una vieja.
—¿Y qué más da lo que diga? En tu casa puedes ir como te dé la gana —afirmé, esforzándome por mirarla a la cara. Al menos no iba maquillada. Su adorable cara de querubín estaba limpia y sus labios lucían su natural color rosado. Su moño rubio también era el de siempre. Esta vez solo había dejado fuera un fino mechón, un poco rizado, que le caía por la sien derecha.
—Ya... bueno. Da igual, cielo. La verdad es que esto es bastante cómodo y fresco. Además, ¿quién me va a ver aquí en casa? —dijo ella, y se giró de nuevo hacia los fogones, dando el tema por zanjado.
Me serví un café y me senté a la mesa de la cocina. Aquello me ponía de los nervios. Antes de que su hermana viniese a vivir a casa, ni se le habría ocurrido estar tan “cómoda y fresca”. Como ya había temido, la influencia de Merche no era buena. Pero no me atrevía a ordenarle que se tapase. Ponerme en plan marido celoso sería raro incluso para mí, y podría llevar nuestra relación por derroteros peligrosos en los que un descuido podría poner en evidencia mis inapropiados deseos. ¿Que quién iba a verla aquí en casa? Yo la estaba viendo, ni más ni menos, un maníaco sexual de 19 años que abusaba de inmigrantes indefensas. No podía apartar la vista de sus piernas, blancas y un poco regordetas, las pantorrillas robustas pero de líneas suaves sobre los finos tobillos, los muslos inmaculados cuya palidez contrastaba con los colores intensos del vestido, subiendo hasta las anchas caderas, las carnosas nalgas que temblaban ligeramente cuando removía la bechamel con energía. Su cuerpo era tan sabroso como sus croquetas, y yo tenía hambre de ambas cosas.
Me obligué a pensar en otra cosa. Intenté que mi tía Merche la sustituyese en mi cabeza, imaginé su cuerpo desnudo y sudoroso rodeado por las vergas de mis amigos, sus gemidos cerca de mi oreja cuando la había penetrado. Pero esa vez no funcionó. Mi madre estaba a apenas dos metros de mí, de mi polla erecta que palpitaba dentro del pijama, y solo podía pensar en levantarme de la silla y apretar mi entrepierna contra su culo. Quizá el hecho de haber consumado el incesto con Merche le había restado valor como protagonista de mis fantasías. Quizá el incesto era como la droga, mi tía había sido como un porro y ahora quería probar algo más fuerte.
Con la sangre golpeándome las sienes, de nuevo confuso y agobiado, me fui al salón antes de perder el control y hacer algo que mamá no me perdonaría jamás. Me senté en el sofá y encendí la tele. Estaban poniendo un capítulo de El Príncipe de Bel-Air. No me gustaban las series de negros, pero aquella la miraba de vez en cuando, sobre todo por lo follables que estaban la prima Hilary y la tía Vivian. Metí la mano bajo el pijama y comencé a cascármela. Si mi madre salía de la cocina el sonido de sus nuevas chanclas me alertaría, y si mi tía salía de su habitación me importaba un carajo que me pillase tocándome, así que no tenía de qué preocuparme. Me concentré en Vivian, esa negra madurita y delgada, poniéndola en apenas un minuto en toda clase de situaciones humillantes, desnuda y atemorizada por el macho de raza superior que la obligaba a engullir su blanca polla. Cuando la electricidad del clímax se extendía por mi cuerpo, llegó un fuerte sonido de la cocina. A mi madre se le había caído algo al suelo, seguramente la tapa de una cacerola. Eso provocó que su imagen apareciese en mi mente en el peor momento, pues me estaba corriendo y ya no había marcha atrás. Descargué pensando en sus piernas, su culo, sus grandes pechos, su dulce rostro... Toda una sucesión de imágenes suyas, reales e imaginadas, culminaron un orgasmo brutal que casi me hace caerme del sofá.
Una hora después nos sentamos a comer. Por supuesto, me había cambiado el pijama manchado de semen. Mi tía Merche se había levantado por fin y también estaba sentada a la mesa, descansada y radiante (no era para menos, después del meneo que le habían pegado la noche anterior). Su actitud hacia mí era normal. Solo me miraba de vez en cuando con una leve sonrisa y los ojos brillantes, como si compartiésemos un chiste privado que no podíamos contar en voz alta. Yo comí en silencio, lidiando con la culpa después de la accidentada paja en el sofá.
Ellas charlaban sin parar, comentando su escapada al centro. No escuché nada preocupante. Como ya sabía, mi madre se había cansado del ambiente nocturno y había vuelto pronto a casa.
—¿A qué hora volviste tú? —preguntó.
—Uf, muy tarde. Cuando te fuiste Julia nos llevó a una discoteca nueva que han abierto en un polígono, y estuvimos bailando hasta las tantas. Hasta tengo agujetas de tanto mover las caderas —dijo mi tía. Aprovechando que mi madre miraba hacia su plato, me guiñó un ojo.
Desde luego que había movido las caderas, pero no bailando precisamente. Me vino a la cabeza el momento en el que había cabalgado sobre la polla de Román como una loca, moviendo las susodichas caderas a una velocidad increíble mientras Fonso y Chechu se turnaban para meterle el rabo en la boca. Le di una patada por debajo de la mesa. No es que no se avergonzase de lo ocurrido en la furgoneta, la muy zorra estaba orgullosa. Me devolvió la patada y continuó comiendo y hablando con su hermana como si nada.
Después de comer nos sentamos a ver la tele. Yo en un sillón, mamá en el sofá y Merche en otro sillón, de lado y con sus largas piernas cruzadas encima del reposabrazos. Después de haberla visto totalmente desnuda, su corto pijama de verano ya no me impresionaba tanto. Pusimos una película, uno de esos dramones que tanto le gustaban a mi madre, quien como de costumbre se quedó dormida a los diez minutos. Estaba tumbada en el sofá, de costado, con las piernas flexionadas y la cara apoyada en las manos. Creo que lo llaman “posición fetal”, pero eso suena muy poco sexy y no le haría justicia a la escena. El vestido, túnica, blusón o lo que coño fuese aquella prenda se le había subido debido a la postura y desde mi posición casi podía ver dónde terminaban sus muslos y comenzaban las nalgas. Bajo su brazo doblado, la colorida tela no podía disimular el volumen de los pechos, apretados uno contra el otro.
Dejé de mirarla de inmediato, pues mi tía estaba allí, al otro lado de la mesa baja que había frente al sofá, medio despatarrada en su sillón. Cuando estuve seguro de que mi madre dormía profundamente, le hice un gesto con la cabeza señalando al pasillo. Ella negó con la cabeza, muy seria, y señalo a su hermana dormida. Eso me cabreó. Tenía que hablar con ella a solas, y ese era el mejor momento. No me atrevía ni siquiera a susurrar, así que respiré hondo y esperé, fingiendo que veía la película. Me hice el dormido, y al cabo de media hora escuché crujir el sillón de mi tía y el sonido de sus pies descalzos por el suelo. Iba al cuarto de baño. Cuando salió pegó un respingo al encontrarse conmigo en el pasillo.
—¡Joder, Paquito! Qué susto.
—Ssshh, baja la voz. Ven aquí.
La agarré por un brazo, la llevé a mi habitación y cerré la puerta con cuidado. En el salón solo se escuchaba el murmullo del televisor y la profunda respiración de mi madre. Merche se zafó de mi presa, cruzó los brazos y me miró, con los ojos entornados y su sonrisa sarcástica.
—Para el carro, semental. No vamos a hacer nada con tu madre en casa, ¿te queda claro? —dijo mi tía, bajando mucho la voz.
—Solo quiero hablar —dije yo, taladrándola con mis “ojos de loco”.
—Ni siquiera deberíamos hablar del tema. Si nos escucha le da un ataque.
—Precisamente es de mi madre de lo que quiero hablar. No me gusta un pelo lo que le estás haciendo.
—¿Lo que le estoy haciendo? ¿Pero de qué hablas?
—No te hagas la tonta. Todo ese rollo de la ropa, el maquillaje, llevártela de copas... Estás intentando cambiarla, y eso no me gusta.
Merche soltó un amago de carcajada, echando la cabeza hacia atrás. Negó con la cabeza y se sentó en mi cama, con las piernas cruzadas y las manos apoyadas en el colchón.
—¡Ay, Paco, Paco! ¿Crees que soy una mala influencia? ¿Qué se va a volver tan zorra como yo solo por ponerse guapa y salir a tomar el aire?
—Yo no he dicho eso.
—Mira, cielo... —dijo ella. Rebajó el tono sarcástico y habló mirándome a los ojos —. Tu madre se quedó viuda a los 29 años, y no ha estado con un hombre desde entonces. Si no espabila un poco se va a convertir en una vieja amargada, y supongo que tú tampoco quieres que eso pase. No intento que sea como yo, y si lo intentase no lo conseguiría porque somos muy diferentes. Solo intento que sea feliz y no se pase la vida limpiando, cocinando y rezando.
Me senté en la cama, junto a mi tía, mientras asimilaba su parrafada. Tenía razón, desde luego. Ocho años sola es mucho tiempo para una mujer tan joven. Pero no me iba a convencer tan fácilmente.
—¿Y qué me dices de esa lencería negra? —pregunté.
—¿Ese conjunto? ¡Ja, ja! Se lo regalé el día que me mudé aquí, medio en broma. La verdad es que me sorprendió que se lo probase.
—¿Se lo probó... delante de ti? —dije. Noté como la sangre me subía a las mejillas. No mucha, porque la mayoría ya iba rumbo a mi entrepierna.
—Pues sí, ¿qué pasa? Somos hermanas —dijo mi tía. Se quedó mirándome un momento y fue como si me leyese el pensamiento —. ¡Eh, no pienses cosas raras, degenerado!
—No he pensado nada raro —mentí, con la boca seca.
—Ya, seguro. Y por cierto... ¿cómo has visto tu ese conjunto? ¿Es que hurgas en el cajón de sus bragas, Paquito? —preguntó, en un tono tan burlón y malicioso que casi le doy una hostia.
—¿Qué dices? Fui a su baño a mear y lo vi colgado en la ducha.
—Vale, hombre. No te enfades, que era broma.
—Pues no me gustan esas bromas. Y tú no deberías regalarle ese tipo de cosas.
Merche suspiró y miró al techo un momento. Llevaba su melena oscura y ondulada recogida en una sencilla coleta, y la ausencia de maquillaje acentuaba sus poderosos rasgos, la boca ancha, la nariz aguileña, los pómulos marcados y la mirada penetrante de sus ojos marrones. Como ya dije no era una belleza, pero resultaba muy atractiva, sobre todo teniendo en cuenta que esa cara iba unida a un cuerpo magnífico. Cuando giró la cabeza para mirarme, su expresión era más amable, casi tierna.
—Mira, vamos a hacer un trato. Yo no le compro a tu madre lencería, ni me la llevo de juerga con mis amigas, pero tú tienes que pasar más tiempo con ella. No estaría tan triste si le hicieras más caso, en vez de estar siempre por ahí con los nazis descerebrados de tus amigos.
—Vale, trato hecho. Pero oye... ¿Nazis descerebrados? Anoche me dio la impresión de que te lo pasabas muy bien con nosotros, tita —dije, y esta vez fui yo el sarcástico.
—Cielo, para follar bien no hace falta mucho cerebro.
Nos reímos un poco y Merche me dio una palmada en la pierna, dando por terminada la conversación, e intentó levantarse de la cama. Se lo impedí sujetándola por el brazo.
—Oye, tita, ¿te has lavado bien los dientes?
—Pues claro, ¿a qué viene esa pregunta?
—Viene a que ayer se corrieron dentro de tu boca, y me quedé con las ganas de hacer esto...
La agarré por la cintura, la atraje hacia mi cuerpo y le metí la lengua en la boca, deprisa y con fuerza. Ella respondió durante unos segundos, pero no tardó en poner las manos en mi pecho y apartarme a empujones.
—Te he dicho que aquí no. ¿Y si nos pilla tu madre? —dijo, mirando hacia la puerta cerrada.
—Estará dormida por lo menos una hora. Además, ella siempre llama antes de entrar —le susurré al oído, antes de besar una y otra vez su largo cuello, haciéndole cosquillas con el aire que salía por mi nariz.
—Para... Joder... No sigas... —suplicó. Aunque separó los muslos para que mis dedos pudiesen maniobrar en su entrepierna y su respiración se aceleraba sin remedio.
Noté los pequeños rizos en su pubis y la suavidad de su coño depilado. ¿Es que nunca se ponía bragas? Mi dedo índice entró entero en la caliente cavidad y no tardé mucho en sentirlo húmedo. Nuestras lenguas se pelearon de nuevo, dentro y fuera de nuestras bocas. Le acaricié la espalda mientras mi otra mano se movía bajo los pantaloncitos de su pijama. No opuso resistencia cuando la tumbé en la cama, bajo la atenta mirada de mis posters con jamelgas ligeras de ropa y la bandera del Tercer Reich.
—Paco... Para, por favor... Nos va a oír.
—No hagas ruido, y no nos oirá —dije. Le metí una mano por debajo de la camiseta y sobé sus pequeñas tetas, pellizcando los duros pezones.
—¿Que no haga... ruido? Ya viste anoche cómo me corro... —dijo ella. Recordé sus orgasmos, intensos, largos y ruidosos.
—Pues muerde la almohada, como hacen los maricones cuando les dan por el culo.
—Mmm... ¿Ah sí? Parece que sabes del tema, Paquito... Dime, ¿qué hacéis tus amigos y tú en esa furgoneta cuando no tenéis a una hembra con la que divertiros?
No me gustó nada esa broma. Mis colegas y yo podíamos ser muchas cosas, pero desde luego no éramos bujarrones, y se lo iba a demostrar. Le subí las piernas a la cama y le quité los pantalones. Separé sus muslos, me bajé el pijama hasta las rodillas y me coloqué sobre ella, con la verga dura como el cañón de un tanque apretada contra su vientre, mi cara muy cerca de la suya. Cuando se disponía a hablar de nuevo, seguramente para decir alguna de sus chorradas, la hice callar con mi lengua. Después separé la cabeza para mirarla fijamente, moví las caderas hasta que mi glande encontró los pliegues de su húmeda raja y la penetré muy despacio. Lo noté más estrecho que la noche anterior, pero no opuso resistencia. Cuando la tuve toda adentro, sentí la deliciosa presión a lo largo de todo el rabo. Ella apretaba los dientes y respiraba muy fuerte por la nariz, reprimiendo sus gemidos.
No podía ser muy bestia porque terminaría gritando y despertaría a su hermana, pero tenía que castigarla un poco por lo que había dicho. Le puse una mano alrededor de la garganta, con la fuerza justa para no hacerle demasiado daño. Al principio pensó que estaba jugando e incluso me sonrió con lascivia, entornando los párpados. Al cabo de un rato dejó de sonreír, su bronceado rostro comenzó a ponerse rojo, un poco morado después, y entonces pude ver auténtico miedo en sus ojos. Lo disfruté durante unos segundos más y la solté. Mi polla continuaba embutida en su coño, y los movimientos de su cuerpo al forcejear casi me hacen correrme.
—Hijo... de... puta. No... vuelvas... a hacer... eso —dijo, cuando fue capaz de hablar.
—Así aprenderás a no hablar más de la cuenta.
—Eres un tarado, sobrino.
—Y tu una zorra, tita.
La puse a tono con una serie de embestidas lentas y profundas. Cada vez que los muelles de mi colchón hacían el más mínimo ruido ella miraba hacia la puerta, nerviosa. Sin embargo estaba disfrutando, y de vez en cuando tenía que apretar los labios para contenerse. Estaba seguro de que a la muy viciosa esa situación le daba tanto morbo como a mí, follarse a su sobrino mientras su hermana dormía a escasos metros. Aceleré el ritmo tanto como podía hacerlo sin que la cama rechinase demasiado. Podríamos haberlo hecho en el suelo, donde había una alfombra, o de pie, pero estábamos tan cachondos que no se nos ocurrió. Además, eso de contenernos para controlar el ruido resultaba excitante. Continué bombeando con cautela y noté los pies de mi tía acariciándome la parte trasera de los muslos y las nalgas, así como sus manos en mi ancha espalda.
Al cabo de unos minutos encontramos el ritmo y la intensidad perfectos. La cama apenas sonaba, mi tranca se deslizaba dentro y fuera, no muy rápido pero con fuerza. Los jadeos de Merche calentaban mi rostro y los míos el suyo, nos besábamos y nos susurrábamos guarradas al oído. Estaba a punto de correrme cuando escuchamos algo fuera de la habitación. Eran las nuevas chanclas de mi madre, acercándose por el pasillo con ese “clap clap” tan característico.
Me quedé totalmente quieto, con los codos apoyados en el colchón, conteniendo la respiración con mi irreductible cipote clavado hasta el fondo dentro de mi tía. Ella también se paralizó. Tenía los tobillos cruzados sobre la parte baja de mi espalda, me agarraba los hombros con fuerza y sus brillantes ojos marrones, muy abiertos, miraban a la puerta con auténtico terror. Escuché cerrarse la puerta del baño y solté el aire lentamente.
—Nos va a pillar, me cago en Dios... —susurró mi tía Merche, temblando un poco bajo mi cuerpo.
—Tranquila, solo ha ido al baño. Cállate.
En pocos minutos escuchamos de nuevo la puerta del baño y el “clap clap” en el pasillo, de vuelta al salón. No pude evitar lo que sucedió a continuación. Escuchar sus pasos me hizo imaginar sus piernas, sus nalgas contoneándose por el pasillo, los grandes pechos bajo su ligera prenda veraniega. En cuanto se hizo el silencio de nuevo comencé a mover las caderas y ya no pensaba en la mujer que tenía debajo. Apoyé la frente en la almohada, con el rostro enterrado en el cuello de mi tía para no verle la cara, arqueando la espalda para empujar sus muslos con los míos y taladrarla más a fondo. En mi mente ya no era ella. Sus piernas se habían vuelto más cortas y pálidas, sus tetas ya no eran pequeñas sino grandes y tiernas contra mi torso, su cabello era rubio y su cara redondeada, su coño más cálido, con la calidez que solo puede proporcionar una madre. ¿Podía haber alguien más degenerado que yo? Allí estaba, follándome a mi tía a escondidas mientras fantaseaba con mi madre.
Me corrí pronto, dentro, muy dentro de ella, aplastando su cuerpo contra el colchón, notando como mis huevos se vaciaban en lentas oleadas que me hacían temblar. Contuve un bramido de placer apretando la cara contra la almohada. Me quedé en la misma postura un buen rato, mientras unas manos me acariciaban la espalda y unos labios me besaban el cuello y la cara. Cuando me incorporé y me senté en la cama evité mirar a Merche a la cara. Abrí el cajón de mi mesita de noche, saqué un paquete de kleenex y se lo di.
—Límpiate y vete —dije, con voz cavernosa.
—¿Esas tenemos, Paquito? ¿Me follas y me echas como a una perra? —dijo mi tía, medio en broma medio en serio.
—Ssshh, baja la voz, joder.
—Es la última vez que lo hacemos aquí. Casi me da un infarto. —Terminó de limpiarse, tiró los pañuelos arrugados a la papelera y se puso los pantalones, poco más grandes que unas bragas. La piel le brillaba un poco por el sudor y tenía el pelo revuelto, pero aparte de eso no resultaba evidente que acabase de echar un polvo — ¿Sabes? Todavía no he vendido mi piso del centro. Podemos ir allí mañana.
—Ya veremos —dije, muy serio.
—¿Ya veremos? —repitió, visiblemente ofendida —. A ver si te crees que me estás haciendo un favor. Seguro que no te has visto en otra igual, niñato.
—No te lo tengas tan creído, tita. Podría follarme a una que estuviese más buena que tú cuando quisiera. —Era una forma de hablar, pero en ese momento apareció en mi cabeza la imagen de mi madre, desnuda y radiante como una aparición mariana.
—¿Ah si? Pues muy bien, que te diviertas. A mí no me la vuelves a meter, imbécil —dijo ella, escupiendo cada palabra en furiosos susurros.
—Lo haré cuando quiera. En cuanto vuelva a meterte mano te pondrás cachonda y te abrirás de patas para mí. Eres una viciosa, tita. Seguro que por eso estás divorciada. Tu marido estaría harto de que te follases a todo lo que se mueve.
Sus ojos brillaron, sus labios se convirtieron en una fina línea y levantó la mano para pegarme. La miré y debió de ver algo peligroso en mis ojos porque bajó el brazo. Hizo bien, ya que le habría devuelto el golpe y aquello no habría terminado bien. No sabía los motivos de su divorcio, pero intuía que había tocado una fibra sensible. Quizá la había dejado por adúltera, quizá era él el adultero, quizá era un borracho y le pegaba, o quizá era marica y lo había pillado chupándosela al cartero. Ni lo sabía ni me importaba, ya tenía bastante con mis propios problemas.
Merche no dijo nada más, se dio media vuelta y se fue. Pude ver como se contenía para no dar un portazo al salir. Caí en la cuenta de que, absorbido por mis perturbadoras fantasías, no sabía si se había corrido o no. A lo mejor por eso se había enfadado tanto. Vete a saber. Me quedé sentado en la cama, pensativo. Mi deseo hacia mi madre se estaba volviendo peligroso. Había fantaseado con mi tía, y había consumado el incesto sin pensarlo demasiado y sin sentirme culpable después. De hecho lo había repetido, en mi propia habitación y con su hermana en la casa, sin vacilar un segundo. ¿Y si terminaba pasando lo mismo con mi madre? No, eso era imposible. Yo no me atrevería, y ella se moriría antes de cometer semejante pecado con su hijo. Mamá hacía cualquier cosa por complacerme, pero había límites que no traspasaría.
Decidí probar otra estrategia. En lugar de intentar desterrarla de mis fantasías la dejaría entrar cuando quisiera. Me desfogaría con otras, me la cascaría diez veces al día pensando en ella si hacía falta. Seguro que era algo temporal y al cabo de un tiempo me cansaría, mi cerebro entendería que eso no estaba bien y volvería a verla solamente como lo que era: una madre cariñosa y abnegada, joven y guapa pero sin ningún atractivo sexual para mí.
A la hora de la cena nos sentamos los tres a la mesa. Yo estaba de buen humor, convencido de que mi nueva táctica conseguiría curarme de mi perversión. Mi tía Merche estaba un poco más seria de lo normal. Tal vez nuestra pelea postcoital había sido más seria de lo que yo pensaba. De pronto recordé lo que le había prometido: pasar más tiempo con mi madre. No sabía si eso era aconsejable, teniendo en cuenta que cada vez la deseaba más, pero entonces tuve una idea estupenda, cosa que no ocurría a menudo.
—Mamá, mañana voy a ir contigo a misa —dije.
Me miró y su encantador rostro se iluminó. Yo era creyente, por supuesto, pero en los últimos años no demasiado practicante. Pensaba que ver a mi madre en su versión más piadosa, espiritual y recatada, me ayudaría con mi problema. Le hizo tanta ilusión la idea que me cogió la mano y me la apretó unos segundos.
—Me alegro mucho, cariño. Hace tanto que no vas a la iglesia —dijo, sonriente.
—Por eso —afirmé.
—Iremos a misa de doce, para que no tengas que madrugar.
Era tan buena y atenta... No me merecía una madre así, ni ella se merecía las cosas que yo le hacía en mi imaginación. Asentí y continué cenando. Mi tía me miró con su mueca sarcástica y una ceja levantada. Pasé de ella, por el momento. Volvía a estar cachondo, y en cuanto mamá se durmiese me colaría en el dormitorio de Merche y me haría una buena mamada. De rodillas y con la boca llena de rabo no tendría que preocuparse por hacer ruido.
CONTINUARÁ...
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