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Heil mama (Cap. 4)

El viernes fue un día memorable, donde ocurrió algo que no había imaginado ni en mis más depravadas fantasías. Pero no adelantemos acontecimientos. El día comenzó bastante tranquilo. Fui a clase, me aburrí en clase, volví a casa y comí con mi madre y mi tía. Fue una comida agradable. Después de nuestra reconciliación el día anterior mi relación con Merche había mejorado mucho, aunque seguía tocándome las narices llamándome “Paquito” y bromeando sobre mi vestimenta y mi cabeza rapada. Yo me lo tomaba bien, aunque en el fondo no me hacía ni puta gracia.



—Esta tarde nos vamos de compras —dijo mamá —. ¿Te quieres venir?



—¿De compras? No. Paso —respondí. No me agradaba la idea de que mi madre se comprase ropa aconsejada por su hermana, aficionada a enseñar cacha, pero no se me ocurría nada peor que ir de tiendas con dos mujeres.



—Venga, hombre. Vente con nosotras —dijo mi tía. Se rio y me frotó la cabeza con la mano —. Te compraré una gorra.



—Déjalo. Se aburriría como una ostra —intervino mi madre —. Ya se aburría de pequeño, imagínate ahora.



Zanjado el tema, terminé de comer y me eché un rato en mi habitación. Los viernes y los sábados era cuando mis colegas y yo salíamos a por todas, a corrernos una buena juerga y hacer de las nuestras. No solíamos tener un plan concreto, pero siempre surgía algo. Después de una larga siesta, le saqué brillo a mis botas militares y a mi puño americano y me puse a ver la tele hasta que llegase la hora de salir. A eso de las siete y media mi madre y mi tía llegaron de sus compras. Las escuché parlotear sin parar y andar por el pasillo, de una habitación a otra, mientras veía una película de Eddie Murphy. Tenía su gracia, el puto negro.



A las nueve me vestí y me dispuse a marcharme. Me llevé una sorpresa al encontrarme a mamá y a su hermana en el vestíbulo, preparándose también para salir. Me quedé parado frente a ellas y miré a mi madre de arriba a abajo. Llevaba un vestido que no le había visto antes, blanco y con grandes flores negras estampadas, sin mangas y lo bastante ajustado como para que cualquiera pudiese calcular sus medidas sin esforzarse demasiado. No era escotado, pero la falda subía unos centímetros más de lo habitual, dejando a la vista las rodillas y el comienzo de los muslos, cubiertos por unas finas medias negras. Calzaba unos botines oscuros con una hebilla plateada a la altura del tobillo, con tacones también más altos de lo acostumbrado. Su moño era el mismo de siempre, pero adornado con una especie de flor blanca y negra, a juego con el vestido, y por supuesto le caían dos bucles rubios por las sienes. Lo que más me sorprendió fue que llevaba maquillaje. No mucho, solo un pintalabios discreto y algo de sombra de ojos, pero no me gustó. Y ella se dio cuenta. Sonrió pero bajó la vista, avergonzada.



—¿Vais a salir? —pregunté, sin apartar los ojos de mi madre.



—Sí, vamos a tomar algo con mis amigas —dijo mi tía, como si tal cosa— ¿Es que no vas a decirle nada a tu madre? ¡Mira qué guapa está!



Por supuesto que estaba guapa. Estaba preciosa, elegante y sexy. Un sueño hecho realidad para cualquier pichabrava que saliese esa noche en busca de maduritas incautas. Que mi tía Merche y sus amigas divorciadas fuesen con ella no mejoraba la situación, si acaso la empeoraba. No me gustaba nada todo aquello, pero no podía prohibirle a mi madre salir a tomar algo con su querida hermana.



—Te has maquillado —dije, en un tono tan neutro como pude.



—Solo... un poco, cariño. Tu tía se ha empeñado y... —dijo mamá, sin mirarme a los ojos.



—Y no veas lo que me ha costado convencerla —exclamó mi tía —. De eso y de que se comprase un vestido que no la haga parecer una monja, ¡Ja ja!



—¿A dónde vais? —pregunté, ignorando a Merche.



—Al centro.



—¿Al centro? ¿Pero a qué sitio? —insistí.



—¡Hijo, qué pesado! —se quejó mi tía, como una adolescente malcriada. Le eché un vistazo rápido y vi que llevaba un cinturón muy grande y una falda muy pequeña.



—Déjalo, mujer. Es normal que quiera saber dónde va a estar su madre —dijo mamá, en tono conciliador.



—Pues va a estar conmigo. Tu tranquilo, Paquito, que te la voy a devolver de una pieza. Vamos para abajo, Puri, que Julia iba a venir a recogernos en su coche y ya debe estar al llegar.



—Hasta luego, cariño. No volveremos muy tarde —dijo mi madre, despidiéndose de mí con una caricia en la cara.



La puerta se cerró y me quedé solo en el vestíbulo, cabreado y confuso. ¿Qué coño se le había perdido a mi madre en el centro con las amigas de mi tía? Y lo guapa que se había puesto... Seguro que los tíos se le tirarían encima como buitres. Pero no tenía que preocuparme, me dije. Era una mujer decente y no se dejaría engatusar por ningún imbécil. Puede que su hermana la hubiese convencido para maquillarse y comprarse un vestido, pero no la arrastraría a su licencioso mundo de alegre divorciada. Respiré hondo, me calmé y salí a la calle, dispuesto a pasarlo en grande con mis amigos.



La verdad es que, en principio, no fue una de nuestras mejores noches de viernes. Cuando estábamos a punto de darle una paliza a un moro, apareció un coche patrulla por una esquina y tuvimos que salir por patas. Después arrinconamos a dos maricones, pero empezaron a gritar como locas, alguien se asomó a una ventana y amenazó con llamar a la poli, así que nos largamos. Al rato vimos a una ecuatoriana que andaba sola por la calle, una indígena regordeta y jovencita con la que podríamos habernos divertido mucho. Debía volver de trabajar, porque llevaba pantalones de cocinera y zuecos. La obligamos a entrar en un portal, Chechu le tapó la boca con su manaza y comenzamos a manosearla. Se encendió la luz de la escalera y escuchamos voces, así que de nuevo pusimos botas en polvorosa.



Al final desistimos de cazar algo esa noche. Compramos bebidas, hielo y vasos de plástico y nos apalancamos en la furgoneta. Román la había aparcado en el parque, pero no en el de las putas sino en otro más pequeño que había cerca de mi casa. La colocó debajo de un árbol, un sitio discreto desde el que podíamos ver pasar a la gente por la calle. Pasamos allí un buen rato, bebiendo cubatas y hablando de chorradas. A eso de las tres de la mañana, cuando ya no pasaba nadie por la calle y nos planteábamos dar la noche por terminada, Chechu, que estaba sentado cerca de la puerta lateral, levantó la cabeza y soltó un largo silbido de admiración.



—¡Joder! No os lo perdáis... ¡Mirad que pedazo de hembra! —dijo el grandullón.



Todos miraron hacia donde decía. Yo estaba sentado en el colchón y tuve que levantarme para echar un vistazo sobre las cabezas de mis colegas.



—Su puta madre, sí que está muy buena —confirmó Román.



—Mirad que piernas... Mmmm —añadió Fonso.



En efecto, la mujer que pasaba caminando por la acera, bordeando el parque, estaba muy buena. Llevaba tacones altos, una falda muy corta y una especie de camisa de manga larga que le dejaba el ombligo al aire. Su pelo era oscuro, largo y ondulado. No pude verle bien la cara hasta que pasó bajo una farola, y entonces...



—¡Hostia puta, es mi tía! —exclamé.



—¡Venga ya! ¿Esa es tu tía?



—No flipes, Paco, ¡Ja ja!



—Que sí, cojones. Es mi tía Merche, la hermana pequeña de mi madre. Lleva unos días viviendo con nosotros. ¡Quitad del medio, coño! Tengo que hablar con ella.



Salté de la furgoneta y caminé a grandes zancadas para interceptar a mi tía en la acera. Al acercarme pude ver en sus ojos que había bebido bastante, aunque caminaba perfectamente, así que no estaba muy pedo. Pero lo más importante era que estaba sola. ¿Dónde cojones estaba su hermana? Si la había dejado sola en el centro le daría tal hostia que la pondría en órbita.



—Tita, ¿dónde está mi madre?



—¡Jo... Joder! ¡Paco! ¡Qué susto me has dado, copón! ¿De dónde sales? —dijo. Mi aparición la sobresaltó tanto que casi tropieza y se cae.



—Del parque, ¿no lo ves? ¿Dónde coño está mamá? —insistí, agarrándole el brazo.



—Eeeh... Tranquilo, machote. Que no se la he vendido a un jeque árabe ni nada de eso —dijo Merche. Se echó a reír y me faltó poco para abofetearla. Debió ver en mis ojos que no estaba para bromas y me respondió—. Tu mami se fue a casa a las once. Debe llevar horas durmiendo como un angelito.



—¿Ha venido sola desde el centro?



—Claro que no. La ha traído mi amiga Julia en su coche.



—¿Por qué ha vuelto tan temprano? ¿Ha pasado algo?



—Nada, ¿qué va a pasar? Ya sabes que a tu madre no le va mucho la vida nocturna. Se ha cansado y ya está. Pero bueno, al menos ha salido un poco de casa.



Satisfecho con la explicación, aunque un poco molesto porque mi tía la hubiese mandado a casa con una amiga en lugar de acompañarla ella misma, le solté el brazo y le eché una mirada. Aquella blusa roja tan corta no solo le dejaba el ombligo al aire, sino que era tan transparente que permitía verle el sujetador negro y los pequeños pechos apretados dentro de las copas. Su minifalda también era negra y seguía llevando ese cinturón enorme, casi tan ancho como la falda, cuyo material imitaba la piel de algún reptil.



—¿Y tú por qué has venido sola? No deberías andar sola a estas horas —dije, antes de que notase cómo la miraba.



—Porque hace muy buena noche y me apetecía dar un paseo. Y tranquilo, se cuidarme sola.



—Eso me lo creo. Pero la próxima vez deberías coger un taxi.



—¡Joder, Paquito! Vaya turra me estás dando... Te pareces a mi padre.



—¿Al abuelo? Mi madre me dijo lo mismo hace poco.



—Pues debe ser verdad.



Se quedó mirándome un momento. Sus ojos marrones brillaban bajo la luz de la farola. De pronto se echó a reír, y yo no pude evitar reírme también.



—Oye, tita. ¿Quieres tomarte la última con mis amigos y conmigo? Estamos ahí, en el parque.



—Mmm... No sé. No me va eso de beber litronas en un banco —dijo ella, torciendo su boca de labios rojos.



—¡No somos tan cutres, joder! Estamos en la furgoneta de Román, y tenemos bebida buena.



—¿Una furgoneta? ¿No iréis a secuestrarme, eh?



—Con lo pesada que eres, te devolveríamos a los cinco minutos.



—¡Eh! ¡Pero bueno! —Me golpeó el brazo y se rio de nuevo.



—Venga, ven por lo menos a saludar. Te han visto de lejos y no se creen que seas mi tía.



—¿Ah no? Pues eso lo voy a arreglar ahora mismo.



Ni corta ni perezosa, castigando el césped con sus taconazos, mi tía Merche se metió en la penumbra del parque rumbo a la furgoneta. Yo caminaba detrás de ella, mirando el firme trasero que se adivinaba bajo su falda. No me hizo falta presentarla. Ella misma se anunció como “Merche, la tía de Paquito” y saludó a mis amigos con besos en la mejilla mientras ellos le decían sus nombres. Obviamente, los tres chavalotes de cabeza rapada estaban flipando. Miraban a mi tía, se miraban entre ellos y me miraban a mí.



Sin pensarlo dos veces, Merche entró en el habitáculo de la furgoneta y se sentó en el colchón, con la espalda apoyada en la pared de metal y las piernas cruzadas. La rodilla le quedaba casi a la altura de la cara y el pie se balanceaba en el aire, enfundado en una sandalia roja con un largo tacón de aguja. La falda se le subió casi hasta la cintura pero no le importó lo más mínimo; de todas formas en esa postura no podíamos verle las bragas. La piel tersa y morena de sus espectaculares piernas parecía bronce bajo la luz amarillenta de la linterna a pilas que había colgada en el techo. Suspiró y sacó un paquete de tabaco de su pequeño bolso.



—Esto es muy acogedor chicos. Bueno... ¿quién me prepara un copazo?



De inmediato, Chechu cogió un vaso de plástico limpio y le preparó un cubata, antes de sentarse frente a ella. Román se sentó en el colchón, junto a mi tía. Yo estaba en la parte más cercana a la cabina del conductor, acomodado sobre un viejo escabel que habíamos encontrado un día junto a un contenedor. Fonso estaba cerca de la puerta lateral, recostado sobre un par de sacos de cemento que estaban allí no sabíamos muy bien por qué.



Aunque a mí no me cayese demasiado bien, debía reconocer que mi tía era de lo más simpática y sociable, sobre todo cuando estaba achispada. En pocos minutos mis amigos hablaban y bromeaban con ella como si la conociesen de toda la vida, como si fuese una chica de nuestra edad y no una divorciada de 34 años. Incluso Fonso, que era el más introvertido de los cuatro. Merche se trincó el cubata en unos cuantos tragos y Chechu, nuestro barman particular, le preparó otro antes de que lo pidiese. Nosotros también bebíamos, por supuesto. Y por supuesto, mis amigos miraban a mi tía como un perro hambriento mira un chuletón de buey. Román se arrimaba cada vez más a ella y de cuando en cuando le decía algo al oído.



Al cabo de un rato la conversación decayó un poco. En un momento en el que todos estábamos en silencio Román me miró fijamente, muy serio. Yo sabía perfectamente lo que significaba esa mirada: me estaba pidiendo permiso. Puede que él fuese el líder, pero ella era la hermana de mi madre, e incluso nosotros teníamos un primitivo código moral. Yo asentí, dándole vía libre, y al instante pasó a la acción. Pasó uno de sus musculosos brazos sobre el cuerpo de Merche para inclinarse sobre ella con más comodidad, comenzó a besarle el cuello, cerca de la oreja, y le acarició el muslo. Mi tía enderezó la espalda, sus ojos chispeantes se abrieron mucho bajo sus cejas levantadas y miró al exterior, al oscuro parque, a través de la puerta abierta de la furgona. Por un momento pensé que iba a levantarse y saltar fuera, pero nada más lejos.



—Nenes, cerrad esa puerta, que nos puede ver alguien —dijo.



Fonso cerró la puerta corrediza y hasta echó el seguro, por si alguien intentaba abrir desde fuera. Román metió la lengua en la boca de mi tía, quien le agarró de la nuca y le correspondió, respirando muy fuerte por la nariz. Después de un largo e intenso morreo, le metió la mano entre los muslos para que se abriese de piernas, cosa que ella hizo, con las piernas dobladas y plantando los tacones en el suelo de la furgoneta. Chechu y Fonso, que estaban frente a ellos y tenían el mejor ángulo, soltaron una exclamación al ver la entrepierna de mi tía. Me incliné para echar un vistazo y vi que no llevaba bragas. O se las había quitado en algún momento de la noche y las llevaba en el bolso o la muy zorra había salido en plan comando. Tenía el chocho depilado, salvo por un triángulo de vello rizado en el pubis, triángulo que no tardaron en sobar los dedos de Román, que bajaron hasta los labios y hurgaron en la estrecha raja. Ella suspiró, con los ojos entrecerrados, se quitó el ancho cinturón y lo lanzó fuera del colchón.



Yo estaba disfrutando como un enano, sonriente y empalmado. Después de haber fantaseado tanto con ella, me moría de ganas por verla follar en vivo y en directo, aunque fuese con otro. Me sentía un poco como esos tíos a quienes les gusta ver cómo otros se cepillan a su mujer delante de sus narices. De haber sabido lo que iba a pasar esa noche, habría conseguido una cámara de vídeo para grabarlo todo.



Las estrellas del show seguían a lo suyo. Mi tía se había quitado la blusa y el sujetador. Puede que las tetas grandes den más juego, pero las pequeñas también tienen su punto. Román las estrujó, las lamió, chupó los oscuros pezones y los pellizcó, tirando de ellos o retorciéndolos un poco. Ella respiraba cada vez más rápido y gemía de vez en cuando. Mi amigo sacó de su coño los dos dedos con los que la había estado calentando y estaban pringados de fluidos. Mi tita estaba caliente como una perra.



Román se puso de rodillas en el colchón y se bajó los pantalones, liberando su polla. Estábamos acostumbrados a vernos los rabos unos a otros, así que aquello no me incomodó. La de nuestro líder rondaba los quince centímetros, curvada hacia arriba, con un capullo rosado al que no se le resistía ningún orificio. Merche sonrió al verla, le dio unos cuantos lametones desde los huevos hasta el frenillo y la cubrió de fuertes besos, más bien chupetones, dejando marcas de pintalabios en la piel rosada. Román le puso la mano detrás de la cabeza y la empujó, sin brusquedad pero con firmeza. Ella chupó sin rechistar, arriba y abajo, tragándosela casi entera en cada movimiento.



—Muy bien... Eso es... Que bien la mamas, zorra —dijo Román. Me miró muy serio —. Perdona.



—No pasa nada —dije, sonriendo —. Dale caña, que le gusta.



Mi tía me miró de reojo e intentó decir algo, pero con la verga de mi amigo en la boca no se entendió nada. De inmediato volvió a lo suyo, frotándose el clítoris con los dedos mientras mamaba con entusiasmo. Chechu y Fonso, que estaban muy cerca del colchón y cachondos como monos, me miraron a los ojos, como había hecho Román, y de nuevo asentí, dándoles permiso también a ellos. Seguro que cuando mi tía salió esa noche no imaginaba que iba a terminar siendo follada por tres muchachotes de veinte años en una furgoneta cutre. ¿Tres o puede que cuatro? Yo no tenía claro si unirme a la fiesta o no. Mis amigos fliparían si lo hacía, desde luego, pero no le darían demasiada importancia. El problema era ella. Estaba claro que era una viciosa, pero no sabía si hasta el punto de dejar que su sobrino le metiese el salchichón. Le di vueltas al asunto mientras disfrutaba del espectáculo.



Chechu se arrodilló también en el colchón, al otro lado de su cabeza, y se la sacó. Merche abrió mucho los ojos al verla, como hacían todas las mujeres al ver la polla de Chechu. No era muy larga, pero sí gruesa como una lata de refresco, con una cabeza ancha y gorda que a muchas no les entraba en la boca. Por suerte, mi tía tenía la boca grande, y después de escupir un par de veces para lubricarla logró que le entrase hasta la mitad. Con aquel pedazo de carne encajado en la boca, las cejas levantadas y los ojos abiertos como platos su cara resultaba un tanto cómica. Le costó bastante conseguir que se deslizase hacia su garganta, se puso roja y un par de lágrimas mezcladas con maquillaje rodaron por sus mejillas. El grandullón colaboró empujando un poco.



—Cuidado, Chechu, que se le va a desencajar la mandíbula, ¡ja ja! —bromeó Román, que se la meneaba hasta que volviese a ser su turno.



Todos reímos, mi tía dejó de chupar para coger aire, con babas cayéndole por la barbilla. Había comenzado a sudar y todo su cuerpo brillaba, suave y bronceado. En ese momento Fonso entró en acción, con su habitual mirada somnolienta y sonrisa sádica. Se arrodilló frente a ella y le quitó la falda, que ya tenía enrollada en la cintura, dejándola desnuda salvo por los zapatos. Sacó su miembro, mucho más delgado que el de Chechu pero más largo, y frotó la punta contra su vello púbico, bajó hasta los pliegues de su raja, tan mojada que ya había manchado el colchón, y le dio golpecitos en el clítoris. Mi tía abrió más las piernas, levantando los pies del suelo. Fonso le puso las manos en los muslos para sujetárselas y moviendo el cuerpo buscó con la punta del rabo la estrecha entrada a su cuerpo.



Estaba a punto de clavársela cuando Román le puso la mano en el hombro y le empujó un poco hacia atrás.



—Echa el freno, Magdaleno. Yo primero.



Fonso asintió y se apartó sin rechistar. Siempre que nos follábamos a una tía entre los cuatro, nuestro líder debía ser el primero en meterla en cualquiera de los orificios. Mi tía saboreó una nueva polla, la de Fonso, mientras masturbaba a Chechu con las dos manos. Se quedó quieta, se estremeció y soltó un largo gemido cuando Román la penetró con una estocada rápida y profunda. Cuando comenzó a bombear, agarrándola por las caderas, mi tía me buscó con la mirada, sonriente.



—Ay... Tu amigo me está follando, Paquito... ¿no vas a... uuufff... decir nada? —me dijo, con la voz temblorosa por las embestidas.



Me eché a reír pero no dije nada. Ella tampoco pudo seguir hablando, pues las trancas de Chechu y Fonso buscaron su boca y estuvo ocupada un buen rato alternando entre una y otra, girando la cabeza a un lado y otro para chupar la de uno mientras pajeaba la del otro. Román la embestía cada vez más rápido, con fuertes y rápidos golpes de cadera. Al cabo de unos minutos las largas piernas de mi tía temblaron, arqueó de la espalda y dejó de mamar. Puso los ojos en blanco, gritó y se estremeció de pies a cabeza.



—¡Joder! ¡Diooossss! —exclamó, entre profundos jadeos.



Román se la sacó y se apartó un poco, justo a tiempo. Un potente chorro de fluidos brotó del coño palpitante y empapó a mi amigo. Ella se retorcía de gusto, se frotó muy deprisa el clítoris con la palma de la mano y otro chorro, menos abundante, salpicó el colchón y el suelo de la furgoneta. Por aquellos años yo no conocía la palabra “squirt”, aunque no era la primera vez que veía a una mujer correrse de esa forma.



—Me cago en la puta... Pareces un aspersor, perra —dijo Román, quien se quitó la camiseta y se secó con ella.



Todos nos reímos. Incluso Merche intentó sonreír, aún aturdida por el éxtasis del tremendo orgasmo. El líder no le dio tregua. La agarró del pelo y la hizo ponerse a cuatro patas sobre el colchón. Desde mi posición, pude ver las duras nalgas alzadas sobre los muslos húmedos y el asterisco rodeado por sensible piel rosada que era su ano. Román escupió en el ojete y se lo trabajó con los dedos un buen rato. Ella se quejó un poco, pero pronto tuvo de nuevo las pollas de Chechu y Fonso turnándose para entrar y salir de su boca. Esta vez se lo tomó con más calma, la penetró despacio, dejando que el elástico esfínter se adaptase al grosor del cipote. Pero a Román no le gustaba tomárselo con calma y no tardó en sodomizarla como un animal.



Durante la siguiente hora, más o menos, mis rapados amigos y mi querida tita se lo pasaron en grande. Todos ellos gozaron de su almeja chorreante y de su prieto ano. Intentó negarse a que Chechu se la metiese por el culo, pero los otros dos la sujetaron y la muy cerda terminó gozando con aquel grueso tronco embutido en su culito. Se la beneficiaron en todas las posturas que se les ocurrieron, hubo doble penetración, cabalgadas salvajes en las que mi tía demostró su buen estado de forma, e incluso le metieron dos vergas a la vez en el coño. Y no eran precisamente delicados con ella: la agarraban del pelo, le follaban la garganta sin miramientos, le azotaban las nalgas, le daban bofetadas y le escupían en la cara. El único límite que ella impuso, y que mis colegas respetaron, fue que no se corriesen dentro de su coño.



Yo, por mi parte, no perdía detalle de lo que pasaba, y de vez en cuando hacía algún comentario o los animaba a que le diesen más caña. Llevaba tanto tiempo empalmado que el líquido preseminal había formado una mancha redonda en mis tejanos y me comenzaban a doler los huevos. Como mínimo, tenía que hacerme una paja antes de que todo terminase. Me bajé los pantalones y acaricié mi tiesa virilidad despacio, disfrutando del momento.



El primero en correrse fue Fonso. Se arrodilló cerca de su cara y se masturbó con la punta metida en la boca de mi tía, quien la mantuvo bien abierta y le daba lametones. La lefa salió en espesos borbotones que ella se tragó sin muestra alguna de asco, y chupó a conciencia hasta que Fonso se apartó y se dejó caer en el suelo, agotado. Román se corrió en su espalda, después de darle por el culo un buen rato, y Chechu descargó también dentro de su boca. Al fin todos se apartaron, dejándola tumbada boca arriba en el sucio colchón, despatarrada, empapada en sudor y exhausta. Creo que se había corrido más de tres veces, y sus orgasmos era tan largos e intensos que se quedaba medio desmayada durante unos minutos.



Miré su excitante cuerpo desde mi asiento y supe que no tendría otra oportunidad como aquella. Me importaba un carajo lo que pensasen mis colegas. Sabía que Chechu se había tirado a una de sus primas del pueblo, y Román tenía una hermana a la que a veces miraba de una forma nada inocente. En cuanto a Fonso, era un puto psicópata, y seguro que había fantaseado con todas las hembras de su familia. Si quería follarme a mi tía, no tenían derecho a juzgarme. Me levanté y me arrodillé en el colchón, justo entre sus piernas.



—Joder, Paco... ¿Te la vas... a follar? —dijo Chechu, quien todavía no había recuperado el aliento.



—¿Pasa algo? —pregunté, desafiante.



—Nada... Ufff, qué morbo, macho... follarte a tu tía.



—No se os ocurra contárselo a nadie, ¿estamos? —dije, mirándolos uno por uno.



—Claro que no, joder —afirmó Román, muy serio.



No se me pasó por la cabeza pedirle su opinión a mi tía Merche, quien simplemente me miró con los ojos entornados y una sonrisa sarcástica. Tenía mechones de pelo pegados a causa del sudor, las mejillas cubiertas de churretes oscuros por el maquillaje y su pintalabios había desaparecido después de tanta mamada. Aun así, estaba guapa y la deseaba más que nunca. Me puse sobre ella, acerqué mi rostro al suyo y hablamos en susurros. Mis amigos bromeaban entre ellos y no nos hacían mucho caso.



—¿Qué pasa, Paquito? ¿Me quieres follar tú también? —dijo, con la voz un poco ronca.



—¿Te sorprende? —dije, rozando sus muslos con mi verga.



—Claro que no. Ya sé que me tienes ganas desde hace tiempo.



—¿Ah, sí?



—Pues claro. ¿Te crees que soy tonta? Noto cómo me miras... Y más de una vez me he dado cuenta de que se te pone dura.



—¿Así de dura?



Empujé y se la metí entera, sin prisa pero sin pausa. Me dieron ganas de meterle la lengua en la boca, pero recordé que dos tíos se habían corrido ahí dentro y me lo pensé mejor. Cerró los ojos y soltó un largo suspiro. Le besé el cuello y le acaricié los muslos y las tetas.



—Mmm... Paquito... Si tu madre se enterase de esto le daría un ataque —ronroneó, mientras rodeaba mi cuerpo con sus piernas.



—No hables ahora de mi madre, puta.



La taladré con furia, tapándole la boca con la mano para no escuchar más gilipolleces. Ella me clavó las uñas en la espalda y me abrazó con los muslos cada vez más fuerte a medida que aceleraba el ritmo. La aplastaba contra el colchón con el peso de mi cuerpo, moviéndome hacia adelante con fuerza para clavársela hasta el fondo. Le quité la mano de la boca y cada vez que gemía su aliento caliente se metía en mi boca. Le agarré la cabeza con las dos manos, apoyando los codos en el colchón, y la miré fijamente a los ojos, con mis ojos de loco inyectados de deseo animal. La embestía con tanto ímpetu que la furgoneta temblaba. No sé cuánto duró aquello, solo que me salté su única norma y descargué dentro de ella, bramando como un ciervo en celo.



Cuando me quité de encima, mi leche rezumaba fuera de su raja y formó un pequeño charco blanco en el colchón, prueba de lo cargados que llevaba los huevos. Merche sacó un paquete de kleenex de su bolso y se limpió lo mejor que pudo. Encendió un cigarro y nos quedamos todos tumbados en silencio, felices como cerdos en una charca después de montar a una buena puerca. Ya no había vuelta atrás. Había cometido el terrible pecado que me había hecho sentir tan culpable en los últimos días solo por imaginarlo. Al menos había sido con la viciosa de mi tía, y no con mi santa madre, y no me sentía culpable en absoluto.



Pasados unos minutos, Merche se sentó en el colchón y se estiró, levantando los brazos sobre la cabeza, ronroneando como una gata satisfecha. Buscó su ropa, tirada por toda la furgoneta, y comenzó a vestirse.



—Ha sido un placer conoceros, muchachos, pero debería irme a casa o mamá me echará la bronca.



Al decir aquello me miró de reojo y me dedicó una sonrisa perversa. Estaba demasiado cansado para enfadarme, así que lo dejé correr. Mis colegas también se pusieron las prendas que se habían quitado y Román nos llevó a casa. Mi tía se despidió de ellos con un beso en la mejilla, bromeando y dándole palmaditas en sus cabezas rapadas.



Estaba amaneciendo cuando entramos en casa. Fuimos a la cocina, donde mi tía se sentó con un vaso de agua y se quitó los tacones. Yo estaba muerto de hambre, así que me puse a hacer un sándwich.



—¿Quieres comer algo, tita?



—No, gracias. Será mejor que me dé una ducha. No quiero que tu madre se levante y me encuentre con el maquillaje corrido y oliendo a macho.



—Sshh, baja la voz —dije, mirando a la puerta de la cocina. Mamá madrugaba mucho, y aunque hubiese salido la noche anterior no tardaría en levantarse —. Por cierto... No le vas a contar lo que ha pasado, ¿verdad?



—¿Estás tonto? ¡Pues claro que no!



Se bebió el agua, soltó un gran bostezo, se levantó y se tambaleó en mi dirección. Debía de estar hecha polvo después de tanto meneo. Me dio un abrazo que no supe interpretar muy bien y salió de la cocina. Me quedé allí comiéndome el sándwich y pensando. Hasta el día siguiente no sabría las consecuencias de lo ocurrido ni como había cambiado mi relación con Merche. Puede que lo ocurrido hubiese sido fruto solamente del alcohol y la situación, un hecho aislado que no volvería a repetirse. O puede que a partir de entonces el cuerpazo y los jugosos orificios de mi tía estuviesen disponibles para mí siempre que quisiera, a solo una puerta de distancia. Terminé de comer y me acosté, sonriendo como un imbécil a pesar de las dudas.



CONTINUARÁ...


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