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Categoría: Incestos

Heil mama (Cap. 2)

Al día siguiente me desperté cansado, como si apenas hubiese dormido. Me senté en la cama para espabilarme un poco mientras escuchaba las noticias por la radio (una costumbre que había heredado de mi padre). Miré hacia la pared que tenía justo delante, en concreto a un póster de la modelo Claudia Schiffer, quien en aquellos años era probablemente la mujer más hermosa del planeta. En aquella foto estaba tumbada en la playa, con un bikini blanco y su teutónica melena rubia cayéndole por los hombros. Estaba acostumbrado a la sensual mirada de sus ojos azules, pues la veía cada día al levantarme, pero aquella mañana era distinta. Aunque parezca una locura, noté en su mirada algo que parecía reproche, mezclado con asco y lástima. Era como si supiese lo que había hecho la noche anterior, cuales habían sido mis degeneradas fantasías mientras me tocaba. Dios me había visto, y ella también. Dios podía juzgarme cuando me muriese, pero esa zorra alemana no tenía derecho a hacerlo.



Me levanté de golpe, arranqué el póster de la pared y lo metí en el armario. Esa noche me correría en su cara y en sus tetas... Así aprendería a no meterse en mis asuntos. Tras lavarme la cara y echar una meada fui a la cocina, donde encontré a mi madre haciendo el desayuno. La tía Merche no se había levantado y seguramente no lo haría hasta varias horas más tarde. No trabajaba y no era aficionada a madrugar.



—Buenos días —dije, mientras me sentaba a la mesa.



—Buenos días, cariño.



Mamá siempre me llamaba cariño, tesoro, y cosas parecidas, pero esa mañana me sonaba diferente, como si no me lo mereciese. Ella estaba de espaldas, preparando tostadas. Aún no se había peinado y su moño era un nudo rubio algo desaliñado que le daba cierto aire juvenil. Llevaba una bata guateada azul oscuro, con diminutas flores blancas y rosas, y unas zapatillas de andar por casa también azules. Por primera vez me pregunté que llevaría debajo de esa bata. Podía ver sus tobillos desnudos y el comienzo de las carnosas pantorrillas, fuese lo que fuese no era muy largo. Estábamos en primavera y no hacía frío, así que tal vez solo llevase ropa interior. Caminó hacia la mesa, dejó un plato con tostadas y cuando se inclinó para sentarse la gruesa tela de la bata se separó de su piel a la altura del escote. El pequeño crucifijo de oro que siempre llevaba se balanceó un instante frente a mis ojos. Aparté la mirada de inmediato y me concentré en desayunar.



Cuando me calmé un poco, decidí que no tenía por qué avergonzarme. La culpa había sido de mi tía Merche. Verla medio desnuda a esas horas de la noche había enturbiado mis pensamientos, me había llevado a imaginar a mi propia madre, una mujer que era prácticamente una santa, abandonando su recato y en actitudes muy poco cristianas. Sí, la culpa era de mi estúpida tía y su diminuto camisón, de sus piernas perfectas y su culo duro como el mármol. ¿Qué se había creído? Ella no era nadie para tener a una mujer decente y madrugadora como mamá despierta hasta las tantas, parloteando y seguramente contándole obscenidades, intentando pervertirla con historias de su alegre vida de divorciada en la gran ciudad, y para colmo provocando que su hijo tuviese fantasías depravadas. Pero se iba a enterar esa guarra. Al fin y al cabo yo era el hombre de la casa, y era mi deber poner orden.



—Oye, mamá —dije, después de dar un largo sorbo al café —. ¿Cuánto tiempo va a quedarse la tita Merche?



—Pues no sé. Puede que un par de meses. ¿Por qué lo dices? No te molesta que esté aquí con nosotros, ¿verdad? —dijo mamá. Su pregunta sonó casi como una súplica.



—Claro que no. Es solo que... Bah, no importa.



—¿Qué pasa, tesoro? Vamos, dímelo.



—El caso es que... Anoche me levanté a beber agua y ella estaba aquí haciéndose un sándwich —relaté, bajando un poco la voz.



—Ah, sí, hijo. Anoche estuvimos hablando hasta las tantas y le entró hambre. Ya sabes cómo le gusta hablar a tu tía, que empieza y no para. Y lo que come. No sé cómo puede tener tan buen tipo comiendo tanto. No te despertaríamos, ¿verdad?



—No, no es eso. La cosa es que... Apenas iba vestida —dije al fin, saboreando el comienzo de mi pequeña venganza —. No es que a mí me moleste, mamá. Y ya sé que lleva mucho tiempo viviendo sola y está acostumbrada a ir así por casa, pero en fin... Creo que aquí debería taparse un poco.



Mi madre me miró durante unos segundos, con una expresión muy seria en su adorable rostro de querubín. Finalmente asintió muy despacio.



—Tienes razón. Cuando la vi salir de la habitación tan ligera de ropa estuve a punto de decirle algo, pero no pensé que estarías levantado. Aun así, tienes razón, esta es una casa decente y no puede pasearse en lencería como si nada. Descuida, hablaré con ella.



—Pero no le digas que te lo he dicho yo, o va a pensar que soy un carca —dije, aunque en realidad me importaba un carajo lo que mi tía pensase de mí.



—Tranquilo, no se lo diré.



Asentí y continué desayunando. Hacer que llevase más ropa no era gran cosa, pero al menos sabría que no estaba en su propia casa y no podía comportarse como le viniese en gana. Levanté la vista del plato y reparé en que mi madre estaba sonriendo, una sonrisa tierna y melancólica, mientras me miraba a la cara.



—¿Qué pasa, mamá? —pregunté.



—Oh, nada, cariño. Es que a veces me recuerdas mucho a tu abuelo.



No supe que decir, así que seguí comiendo. Apenas recordaba a mi abuelo materno, pues había muerto siendo yo muy pequeño, pero había visto fotos suyas. Era un tipo bastante guapo y elegante, y todos decían que era muy estricto y serio. Supuse que parecerme a él era algo bueno, y por la expresión de mi madre estaba claro que a ella le gustaba que me pareciese a él, así que definitivamente era algo bueno.



Me fui a clase y durante el resto de la mañana apenas volví a pensar en asuntos domésticos. Pero no paraba de darle vueltas a otro asunto: aquel negro enorme que nos había dejado en evidencia a mis amigos y a mí. Teníamos que vengarnos, desde luego. Nadie dejaba en ridículo a cuatro skinheads como nosotros y se iba de rositas. Si alguien se enteraba nuestra autoridad en el barrio se vería afectada. No podíamos permitir que los punkis piojosos o los melenudos heavys nos tomasen por cobardes.



Cuando terminaron las clases fui a casa y comí con mi madre. La tía Merche no estaba. Por lo visto había salido a comer con unas amigas. Típico de mi tía, solo llevaba allí una noche y ya dejaba a su hermana sola para salir con sus amigas, seguramente una panda de alegres divorciadas como ella. Disimulé mi enfado e intenté ser agradable y hablar con mamá. Me había propuesto ser más atento con ella, para que no se sintiera sola y no necesitase a su molesta hermana. Yo adoraba a mi madre, como ya sabéis, pero he de decir que charlar con ella era tremendamente aburrido. Una mujer que se pasa la vida en casa, en el mercado o en la iglesia, no suele tener nada interesante que contar. Aun así la escuché atentamente y yo también le hablé un poco de mis clases y de noticias que había escuchado en la radio.



Después de ver la tele con ella un rato salí a la calle. Fui hasta el parque y en el banco donde solíamos reunirnos estaban los tres: Román, Fonso y Chechu. Daba gusto verlos con sus botas relucientes, sus bomber y sus cabezas rapadas. Había más gente en el parque pero se mantenían a una distancia prudencial de nuestro banco, cosa que nos encantaba. Pero esa tarde no estábamos contentos. Un negrata nos había humillado el día anterior y no estábamos para bromas.



—¿Habéis averiguado quien es el gorila? —pregunté. Solíamos llamar a los negros chimpancés o macacos, pero teniendo en cuenta el tamaño del aludido “gorila” resultaba más apropiado.



—Nada. Debe llevar poco en el barrio —dijo Román.



—Hay que averiguar quién es y darle una lección —afirmó Chechu.



—La negra le conocía. Le llamó “Padre”. ¿Creéis que será cura? —planteó Fonso.



—¿Cómo va a ser cura un negro de dos metros que va por ahí en chándal? —dije yo, quien ya había pensado en ese tema —. Ya sabéis como hablan esas negras, cuando follan con un tío lo llaman “papito” y cosas así, las muy guarras.



—A esa negra si la tenemos localizada. Sabemos en qué calle vive. Podemos cogerla por banda otra vez y que nos diga quién es el hijoputa de su amigo —dijo Román, quien se moría de ganas de ponerle otra vez la navaja en el cuello a la voluptuosa cubana.



—Eso es. Y además nos debe una mamada —nos recordó Chechu.



—¡Ja, ja! Esta vez no se libra. Le va a salir la lefa por las orejas. Voy a por la furgoneta.



El padre de Román era panadero. Un par de años atrás se había comprado una furgoneta nueva para el reparto y le había dado la vieja a su hijo. Era una chatarra, pero nos servía para movernos por el barrio. También usábamos la parte de atrás como guarida, para pasar el rato bebiendo o follarnos a alguna guarra en el colchón viejo que Román había puesto, además de unos cuantos asientos y una lámpara a pilas en el techo.



Aparcamos en un lugar lo más discreto posible, en la misma calle donde habíamos abordado a la cubana el día anterior, no muy lejos del callejón donde ocurrió todo. Nos acomodamos en la parte trasera, con la puerta lateral abierta, turnándonos para vigilar la calle. Pasaron varias negras, sudamericanas de rasgos indígenas, moras con pañuelos en la cabeza y unas cuantas gitanas, pero ni rastro de nuestra presa. A lo mejor la habíamos asustado tanto que no quería salir de casa. Al cabo de unas horas, estábamos tan aburridos que Chechu casi se queda dormido en el colchón.



—Joder, qué coñazo —se quejó Román, a quien no le gustaba estarse quieto durante mucho rato —. Vamos a tener que beber algo.



—Ya te digo —dijo Chechu, que salió de su letargo al oír hablar de bebida.



Lo echamos a suertes y me tocó a mí ir al 24 horas a por unas litronas. Cómo no, el establecimiento pertenecía a una familia de chinos, que lo mantenían abierto día y noche. Por la tarde, solía estar detrás del mostrador una mujercilla que mediría poco más de metro y medio. No era fácil calcular la edad de las asiáticas, pero aquella debía tener más de cuarenta. Cuando entrábamos los cuatro se ponía muy seria y nos despachaba tan rápido como podía, pero cuando entraba yo solo sonreía y era bastante amable, cosa que me gustaba, pues aunque nunca se lo había ducho a nadie tenía cierta debilidad por las asiáticas. De hecho, mi actriz porno favorita en esa época era Asia Carrera.



Cogí un par de litronas de la nevera y las puse en el mostrador. Ella sonrió y sacó una bolsa de plástico mientras yo ponía un billete de mil pelas cerca de la caja registradora. No se parecía en nada a Asia Carrera. Tenía el pelo corto y muy rizado, algo poco común en las asiáticas, una pequeña boca de labios carnosos, nariz chata, con algunas pecas, y unas grandes gafas de cristales gruesos que le daban un simpático aire de lechuza. Por supuesto tenía los ojos rasgados, pero las lentes impedían adivinar su tamaño. Era menuda y delgada, de tetas diminutas, pero contra todo pronóstico tenía un estupendo culo con forma de cebolla (de cebolla china, que son más pequeñas y jugosas). A veces le pedía algo de los estantes que tenía detrás solo para que se levantase y echar un vistazo a esas nalgas redondeadas.



—Oye, ¿cómo te llamas? —pregunté cuando me dio las vueltas.



—¿Eh? ¿Qué?



—¿Que cómo te llamas? —repetí, separando bien las palabras. Sabía que entendía el español y lo hablaba un poco, pero había que ponérselo fácil —. Vengo mucho por aquí y ni siquiera se tu nombre. Yo soy Paco, por cierto.



La china se me quedó mirando extrañada, miró a su alrededor muy deprisa, lo cual realzó su parecido con una lechuza. A mí me seguía pareciendo una monada. Le sonreí e intenté no poner mis “ojos de loco” para no asustarla. Follarme a una madurita estaba en mi lista desde hacía tiempo, y también a una asiática. Si me lo montaba bien podía matar dos pájaros de un tiro.



—Eh... Mari. Yo Mari —dijo por fin, con su voz suave y aguda. Y por supuesto con mucho acento.



—¿Mari? ¿En serio?



—No mi nombre de verdad. Más fácil para gente aquí —explicó.



—Ah, claro.



Me apoyé en el mostrador y le sonreí. Ella también lo hizo, bajando la mirada. No parecía asustada, pero desde luego era muy tímida. Me pregunté si realmente conseguiría ligármela o si estaba perdiendo el tiempo. Los “charlies”, como los llamábamos nosotros, eran muy suyos, y solo se relacionaban con gente de su raza. Yo no conocía a ningún tío del barrio que hubiese salido con una china, y los que se habían follado a una lo habían hecho en algún puticlub de la ciudad, donde había más variedad.



—¿Y cuál es tu nombre de verdad? Seguro que no es tan difícil de decir.



Tras una breve pausa y una risita dijo un nombre chino que no escribiré porque no tengo ni puta idea de cómo se escribe. Desde luego no se parecía en nada a “Mari”. Asentí como si lo hubiese entendido y me incliné un poco más hacia ella. Olía muy bien.



—Es muy bonito. Oye... ¿A qué hora terminas aquí?



En ese momento dejó de sonreír. Fingió que no había escuchado mi pregunta y, sin mirarme, hizo un gesto con la mano hacia mis litronas.



—¿Tu quiere algo más? —preguntó. Le tembló un poco la voz y se mordió el labio, nerviosa.



Yo no dejé de mirarla fijamente, sin preocuparme de que saliesen a relucir mis ojos de loco. Pensé que estaría casada y le daba miedo ponerle los cuernos a su marido, o algo así. En ese momento, estaba convencido de que yo le gustaba. Solo hablar con ella me había puesto a cien, estaba estresado y necesitaba desfogarme, así que no iba a rendirme tan fácilmente.



—Sí, ahora que me acuerdo. También quiero una bolsa de pan de molde.



—Ahí... al fondo —dijo, señalando a uno de los pasillos abarrotados de comestibles.



Fingí que buscaba el pan y me asomé hacia el mostrador.



—No lo encuentro. ¿Puedes venir?



La china Mari soltó un suspiro casi inaudible y se levantó de su asiento. Me aparté lo justo para que pudiese entrar en el pasillo. Llevaba una camiseta de manga corta con grandes flores rosas estampadas y unos pantalones de chándal blancos. No eran muy ajustados pero marcaban a la perfección las curvas de su apetitoso trasero. Me pregunté si sería mestiza, porque nunca había visto a una china con un culo como ese. Cogió el pan de molde, y cuando giró se encontró conmigo cortándole el paso. Intentó flanquearme pero me bastó con inclinarme hacia los lados para frustrar su huida. Estaba en un callejón sin salida. Era tan bajita que su cabeza apenas me llegaba a la altura del pecho, y la levantó para mirarme con cara de lechuza asustada.



Sin mediar palabra, la agarré por la cintura con una sola mano y la levanté del suelo, agarré una de sus nalgas con la otra mano e intenté meterle la lengua en la boca. El pan de molde cayó al suelo, ella apartó la cara bruscamente y comenzó a golpearme el pecho y los hombros con las manos. Apenas notaba sus golpes.



—¡No! ¡Quita! ¡Tú suelta! —gritó. Su voz se volvió aún más aguda.



—Venga, joder... Si te mueres de ganas —le susurré tan cerca de la oreja como me permitía su incesante cabeceo.



—¡No! ¡Yo casada! ¡Suelta!



—¿Casada? ¿Y dónde está tu marido, eh? —Le solté la cintura para agarrarle el pelo e inmovilizar su cabeza. Pesaba tan poco que me bastaba una mano para mantenerla levantada, pegada a mi cuerpo. Por fin conseguí besar sus labios, pero no los separó para dejar entrar mi ávida lengua. — ¿Qué pasa, “Mari”? ¿Ahora te vas a hacer la estrecha? ¿A qué venían entonces tantas sonrisitas, eh?



No paraba de forcejear y chillar, pero yo estaba seguro de que lo hacía para mantener las apariencias, de que deseaba que me la follase más que nada en el mundo. A pesar de sus esfuerzos por ponérmelo difícil, era tan manejable como una muñeca. No me llevó ni medio minuto quitarle toda la ropa, todo menos las gafas. La solté un momento para contemplarla, pálida y temblorosa. Tenía los pezones pequeños y oscuros, una mata de pelo negro en la entrepierna y unos pies diminutos con las uñas pintadas de rosa oscuro. Yo me quité la bomber, pues había comenzado a sudar. Tenía la polla tan dura que cuando me bajé los pantalones y los gayumbos saltó como un resorte y se quedó cabeceando en el aire, apuntando a su cara. La china abrió mucho los ojos detrás de los gruesos cristales y dijo algo en su idioma, medio llorando.



—¿Qué pasa, Mari? Nunca habías visto una como esta, ¿verdad? Seguro que la de tu marido no es ni la mitad de grande —dije, y solté un par de carcajadas.



Ella no hizo ningún comentario al respecto. Pensando que estaba desprevenido, intentó escapar de nuevo. La agarré por los hombros y la empujé contra un estante, con toda la suavidad que pude. Le sequé un par de lágrimas con el pulgar y le hablé con amabilidad, mirándola fijamente a los ojos.



—Oye, puede entrar alguien en cualquier momento, así que vamos al grano, ¿de acuerdo? —Me agarré la verga con la mano y la sacudí un poco, por si no me entendía bien. Ella sollozó y negó con la cabeza, murmurando medio en español medio en chino —. Escucha, quiero hacerlo por las buenas, pero mis amigos están a la vuelta de la esquina. Solo tengo que pegar una voz para que se presenten aquí y te destrocen la tienda, así que pórtate bien. Me la chupas, me corro y me largo, ¿vale? Seguro que prefieres comerte una buena polla a quedarte sin tienda, ¿verdad?



No pensaba que tuviese que llegar a amenazarla, pero a esas alturas tenía que acelerar las cosas. Realmente podría entrar alguien por la puerta y me estaba poniendo nervioso. Ella solo se lo pensó unos segundos. Al fin y al cabo era una mujer de negocios. Ni siquiera tuvo que agacharse para amorrarse al pilón. Le bastó con inclinarse hacia adelante, con las piernas rectas. Nunca había estado con una mujer tan bajita que pudiese chupármela en esa postura, y me resultó de lo más excitante. Desde mi altura podía ver el comienzo de sus nalgas, su pálida espalda, sus dos manitas agarrando mi tronco mientras succionaba el glande metiéndoselo en la boca una y otra vez. Estaba claro que quería hacerme descargar lo antes posible, masturbándome a dos manos y trabajándome el frenillo con la lengua, y casi lo consigue, pero yo le había mentido. No me iba a conformar con una mamada.



Le agarré la nuca y la obligué a ponerse derecha. La besé y esta vez sí me dejó meterle lengua, e incluso me respondió con la suya, pequeña como la de un cachorrito. Su saliva sabía a chicle de menta, a algo picante que no identifiqué (alguna de esas salsas que los chinorris le echan a todo), y por supuesto a cipote fresco. Sin perder más tiempo con romanticismos, me escupí en la mano y le metí los dedos en el coño, más estrecho aún de lo que había imaginado. Por un momento dudé si podría penetrarla, pero llegados a ese punto tenía que intentarlo. La trabajé bien con los dedos hasta que lo noté un poco más abierto y húmedo, y no solo por mi saliva. Por mucho que intentase disimular, yo sabía que ella también estaba disfrutando.



—Tu... tu dijo solo chupar —se quejó, cuando se dio cuenta de lo que venía a continuación.



—Calla la puta boca —dije, jadeando de lo cachondo que estaba.



Le agarré el culo a dos manos y volví a levantarla del suelo, le lamí los duros pezones un par de veces y coloqué su almejita asiática a la altura de mi ombligo. Me habría pasado el día magreando esas nalgas, firmes pero blanditas, suaves como la seda. La obligué a rodearme el cuello con los brazos y la cintura con las piernas, me agarré de nuevo la tranca y la orienté hacia arriba, buscando su raja. Cuando entró la punta, hice que su cuerpo bajase lentamente, empalándola centímetro a centímetro. Cuando los casi veinte centímetros de polla occidental estuvieron dentro de ella, apretó los dientes y gimió. Podía sentir su aliento en mi cuello y el temblor de sus piernas, enlazadas con fuerza alrededor de mi cuerpo. Estaba claro que nunca le habían metido algo tan grande. Le agarré de nuevo las nalgas y en lugar de moverme yo, moví su cuerpo despacio arriba y abajo.



—Te gusta... ¿eh?



No dijo nada, ni puta falta que hacía. Mientras la hacía subir y bajar, su estrecho coño deslizándose por toda la longitud de mi verga, la china Mari soltaba sin parar todo un concierto de gemidos, sollozos, grititos y jadeos. Al cabo de un rato comencé a mover las caderas. Mis manos apretaban su culo con tanta fuerza que las iba a llevar macadas una semana. La embestí tan deprisa como pude. Ella inclinó la cabeza hacia atrás, con las manos en mi nuca, berreando de gusto. Fue un auténtico polvazo, aunque breve. Al cabo de cinco minutos la liberé del empalamiento y la dejé caer al suelo, donde quedó arrodillada, jadeando y sin fuerzas. Movía los muslos y se estremecía, mordiéndose el labio y con los ojos cerrados. Después de tanto quejarse, la hija de puta se estaba corriendo. Antes de que terminase, la agarré por el mentón, flexioné las piernas y le despaché en la jeta una buena cantidad de lefa. Gran parte acabó en los cristales de sus gafas, pero algunos goterones le cayeron en los labios y empujando con los dedos la obligué a saborearlos.



Cuando recuperé el aliento, me subí los pantalones y me puse la bomber. Cogí de un estante un paquete de toallitas húmedas (los putos chinos tenían de todo), y se lo lancé.



—Límpiate y ponte la ropa. Vamos —ordené. Ella obedeció de inmediato. Estaba ruborizada y tenía los ojos enrojecidos —. Y no se te ocurra contarle esto a nadie, ¿estamos? O ya sabes lo que pasará.



Asintió y terminó de vestirse. Sin dejar de mirarme, salió del pasillo y se sentó de nuevo detrás del mostrador. Iba a marcharme sin más, pero cuando estaba junto a la puerta volví al mostrador, me incliné y besé a la china Mari, agarrándole la nuca con firmeza. De nuevo, nuestras lenguas se unieron y se enredaron unos segundos. Le di un suave cachete en la mejilla, cogí la bolsa con las litronas y le guiñé un ojo antes de salir a la calle.



Cuando regresé a la furgoneta, mis compañeros no se quejaron demasiado por mi tardanza y no me hicieron preguntas, lo que fue un alivio porque no había pensado en ninguna excusa. Aunque si les hubiese dicho “me he estado follando a la china de las gafas” seguramente habrían pensado que era coña y se habrían reído.



—¿Alguna novedad? —pregunté.



—¡Qué va! La negra esa no debe tener ganas de salir hoy —dijo Román.



Pasamos el resto de la tarde allí, hablando de chorradas, de fútbol, de tías famosas a las que nos follaríamos, de coches, etc. Cuando se puso el sol, tiramos las litronas vacías a la calle, cerramos la puerta y Román se puso al volante, encabronado por haber desperdiciado toda la tarde. Fuimos a la zona de bares, al otro extremo del barrio. Nos tomamos unos cuantos cubatas, intentamos ligar con unas universitarias, pasaron de nosotros, las llamamos guarras, nos llamaron gilipollas, Román le pegó una patada a una mesa y rompió varios vasos. Salimos a la calle para calmarnos, pasó un moro y lo insultamos, pasó un coche de policía y pusimos cara de no haber roto un plato en nuestra vida. A eso de las una, dimos la jornada por terminada y cada mochuelo a su olivo.



Cuando entré en casa todo estaba oscuro y en silencio. En el pasillo, la puerta de la habitación de invitados estaba cerrada, pero se veía algo de luz por debajo. Mi tía Merche estaría leyendo, o tocándose, la muy guarra, vete a saber. A mí me daba igual. Estaba cansado y un poco borracho. Había sido un día extraño: por una parte la frustración de no haber averiguado nada sobre el negro del chándal, por otra parte había echado un polvazo con la china Mari, y a juzgar por nuestra despedida podría volver a hacerlo cuando me viniese en gana. El recuerdo de su estrecho chochito asiático apretando mi polla me hizo sonreír mientras me quitaba las botas.



Pero el día aún no había terminado. Apenas llevaba dos minutos tumbado en la cama, viendo la tele para coger el sueño, cuando alguien llamó a mi puerta con los nudillos. Toc toc. Hacía calor, un calor inusual para una noche de primavera, y me había acostado desnudo. Me puse los pantalones del pijama y una camiseta blanca de tirantes y me quedé de pie cerca de la cama.



—Adelante —dije, en voz baja.



Con mucho cuidado de no hacer ruido, mi tía Merche entró en la habitación y cerró de nuevo la puerta. Llevaba su melena oscura recogida en una desordenada coleta y sus ojos marrones brillaban un poco. La única luz era el resplandor azulado de la televisión. Me miró con una extraña mueca sarcástica y me dio la impresión de que ella también había bebido un poco. Recordé que había salido a comer con sus amigas divorciadas, y seguramente se habían pasado la tarde poniendo a parir a sus exmaridos y bebiendo lo que sea que beban esas brujas.



—¿Qué quieres a estas horas, tita? —pregunté, casi susurrando. Lo último que quería era molestar a mamá, que estaría durmiendo como una bendita.



—Solo quería darte las gracias por esto, sobrino —dijo, e hizo un gesto con ambas manos señalando su propio cuerpo, desde el pecho hasta las piernas —. Tu madre no me ha dicho nada pero sé que ha sido cosa tuya.



Entonces me di cuenta de que llevaba puesta una de las batas guateadas de mi madre, y no pude evitar reírme un poco. Obviamente le quedaba pequeña. Dejaba a la vista sus torneadas pantorrillas y las mangas eran demasiado cortas. Di por hecho su hermana le había obligado a ponérsela después de nuestra conversación.



—¿Qué pasa? Te queda muy bien —me burlé.



—Ya sé que te va el rollo nazi y todo eso, Paquito —dijo, echando una mirada a mi bandera del Tercer Reich —. Pero no imaginaba que fueses tan rancio. ¿De verdad te molesta tanto que una mujer enseñe las piernas?



—Esa no es la cuestión —dije, esta vez muy serio —. Puedes enseñar las cachas donde te dé la gana, pero esta es una casa decente. No te puedes pasear por aquí en ropa interior, por respeto a mi madre y a mi difunto padre.



Para mi sorpresa, se llevó la mano a la boca y ahogó una carcajada. Era obvio que había bebido. Nunca la había visto borracha y al parecer era aún más insoportable que cuando estaba sobria. Me entraron ganas de abrir la puerta y echarla al pasillo de un empujón, pero no quería que montase un pollo a esas horas.



—¿Tu padre? ¡Ja! —dijo Merche, en un tono que no me gustó nada —. A tu padre le habría encantado verme por aquí en ropa interior. ¿Sabes la de veces que intentó llevarme a la cama ese putero cabrón?



Esa fue la gota que colmó el vaso. Di un paso al frente, respirando como un toro bravo, y le di tal bofetada que casi se cae al suelo. Por suerte, no gritó. Se quedó mirándome con los ojos muy abiertos y brillantes, los labios temblorosos, medio agachada, con la mano en la mejilla. En esa postura, la polémica bata guateada se abrió un poco y pude ver uno de sus bronceados muslos. Sin decir nada, se incorporó, salió de mi habitación y se encerró en la suya, sin hacer ruido.



Solo de nuevo, solté un profundo suspiro y me pasé las manos por mi rapado cráneo. ¿Qué coño había pasado? Se había ganado la hostia, de eso no cabía duda, pero tendría que haberme controlado. Si se lo contaba a mi madre se llevaría un disgusto enorme, y eso no podía permitirlo. Para colmo, me di cuenta de que estaba empalmado. No llevaba ropa interior y mi manubrio abultaba bajo la tela a cuadros del pijama como si quisiera escaparse. Respiré hondo un par de veces, y cuando mi amigo calvo y yo nos calmamos un poco salí al pasillo y me paré frente a la puerta de Merche.



En mi casa las puertas no tenían pestillos, así que simplemente giré el picaporte muy despacio y entré. Mi tía estaba tumbada en la cama, con la espalda apoyada en un montón de cojines. Aún llevaba puesta la bata, tenía un pañuelo de papel arrugado entre sus delgados dedos y estaba llorando en silencio. Cuando me acerqué me miró y no dijo nada. En sus ojos húmedos había tristeza y un poco de miedo. Pude ver la marca de mi manaza en su cara. Me senté en la cama, cerca de sus largas piernas. Con toda la ternura de que fui capaz, sin asomo de intenciones libidinosas, la acaricié a la altura del tobillo. Tenía la piel muy suave y caliente, como si acabase de llegar de tomar el sol en la playa.



—Oye, tita... Lo siento mucho. No tendría que haberte pegado.



Ella sorbió por la nariz y se llevó a los ojos el pico del pañuelo. Parpadeó deprisa unas cuantas veces y habló mirándose las manos.



—Da igual. No tendría que haber dicho eso.



—No se lo contarás a mi madre, ¿verdad?



—Claro que no. Le daría un ataque. Ya sabes como es.



Asentí y sonreí. Le di unas suaves palmaditas en la pantorrilla y ella también sonrió un poco. Cuando me levanté me sujetó por el brazo, me hizo inclinarme y me dio un beso en la mejilla.



—Lo siento, de verdad —susurró. Noté su aliento caliente en la cara.



—Está bien.



Le devolví el beso y salí de nuevo al pasillo, cerrando su puerta muy despacio. Suspiré aliviado, con una perversa sensación de triunfo. Puede que la tía Merche fuese una moderna, divorciada, feminista y todo ese rollo, pero una bofetada había bastado para dejarla suave como un guante. Estaba claro que con las mujeres no había nada mejor que la mano dura. En la penumbra del pasillo, miré hacia el dormitorio de mi madre, la última puerta a la izquierda. Dormía con la puerta entornada, una costumbre que había adquirido cuando yo era niño, para poder escucharme si necesitaba algo durante la noche, así de atenta y entregada era mamá.



Me preocupó que todo lo sucedido pudiese haberla despertado, aunque el silencio era absoluto salvo por mi fuerte respiración. Me acerqué despacio a su puerta, empujé lo suficiente para meter la cabeza y observé. Como ya he dicho, era una noche calurosa. Su ventana estaba abierta y la luz de la luna iluminaba la amplia cama de matrimonio, custodiada por un gran crucifijo de madera con un Cristo de metal oscuro. Estaba destapada, tumbada de lado, vestida solo con un fino camisón color vainilla. Podía ver sus pequeños pies, las pantorrillas abultadas de formas suaves, el comienzo de sus muslos, prietos y pálidos. La tela del camisón no podía disimular la abundancia de sus nalgas y las anchas caderas. Su respiración era lenta y profunda. Estaba dormida.



De repente, me di cuenta de que me estaba tocando la polla por encima del pijama, dura como un leño. Y no era por haber abofeteado a mi tía ni por el recuerdo de la china Mari. Estaba a punto de pajearme espiando a mi propia madre mientras dormía. Furioso conmigo mismo, avergonzado y confuso, volví a mi habitación y me senté en la cama, respirando como si hubiese corrido una maratón. La erección seguía allí, y no tenía intención de marcharse. Miré a la pared que tenía enfrente y eché algo en falta. ¿Dónde estaba mi póster de Claudia Schiffer? Tardé un par de minutos en recordar que esa mañana lo había metido en el armario porque me había dado la paranoia de que me miraba mal.



Lo encontré en el armario, doblado y arrugado. Lo extendí sobre la cama y miré un rato a la espectacular alemana, intentando sacar de mi cabeza la imagen de mi madre dormida, y las fantasías en las que no estaba dormida y hacía cosas impropias de una mujer cristiana y decente. Me bajé los pantalones y me masturbé furiosamente, sin mirar a los ojos de la modelo, solo a sus sensuales labios, los pechos apretados bajo el bikini blanco y el muslo húmedo con algo de arena pegada. Me corrí al instante. Un par de chorros de semen impactaron en la cara de Claudia y rematé restregando mi capullo contra el canalillo. Sudoroso y jadeando, hice una bola con el póster mancillado y lo tiré a la papelera. Me tumbé en la cama y no tardé mucho en quedarme dormido.



CONTINUARÁ...


Datos del Relato
  • Categoría: Incestos
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