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Categoría: Incestos

Heil mama (Cap. 1)

Antes de nada, debo decir que la historia que me dispongo a contar sucedió a principios de los años noventa. Me llamo Francisco, Paco para los amigos. Por aquel entonces tenía 19 años y también debo decir que era un completo imbécil. ¿Por qué insulto a mi yo pasado? Comenzaré describiendo mi look de aquellos años: cabeza rapada, cazadora bomber, botas militares, pantalones de camuflaje... en fin, ya os hacéis una idea.



En efecto, era un skinhead, al igual que todos mis amigos. Éramos neonazis violentos, racistas, homófobos, antisemitas, germanófilos (eso no quiere decir que nos gustase follar con alemanas, aunque realmente nos hubiese gustado), patriotas y algunas cosas más. Pero tranquilos, aunque en este relato habrá bastante sexo no van a darme por el culo como al tipo de American History X.



Como ya he dicho me llamo Paco, y era un mozo más bien alto y de complexión atlética, a pesar de que no hacía apenas deporte. No era especialmente guapo ni tampoco feo. Mi rasgo más característico eran mis ojos, grandes, azules y saltones. Ojos de loco, decían algunos. Yo prefiero decir que tenía una mirada intensa, sobre todo cuando me enfadaba o estaba muy cachondo. También tenía tatuada en un hombro un águila con una esvástica, un tatuaje que me borré con láser años más tarde, pero esa es otra historia.



Vivía en un barrio periférico de una gran ciudad, uno de esos barrios que son como un pueblo, y donde cada vez había más inmigrantes, cosa que obviamente nos exasperaba a mí y a mis rapados amigos. A pesar de todo, se podría decir que éramos los reyes del lugar. Había otras tribus urbanas, desde luego, punkis, heavys, etc, pero nosotros éramos los más duros, los más agresivos y territoriales, y nadie se atrevía a desafiarnos. Nuestras “actividades” consistían básicamente en acosar y agredir a sudamericanos, negros, moros, maricones, o a cualquiera que nos mirase mal. Nuestro coto de caza favorito era un pequeño y oscuro parque donde se paseaban y ejercían su oficio un buen número de prostitutas. A veces le dábamos una paliza a un travelo, a veces localizábamos a una puta extranjera, la arrastrábamos a la parte más oscura del parque y le hacíamos las cosas más humillantes que se nos ocurrían sin intención de pagarle, para después dejarla tirada lloriqueando, desnuda y cubierta de semen, en el mejor de los casos. En fin, no éramos gente agradable precisamente.



En cuanto a mi familia, mi padre era guardia civil, un facha de manual (de tal palo...), y había muerto cuando yo tenía once años en un accidente de tráfico cuando regresaba borracho de un puticlub, cosa que me habían ocultado en su momento pero que yo había averiguado con el tiempo. A pesar de su casposa muerte mi padre era mi héroe, y siempre lo recordaría como tal. En cuanto a mi madre, era la perfecta ama de casa y esposa cristiana, entregada a su familia y a Dios, y por supuesto la mujer a la que yo más quería en el mundo. Pero ya hablaremos de ella más detenidamente.



Supongo que estáis pensando: ¿Por qué me cuenta su vida este tipejo? ¿De qué va este relato? Pues bien, comenzaré por el principio.



Todo comenzó un martes por la tarde, un día cualquiera en el que mis tres mejores amigos y yo dábamos una vuelta por el barrio sin ninguna intención en concreto, luciendo nuestras lustrosas botas y rapados cráneos, hablando en voz muy alta de cualquier gilipollez. Estaba Román, el líder de nuestro pequeño ejército, más bien bajo pero musculoso, agresivo a más no poder y siempre alerta. Estaba Fonso, alto y algo desgarbado, de ojos siempre somnolientos y sonrisa aviesa. Y por supuesto estaba Jose Luis, Chechu para los amigos, un gigantón algo entrado en carnes con el cuello más ancho que la cabeza.



Estábamos en la zona más pobre del barrio, una zona donde abundaban nuestras presas favoritas: inmigrantes de piel más oscura que la nuestra que intentaban ganarse la vida lejos de su patria. Era temprano y no había nadie en la calle. De repente, Román nos mandó callar y señaló a la acera de enfrente con su robusto mentón. Lo primero que vi fue un trasero voluminoso que se bamboleaba bajo un fino vestido floreado, un culazo transportado por rollizos muslos y pantorrillas color chocolate. La mujer llevaba bolsas de un supermercado y caminaba despreocupada, ajena a la amenaza que se acercaba por su exuberante retaguardia.



Cruzamos la carretera y la flanqueamos, dos a cada lado. En cuanto nos vio sus ojos oscuros brillaron de miedo y sus gruesos labios temblaron un poco. Por delante había tanto volumen como por detrás, unas tetas enormes que también temblaron cuando aceleró el paso. Llevaba el pelo rizado recogido en un pañuelo de alegre estampado y unos grandes pendientes de estilo africano, o eso nos parecía a nosotros, que en realidad no sabíamos casi nada de las culturas a las que odiábamos. En conclusión, la típica negra culona y tetona, de unos cuarenta años y atuendo humilde pero vistoso.



—¿A dónde vas con tanta prisa, guapa? —le dijo Chechu, pronunciando la palabra “guapa” como si fuese un insulto. Chechu era el gracioso del grupo, o al menos a nosotros nos lo parecía.



Ella no contestó. Miró al frente e intentó andar más deprisa que nosotros. Cosa imposible, pues teníamos las piernas más largas y no íbamos cargados con bolsas. Román le dio un fuerte pellizco en la cintura. Ella dio un respingo y una de sus sandalias, tan coloridas como el resto de su vestimenta, casi se le salió del pie y la hizo tropezar. Enseguida recuperó el paso, jadeando por el miedo y el esfuerzo.



—Mi amigo te ha hecho una pregunta ¿Es que estás sorda, negra? —dijo Román. La pellizcó de nuevo, pero esta vez no la cogió por sorpresa y solo soltó un lastimero quejido —. Mira, aunque seas una borde te vamos a hacer un favor y te vamos a dar trabajo. Mis colegas y yo tenemos ganas de que nos hagan una mamada. ¿Cuánto cobras? ¿Eh?



Cuando se trataba de sexo, nuestro racismo era bastante flexible. No nos importaba que una negra o una sudaca (o una panchita, como las llaman ahora) nos chupase la polla, metérsela entre las tetas si las tenían grandes o darles bien por el culo. Fonso era el único que les follaba el coño, siempre sin condón, y siempre se corría dentro. Para él era una especie de ritual, algo casi religioso. Siempre le decíamos que el día menos pensado le iban a contagiar algo pero al muy tarado le daba igual.



—No soy... puta —dijo la mujer, con un hilo de voz. Tenía acento caribeño, seguramente cubano.



—¿Qué has dicho? —pregunté yo, acercando mi oreja a su cara tanto como pude.



En ese momento el dios de los skinheads, si es que existe tal aberración espiritual, nos hizo un favor. Pasamos junto a uno de los muchos callejones solitarios y apestosos que había en aquella parte del barrio. Como si se comunicasen por telepatía, Román y Chechu agarraron a la mujer, cada uno por un brazo, la metieron en el callejón y la estamparon contra un muro, tan fuerte que se le escapó el aire de los pulmones y sus pechos temblaron como grandes flanes de café. Antes de que pudiese reunir fuerzas para gritar, la navaja automática de Román estaba pegada a su cuello. El brillante metal contrastaba de forma siniestra contra la piel oscura.



Incluso en aquella época, no me gustaba que Román sacase la navaja. No porque me preocupase la seguridad de nuestras presas, sino porque era algo más propio de quinquis y gitanos. Aunque debía reconocer que era efectiva. En cuanto la cubana sintió el frío acero cerca de la yugular se le pasaron las ganas de gritar. La humedad de sus ojos se desbordó y dos lagrimones rodaron por las redondas mejillas. También se le aflojaron los dedos y sus bolsas cayeron al suelo. Un par de naranjas y una cebolla rodaron por el sucio callejón.



—A mi no me engañas —dijo Román, con la boca muy cerca de su cara. Una mano sujetando la navaja contra su cuello mientras con la otra le magreaba una teta muy despacio —. Lo único que sabéis hacer vosotras es comer pollas y limpiar. Así que, o te agachas y nos la comes a los cuatro o limpias este puto callejón con la lengua. Tú eliges.



Tenía tanto miedo que no le salía la voz del cuerpo. Solo sollozaba y movía los ojos, abiertos como platos, para mirarnos a los cuatro. A mi ya se me había puesto dura solo de pensar en meterla en aquella boca grande de labios carnosos que parecía hecha para chupar. Miré a mis compañeros y reparé en la sonrisa cruel de Fonso. Antes he dicho que era un tarado, pero la verdad es que Alfonso era un psicópata de manual. En ese tipo de situaciones, cuando teníamos una presa a nuestra merced, era especialmente creativo y peligroso. Muchas veces teníamos que disuadirle de poner en práctica ideas propias de un asesino en serie como los que salen en las películas. Esa tarde, sin embargo, Fonso estuvo bastante comedido. Se inclinó hacia una de las bolsas, sacó una banana de buen tamaño y la movió frente al rostro de la mujer, brillante por las lágrimas y el sudor.



—A lo mejor es que de repente se le ha olvidado como se hace. ¿Por qué no le enseñamos?



Todos reímos con ganas. Chechu un poco menos, pues aquella era el tipo de ocurrencia que él solía tener y no le gustaba que le robasen protagonismo. Lo compensó con un comentario ingenioso (ingenioso para un skinhead):



—Qué pena que no lleve cocos en la bolsa. Así podríamos enseñarle también a lamer un par de cojones grandes como los nuestros.



Reímos de nuevo y vimos como Fonso pinzaba la ancha nariz negroide con los dedos para obligarla a abrir la boca. Le introdujo la alargada y gruesa fruta despacio, saboreando la humillación de la mujer, quien boqueaba como un pez fuera del agua. Después de amenazarla con su voz rasposa, Román le apartó la navaja del cuello y se la guardó, para poder sobarle las tetas con más comodidad. Chechu estaba a medio metro, con la boca entreabierta, frotando despacio el grueso tronco que se le marcaba en el pantalón. La negra comenzó a gimotear, con los ojos muy apretados. Fonso movía la banana dentro de su boca cada vez más deprisa y más adentro, hasta que le provocó una arcada, cosa que yo castigué con una bofetada que le hizo soltar un grito breve y agudo.



—¡No me jodas, zorra! Seguro que te las has tragado más grandes que el plátano este, ¿eh? —dije, casi susurrando a su oído.



Me arrimé más y le toqué también los pechos. Eran tan grandes que había de sobra para cuatro manos. Fonso se cansó de su juego, le provocó una última arcada y tiró al suelo la banana cubierta de espesa saliva.



—Creo que ya ha aprendido bastante. Vamos a ver como se porta con las de verdad.



—Y sin tonterías, puta. O no sales viva de aquí —dijo Román, con la navaja de nuevo apretada contra la temblorosa carne la mujer, esta vez a la altura del vientre.



Cuando nos disponíamos a sacar nuestras bayonetas de carne palpitante a través de la bragueta para rematar la faena, una voz grave y potente resonó en el callejón. No pudimos evitar dar un respingo bastante ridículo en unos tipos duros como nosotros y girarnos hacia la calle. Allí vimos a un negro, de piel aún más oscura que la cubana, quien ya estaba casi de rodillas y aprovechó nuestro sobresalto para huir y colocarse detrás del desconocido, sin olvidar sus bolsas de la compra. El tipo era aún más alto que Chechu, más ancho que cualquiera de nosotros y con una potente musculatura que se marcaba bajo la tela de su chándal gris. Era un puto gigante tiznado, y aunque éramos cuatro contra uno he de reconocer que nos acobardamos. Si nos lanzábamos los cuatro a la vez a por él podríamos reducirle, pero al menos uno de nosotros se llevaría una hostia titánica, y ninguno quería ser el hostiado, así que no nos movimos. Él nos fulminaba con la mirada, con la ancha mandíbula apretada y los gruesos labios torcidos en una mueca de profundo desagrado.



—Gracias, Padre... Gracias —lloriqueó la mujer, agarrada al brazo de su salvador.



Me pareció extraño que le llamase “padre”, ya que el hombre debía ser diez años más joven que ella. Después pensé que tal vez fuese sacerdote, pero eso no tenía sentido. Sabía que había curas negros, desde luego, pero dudaba que alguno tuviese aquella pinta. Cuando por fin recuperó la compostura, Román dio un pequeño paso adelante e increpó al extraño.



—¡Eh! ¿Por qué no te metes en tus asuntos? —le ladró.



—Estos son mis asuntos —dijo la imponente voz de bajo.



Dicho esto, el tipo se dio media vuelta, pasó el brazo sobre los hombros de nuestra presa perdida en actitud cariñosa y protectora y se la llevó de allí tranquilamente, dejándonos plantados en el sitio con cara de idiotas. Es decir, con más cara de idiotas de lo habitual.



—Bah, que se joda —dijo Román, sacudiéndose la bomber —. ¡Puto gorila! Ya lo pillaremos otro día y le enseñaremos a respetar a sus amos. Y si quiere a esa vieja gorda toda para él.



—¡Sí, que se jodan! De todas formas era tan fea que no habría podido ni ponernos el rabo duro —añadió Chechu, a quien a pesar del sobresalto aún se le marcaba la erección en los pantalones.



El cabronazo del chándal nos había jodido la tarde. Lo de la mamada en el fondo nos daba igual. Podíamos ir al parque de las putas y obligar a otra. O pagar a un par de fulanas españolas como Dios manda, porque aunque no éramos millonarios andábamos bien de dinero y nos lo podíamos permitir. Lo que nos sacaba de quicio era habernos achantado ante un puto negrata. Por muy grande que fuese, solo era uno y nosotros cuatro, ¡y de una raza superior, joder! Caminamos durante un rato inventado excusas para nuestra cobardía y finalmente cada uno se fue a su casa antes del anochecer, avergonzados, cabreados y aún un poco cachondos.



Diez minutos después llegué el piso donde vivíamos mi madre y yo. Era bastante grande para aquel barrio, con tres dormitorios y dos baños, sin grandes lujos pero bien amueblado y siempre limpio como una patena. Los muebles eran anticuados, y en las paredes y estanterías abundaban los adornos religiosos y patrióticos: crucifijos, una pequeña bandera española con su pequeño mástil, imágenes de la Virgen María, una miniatura de El Valle de Los Caídos... En fin, elementos que mezclaban el fervor religioso de mi madre y el apasionado patriotismo de mi difunto padre.



Entré a la cocina, donde mamá estaba preparando la cena. Me acerqué y le di un beso en la mejilla, cosa que no hacía tan a menudo como debiera, pero esa tarde estaba frustrado y un poco deprimido y necesitaba la calidez y el amor incondicional que solo ella podía darme. Tuve que agacharme un poco, pues mi madre medía poco más de metro sesenta. Tenía 37 años (se había casado muy joven, cosa habitual en una familia tan chapada a la antigua como la suya), aunque su austera forma de vestir y el recatado moño con que se recogía el pelo la hacían parecer mayor. Aunque ya no llevaba luto por mi padre, aún vestía con colores oscuros, faldas por debajo de la rodilla y poco o ningún escote. Se llamaba Purificación, aunque todo el mundo la llamaba Puri, e incluso doña Puri, cosa que no le pegaba siendo aún tan joven.



—Qué temprano vienes hoy —comentó. Su voz siempre era dulce y amable, con un leve tinte de tristeza desde la muerte de mi padre.



—Sí —dije, sin dar ninguna explicación.



Mi madre sabía que yo no era ningún angelito, pero nunca le hablaba de lo que hacíamos mis amigos y yo en la calle. A ella tampoco le gustaban los extranjeros, los invertidos ni los comunistas, pero era demasiado buena como para hacerle daño a una mosca. La miré a la cara unos segundos y eso bastó para tranquilizarme un poco. Era muy guapa, por supuesto, y si alguien hubiese dicho lo contrario le hubiese dejado sin dientes de una patada. Tenía los ojos azules, no tan grandes y saltones como los míos pero mucho más bonitos. Era rubia y de piel clara (yo siempre decía que debíamos tener antepasados germánicos). La nariz menuda, como la de una niña, y el rostro ancho y redondeado le daban un aire de querubín que resultaba encantador. Su boca también era pequeña, y aunque nunca se maquillaba sus labios siempre destacaban como los pétalos de una rosa sobre la nieve. Sí, ¿qué pasa? ¿Es que un tipo duro no puede ponerse cursi cuando habla de su madre?



Imagino lo que estaréis pensando, pero por aquella época yo apenas tenía fantasías sexuales con mamá, y si las tenía eran involuntarias. Era un amor platónico, como debe ser, y nunca se me había pasado por la cabeza meterme en su cama con intenciones libidinosas. Por lo demás, éramos casi como un matrimonio. Desde la muerte de mi padre yo era el hombre de la casa, y ella limpiaba, cocinaba, lavaba la ropa, hacía la compra, etc. Cuidaba de mí como debe hacerlo toda mujer decente, y a mí me gustaba esa vida. No me imaginaba casado con una mujer que no fuese como ella.



Pero aquel día nuestra tranquila vida doméstica iba a cambiar. Mientras sus pequeñas manos limpiaban una lechuga me miró y sonrió.



—Anda, ve al salón y saluda, que tenemos visita.



Bastante intrigado, pues no solíamos tener visitas, fui al salón. Sentada en el sofá, fumando un cigarro, estaba mi tía Mercedes, Merche para los amigos. Era la hermana menor de mi madre, tres años más joven que ella, y vivía en la ciudad. Era algo así como la oveja negra de la familia, pues se había divorciado de su marido hacía dos años, y eso era impensable en una familia tan tradicional como la suya. La abuela y el resto de la familia no le hablaban ni querían verla. A mi madre tampoco le había gustado lo del divorcio, pero su buen corazón y el amor hacia su hermana se impusieron y continuaban teniendo buena relación. Al verme, la tía Merche se levantó y me agarró la nuca con la mano para besarme las mejillas.



—¿Qué tal, Paquito? —dijo, con su enorme sonrisa llena de dientes blancos.



Yo odiaba que me llamase “Paquito”. Con gesto serio, murmuré una respuesta y me dejé caer en un sillón, cerca del sofá. Mercedes no me caía especialmente bien, y no solo porque fuese la “moderna” de la familia y se creyese mejor que los demás. No se tomaba en serio mi ideología y mi forma de vestir, y siempre aprovechaba la menor ocasión para burlarse de forma más o menos sutil. Me trataba como si fuese un niño disfrazado que jugaba a ser un nazi. Más de una vez me daban ganas de insultarla e incluso de cruzarle la cara de un bofetón, pero por no disgustar a mamá siempre me callaba.



—Vaya, veo que sigues llevando la cabeza rapada. Qué pena, con los rizos tan bonitos que tenías de pequeño —dijo, en ese tono burlón que me ponía de los nervios.



Estuve a punto de decirle que su melena negra y ondulada parecía la de una bruja gitana, pero me contuve porque mi madre entró en el salón y se sentó junto a ella en el sofá, mirándola con cariño. Le encantaba tener a su hermanita allí, y no iba a ser yo quien le amargase el día. Viéndolas juntas, costaba creer que fuesen hermanas. Mamá era bajita y con muchas curvas, caderas anchas, buen culo y pechos grandes, un cuerpo difícil de disimular incluso con el más recatado de los vestidos. Merche le sacaba al menos quince centímetros de estatura, tenía las tetas pequeñas y estaba en muy buena forma, ya que había hecho atletismo en el instituto y continuaba haciendo deporte. Lo más llamativo de su cuerpo eran sus piernas, largas y bien formadas, de piel bronceada. Recuerdo que a mi padre tampoco le caía muy bien su cuñada, pero nunca perdía ocasión de echar una mirada a esas piernas cuando ella llevaba falda corta, lo cual sucedía a menudo. En cuanto a su rostro, Merche era más atractiva que guapa. Tenía la boca ancha, una bonita sonrisa y una nariz algo grande y aguileña que había heredado de mi abuela, al igual que los ojos marrones.



—¿Sabes qué, Paco? La tía Merche va a quedarse con nosotros un tiempo. Por fin vamos a darle uso a la habitación de invitados —dijo mi madre, encantada con la idea.



—Sí, ya estoy harta de vivir en el centro. Voy a vender el piso y a buscar algo en un barrio más tranquilo —dijo Merche.



—Pero sin prisas, ¿eh? Ya sabes que puedes quedarte todo el tiempo que quieras —dijo mamá.



—¡Que sí, Puri, no seas pesada!



Dicho esto, Mercedes rodeó a su hermana con un brazo y la atrajo hacia sí para darle un sonoro beso en la mejilla. Mi madre se rió, como una niña a la que le hacen cosquillas. Me gustaba verla tan contenta pero al mismo tiempo no me gustaba la idea de tener en casa a la tía Merche. No solo porque no me caía bien, sino porque estaba un poco celoso. Tampoco podía culpar a mamá por su entusiasmo. Yo me pasaba las mañanas en clase, estudiando formación profesional, y las tardes con mis amigos, por lo que la mayoría de los días apenas nos veíamos, y era normal que se sintiera sola.



Un rato después, cenamos los tres juntos, y mientras mamá ayudaba a mi tía a deshacer las maletas e instalarse, yo me di una ducha y me encerré en mi habitación. Mi cuarto no estaba decorado como el resto de la casa. En una pared colgaba una gran bandera roja con una esvástica, y en las demás se mezclaban los símbolos nazis y franquistas con fotos de modelos ligeras de ropa, aunque ninguna estaba desnuda (yo no era tan puritano como mi madre pero por respeto a ella me imponía ciertos límites). Tenía una pequeña televisión con un vídeo VHS, donde veía sobre todo las pelis porno que tenía escondidas en mi armario, junto con algunas revistas. En aquella época poca gente tenía internet, y yo ni siquiera tenía ordenador, así que el porno había que esconderlo de verdad, y no solo borrando el historial de exploración.



En cuanto me quedé a solas en mi cubil supe que había llegado el momento de hacerse una buena paja. El incidente con la cubana me había dejado a medias, y recordar la sensación de sus tetazas en mi mano me la puso dura al instante. Por un momento, también me vino a la cabeza la imagen de mi madre y su hermana juntas en el sofá, el abrazo, el beso y sus cuerpos apretados uno contra el otro, tan distintos pero tan excitantes cada uno a su manera. Deseché de inmediato tan inapropiada fantasía y abrí el armario. Aunque tenía material bastante “hardcore”, esa noche me decidí por una de mis últimas adquisiciones. Tal vez algunos recordéis ese número de la revista Interviú en cuya portada aparecía Marta Sánchez, peinada y maquillada a lo Marilyn Monroe, con un albornoz blanco. Por supuesto, en las fotos del interior mostraba sus magníficas tetas.



En efecto, en aquellos años Marta Sánchez me ponía muy burro, como a la mayoría de los españoles, y supongo que también a bastantes extranjeros. Me importaba una mierda si cantaba bien o mal, estaba tan buena que por echarle un polvo habría sido capaz de... no sé, de darle un abrazo a un negro, por ejemplo. Era producto nacional, rubia y con curvas, ¿qué más se podía pedir? Me tumbé en la cama con la revista y en pocos minutos me corrí sobre su cuerpazo y su cara. Tuve que tirar a la basura dos páginas de la revista, pero mereció la pena. Mientras mi respiración se normalizaba y mi verga perdía volumen pensé que, sin lugar a dudas, la mujer perfecta era una mezcla ente Marta Sánchez y mi madre.



Un rato después, seguía tumbado en la cama dándole vueltas a los sucesos del día. ¿Quién coño era ese gigante negro que nos había dejado en ridículo? ¿Qué haríamos si nos lo encontrábamos de nuevo? ¿Cuánto tiempo pensaba quedarse la pesada de mi tía? Normalmente un pajote y ver la tele un rato tumbado en la cama bastaban para dormirme, pero esa noche no lo conseguía. Para colmo, de vez en cuando escuchaba ruido en la habitación de invitados, que estaba cerca de la mía. Eran mi madre y su hermana, hablando en voz baja y riendo de vez en cuando. Escuchaba sobre todo la risa de Merche, más ordinaria y escandalosa. A eso de las once, me entró sed y me levanté para beberme un zumo o algo.



Cuando salí al pasillo, la puerta de la habitación de invitados estaba un poco abierta. Por la rendija escapaba la suave luz de la lámpara que había en la mesita de noche, pero no se escuchaba nada. Mi tía Mercedes debía estar leyendo. Uno de los motivos por los que se creía mejor que el resto de la familia era porque leía libros. Bah, que esa zorra pretenciosa leyese lo que quisiera. No le llegaba a mi madre ni a la suela de los zapatos.



Al llegar a la cocina vi que la luz estaba encendida. Cuando mamá no podía dormir a veces se hacía una infusión, así que seguramente era ella. Cuando entré comprobé que me equivocaba, era Merche. Estaba haciéndose un sándwich en la encimera, canturreando en voz muy baja. Iba descalza y llevaba un camisón azul muy corto que apenas le tapaba sus pequeñas y duras nalgas. Sí, mi tía era un incordio, pero joder, tenía unas piernas impresionantes, eso debía reconocerlo. Se dio la vuelta con el sándwich en la mano y no se sobresaltó al verme allí de pie, como si me hubiese escuchado llegar.



—¿Que hay, Paquito? —dijo, con su radiante sonrisa —. No te habremos despertado, ¿verdad? Tu madre y yo estamos poniéndonos al día.



—¿Al... día? —pregunté, algo aturdido.



—Sí, ya sabes. Hablando de nuestras cosas. —Pasó junto a mí y me dio una palmadita en el brazo —. Buenas noches, cielo. Que duermas bien.



Cuando me quedé solo en la cocina apenas recordaba a qué había ido allí. Bebí un vaso de agua y volví a mi cama. Por el camino, vi que la puerta de la habitación de invitados estaba totalmente cerrada. Me pareció escuchar susurros antes de entrar en la mía. Al tumbarme en la cama, me di cuenta de que la entrepierna de mi pijama parecía una tienda de campaña. Estaba empalmado como un mandril en celo. No pude evitar preguntarme qué hacía mi madre en la habitación de invitados a esas horas (ella siempre se acostaba muy temprano), si estaba sentada en la cama o tumbada junto a su semidesnuda hermana, si llevaba puesta su bata o solo el camisón que llevaba para dormir, ese que le tapaba desde el cuello hasta las rodillas pero que permitía intuir todas sus notables curvas. No me quedó más remedio que hacerme otra paja para poder conciliar el sueño, y esa vez no pensé en Marta Sánchez.



CONTINUARÁ...


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