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Gracias a los vagones del metro

A las siete de la mañana el metro Balderas es un asco de gente. Siempre lo dije: el DF rifa si eres rico… o si tienes horario de jefe como para llegar tranquilo a las diez. Los que madrugamos y andamos en las prisas nos chutamos a diario pisotones, aplastones, arrimones, olores, insultos, asaltos y otras bondades de la vida capitalina.



A veces, muy a veces, aquella vida de sardina en lata me coloca junto a una chica linda. Al menos no llegaré oliendo a naco, pienso, mientras aspiro un poquito de su aroma.



Aquella mañana de marzo sucedió justo eso: una lindísima mujer se colocó frente a mí, de espaldas. Su cabello castaño, oscuro, ondulado, me rozaba la nariz. Contuve el estornudo hasta que tuve oportunidad de sacar la mano para taparme la boca. ¡Achú!, dije, y ella esbozó un gentil “salud”. Gracias, respondí bajando la mano al momento que, sin querer ¡lo juro!, rocé la nalga derecha de la chica. Una nalga que ¡caray! Ya la quisiera yo de almohada. Sentí su glúteo y en mi mente disimulé que no me daba cuenta de lo que hacía. Mi mano acabó el recorrido y escuché un “por nada” de la mujer.



Me reí imaginando que me agradecía la manoseada. El Metro siguió y en una curva la mujer meneó un poquito el culo y lo giró contra mi pene. El tren que se mueve, pensé y mi verga pensó distinto porque reaccionó de inmediato. Carajo, aquí no aquí no aquí no aquí no aquí no… “uy” dijo ella, “qué rudo está el viaje esta mañana, ¿verdad?”. Me reí nervioso y haciéndome el desentendido me arrimé lo más que pude a la mujer. Total, me dije, ya venimos apretados. Así que procedí a, literalmente, embarrar todo el camarón a la chica de la blusa morada y la falda gris oficina. Pude notar que su cuello se ruborizaba al sentir mi hombría pero, aunque quisiera, el gentío no me dejaba espacio para menos.



A cada brinquito de los vagones ella me aplastaba un poquito, meneaba despacito el culo, muy despacito, como el espacio le permitía pero qué rico ritmo llevábamos caray. Yo la tenía muy firme y ella seguía el juego en silencio y el Metro sin espacio para más, gracias a Dios.



El vagón se detuvo en Centro Médico. Bajaron algunos y nos dieron un pequeño respiro. Giré un poquito para esconder la tiendita de campaña y le rocé el culito de lado a lado. Me recargué en el respaldo junto a la puerta y ella, con disimulo, se reacomodó de modo tal que el pene quedara “atrapado” entre el respaldo, su nalga y su bolsa de mano.



Las puertas cerraron con lo que parecía ser más gente. Yo seguía calientísimo y ella me tomó del glande, suavecito. Sus manos no eran muy grandes pero tenían firmeza. Me tomó con el pulgar y el dedo medio mientras con el índice dibuja un círculo en la pura cabecita de mi verga. Yo estaba entre no creerlo y disfrutarlo. El metro avanzaba y ella buscó el cierre de mi pantalón. Lo deslizó y tomó el pene entre sus manos. Lo sujetó con fuerza, lo apretaba. Con el índice jugaba con la punta y el movimiento natural de los vagones hacía el resto.



Ella sintió la contracción y colocó su mano completa para atrapar el semen que salía a gran velocidad. Sofoqué el grito del orgasmo mientras ella me sobaba la verga. Sentí la humedad recorrerme desde la punta a la base con una suave mano que distribuía el líquido de manera uniforme. Ella esperó a que la flacidez llegara y me lo colocó de nuevo dentro del pantalón, como mejor pudo, y me subió un poquito la bragueta.



Metió la mano a su bolso y apretó un pañuelo, jugándolo entre los dedos. Se limpiaba.



Las puertas abrieron en Etiopía. Yo trataba de acomodarme el pantalón sin que alguien notara lo que había pasado y ella salió del Metro. Quise alcanzarla y decirle algo pero ¿qué dices? ¿Gracias por el jale? Con las puertas a punto de cerrar me abalancé fuera del vagón, tropezando con la gente y recibiendo algunos codazos. Logré salir y caminé hacia el rumbo de la chica. La perdí de vista entre el mar de gente. El Metro se fue y me quedé en medio del andén pensando qué hacía una mujer sola en el vagón de los hombres.



Mi respuesta llegó unos minutos después cuando, de nuevo en el Metro, mi celular y mi cartera habían desaparecido. Y eso sin contar que también me robó un poquito el corazón.


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