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Freeville Capítulo 8

Su propio apasionamiento y el poderoso orgasmo la hunden en un agitado sopor en el que ni siquiera percibe cuando Florencia se aleja y, en una pesada ensoñación, siente como alguien la despoja del arnés para ponerla cuidadosamente en pie. Aturdida, se tambalea en brazos del hombre que la sostiene y cuando consigue enfocar su vista, comprueba que quien la mantiene abrazada a su pecho es Pedro, aquel hombre con quien tuviera sexo al comienzo de la velada
Pedro acaricia lentamente los hombros y el cuello de la médica en tenue compresión estrangulante que pone un jadeo de aprensión en su boca y luego las manos se deslizan sobre piel, provocando pequeños espasmos de sorpresa en los senos de Clara que, con quejidos entrecortados, comienza a acezar quedamente, envolviéndolo en un vaho caliente y aromático. Suavemente, acaricia los senos fuertes, grandes, sólidos y temblorosos que el jadeo hace oscilar en un inquietante movimiento gelatinoso. Imperiosos, los dedos rozan los pezones que, a su contacto, se crispan en esa vibración animal con que los caballos espantan a las moscas.
El los macera largamente con sobamientos que crecen paulatinamente en intensidad y luego deja lugar a la sierpe de su gruesa lengua para que, tremolando agitada, se deslice por toda la superficie del seno, despertando cosquillas placenteramente exigentes e involuntarias contracciones profundas en su vagina. El rastro húmedo se concentra en las oscuras aureolas que han acentuado su volumen y la rugosidad de sus gránulos para iniciar luego un metódico ataque al endurecido pezón. Allí se escarnece sobre la carnosa excrecencia que ha aumentado su grosor destacando el pequeño agujero mamario. Inconscientemente, Clara se aferra a la nuca del hombre, presionando la cabeza contra los senos, deseando que ese placer se prolongue indefinidamente.
La revolución que el hombre ha desatado en su cuerpo, le hace comprender que está histéricamente predispuesta para ejecutar las más perversas relaciones que el hombre le exija, desechando las últimas dudas que una mínima decencia le impone.
Los labios de Pedro rodean con delicadeza la ardiente piel del pezón y encerrándolo entre la húmeda suavidad de su interior, comienzan a succionarlo, primero tenuemente y, ante el ronco bramido que ella deja escapar desde su pecho, incrementan fuertemente la presión al tiempo que los dientes se clavan en la carne.
La boca abandona con renuencia los pechos, escurriéndose por las anfractuosidades y canales que el abdomen le propone, lamiendo y succionando la tersa piel que ya está cubierta por una finísima película de transpiración. La caricia, nueva, deslumbradora e incomparable, hace que sus flancos se sacudan sin control por la angustia que puebla sus fibras más íntimas.
Clara no ha experimentado nunca esas vibraciones que la sacuden por entero sin control alguno en tanto tiene la sensación de que su sexo es inundado por oleadas de humores caliginosos. Los dedos del hombre tocan suavemente la piel de la vulva y ella siente hondamente el contacto húmedo y ardiente de sus labios cuando él los acerca suavemente al depilado bulto y el contacto de su lengua explorando la superficie de la hinchada vulva la hace estallar en un sollozo de satisfacción que no puede evitar. La lengua explora con desesperante lentitud los oscurecidos labios del sexo y luego, con delicadeza extrema presiona sobre ellos y se adentra entre sus carnosos pliegues, que se dilatan complacientes ante la exigencia del mojado áspid.
Los labios se suman al accionar de la lengua y juntos se deslizan a lo largo del sexo, lamiendo y succionando los jugos vaginales que rezumando desde su interior escurren goteantes, mezclándose con la saliva en un fragante almizcle que chorrea por sus muslos interiores en diminutos arroyuelos. La boca del hombre sube hacia la carnosidad del clítoris y allí se ensaña sobre el sensible pene femenino, aprisionándolo entre los labios y mordisqueando como si quisiera arrancarlo en dolorosos tirones a la capucha de fina piel en tanto que sus dedos índice y mayor se introducen unidos en la vagina, escudriñando y escarbando hasta encontrar en la parte anterior del anillado conducto esa callosidad, el lugar preciso, ese punto único que gatilla los disparadores de su satisfacción más excelsa.
Como nunca, siente como esas manos diminutas que se aferran exigentes a cada uno de sus músculos pretendiendo separarlos de los huesos, intentan arrastrarlos hacia la volcánica temperatura de sus entrañas al tiempo que las espasmódicas contracciones de la vagina expulsan dulces bocanadas de cosquilleantes líquidos que la conducirán al enervante alivio del orgasmo. Cuando con los dientes apretados se lo comunica al hombre, aquel la aferra entre sus poderosas manos por el cuello y, ante su espanto, inicia un estrangulamiento que, conforme va perdiendo el aire y aceza roncamente en busca del aliento, potencian su orgasmo. Sus apagados rugidos se hacen estentóreos y sintiendo un aire desértico invadiendo sus pulmones percibe como el tibio jugo encharca su sexo y Pedro, que la ha soltado bruscamente para que ella busque con hondos ronquidos un poco de aire fresco, vuelve a pararse para tomar entre los dedos índice y pulgar los pezones de ambos senos, clavando en ellos el filo de las gruesas uñas al tiempo que comienza a retorcerlos.
Tras la experiencia de la asfixia como disparador del orgasmo que aun la conmueve, recibe insólitamente complacida lo que antes hubiera calificado como una tortura. El dolor es inmenso; parece como si una espina se clavara en su nuca y sin embargo, ese mismo dolor la conduce a una dimensión del goce que no hubiera sospechado fuera capaz de disfrutar tan gozosamente.
El hombre va bajando sus manos, tirando de los senos hasta que el dolor la obliga a arrodillarse y aferrándola por la gruesa trenza, Pedro la acerca hacia su entrepierna, introduciendo entre los labios abiertos por el intenso calor que brota de su pecho el ariete del pene portentoso. Contra lo que ella hubiera supuesto, recibe esa exigencia con agrado, como si estuviera esperándola y aferrando entre sus dedos el miembro endurecido, besa con tímida ternura la cabeza y la lengua lame la monda superficie.
Su boca se adapta fácil y rápidamente a lo que su instinto le indica que el hombre desea sin expresarlo; los labios envuelven al glande y succionándolo muy cuidadosamente, con paciencia va introduciéndolo en la boca mientras los hábiles dedos estrechan al rugoso tronco en un lento vaivén que complementa con una leve rotación.
Corriendo la piel suavísima del prepucio, introduce la lengua en el surco que este deja al descubierto y se desliza tremolante por él, acompañándola con fuertes chupones de los labios. Los bramidos del hombre y la fuerza con que empuja su cabeza, le hacen comprender su necesidad y lentamente, va introduciendo la verga en la boca al tiempo que inicia un suave hamacar de la cabeza. Gratamente sorprendida por el goce que aquello le provoca, succiona fuertemente, haciendo que sus mejillas se hundan profundamente y acelerando el ritmo, traga la inmensa verga hasta donde las arcadas sofrenan sus ímpetus. Adquirido un cierto compás, somete al falo a la acción de manos y boca hasta que el hombre envara su cuerpo y vuelca en ella la melosa cremosidad del semen que degusta como si se tratara de un néctar, deglutiéndolo con fruición y sintiendo como el agridulce y almendrado sabor del esperma vuelve a encender los fogones de sus entrañas.
Ella aun permanece de rodillas recuperando el aliento, esparciendo con morosidad por su cuello y senos los restos de esperma que han escapado de su boca cuando él la toma de la mano para llevarla hasta el sillón próximo.
En un silencio sepulcral, la hace acostar boca arriba justo en el borde del asiento y tras untar todo su sexo, tanto interna como externamente, con una crema dilatadora, afrodisíaca y lubricante, le alza las piernas de manera brutal hasta el mismo respaldo y apoya la cabeza desmesurada del príapo en el sexo. La crema tiene un efecto primario instantáneo y la vulva comienza a hincharse en forma desmesurada mientras Clara siente la sangre acumulándose en los pliegues y la vagina con una fuerte pulsación y un escozor inaguantable que sólo podrá calmar la fricción de un miembro. Con la garganta reseca por la fiebre y la excitación, le suplica al hombre que la posea, sin recordar que en el comienzo de la noche eligiera la felación para evitar ser penetrada por él.
Con una lentitud exasperante, el hombre va separando los dilatados pliegues a esa altura ya casi negros, hasta que dejan ver el rosado intenso del interior y poco a poco, milímetro a milímetro, centímetro a centímetro, el falo va penetrando en su vagina. Recién en ese momento, Clara cobra conciencia del tamaño y consistencia del miembro y tratando de incorporarse ensaya una leve protesta que ella misma se encarga de reprimir al sentir en un mazazo, el tremendo placer que la dolorosa penetración le da.
Le parece imposible que no sólo pueda soportar sino gozar inmensamente el sufrimiento, los desgarros y heridas que esa enorme verga le produce. Tras la puntiaguda cabeza de tersa piel, se alza una cordillera de profundas depresiones y venas sobresalientes que en la parte posterior adquiere una tranquilizante suavidad. El dolor le atraviesa la nuca, explota en su cerebro y se expande a lo largo de la columna para instalarse definitivamente en sus riñones y desde allí genera una serie de cosquilleos rijosos que le hacen sacudir la pelvis involuntariamente para que, apoyándose en sus codos, impulse su cuerpo en una ondulación que se acopla a los ritmos del hombre, facilitando la violenta introducción del formidable ariete.
Ambos braman como animales y ella suelta sordas imprecaciones, pidiéndole con soez lascivia que le haga llegar al orgasmo. Cuando él acelera el hamacarse haciendo que la verga destroce sus entrañas, ella deja de agitar la pelvis, enderezando el torso asida a los fueres antebrazos del hombre hasta quedar casi sentada para después desplomarse contra el sillón y desde allí reiniciar ese movimiento, cada vez con mayor ímpetu, hasta que en medio de gemidos estremecedores, siente como su cuerpo todo vuelve a derramarse en una catarata sensorial y líquida que invade todos los huecos, sumergiéndola en una bruma de satisfactoria plenitud.
Pedro, quien no ha eyaculado, está asombrado de la capacidad y el apetito sexual de esa mujer que excede a toda fantasía después de una noche tan intensa. Excitado por el entusiasmo desmedido de la mujer ante las penetraciones del colosal falo que deberían haberla espantado, la saca de su ensoñación y poniéndola arrodillada en el sillón con la cabeza apoyada en el respaldo, vuelve a penetrarla desde atrás por el sexo que late oferente.
Para darle mayor vigor a su empuje, coloca un pie sobre el asiento y, manteniendo la otra pierna en el suelo en un arco de sorprendente vigor, empuja con tal fuerza que sus carnes chasquean al estrellarse contra las nalgas enchastradas por los humores de Clara, quien, aferrada al respaldo, recibe con masoquista satisfacción la penetración del príapo que socava el útero tras martirizar la vagina.
A pesar del placer que eso le procura, no puede evitar el violento hipar de los sollozos ni las lágrimas que surcan su rostro para mezclarse con los hilos de saliva que manan de su boca desmesuradamente abierta y que confluyen a su barbilla para desde allí, deslizarse por el cuello hasta sus pechos que se bambolean alocadamente, desparramando sobre el tapizado los líquidos goterones. Ella imprime a su cuerpo un movimiento pendular que incrementa el roce de la penetración, entrando en una especie de delirio enajenado cuando él introduce y revuelve en los esfínteres del ano su dedo pulgar.
Aunque el dedo sea relativamente pequeño, le hace alcanzar un nuevo grado en la escala sensorial y el placer, único e indescriptible, atenazaba de gozosos gemidos su garganta; tomando la iniciativa, se escurre de las manos del hombre que sujetan sus caderas, rogándole que se siente en el sillón. Cuando aquel lo hace, se acuclilla sobre él con los pies apoyados en el asiento y tomando entre sus manos el tronco de la verga, muy lentamente, se va penetrando por el ano. El dolor es espantoso, pero aun así, mucho menor que el placer inefable que le da.
Asimilado el primer impacto que la hace bramar roncamente, aferrada a la nuca de Pedro, comienza a flexionar suavemente las piernas cabalgando la enorme verga con una satisfacción que se manifiesta en la amplia sonrisa que ilumina su rostro mientras prorrumpe en una sarta de increíbles suciedades, disfrutando de los intensos chupones con que Pedro somete a sus pechos oscilantes.
Enloquecida por el goce, su cuerpo maleable se adapta a la guía del hombre, quien la da vuelta para que, con los pies afirmados en el piso, vuelva a penetrarse, reiniciando la jineteada. Sus manos inquietas no permanecen ociosas y estregando dolorosamente al clítoris, se pierden en ocasiones dentro de la vagina masturbándose duramente.
Manteniéndola asida por los senos y haciendo que ella se aferre con las manos extendidas hacia atrás a los brazos del sillón, la acerca contra su pecho. La posición no le es cómoda, ya que apenas puede flexionar sus piernas temblorosas, pero el ángulo que adquiere el falo hace que reciba con regocijo los poderosos embates que destrozan la tripa y las manos del hombre colaboran desde atrás con eso, haciéndose dueñas de su sexo, una sobre el clítoris y la otra penetrando la vagina con dos dedos.
El placer y la satisfacción son tan inmensos que su cuerpo entero tiembla descontroladamente mientras le pide a gritos que no ceje en su agresión, sintiendo en burbujeante efervescencia de regocijado placer como las primeras oleadas del orgasmo la invaden con la fantástica y dolorosa euforia que antecede a su eyaculación.
Esta vez si, todas la fibras de su ser colapsan y, sintiéndose caer ingrávida en un abismo sin fondo, no puede evitar que sus ojos vayan cerrándose para sólo percibir una niebla rojiza que lentamente se transforma en densa oscuridad. Tarde en la madrugada, Pablo la despierta y diciéndole que la ha dejado reposar un par de horas, le indica que se vista para luego acompañarla hasta su casa.
Aunque la escucha entrar y meterse subrepticiamente en la cama, Mauro se hace el dormido para no agregar a la extenuación que evidencia en los suspiros que exhala mientras se acomoda entre las sábanas, la incomodidad de tener que contarle que ha sucedido en esas seis horas.
Como fusilada, permanece en la cama hasta mediada la tarde siguiente, pero la inflamación que sensibiliza interna y externamente sus pechos, ano y sexo es tan intensa, que se queda remoloneando hasta esperar el regreso de su marido y entonces sí, mientras le cuenta cada una de las relaciones a las que accediera sin protestar, él la revisa meticulosamente para comprobar que, en lo esencial, sólo se trata de hinchazones y excoriaciones provocadas por el intenso trajín.
Aliviada al saber que las pulsaciones disminuirán con el descanso pero que no ha sufrido daño alguno, descansa hasta el día siguiente, despertándose absolutamente fresca y sin rastros de la orgía que ha protagonizado.
Como ella presupone, la noticia de su”graduación” se ha esparcido y hasta en el trato superficial que mantiene en la proveeduría a la cual concurre antes de ir a su trabajo, la gente evidencia su satisfacción por contarla ya como una nueva conciudadana. Una vez en la escuela, su mentora se encarga de confirmar esa sensación al recibirla con alegría por saber que la médica permanecerá definitivamente en el valle y que podrán seguir amándose cuanto tiempo quieran.
Los tiempos que siguen son de una bonanza y bienestar como Clara jamás hubiera imaginado que pudiera vivir. Su trabajo le resulta cada día más gratificante, tanto en la escuela cuanto en el consultorio, sus relaciones sexuales conyugales mejoran en la libertad confidente y en tanto que, a las rutinarias relaciones quincenales con los jardineros, se agregan las aleatorias con Mónica, imprevistas visitas suyas a Amelia y algunos encuentros con hombres y mujeres de los cuales saca satisfacción pero no compromiso.
En medio de esa idílica vida que realmente parece hacer honor al nombre de la comunidad, sucede una situación cuya dilucidación la pone en temerosa alerta sobre sus consecuencias.
Como médica, ella tiene en claro que, aunque sea natural para todos que las mujeres tengan sexo entre sí, en su caso no es sólo una desinhibición bisexual común sino que las mujeres realmente ejercen en ella una atracción tan especial que, puesta en la encrucijada de tener que elegir, se quedaría definitivamente con ellas; los hombres la satisfacen por una necesidad ocasional de sentir un cuerpo musculoso tratándola con rudeza y la primitiva exigencia de sentir dentro suyo un pene verdadero que la gratifique con la exclusividad de su elixir almendrado pero, para disfrutar plenamente con abundantes orgasmos, no hay nada como poseer y ser poseída por una mujer. En suma; admite su lesbianismo sin prescindir de los hombres.
Una mañana en que espera pacientemente la entrega de sus alumnos de una prueba escrita, se ensimisma en la recordación de algunas de esas relaciones. Rememorando con fruición cada una de ellas, llega a contabilizar a casi de una docena de mujeres que, en casos como los de Mónica, Amelia o Florencia, tienen una continuidad que las convierte en habituales.
Sumida en esa reminiscencia, sus ojos puestos beatíficamente en la nada tropiezan con unos que la miran subyugados. Todavía abstraída, no hace esfuerzo alguno por evitarlo y su mirada se encuentra devolviendo el deseo que brilla en los otros, hasta que vuelve a la realidad y baja avergonzada la vista.
A media que los alumnos terminan de completar la prueba, la entregan y se despiden hasta el día siguiente. Maquinalmente, ella las recibe y repasa ligeramente mientras las ordena. Ensimismada por la tarea y cuando cree haber despedido a todos, alza la vista para encontrar la solitaria figura que parada frente al escritorio, aun mantiene su ojos clavados en ella.
Algo en su actitud le hace ahogar su pregunta y dando por sentadas muchas cosas, se levanta para cerrar con llave la puerta del aula. Al darse vuelta, la chiquilina está justo detrás suyo y lo que sus ojos reclaman lastimeramente no dejan dudas de sus propósitos. A pesar de lo que ha vivido y aceptado en esos cuatro meses, aun le parece una indecencia aprovecharse de la edad de esa niña que no sobrepasa los trece años.
Todavía imbuida de su papel de maestra, intenta farfullar el por qué de su presencia, pero la angustia de la muchachita la fuerza a no pronunciar palabra y sí, pasa golosa la lengua sobre sus labios resecos por la excitación Es cierto que, externamente, la muchacha ha manifestado un avanzado desarrollo y su cuerpo, pequeño, posee minimizados, los mejores atributos femeninos pero aun así, le da cosa mirarla como una mujer. Quien no parece pensar de esa manera es Paula, quien se ha acercado a ella y aunque su cabeza no supera sus hombros, juguetea con los botones del vestido mientras la otra mano se desliza desde la cintura para acariciar la nuca en el nacimiento del cabello y tras unas leves caricias, se inclina para depositar un tierno beso sobre la piel del hombro.
Como volviendo de un profundo letargo, Clara parpadea fuertemente, encontrando que su inmensidad marina parece absorberla como un líquido insondable de verde abisal. Aun mareada, hundiéndose en ellos, a Clara le es imposible sustraerse a los insistentes llamados de sus más primitivas sensaciones que, como obedeciendo a un revolucionario clamor, brotan, crecen y se expanden por todas las fibras de su ser, a esa ovárica revuelta que oscurece la razón y la lógica con las más salvajes ansias de unirse a ese cuerpo que codicia. Es como si el agua de una fuente primigenia volviera a correr caudalosa por el cauce original.
Como si ella misma fuera una adolescente, un inquietante polvo de mariposas parece recorrerla por entero para anidar luego en su vientre. Mira los pechos que Paula ha liberado del escueto vestido y de ellos semeja brotar una translúcida fosforescencia que deja adivinar el entramado de los fuertes músculos que los sostienen erguidos. Irrazonablemente inmóvil, se entrega mansamente a las caricias de la niña sin siquiera percibir cuándo ni cómo esta le quita la ropa y cuando reacciona, el cuerpo prieto de Paula se estrecha contra el suyo.
Cuando ella extiende sus brazos en una fútil negación, la muchacha se pone de espaldas y espera. Subyugada por las fragancias que brotan de ese cuerpo virgen, Clara dirige sus manos a la cintura de la chica recorriéndola con tiernas caricias y en medio de sus exclamaciones de complacencia, las afirma en los temblorosos pechitos para atraerla contra su pecho mientras la besa apasionadamente en la nuca.
La niña - cronológicamente todavía lo es – deja escuchar su claro deseo de ser poseída por ella y, en tanto acentúa la intensidad del restregar amoroso a los pechitos conmovidos y su boca se esmera en el besuqueo a los hombros, la nuca y las orejas, la mano va deslizándose por el vientre estremecido para sobrepasar el elástico de las breves bragas y hundirse sobre la naciente vellosidad excitando dulcemente al clítoris y la vulva.
Dándola vuelta delicadamente, Clara se deja caer arrodillada a su frente y en tanto que las manos soban la prominencia de las nalgas, desliza su lengua a lo largo de los delgados muslos hasta percibir el almizclado aroma que despide el sexo en una exótica mezcla con fragancias infantiles.
Desorbitada por aquellos efluvios, lame y chupa la sencilla prenda estregándola contra las carnes de Paula y, al sentir como aquella se estremece por la angustia que la habita, descorre con los dedos el simple telón y el espectáculo de aquella vulva virgen la conmociona; aun conserva la impúber curva de la niñez y, cubierta apenas por una alfombra de escaso vello púbico, apenas se dibuja la apretada raja.
A pesar de sus propósitos malévolos, trata que esa primera experiencia no le resulte traumática. Acercando la boca al sexo, desliza delicadamente la punta de la lengua a todo lo largo de esa herida incruenta, consiguiendo que la muchacha se sacuda como si hubiera sido alcanzada por una corriente eléctrica. Satisfecha por esa respuesta, inicia un lerdo e incisivo paseo por esos bordes
Paralizada por el respeto a la mujer mayor o miedo a dar la bienvenida a ese placer anunciado, la niña sólo acierta a hilvanar ininteligibles susurros que el intenso jadeo de su pecho convierte en excitadas súplicas y, aferrando entre sus manos la cabeza de Clara, la aprieta contra su sexo en un incierto intento de frenar o acelerar lo inevitable. Empujándola con sus hombros por los muslos, le hace retroceder el paso que las separa de la tarima del escritorio y al doblársele las piernas la chiquilla cae sentada contra el borde. Quitándole la bombacha, le hace separar las piernas que aun se mantienen apoyadas en el piso, para dejar que la lengua tremolante humedezca los delgados labios mayores.
Sus dedos separan esa carnosidad y la seguridad de estar ingresando a un terreno totalmente inexplorado, la lleva a deleitarse por el panorama que este le ofrece; los labios menores son casi inexistentes, sólo un delicado festón que circunda al óvalo y que promete la formación de dos incipientes crestas en su parte inferior. Presidiendo al sexo, se ve un enternecedor cilindro carneo al que cubre un capuchón apenas corrugado y, en la parte inferior el minúsculo agujero de la uretra, justo encima de una, tan apretada como cubierta de pequeños colgajos, entrada a la vagina.
Toda su experiencia se condensa en la boca, elabora un juego alucinante de besos, lamidas, chupones y succiones sobre todos y cada uno de esos tejidos que, por su extrema lentitud y tierna dedicación va conduciendo a la muchacha hacia la obtención de su primer orgasmo. Aferrada al borde de madera con sus dedos engarfiados como garras, la chiquilina manifiesta fuertes espasmos sacudiendo su vientre y una oleada de calor asfixiante va dejándola sin aliento. Gimiendo y sollozando por el temor que esas sensaciones de ahogo le provocan, siente como Clara mete suavemente un dedo en la vagina.
Sin dejar de hacer trabajar a su boca y luego de introducir totalmente su dedo índice en el sexo sin hallar oposición, comienza a deslizarlo en un perezoso vaivén que pronto patina sobre las incipientes mucosas que va produciendo el sexo. Atenta a las manifestaciones de la muchacha, introduce otro dedo junto al primero y busca en la cara anterior del canal vaginal esa pequeña protuberancia que convoca al placer. Como ese bulto se forma por la inflamación que en los tejidos porosos de la uretra provoca la excitación y su consiguiente flujo sanguíneo, esa manifestación aun es mínima. Delicadamente, excita esa prominencia apenas esbozada hasta lograr que acreciente su volumen, con el incremento en el goce para la muchacha que ya sacude su pelvis en descontrolado menear.
Imprimiendo a su brazo un giro de ciento ochenta grados, encorva las falanges para que actúen como rastrillos en ese suave conducto, obteniendo un enloquecedor ritmo que combina la tracción con la torsión, en tanto que su boca se esmera succionando y rayendo con los dientes al ahora erecto clítoris. Paula está desesperada por aquel placer que no puede dominar y sintiendo en sus entrañas los estallidos de una revolución que la lleva a experimentar tales sensaciones de falta de aire que parecen conducirla hacía un pavoroso antro oscurecido por la incertidumbre, manifiesta unas fuertes contracciones del útero y luego de un instante, en medio de un estertor agónico, se hunde sollozante en la breve muerte del orgasmo.
Volviendo del fugaz desmayo, la niña aumenta el nivel de su lloriqueo y comienza con un indescifrable balbucear entremezclado con un fuerte y desgarrador hipar. Asustada por lo que ha provocado, Clara se apresura a sentarse en el suelo junto a ella y sosteniéndola apoyada en su brazo izquierdo como a un bebé, le susurra al oído tiernas palabras de amor, pidiéndole disculpas por haber dejado exteriorizar la pasión con una chiquilina como ella.
Secando del rostro infantil los restos de saliva y flujo, la besa amorosamente en tanto le pide perdón por lo que le hiciera. Viendo la turbada preocupación de su rostro, la muchacha le dice que no se haga problemas con respecto a lo que hicieran, ya que, ante su inquietud por convertirse plenamente en mujer, ha sido su madre quien, tras instruirla en los secretos del sexo, le recomendara que se entregara a su maestra antes que a cualquier hombre, descubriendo para su sorpresa, que Paula es hija de Emilia, la exquisita gemela del Consejo.
Ahora es la chica quien asume la provocación, diciéndole de la atracción que siente por ella desde que, subrepticiamente, escuchara a su madre comentar con Celina su fervoroso comportamiento en la graduación. Atendiendo a un resto de decencia, pone su mejor empeño y seducción para explicarle con voz cautivante, que no necesariamente el sexo entre mujeres supone que se convertirá automáticamente en homosexual.
Recuperando su papel de médica y maestra, le explica que en algún momento de su vida, muchas mujeres, más de las que supone la gente, con mayor o menor intensidad y continuidad, sostienen encuentros sexuales casuales o permanentes con otras mujeres y que en la actualidad, muchas jóvenes se entregan a eso con sus amigas, simulando que son inocentes y picarescos juegos para ensayar sus futuros encuentros con hombres. Otras, como en su caso, lo hacen por sentirse realmente atraídas hacia ese sexo que es definitivamente más placentero, discreto y distinto a las relaciones de fogosa rudeza a que, sin quererlo, por temperamento propio, las someten los hombres.
Por su virginidad y lógica falta de experiencia, ella ignora cuanto de frustrante tiene para la mayoría de las mujeres la falta de sensibilidad y conocimientos del cuerpo femenino por parte de los hombres. Casi todos hacen caso omiso de la necesidad que naturalmente tiene la mujer de ese indispensable juego previo que pone en marcha sus íntimos mecanismos, y van directamente al asunto hasta satisfacer su apetito y luego, sin tener en cuenta si ellas han alcanzado sus orgasmos o, por lo menos una eyaculación, se retiran, dejándolas con una angustiosa sensación de fracaso rebullendo en sus entrañas.
Por el contrario, una mujer comprende mejor las ansias y necesidades de otra, conoce exactamente cómo, dónde y con qué intensidad realizar sus caricias y, fundamentalmente, hace de la suavidad un culto pero sin desconocer los momentos en que es imperiosa la vehemencia exacta para conducirla al alivio anhelado y continuar luego con el juego amoroso que la llevará a la meseta sosegada de la paz.
Justamente, eso es lo que Clara ha logrado en la chiquilina y en respuesta a su inocente pregunta sobre si ella realmente la desea, sella sus ojos con delicados besos que terminan de enjugar sus lágrimas y de allí se dirigen a la boca entreabierta de Paula, picoteando delicadamente sobre esos labios púberes, castos e inexplorados. Con esos hábiles movimientos que da la experiencia, se despoja del vestido y, no usando sino el arnés que ya utiliza habitualmente como cualquier otra prenda, queda tan desnuda como la muchacha. El vaho de su aliento con las reminiscencias marinas de su propio sexo, parece aflojar la tensión en la muchacha, quien se abandona laxamente en el hueco de su brazo.
La lengua de la mujer mayor explora sutilmente en la frágil oquedad de las encías y, finalmente, se introduce en la boca a la búsqueda de su igual. Algún resabio ancestral de la hembra primigenia envía su respuesta a Paula, quien, sin siquiera meditarlo, deja a su lengua salir al encuentro de la invasora para replicar a su ataque con la misma vehemente avidez de aquella.
Los suspiros y gemidos reprimidos de las mujeres comienzan a quebrar el silencio del cuarto y, cuando Clara dirige sus manos hacia las redondeces de los senos de Paula, aquella le corresponde con un tembloroso sobamiento de los dedos a sus pechos. Para el goce maligno de Clara, trepan nuevamente la cuesta del deseo y la conciencia de estar haciéndolo juntas, les proporciona un anheloso júbilo.
Tácitamente, sin proponérselo conscientemente, se colocan invertidas de costado y las bocas golosas se dirigen a sus disímiles atributos mamarios. Contradictoriamente, la boca ayuna de esas sensaciones se adueña de los macizos senos de la maestra con ávida gula y esta, la mujer madura, se solaza en las prietas redondeces de esos pechos en maduración.
Primero las sutiles lamidas a las aureolas y luego el tierno azote de las lenguas a los pezones, contribuyen a hacer más profunda su excitación. Desbordadas por la pasión, inician una enloquecedora combinación de lenguas y labios, succionando y sorbiendo las pieles irritadas para que, finalmente, los incisivos colaboren con el raer de sus filos.
La jovencita parece desenfrenadamente desatada e, imitando a Clara, comienza a restregar entre índice y pulgar al pezón del otro seno, intensificando la presión conforme empieza a emitir complacidos gemidos hasta que, sufriéndolo en carne propia, replica a la mujer y clava profundamente sus uñas en la mama al tiempo que la estira.
La voluntariosa demostración de la pequeña enardece a la médica y reptando rápidamente hasta la entrepierna, se abalanza ávidamente contra los tejidos aun inflamados de la vulva. Por su parte, Paula observa reverente como aquel sexo semi oculto por el borde inferior de la copilla, se dilata en retorcidos pliegues hinchados hasta la grosería luego de tantos años de fricciones provocándole un poco de miedo y, por qué no decirlo, bastante repugnancia.
Sin embargo, el aroma dulzón que exuda debe de haber excitado especialmente alguna glándula, porque extiende dubitativamente uno de sus dedos y al contacto, tal como hiciera antes Clara con ella, deja deslizar sus dedos sobre los elásticos tejidos y acerca sus labio para besarlos tiernamente. Algo debe haber mandado una orden secreta a su mente, porque Clara siente como abre los labios y encerrando entre ellos los colgajos empieza a chuparlos con golosa urgencia.
Entretanto, la lengua poderosamente hábil en excitar tejidos sensibles de Clara se concentra en azotar al clítoris de la jovencita y dos dedos escudriñan gentilmente dentro de la vagina, provocando en Paula la reacción de abrazarse fuertemente a sus nalgas y sumir su boca abierta en ávidos bocados sobre la vulva palpitante. Respirando afanosamente por las fosas nasales dilatadas y en medio de complacidos ayes de satisfacción, las dos ruedan por el suelo sometiéndose mutuamente hasta que los cuerpos chocan contra la tarima.
Arrodillándose entre las piernas abiertas de la niña, despega del muslo el falo portentoso y con él entre sus dedos, comienza a restregarlo a todo lo largo del sexo, dilatando los delgados y suaves pliegues para luego mortificar la delicadeza del óvalo. El cuerpo de la muchacha se crispa ante la presencia de eso que le predice un futuro incierto, aunque presume ya de qué se trata.
Acentuando la presión, Clara apoya la cabeza del falo contra la pequeña apertura vaginal y presiona. Presiona con pertinaz porfía pero evidenciando el claro propósito de no asustar ni dañar a la jovencita y viendo como a pesar de su temeroso envaramiento, aquella parece aguardar ansiosamente el momento de la penetración, va empujando lentamente, centímetro a centímetro, la verga entera dentro del canal vaginal.
Paula ni imaginaba que iba a ser violada en esa forma y menos por aquella mujer que dice desearla tanto, pero algo en su interior le dice que, cómo le dijera tan explícitamente su madre, ese será en definitiva su destino como mujer y entonces, por qué no sufrirlo a manos de quien le da tanto placer. Aquel calambre paralizador que la habita se corresponde con el lógico temor a lo desconocido y al sufrimiento que ella espera padecer, pero la ternura de Clara hace que el tránsito de la verga por el conducto vaginal no le sea doloroso.
Su boca deja de expresarse en grititos ansiosos y aferra los muslos de Clara para afirmarse y la mujer tiene plena conciencia de la monstruosidad a que está sometiendo a la niña pero eso mismo la compulsa a incrementar la posesión, imaginando que el espectáculo debe de ser malignamente excitante; ella, la mujer mayor de cuerpo sólido y baqueteado, poseyendo con vesánica dedicación a la figura aniñada de una atractiva hembra inmadura que se abre voluntariosa a sus deseos más perversamente lujuriosos.
Los jadeos y ayes van acompañados por los violentos sacudimientos que aquella revolución provoca en la muchacha, cuyos turbadores remezones parecen conducirla hacia una sensación de pérdida de la conciencia que la sumirá en aquella pequeña muerte del orgasmo. Sintiendo como clava sus manos desesperadamente en ella, Clara se da cuenta que la niña está ingresando a su primer orgasmo verdadero y tiene la comprobación cuando de la vagina, precedidos por aromáticas flatulencias, comienzan a manar olorosos jugos que rezuman a lo largo del falo para escurrir luego hacia el ano.
En su extravío, Paula menea desesperadamente la pelvis mientras sus uñas parecen querer rasgar las carnes sobre las cuales agarrota los dedos y esas ansias expresadas en agudos lloriqueos, enajenan aun más a Clara. Pensaba no excederse en la iniciación de aquella muchacha pero su mismo entusiasmo le hace olvidar ese propósito y, temiendo que después de aquella ocasión no pueda repetirlo, decide llevar la violación, que aparentemente su madre autoriza, hasta su última expresión.
Dejándola reposar unos instantes, pone a la exhausta chiquilla de costado y, acostándose detrás de ella, la estrecha entre sus brazos con ternura, haciendo que la niña se abandone ronroneando dulcemente contra su pecho. Cuando los sollozos y el hipar atenúan sus espasmos, inicia un delicado besar al suave cuello que la conduce nuevamente a la boca de la muchacha, quien responde desmayadamente a la insistencia de labios y lengua. Con la cabeza de lado, Paula le expresa todo el agradecimiento que siente por la ternura que ella ha puesto en su desfloramiento y acompaña con sus manitas el accionar de las suyas sobre los todavía estremecidos senos, que va sobando delicadamente, sin apresuramientos ni violencia.
Paralelamente, su otra mano desciende hacia la entrepierna, supera la vulva y el perineo y los dedos se aventuran hasta arribar a las proximidades del ano, todavía mojado por los jugos que escurrieran desde la vagina. La yema del dedo mayor explora lo que ella supuso sería un apretado haz de tejidos contraídos, pero se asombra cuando descubre que el ano de la niña tiene una extraña configuración táctil; el conjunto de sus esfínteres se dilata voluntariamente dejando lugar a la apertura de un diminuto cráter que semeja ser lábil y terso como parte de la tripa que es. Sin embargo, cuando el dedo inicia un masaje circular sobre él, la muchacha pega un instintivo respingo de sorpresa que ella acalla con la promesa de que no va a provocarle daño alguno.
Incrementado la excitación de la niña con la profusión y pasión de sus besos y el inicio de leves retorcimientos a los pezones, deja que el dedo se muestre aun más atrevido, introduciéndose mínimamente en el recto pero salvo quejumbrosos gruñidos que ella no puede identificar si son de miedo o placer, la muchacha no hace expresa otra cosa que no sea un manso consentimiento. Clavando el filo de sus uñas en la mama para distraerla con ese martirio, hace que el dedo vaya penetrando la suavidad sedosa de la tripa y una vez allí, comienza con un tenue movimiento giratorio que acompaña al lento vaivén de una mínima cópula.
Paula expresa su contento a través de susurrados asentimientos entre los que le cuenta como desde muy chica la complacen las cánulas con que su madre le aplica los enemas por lo menos una vez por semana, pero ella siente como su dedo es ceñido prietamente por los esfínteres en natural defensa y eso la enardece. Al tiempo que su otra mano abandona el seno para aferrarla por la garganta con el objeto de impedirle cualquier movimiento de rechazo, la otra toma la verga artificial y presionándola fuertemente contra los dilatados tejidos anales, va penetrándola con exasperante lentitud.
El grito espantoso junto a los ojos desorbitados de la muchacha le provoca temor y ya está a punto de desistir, cuando Paula se deshace en expresiones de placer y en medio de repetidos ayes de complacido asentimiento que interrumpen los sollozos, le ruega que no cese de proporcionarle un goce tan inmenso. Luego de varias cadenciosas penetraciones en que la muchacha colabora encogiendo espontáneamente una de sus piernas para favorecer la sodomía, en un tácito y no verbalizado acuerdo, aquella se coloca arrodillada, con la grupa alzada en provocativa actitud y la cabeza apoyada en los codos encogidos sobre el piso.
Colocándose detrás de ella, acuclillada como una bestia mitológica sobre una vestal, Clara vuelve a penetrarla con las puntas rascando agresivamente su sexo y aquello le resulta tan placentero a la niña que ella misma inicia un delirante hamacar del cuerpo, adelante y atrás mientras menea circularmente las caderas. Los denodados esfuerzos de la chiquilina y su propia excitación están a punto de hacerle alcanzar su orgasmo y entonces, comienza a alternar las penetraciones entre el sexo y el ano, observando fascinada como la tripa y la vagina permanecen unos instantes dilatadas latiendo en groseros besos hasta permitirle avizorar su profundidad rosada para luego volver a ceñirse a la espera de una nueva intrusión.
Endemoniadas e invadidas por una misma pasión desenfrenada, se agotan en repetidas cópulas hasta que el alivió líquido las alcanza y se derrumban agotadas una sobre la otra.
La primera en reaccionar es Clara, quien contemplando la delicada figura de la niña, no sólo no puede comprender su reacción ante los estímulos de Paula sino la misma actitud de esta que, comprobadamente virgen, ha gozado con su desfloración y se ha entregado a los viles actos a que ella la condujera con la misma fogosidad de una mujer adulta e idéntica fiereza al poseerla a ella.
Todavía ciertas situaciones le resultan incómodas y el haber gozado de esa manera con una nena de tan sólo trece años le remuerde la conciencia, pero viéndola en los días subsiguientes jugar con la misma alegría despreocupada de siempre, se dice que así es la vida en la villa y se olvida del asunto.
Dos meses más tarde y ya en pleno invierno serrano, las actividades se reducen al mínimo, incrementándose las actividades sociales bajo techo. Prontos a cumplir seis meses de su admisión, el matrimonio decide hacer una cena a la que invitan a Pablo con su esposa y aquel les sugiere que inviten a Susana y Miguel, una pareja que está transitando su primera quincena de adaptación.
La cena transcurre en un clima de jovial confraternización, tras lo cual Mauro los invita al living donde se reúnen a tomar unas copas.
El invierno ha modificado la vestimenta, especialmente en las mujeres, quienes han suplantado los cortos vestidos veraniegos por abrigados conjuntos deportivos que, con sus cierres y elásticos facilitan su extracción, conservando ambos sexos la costumbre de no usar ropa interior.
Luego de brindar por sus primeros seis meses y el éxito que desean a la nueva pareja en su próxima graduación, Clara se dirige a la cocina para buscar la tarta que acompañará a las bebidas. Solícitamente, la nueva aspirante la acompaña, cosa que ella aprovecha para inducirla a contarle que tipo de experiencias ha vivido en esos días. La muchacha, quien no debe de exceder los veinticinco años, es una deliciosa morocha poco mas baja que ella y, con su mismo avergonzado recato de meses atrás, le cuenta de la recepción acostumbrada de Mónica y Amelia y más tarde la presentación del jardinero, aunque en su caso aquel lo ha hecho sin su ayudante.
Después de esa confesión, la chica permanece parada en el centro de la cocina, con la cabeza pudorosamente baja. Clara termina de cortar las porciones del postre y da una perezosa vuelta a su alrededor; deteniendo su andar, extiende una mano y roza con sus dedos los pechos de Susana sobre la tela del jogging. La joven se estremece involuntariamente, lo que provoca una sarcástica risa en la mujer quien le dice socarronamente que, aun sin saber lo que será el sexo con ella, su cuerpo responde instintivamente a su llamado.
Confundida y medrosa, Susana permanece hierática frente a ella y temblorosamente permite que Clara la despoje del buzo y dejar al descubierto los senos para luego acuclillarse y bajar los pantalones hasta retirarlos por los pies. Las zapatillas y las medias se ven casi incongruentes en ese cuerpo menudo sobre cuyas caderas Clara apoya sus manos y aferrándolas rudamente, la atrae hacia ella mientras las manos descienden para palpar con los dedos la consistencia de sus nalgas. Jadeando fuertemente entre los labios entreabiertos, los ojos de la joven contemplan con aprensión como la boca, grande y elástica se aproxima a la suya y la succión del beso la conmueve tanto que, inconscientemente, responde a la lengua que intrusa la boca, aferrándose con una mezcla de temor y placer a la estrecha cintura de Clara.
Tras el beso, largo húmedo y extenuante, todavía estrechándola en sus brazos, la médica le susurra al oído que el cuerpo le reclama primitivamente aquello que su mente desdeña, pero que ella se va a encargar de sacarla de esa ignorancia. Tras acariciar su cara, la hace sentarse sobre la mesada y con los ojos fijos en la tentadora figura de la joven, va despojándose de sus pocas prendas.
La hermosa cara de la médica esta arrebatada por el deseo e inclinándose sobre la mujer, repta por el vientre como una serpiente, roza su piel con la vibrátil inquietud de la lengua y asciende aplicándole con fruición pequeños besos o succiones en ciertas oquedades. Sus senos colgantes siguen a la boca, restregándose contra las carnes y transmitiéndoles su intenso calor.
A pesar de su medrosa angustia, Susana no puede evitar que su cuerpo responda instintiva y naturalmente a las caricias y que su vientre se sacuda, agitado y convulso al contacto de la boca y los senos. Cuando las puntas de los oscilantes pezones de Clara rozan los suyos, se estremece intensamente y no puede reprimir al leve jadeo que escapa entre sus dientes. Con los ojos desorbitados, ve como la Clara acerca su rostro al de ella y los labios elásticos, como pájaros sensualmente ávidos, revolotean sobre los suyos pero sin llegar al beso, sólo rozándolos tenuemente, pero a ese contacto su cuerpo reacciona en forma insólita.
Emitiendo un ronco y quejumbroso gemido, la boca se abre ansiosamente y entonces sí, los labios de Clara envuelven a los suyos para que la lengua penetre voraz y golosa. Aunque conscientemente no sepa como responder a los reclamos de una mujer, Susana hace que su lengua salga al encuentro de la intrusa, trabándose en dura batalla.
Cuando Clara toma entre sus manos el rostro de la muchacha y acrecienta la succión del beso, aquella alza sus brazos y abrazándola fuertemente, succiona, muerde y empeña su lengua en un sensual combate que se prolonga por varios minutos. La boca de la anfitriona se desprende de sus labios y comienza a descender a lo largo del cuello, mordisqueando y lamiéndolo mientras sus manos recorren suavemente todo el cuerpo, excitándola. Transitando sobre la temblorosa carne del seno, la lengua llega hasta las aureolas y allí se concentra succionándolas con ansias hasta que tremolando, vibrátil y ágil, se abalanza sobre el endurecido pezón fustigándolo con rudeza.
Trémula de deseo, sumida en profundos y repetidos gemidos, Susana clava sus dedos en la cabeza de Clara mientras busca inquieta sus pechos y los acaricia con frenético ardor. Como energizada por esta actitud, la médica abre su boca y se enfrasca en un duro sometimiento al seno, tanto que cárdenos círculos comienzan a aparecer sobre la rosada piel provocando que la muchacha se agite convulsionada, abriendo desmesuradamente las largas piernas que Clara encoge para hacerle apoyar los pies sobre el mármol.
La boca golosa se escurre por el conmovido vientre, lamiendo y sorbiendo los sudores que se acumulan en cada oquedad y, cuando la virtuosamente inquieta lengua toma contacto con la espesa alfombra del pubis, prietamente enrulada, se coloca entre sus piernas. La punta de la lengua se afila y curvándose, accede a través del sendero que le marcan índice y mayor apartando el vello de la raja cerrada de la vulva y, azotándola con dulce fortaleza, consigue que los labios se vayan distendiendo y cedan a su presión.
Flameante, se introduce entre los pliegues y no se detiene hasta llegar al óvalo, con un diminuto orificio de la uretra y en su parte superior el capuchón de pliegues protectores del clítoris. Los dedos sostienen abiertas a las dos aletas fuertemente rosadas de sus labios menores y la lengua escarba con tremolante suavidad la uretra. Luego baja hasta las crestas carnosas que coronan la vagina y allí se entretiene excitándolas y sorbiendo los jugos internos que naturalmente rezuman del interior.
Con las manos aferradas al borde de la mesada, Susana hace ondular su cuerpo de forma totalmente involuntaria, facilitando el flagelo de la boca al sexo. La lengua ahora se instala sobre el tubito de carne, vapuleándolo con ese gancho carneo, provocando que paulatinamente aumente de volumen y la blanquecina cabeza del glande que alberga se deja apenas adivinar. Entonces son los labios los que lo apresan entre ellos, sometiéndolo a una succión tremenda a la que se va agregando el raer de los dientes y la refrescante caricia de la lengua.
Ante la magnitud de la caricia, la mujer desesperada gime con sollozante apremio, cuando Clara, sin dejar que la boca abandone al sexo, penetra con dos dedos la vagina para luego otorgarle un movimiento giratorio que los lleva a rascar reciamente el canal vaginal. Resbalando sobre las espesas mucosas que alfombran el estrecho conducto, los dedos expertos rascan y hurgan en todas direcciones a la búsqueda de esa callosidad que hará experimentar a la mujer el verdadero goce del sexo. Lo halla justo encima de la entrada y en frenético vaivén lo fustiga duramente hasta que la joven no puede reprimir más los gritos que se agolpan en su garganta, ocasión en que Clara se separa un instante de ella para bajar su jogging y soltar la liga que sujeta al falo artificial.
Haciéndole recostar los hombros contra los azulejos, la atrae más hacia el borde y en esa posición, va introduciendo la verga en la vagina para iniciar un cadencioso vaivén que arranca ayes de dolorido placer en la joven. Como exacerbada por su reacción, humedece dos de sus dedos con la espesa saliva de su boca y los hunde en el ano con brusquedad. A pesar del sufrimiento, Susana parece encontrar un goce distinto en lo que médica esta haciéndole
Bañada en sudor por el esfuerzo y la exaltación incontinente de su deseo aberrante, la médica se da aun mayor impulso para que la ovalada cabeza de tersa silicona golpee dentro de la vagina que, inundada por espesas mucosas que la lubrican, recibe mansamente la penetración.
La imponente verga colma hasta el último rincón de la vagina y, como el émbolo imperioso de una máquina infernal, llega hasta lo más hondo para chocar contra las paredes del útero y luego se retira totalmente para después reiniciar la penetración aun con más vigor.
Clara está gozando de esa violación consentida como pocas veces en su vida y, aunque perdido totalmente el control, no ha olvidado el verdadero propósito de aquella cena. Desencajada por el esfuerzo y los múltiples orgasmos que ha alcanzado, guía al falo con sus manos y alterna la penetración a la vagina con la del ano, ante lo cual, ve con placer los visajes de dolor de la joven y como su rostro se abotagaba por los esfuerzos en tratar de resistir con los músculos del cuello a punto de estallar mientras menea agitadamente la cabeza y entre sus dientes apretados surgen rugidos de goce y sufrimiento.
Sin dejar de penetrarla clava sus dedos en los senos bamboleantes de Susana mientras siente que el gran orgasmo se derrama, tanto en ella como en la muchacha que, hipando sonoramente en medio de risas y sollozos, ruge de manera ininteligible su satisfacción, agradeciéndole el placer que le procura con confusas promesas de acoples futuros.
Tras arreglarse en el baño contiguo a la cocina pero aun con los rostros rubicundos y los labios hinchados por la afluencia de sangre, regresan al living portando las bandejas con los platos y la tarta para encontrar que los demás han decidido no perder el tiempo; tan desnuda como cuando Dios la trajo al mundo y sin el aditamento del consolador obligatorio, Florencia se encuentra arrodillada sobre el sillón mientras le chupa la verga a Miguel, al tiempo que Mauro está haciendo los honores de anfitrión al poseerla desde atrás por el sexo.
Pablo es un privilegiado voyeur que permanece sentado en uno de los sillones individuales mientras sus dedos juguetean con el amorcillado colgajo de su pene como preparándose para entrar en acción tan pronto uno de los otros acabe, pero la irrupción de la dos mujeres lo entusiasma y, en tanto les pide que se desnuden para que retocen un poco juntos, termina de sacar por sus pies el pantalón.
Clara comprende la turbación de Susana y ayudándola a terminar de desnudarse, la acerca al sillón de la mano para hacerla sentar en una de los brazos junto a Pablo Mientras observan las maravillas que Florencia hace sobre la Verga de Miguel, prodigándose a lo largo de todo el falo y alternándolo con sus hondas chupadas, Mauro se encuentra acuclillado tras ella y en tanto se inclina para asir entre sus dedos los senos oscilantes, la somete en lentas y largas penetraciones que hacen estrellar su pelvis contra los magníficos glúteos de la mujer.
Rodeando las cinturas de Clara y Susana, Pablo las atrae hacia él para ladeando la cabeza, lamer y chupetear los senos estremecidos de la muchacha. Comprendiendo que por ser su primera relación grupal la chica debe de estar cohibida, colabora con él inclinándose sobre el asiento y tomándola por la nuca, cubre de menudos besos a su rostro para finalmente apresar la boca jadeante e introducir la lengua en un beso largo y profundo.
Cuando Susana responde a sus besos asiéndole la cara y acariciándole el cuello, le pide en susurros apasionados que la imite en todo y deslizándose entre las piernas del hombre, toma a su cargo la tarea de endurecerle el pene; dejando que él se aplique con manos y boca a satisfacerse en los pechos, se arrodilla y alzando con los dedos el todavía fláccido miembro, abre la boca ampliamente y lo introduce en ella para hincar una de esas maceraciones que rayan en la masticación
A juzgar por las ironías que dejan deslizar los otros comensales, su relación no ha sido particularmente silenciosa y ellas mismas, admitiéndolo, bromean sobre su fogosidad reprimida.
Ninguno puede ni quiere soslayar el verdadero motivo de la reunión, especialmente por el prólogo que en la cocina no dejó lugar a dudas.
Con miradas soslayadas, Clara no deja de notar que tan sólo a dos metros de ella, Florencia se ha aproximado a su marido en medio de comentarios picarescos para deslizar descuidadamente la mano contra su muslo con rumbo a la entrepierna, cosa que parece no disgustarle.
Aparentemente, tanto Susana como Miguel están convencidos de las actitudes que deben adoptar en ese nuevo destino y evidenciando que lo sucedido en la cocina la ha estimulado, Susana, sentada a su lado, desliza una mano por su espalda en insinuante caricia.
Mansamente apática y para ver hasta donde la muchacha es capaz de llegar, permite a la mano deslizarse por debajo del buzo para sobar amorosamente los senos. Cautivada casi hipnóticamente por la caricia, la deja despojarla de la prenda y se reclina blandamente en brazos de la joven para responder a sus pequeños besos húmedos con el mismo goloso apremio.
Dejando a Florencia juguetear con sus genitales, Mauro mira como Susana recuesta en el hueco de su brazo izquierdo a su mujer para deslizar la boca hacia los senos, chupeteándolos apretadamente mientras aventura la otra mano sobre el vientre en misión exploradora y comienza a masturbarla con despaciosa prolijidad. La joven evidencia su inexperiencia pero la suple con su empeño y, tanto la lengua fustiga las aureolas como los labios se cierran alrededor de los pezones y sus dientes los roen con amoroso cuidado
La excitación de Clara se ve de pronto superada por la insólita perseverancia de la muchacha, cuando alcanza a observar como Florencia arrodillada sobre el sillón y, en tanto le chupa la verga a su marido, es penetrada desde atrás por Miguel.
Escurriéndose entre sus piernas, le baja el pantalón, Susana alza contra su vientre al consolador y hunde su boca en la vulva para someterla a un dulce lambetear y succionar que le hace olvidar de todo para disponerse a disfrutar con su propio protagonismo. Voluntariamente, ha abierto sus piernas encogidas tanto como puede y respondiendo a ese mudo reclamo, Susana introduce dos dedos en la vagina, buscando aquel bultito que la excita tanto.
Arrodillándose junto a ella sobre el asiento, tras besuquearla y estrujar entre sus dedos los ya macerados senos por unos momentos, Pablo toma la verga y la acerca a los labios entreabiertos con los que Clara la busca ávidamente, introduciéndola en la boca. La gran verga, todavía tumefacta, cabe holgadamente en la cavidad y ella hace jugar su lengua sobre los tejidos venosos, comprobando como a ese estímulo va cobrando una rigidez que pronto la convertiría en un verdadero falo.
Con las sensaciones aun frescas en su mente de aquella noche de la graduación, se deja arrastrar por la vorágine de las emociones para sumirse en el abismo del vórtice de placer que despierta a los oscuros duendes de su mente. Asiendo la verga con las dos manos, la masturba apretadamente y cuando ha alcanzado el tamaño definitivo, comienza a sorber la cabeza en cortas succiones desesperadas para luego hundirla en la boca, rastrillando con los dientes al tronco carnoso cuando lo retira.
Susana está haciendo un juego estupendo en su sexo y mientras sus dientes roen al tubito del clítoris, va sumando dedos en la vagina que, conforme se dilata, como activando alguna memoria muscular, da cabida a cuatro de ellos en forma vertical, a los que luego se suman los cuatro de la otra mano. Pletórica de jugosas mucosas, su vagina permite a las manos deslizarse adentro y afuera como un extraño miembro aplanado y cuando ella, dejando por un instante de chupar el miembro del hombre, le reclama que introduzca toda la mano, Susana ahusa los cinco dedos para penetrarla en su totalidad.
La desesperación convierte a Clara en una fiera y, masturbando reciamente al falo con las dos manos, recibe como recompensa el baño espermático del hombre sobre su rostro y senos. Luego que aquel se retira y sin dejar de penetrarla con los dedos, Susana trepa hacia su pecho para absorber el semen con su boca y Clara la aferra contra su pecho mientras con frenéticas sacudidas da expansión a la llegada del orgasmo que, como de costumbre, consigue alcanzar rápidamente a través del clítoris.
Ella sabe lo que pueden hacer tres mujeres juntas, especialmente cuando dos de ellas se confabulan para someter a una tercera. Cuando Florencia se acuesta invertida sobre ella, cree que aquel será otro de los tantos sesenta y nueve que protagonizara junto a una mujer y preparándose para degustar los jugos de ese sexo que lentamente se aproxima a su boca, se aferra a las duras nalgas de la mujer.
La punta de su lengua tremola para recibir el sabor de los jugos vaginales y en ese momento siente en su sexo no solo la presencia de la boca de Florencia sino también como la acompaña la de Susana y cuando menea ansiosa su pelvis, no son solamente labios y lenguas los que se agitan y comprimen los tejidos de su sexo y ano, sino que los dedos combinados de ambas manos exploran concienzudamente todos y cada uno de los rincones y pliegues de la zona venérea en la más deliciosa masturbación que le proporcionaran en su vida y, cuando deciden complementar esa infinidad de pequeñas caricias, rasguños y pellizcos con la introducción del consolador que se ha quitado Florencia, cree enloquecer, prodigándose con boca y dedos en el sexo y ano de la morocha hasta obtener, si no sus orgasmos, unas abundantes eyaculaciones que las dejan satisfechas.
Luego de un obligado descanso en el que se refrescan y ya con menos vehemencia y más conciencia de lo que hacen, Mauro se recrea dándoles alternado placer a las mujeres; a Susana con boca y manos y a Florencia por medio de una gran chupada que culmina en una entusiasta cabalgata a su miembro en la que ambas se turnan para montarlo, observa a su mujer mantener relaciones simultaneas con Pablo y Miguel; comenzando con una masturbación a los hombres arrodillados a cada lado suyo que, cuando las vergas adquieren tamaño, prosigue con una mamada de cuatro o cinco chupadas a cada una de ellas mientras con sus manos mantiene el ritmo de la masturbación.
En un momento en que Mauro se distrae por la intensidad con que Susana lo jinetea penetrándose por el ano, descubre que Pablo se encuentra arrodillado sobre el asiento y a Clara que, parada, con la piernas abiertas y los codos afirmados en el sillón, le hace una calmosa felación mientras es penetrada desde atrás por el fornido Miguel, expresando con jubilosas expresiones el contento que eso le da. Tanto así, que los hombres van alternándose en las posiciones para disfrutar individualmente de su boca, su sexo y su ano.
Tácitamente, todos han decidido reservar sus energías y eyaculaciones para el final, que llega cuando Pablo los convoca a efectivizarlo en homenaje a la nueva mujer que se ha incorporado a la villa. La gran protagonista es entonces Susana que, obedeciendo las indicaciones del jefe comunal, ocupa el ángulo del sillón junto a él.
Con toda su atención puesta en ellos, Clara observa como este se sienta en el borde del sillón con los pies apoyados firmemente en el suelo y guía a Susana para que, parada de espaldas, vaya descendiendo su cuerpo, penetrándose con la verga. Apoyando las manos en sus propias rodillas y sostenida de las caderas por Pablo, inicia una lenta y honda cabalgata a la enorme verga del hombre que, en la medida que se profundiza, coloca en su rostro la expresión de una alegría infinita.
Y así se debaten durante unos momentos hasta que él le indica que se de vuelta para arrodillarse sobre el asiento y reiniciar el galope. Apoyando sus manos en el respaldo, se arrodilla y lo complementa con un hamacar del cuerpo que favorece la introducción total del falo en la vagina. Como corolario, y luego que Clara excita los negros frunces de su ano con lengua y dedos, Miguel ocupa ese lugar para someter a Susana a una doble penetración que la saca de sus cabales, estallando en ayes, gemidos, sollozos y jubilosas exclamaciones de felicidad.
Ante la expansión de los esfínteres, Susana ronca sordamente pero, enormemente satisfecha por esas sensaciones y al tiempo que los alienta a mantener el ritmo, se aferra a Pablo para que su boca recorre golosa el cuello del hombre con múltiples lamidas y chupones mientras aquel sojuzga sus pechos con ambas manos.
El frenesí de la cópula se hace alucinante y cuando ella comienza a experimentar el advenimiento de su enésimo orgasmo, les pide que la penetren alternativamente por el ano. Acomodando su cuerpo para que el miembro de Pablo la socave casi en forma vertical, hace lugar para Miguel y aferrándose con ambas manos al respaldo, se da fuerzas para iniciar una oscilación que lleva las dos vergas hasta lo más hondo del recto.
Los bramidos de los tres se convierten en rugidos cuando ella se desprende abruptamente de los hombres y sentada en el suelo, recibe en cara y senos los chorros de cremosa esperma que esparce con ávida lujuria por su piel.
Furiosa porque esa advenediza se haya convertido en la protagonista de lo que había armado para su solaz, Clara no se da por vencida y, acercándose a Florencia, la somete a silenciosos embates de su lengua a la par que acaricia la sensual cara de la mujer.
Con los ojos entrecerrados, la mujer de Pablo recuesta mimosa la cabeza sobre su hombro y, en tanto que se aferra a su nuca para incrementar la fuerza de los chupones de su boca, una mano busca los pechos los pechos para comenzar a sobarlos y estrujarlos con delicado esmero.
Luego del escándalo de Susana y los hombres, un silencio sepulcral acompaña la expansión sexual de las mujeres que sólo es quebrado imperceptiblemente cuando Clara, que ha abierto sus piernas para facilitarle la tarea, expresa su conformidad con la susurrada satisfacción de hondos suspiros para enviar sus manos a buscar con afanosa premura los senos de admirable plenitud.
Subyugada por las esferas perfectas que ostentan en su vértice el círculo rosáceo de extensas aureolas rematadas en puntiagudos pezones, no puede evitar acariciarlos con las puntas afiladas de sus cortas uñas en tanto que baja la cabeza y la lengua golosa tremola angurrienta contra los tentadores apéndices de la mama.
Florencia se arrodilla de lado en el asiento para aceptar complacida lo que la boca le proporciona a sus senos, pero ese mismo goce la enardece y, sin brusquedad, empuja a Clara contra el respaldo. Mientras aquella estruja sus senos para exacerbar la intensidad de las succiones, los dedos dejan de estimular a lo largo del sexo para introducirse acariciantes en la vagina, encontrando la resistencia de los músculos que la médica maneja a su antojo para obtener mayor placer en las penetraciones.
A pesar del alcohol ingerido o tal vez acicateadas por ese éxtasis, son conscientes que los hombres contemplan como satisfacen los angustiosos reclamos de sus entrañas y esa misma circunstancia parece convertirlas en estrellas de un espectáculo por el cual satisfacen las vilezas más repugnantes de su ego.
Arrodillada entre las piernas abiertas de Clara, la alta morocha engarfia los dedos para raspar apremiante la cara anterior de la vagina, encontrando fácilmente la prominente protuberancia del punto G que rasca sin consideración alguna, encogiendo y estirando los dedos mientras da al brazo un movimiento semicircular en ambos sentidos
Todo semeja desarrollarse en cámara lenta, haciendo que la acción de las mujeres se convierta en una alucinante exhibición. Con los dientes apretados y los músculos del cuello tensionados, Clara presiona su cabeza contra el respaldo al tiempo que encoge una pierna y estira la otra hacia el suelo para, ya sin recato alguno, exigirle a la mujer que siga satisfaciéndola aun con mayor vigor. Mauro ha salido de la indiferente actitud con que observara el solaz de las mujeres y, acercándose a la grupa generosa de Florencia, sus dedos inician un perezoso periplo masturbatorio por el abultado sexo.
La intervención del hombre hace que la morocha modifique su posición y, como Clara, estira una de sus largas piernas para que, apoyada en el piso, incremente el ángulo de separación. Ya los
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