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Freeville Capítulo 6

Durante su desmayado jadear, Pablo sale del cuarto para regresar trayendo por el collar a un poderoso e inmenso ovejero alemán que, nomás ver la figura despatarrada de la mujer pega fuertes tirones a la traílla, queriendo abalanzarse sobre ella y cuando él lo suelta para terror de la médica, esa bestia peluda con las fauces chorreando saliva, sin mediar orden alguna, seguramente atraído por los olorosos efluvios de la vagina, olisquea cuidadosamente, escarba con el hocico en el óvalo y luego, casi tímidamente, pega un lengüetazo con la enorme lengua.
Clara es sostenida desde atrás por Román quien, en tanto soba y estriega sus pechos, le recomienda no hacer ningún intento de fuga para no enfurecer al animal. Sin embargo, no puede reprimir un instintivo respingo que el ronco gruñido amenazante del animal se encarga de refrenar.
El sabor de los fluidos vaginales parecen satisfacer al animal que se acuesta entre las piernas abiertas de Clara y, pacientemente, inicia una larga serie de lamidas y chupeteos que alterna con resoplidos del hocico para separar las abultadas crestas carneas del sexo.
La lengua monstruosa se desliza insistentemente por él, haciendo que Clara olvide la advertencia y abriendo desmesuradamente las piernas, imprime a la pelvis un suave menear que, conforme el perro acrecienta la actividad de lengua y hocico, la lleva a asir la peluda cabeza para hacer que profundice sus lamidas. Tal vez más allá de la evolución que clasifica a las especies, los líquidos hormonales y los feromonas de todas las hembras posean substancias similares, ya que el paladeo parece ir excitando sexualmente al perro que comienza a meter la lengua ahusada dentro de la vagina y alterna esas profundas lamidas con el inquieto raer de los dientes sobre las carnosidades externas, especialmente el triángulo regordete del clítoris.
El animal no defrauda las fantasías que Clara ha tenido siempre sobre el sexo con un perro y ahora se encuentra gozando de uno de las mejores minettas de su vida, pero el miedo tremendo por el enorme tamaño del animal y la fiereza subyacente que sus ojos amarillos manifiestan es tal, que la paralizan, no atinando a hacer el menor movimiento a pesar de que su sensibilidad le provoca cosquilleos que mueven sus músculos incontrolablemente.
Sin dejar de resollar y rebuscar en su sexo, el perro le expresa su disgusto por esos movimientos con un sordo gruñido, alzando la piel que recubre los colmillos y sus ojos se fijan diabólicamente en los suyos, desalentando cualquier otro intento de movimiento. Clara se da cuenta que le será imposible mantener la inmovilidad ante el inmenso disfrute que le está proporcionando el animal y pidiéndole a Pablo que lo sujete por el collar, se da vuelta rápidamente para quedar arrodillada.
Con la ayuda de Román, Pablo controla al poderoso animal que quiere seguir jugueteando en aquella fuente de exquisitos sabores y lo inmovilizan para que quede acostado de lado. Desconociéndose pero cumpliendo un mandato que viene a su mente de manera metafísica, Clara aprovecha esa circunstancia para asir entre sus dedos la peluda vaina del miembro animal y empezar a acariciarla en una lenta masturbación que rinde sus frutos cuando ve como crecen en su base las redondeces que los hacen abotonarse con las hembras, produciendo el esperma y, lentamente, la roja esplendidez de una gruesa verga chorreante de líquidos comienza a emerger de su encierro. Con golosa premura, ella acelera el ritmo de la masturbación y cuando la puntiaguda verga está totalmente afuera, sin poderse controlar, acerca la boca y la lengua liba con trémula vehemencia los fuertes jugos que le resultan excitantemente sabrosos, abriendo la puerta a su lujuria y los labios rodean la verga para chuparla profundamente en delicadas succiones.
Ella comprende la degradación humana en que está cayendo pero sus deseos son más poderosos que una hipócrita moral en la cual ya no cree. Durante unos momentos más continúa con la felación mientras los dedos masturban a la vaina peluda de esa verga que, en degradados tonos de rojo y cubierta por una extensa red de venas azuladas, ya tiene el tamaño de una masculina hasta que, saboreando glotonamente los nuevos jugos, se da vuelta y colocándose en cuatro patas, les exige que la hagan copular con el perro.
Pablo la acomoda en un ángulo por el cual el animal alcance el sexo y conduce al perro por las patas delanteras hasta que sus zarpas quedan aferrando las caderas de Clara y luego con Román lo ayudan a mover las traseras para acercar su miembro al sexo de la mujer. Apoyada en sus codos, Clara ve entre los senos como la punta del rojo miembro se va acercando a su grupa y, cuando merced a un empujón de Pablo, el perro da los tres cortos pasos que lo separan de ella, experimenta la enorme satisfacción de sentir como se desliza por la vagina con una temperatura como jamás experimentaran sus carnes.
Altamente entrenado para eso, el animal obedece las órdenes de su amo y aferrándose a sus ingles con las patas de uñas recortadas, inicia esos cortos remezones característicos de los perros que hacen deslizarse totalmente la verga en su interior y ya, totalmente entregado a la cópula, va cobrando velocidad hasta que aquella se hace tan frenética como sucede con todos los canes. El espectáculo resulta tan espantoso como subyugante, viendo al grande y oscuro animal copulando sobre esa mujer a la que supera en tamaño y peso como si fuera una perra, al tiempo que de su boca se desliza la baba que cae sobre la espalda cuando el animal expresa su calentura con incruentos mordiscos a las carnes de Clara, quien alza extasiada su boca abierta en un ronco rugido y balancea su cuerpo en frenéticos remezones para intensificar la penetración. Extasiada ante tanto placer, siente derramarse en sus entrañas una cantidad inmensa de un líquido caliente que le produce un intenso ardor pero que, misteriosamente, abre las compuertas de sus diques para que el orgasmo fluya mientras Pablo retira al perro y sus dedos completan satisfactoriamente la masturbación.
Pasado el mediodía regresa a su casa despaciosamente, pero advierte que sus precauciones son innecesarias ya que, aparte del cansancio por tan prolongado ejercicio, el resto del cuerpo no sólo no muestra huellas de los apretones, chupones y arañazos del animal, sino que sus órganos han recuperado la tonicidad sin evidencia de herida alguna.

Intempestivamente, Mónica se comunica telefónicamente con ella cuando el misterioso sistema de comunicación la entera del resultado de la prueba, para comentarle que su denodado voluntarismo ha impresionado a los examinadores y con pícara complicidad, le sugiere que la tarde siguiente y al término de las clases, la acompañe a su casa para contarle detalles del prolongado acople múltiple.
Al otro día no encuentra justificativo a su nerviosismo por creer que es público todo aquello que sucediera en la municipalidad, ya que en el corto trayecto hasta la escuela, la actitud de los que ya considera sus conciudadanos y la maestra es más de franca cortesía que de cómplice distinción.
Pasado el mediodía, recorren las pocas cuadras que separan la casa de Mónica con la escuela bajo la sombra de los coposos árboles de las veredas y cuando Clara entra por primera vez a esa casa que, siendo similar a la suya, desconoce, la frescura que prestan al interior las cerradas persianas, la sorprende.
Cuando Mónica la conduce al living para que ocupen el largo sillón, con desconfiada vergüenza se pregunta dónde estarán su marido y el hijo de este, un joven de diecisiete años cuya madre falleciera al momento del parto y que fuera criado por Mónica. Como si le hubiera adivinado el pensamiento, la mujer le dice que su marido está cubriendo su turno comunitario y el muchacho vaya a saber Dios por donde anda, razón por la que tienen piedra libre para lo que quieran.
Por aquella última expresión, Clara se da cuenta de su amiga no la ha invitado para conocer por su boca esos detalles que seguramente ya se han encargado de contarle y los perfumes que exuda la mujer hacen que en realidad eso no le importe demasiado. Inconscientemente y sin ninguna otra persona en quien confiar, ha hecho de la exuberante mujer su mentora y, secretamente, deseada amante.
Sin proponérselo, se ha acercado sobre el asiento y con los ojos lastimeramente hambrientos en los suyos, su mano busca acariciar una de las bien formadas rodillas y el contacto con su piel la hace estremecer de deseo. La penumbra contribuye a su osadía; acercando su rostro al de la maestra y en tanto exhala un hondo suspiro de angustia, deja a sus labios rozar los de Mónica.
Modificando levemente su postura, la mujer se recuesta sobre el respaldo y su mano presiona debajo de la trenza para atraerla hacia ella y concretar ese beso que se hace desear. A pesar de haber tenido con ella su primera relación homosexual y repetido varias veces la experiencia, nunca lo han hecho en un clima de intimidad como aquel. .
Sin ningún apuro y en tanto musitan encendidas palabras de amor, se toman de la cara, se acarician el rostro y la cabeza mientras las bocas se buscan en furtivos besos que no terminan de concretar y las lenguas ávidas se agitan en tremolantes lengüetazos invadiendo el interior de los labios.
Ciertamente, y Clara lo siente así en lo más profundo de sus entrañas, es como si las experiencias anteriores no hubieran existido y esta marcara el comienzo de un verdadero romance y no una relación impuesta por el sistema. Una particularidad más la constituye el hecho de que no se han desnudado y el roce de la ropa pone a sus caricias un sesgo de conquista y seducción no común.
Mónica también parece estar bajo el influjo de un algo desconocido y, mientras desliza las manos sobre el vestido pero sin intentar acceder a las carnes que cubre, realiza con labios y lengua una estupenda tarea en su boca que le responde con los mismos ímpetus. A pesar que las contundentes formas de su amiga cobran una nueva dimensión bajo la tela, le cuesta reprimir sus ansias de novata y en tanto aquella soba tiernamente los acolchados globos de sus senos, ella vuelve a dirigir su mano hacia la rodilla y, sorprendentemente, cuando pretende avanzar por el muslo, las piernas de la mujer se cierran en casta negativa.
Esa oposición coloca una iracunda respuesta en Clara y mientras en medio de besos y lengüetazos le reprocha crudamente el rechazo, en repentina y masculina actitud, aplasta sus labios con rabiosos restregones y la mano, con imprevista brusquedad, se abre camino entre los muslos en una contradictoria caricia.
Mónica se hace cargo de su ataque y en tanto profundiza el ardor de los besos poniendo más presión a su nuca, deja que, lentamente, las piernas vayan separándose para facilitar el tránsito de los dedos. Ante el camino expedito, los dedos parecen desconfiar y morosamente recorren la tersura admirable de los muslos interiores pero cuando arriba al objeto del deseo, se encuentra ante la desconcertante presencia de una bombacha.
Su sorpresa es tan evidente que Mónica, sin dejar de besarla, le murmura que ese obstáculo pondrá una cuota adicional de emoción para las dos. La textura de la prenda la sugiere que es de un delgado encaje y no posee refuerzo alguno, por lo que las yemas de sus dedos la oprimen para recorrerla en un lento periplo que las lleva desde la presencia palpable del clítoris hasta el hueco de la vagina, comprobando el grado de excitación de su amante por los fluidos que ante esa presión mojan sus dedos.
Entonces, sin enardecerse pero tremendamente caliente, utiliza las desigualdades de la tela para que la caricia vaya convirtiéndose en una masturbación que, ante los profundos suspiros quejumbrosos de la mujer, se profundiza cuando ella une índice y mayor para empujar hasta que la elástica tela cede, permitiendo a los dedos introducirse entre los labios con ella como áspera protección que raspa deliciosamente los tejidos.
Poniendo en su boca palabras sucias para elogiar roncamente su predisposición para el lesbianismo, Mónica agita su pelvis en una suave imitación copulatoria, exigiéndole que la lleve hasta la satisfacción total. Clara comprende que la mujer considera a ese acople de una manera tan especial como ella; dejando que aquella abreve en sus labios como en una fuente de placer, restriega prietamente la tela contra el fondo delicado del óvalo y cuando su amante solloza quedamente por el goce que está obteniendo, une tres dedos para penetrar el canal vaginal y engarfiándolos, raspa con la ayuda de la tela sobre la hinchazón almendrada, arrancando jubilosos ayes en la mujer hasta que, envarando su cuerpo y comprimiendo su boca en el beso hasta dejarla sin aliento, eyacula sobre la tela que ella saca empapada por sus espesas mucosas.
Mónica ha tenido razón al elegir aquel subterfugio para aumentar su pasión y, resbalando raudamente hacia abajo, se acuesta en el asiento para levantar la falda del vestido y ante sus ojos aparece una trusa blanca de elaborada confección, con intrincados bordados y estratégicas transparencias, que dejan ver la oscura dilatación de la vulva. Fascinada por los brillos húmedos, acerca la lengua para deslizarla angurrienta sobre ellos y el dulce sabor de los jugos expanden la cualidad de sus papilas.
Nunca hubiera imaginado que el simple obstáculo de una tela casi inexistente pudiera excitarla tanto y los labios acuden en ayuda de la lengua para sorber los excedentes jugosos que exuda, hasta que su ansiedad no aguanta más y separando el encaje hacia la ingle, posa la labios como una ventosa sobre el clítoris para, luego succionarlo decididamente fuerte.
La fragancia de las flatulencias vaginales que aun exhala la mujer la sobrepasan y aplicando la boca al agujero, chupa como si estuviera mamando para extraer del interior los jugos que no excedieran los bordes, deglutiéndolos con la fruición que a un manjar. En ese menester se afana con golosa insistencia hasta que ella comprende que ya basta y volviendo a incorporarse, se recuesta sobre su amante que aun aceza suavemente con los ojos cerrados.
En esa misma posición y aun vestidas las dos, Mónica hace que sus manos vayan despojándola del vestido para después empujarla hasta hacerla quedar acostada boca arriba en el sillón. Mientras ella espera con ansiedad, la mujer demuestra su práctica en desnudarse, ya que con dos simples movimientos saca la trusa por sus pies y el vestido por encima de la cabeza. Aun en la semipenumbra, la vista del cuerpo formidable provoca un escozor en el fondo de sus entrañas y aguarda lo que su amante le sugiera.
Tan emocionada como ella al descubrir que su relación ha excedido las exigencias comunitarias y que un verdadero sentimiento amoroso las vincula aun más que a sus legítimos esposos, respirando sonoramente por los hollares dilatados de la nariz como un animal salvaje, retrepa sobre el cuerpo de Clara para luego de amoldar su cuerpo en un cálido ensamble, asir entre sus manos la cara querida y aspirando golosa sus propios aromas que brotan desde los labios jadeantes, hacer que la punta de la lengua escarbe delicadamente en el interior hasta que su mismo sabor la enajena.
La morbidez de sus labios roza casi tímidamente los suculentos sabores y en mimosos picoteos, van atrapándolos entre ellos para succionarlos con tal dulzura que Clara no puede reprimir sus ansias y hundiendo sus manos en la espesa melena de la maestra, abre glotona la boca para aceptar el reto. Farfullando palabras de encendida lascivia, se sumen en una nueva sesión de besos que van encendiéndolas cada vez más, hasta que obedeciendo el silente reclamo de Clara que menea la pelvis en incontrolables movimientos copulatorios, escurre la boca a lo largo del cuello, accede a los frutos temblorosos de los pechos y ahí, combina el palpar de los dedos con angurrientas lamidas al seno.
La lengua azota las carnosas mamas para que, finalmente, sean los labios los que se apoderen de la excrecencia, succionándola duramente con avidez hasta que los dientes, que primero la roen con delicadeza, clavan sin herir su filo romo en la carne y refrescándola con el húmedo interior de los labios, tiran de ella hasta el límite para luego soltarla bruscamente.
La repetición de esa mínima tortura no hace sino exacerbar el deseo de Clara quien, empujando la cabeza hacia abajo, le ruega que la someta oralmente. Es tan grande la necesidad de gratificar a esa mujer que ha despertado en ella sentimientos a los que creía definitivamente enterrados por la incontinencia a que la han llevado los hábitos del lugar, trasladando hábilmente su cuerpo, queda invertida sobre la médica y, colocando sus piernas encogidas debajo de las axilas, hace que toda la zona erógena resulte expuesta horizontalmente.
Clara no creía que el sesenta y nueve fuera a producirse tan rápido, pero la vista del sexo de su amiga, pulidamente depilado e inflamado por la acción de sus dedos y boca, la compele a abrazar las nalgas para hacerlas descender. Brillantemente abrillantados por el barniz de las exudaciones hormonales, los labios ennegrecidos se abren para dejar surgir entre ellos las intrincadas volutas de los labios menores, permitiéndole distinguir, allá en el fondo, los vestigios rosados del óvalo.
Mónica hace maravillas con la lengua sobre el empapado vellón del Monte de Venus mientras las yemas de sus dedos fluyen ligeras sobre las filigranas de los pliegues, escarban sutilmente los alrededores a la entrada vaginal y excitan al sensible perineo para luego estimular dulcemente los pulsantes esfínteres anales, emprendiendo remolonamente el camino inverso.
El regocijo sexual le resulta tan maravilloso que, ronroneando mimosamente, Clara lleva la punta de la lengua a escarcear traviesa sobre el sexo femenino y el sólo sentir en picor agridulce la hacer conducir dos dedos para separar las alas carneas. Alucinada como cada vez que posee a Mónica, hace deslizar la punta viboreante en aquel cuenco perlado, hurga el conducto de la uretra y vagabundea en la oquedad del capuchón, excitando vibrante la cabeza del pequeño pene.
Enardecida por lo que sucede en su sexo, la maestra yergue el torso para hacer que su cuerpo suba y baje en un lerdo galope sobre la boca, buscando que labios y lengua se adueñen de sus colgajos y, pidiéndole que la someta con los dedos, lleva manos a sus soberbios senos para sobarlos con vesánica excitación.
En tanto que Clara satisface esa súplica y ella proyecta enardecida su sexo contra la boca, entre las lágrimas de felicidad que empañan sus pestañas cree percibir que no están solas, pero la contundencia de dos dedos de la médica sometiendo su vagina en un enérgico coito la hacen olvidar de todo y, abalanzándose nuevamente sobre la entrepierna, vuelve a chuparla para no sólo corresponderle con similar penetración sino que dedos de la otra mano dilatan y hurgan en el complacido ano de su amante.
Acopladas como un mecanismo perfectamente ajustado, ambas se prodigan repitiendo y mejorando lo que la otra le hace y así, sometiéndose simultánea y recíprocamente por ano y sexo, se hunden en una vorágine de la que sólo las sacan los ayes complacidos y los bramidos de satisfacción con que reciben los respectivos orgasmos hasta que el agotamiento les hace lentificar la acción de manos y bocas para permanecer derrumbadas, lado a lado en el asiento.
Clara cree haber dormitado sólo unos momentos, pero cuando se despereza soñolienta no encuentra a Mónica a su lado. Perezosamente, se estira en el largo sillón, filosofando mentalmente cuanto ha cambiado su pensamiento y su moral; analizándolo seriamente, se dice que ha convertido en realidad al mito de Pandora y que el envase de donde escapan los vicios y pecados ya no es una imaginaria caja sino su propio cuerpo.
Con el deseo aun rebullendo en su sexo, decide sorprender a su amante y silenciosamente recorre la planta baja para comprobar que esta no se encuentra allí. Su absoluta desnudez no la amilana y como, con pequeñas diferencias, todas las casas son similares, piensa que Mónica debe hallarse en el cuarto de baño principal en la planta alta.
Con una pícara ansiedad, imaginándose la sorpresa que dará a su amiga en la ducha, sube subrepticiamente la escalera y sí, al vestíbulo dan tres puertas e indudablemente, la del medio corresponde al baño. En puntillas se acerca y cuando está a punto de abrirla, un murmullo de voces le llega desde la puerta vecina.
Entreabierta, esta cede fácilmente cuando ella la empuja y a través de la rendija observa que su amante está sentada en el piso delante de lo que parece un lecho pero no ve a la otra persona. Muy lentamente va abriendo la puerta y aprovechándose de la penumbra interior, se cuela en el cuarto, escondiéndose detrás de un sillón cercano.
Con la boca reseca por la emoción y temblando como un chico pillado en falta, contempla como Mónica juguetea con obscena lascivia entre las piernas de Nicolás, su hijastro. Como en un cuadro de Vermeer, una franja de sol que entra por una abertura de los espesos cortinados los ilumina como un farol, manteniendo el resto de la habitación casi a oscuras. Clara conoce sólo de oídas al muchacho y por sus poco más de diecisiete años, no esperaba encontrarse con un alto y fornido hombre, al parecer ya completamente desarrollado.
Mejorando su posición a expensas de la penumbra, se sienta sobre la alfombra y convertida en una emocionada mirona, se asombra cuando la maestra, quien bromea con el adolescente acerca de las cualidades de su pene, lo soba entre sus dedos para luego inclinar la cabeza y alojarlo por entero en la boca.
A pesar de no ser su hijo biológico, es como si lo fuera, ya que ella se hizo cargo de su crianza antes de que cumpliera un año y para los escasos resabios de moralidad que aun habitan a la médica, aquello es un estupro incestuoso en toda la regla.
El muchacho está sentado en el borde de la cama con las piernas abiertas y su madrastra, en tanto que va consiguiendo el endurecimiento de la verga con labios y lengua, acaricia amorosamente los genitales hasta que el miembro muestra un respetable tamaño. Entonces y sin apuro alguno, se dedica a recorrer el tronco ávidamente con la lengua tremolante, deteniéndose ocasionalmente para lamer y chupetear en la profundidad del surco. Aparentemente aquello es habitual entre ellos, porque Nicolás se ha recostado en la cama apoyándose en los codos y mientras contempla como Mónica le hace una felación digna de la mejor prostituta, alienta a la mujer para que siga haciéndolo con groseras referencias a sus innatas condiciones de puta.
La actitud de su hijastro parece enardecer aun más a la envilecida maestra, quien comienza a alternar las hondas succiones al falo con similares ejecutadas sobre los globosos testículos mientras la mano somete a la verga a una masturbación que hace estremecer al joven por su intensidad.
Viendo los espasmódicos remezones que conmueven a Nicolás, acrecienta la presión de los dedos que ciñen al falo e introduciendo en la boca solamente el glande, combina succiones con ríspidas masturbaciones y cuando el joven expresa la necesidad de acabar, forma con dedos y boca un tubo que simula una vagina para someter casi irracionalmente al miembro hasta que él estalla en una serie de roncas palabras de agradecimiento y del pene brotan chorros de lechosa blancura que la mujer recibe en la boca desmesuradamente abierta para luego sorber y deglutir con voraz glotonería.
Retrepando con su hermosa anatomía sobre el cuerpo del muchacho y mientras lo besa ávidamente en la boca, se recuesta junto a él y con insinuante picardía, alterna los besos con intencionadas preguntas sobre si su actitud ha sido todo lo placentera que esperaba. Mimosa como una jovencita, se restriega en su cuerpo mientras trata de excitar nuevamente a su hijastro con remembranzas de los primeros coitos con que ella se encargara de desvirgarlo a sus tempranos doce años y, al parecer, la acción conjunta de esos recuerdos con los manoseos al miembro van convirtiéndolo paulatinamente en un falo que, una vez erecto, ella introduce en su vagina acaballándose sobre el muchacho.
Con las rodillas junto al torso musculoso, se inclina para que Nicolás pueda apoderarse de sus senos y en tanto este los soba, estruja y lame con fruición, ella mueve adelante y atrás la pelvis en una cópula de increíble violencia que tiene su correlato cuando el joven se desprende y tras colocarse detrás, la alza por las ingles para que la grupa quede expuesta e introduce el falo en la vagina con tanta violencia que ella gime roncamente, pero, pidiéndole aun más energía, le suplica que lo posea hasta descargar en sus entrañas esa leche que la satisface tanto.
El coito adquiere características memorables y el tanto Mónica apaga el rugido de su garganta mordiendo las sábanas, colaborando con sus dedos al estimular el clítoris, él proyecta su pelvis contra el cuerpo y el chas-chas de las carnes húmedas se esparce por todo el cuarto hasta que, con violentos remezones finales, él saca el falo de la vagina para masturbase duramente hasta que poderosos chorros de melosa consistencia gotean sobre los glúteos.
Lentamente, ella recupera el aliento y, como si hubiera cumplido un trámite de cotidiana costumbre, besa tiernamente al muchacho que se ha derrumbado exhausto en la cama y, pasando tan sólo a un metro de su amante, se mete en el cuarto de baño.
Sentimientos encontrados se mueven en Clara; por un lado están los celos, ya que, aunque conoce la promiscua incontinencia de Mónica está realmente enamorada de ella y por el otro lado la excita esa relación antinatural entre una mujer adulta y ese chiquilín que, además de poder ser cronológicamente su hijo, lo es de hecho por haberlo criado, aunque lo que más la exacerba es precisamente eso; saber que la virginidad del muchacho ha sido atropellada desde su más tierna infancia como si fuera un circunstancia normal entre madre e hijo.
Aunque ha visto todo aquello a poco más de tres metros, el contraluz sólo le ha permitido vistas parciales de ese cuerpo que, aunque joven, casi infantil, posee una fuerte musculatura y su verga, entrenada seguramente con rudeza por Mónica durante años, parece tener un tamaño y consistencia envidiables. La curiosidad de su concupiscencia es más poderosa que la prudencia y la humedad que moja su sexo opera como un disparador.
Furtivamente se acerca la cama y el espectáculo se convierte en hipnótica atracción; ve al muchacho como un efebo mitológico y el colgajo de la verga empequeñecida actúa como un imán. Sigilosa y en la misma actitud acechante de un felino con su presa, trepa al lecho cuidadosamente para ubicarse sobre la entrepierna descubierta por las piernas despatarradas.
El aroma formado por la mezcla de las mucosas femeninas con la acostumbrada acritud masculina y un resto almendrado a semen golpea su concupiscencia y, alargando la lengua como la de un ofidio, roza tenuemente los tejidos del miembro fláccido. El sabor la obnubila, toda vez que en este prima el particularmente querido de su amada y, deslizando la punta a lo largo del pene, sorbe y deglute ese jugo como a una ambrosía.
La impunidad acrecienta su coraje, e imprimiendo al órgano mayor velocidad, ya no se desliza prudentemente por el tronco sino que se atreve a escarbar en su base y, subiendo, hurga en el frondoso prepucio que, apenas remangado, deja al descubierto la tersa superficie de un puntiagudo glande.
Nicolás se agita nervioso y al abrir los ojos, encuentra en su entrepierna una afanosa cabeza a la que, por la gruesa trenza que nace de la nuca, identifica como la de la nueva maestra y a quien desea como la mayor parte de la población. Sin evidenciar su despertar, se deja estar mientras la observa por entre las pestañas para ver como la mujer va perdiendo su compostura junto al crecimiento natural del pene.
La creciente rigidez entusiasma a Clara quien, asiendo al tronco entre los dedos, lo alza para que labios y lengua lo recorran por todos lados y luego, con meticuloso cuidado, introduce en su boca el glande para descorrer el telón epidérmico. Duchos en mil felaciones, sus labios se ciñen sobre el surco y, delicadamente, inicia un leve meneo de la cabeza que, exacerbando al jovencito, denuncia su despertar.
Alzando apenas la vista, Clara clava sus ojos en la mirada azorada del muchacho dejándole ver toda la profundidad de su lascivia y, ya liberada, no se contenta con extender las succiones hasta que la punta del falo roza su garganta, sino que las acompaña y complementa con un prieto masturbar de dos dedos.
La mano del muchacho se apoya en su estirado cabello para darle un ritmo que lo satisfaga y luego, al tiempo que la obliga a ascender tirando de la trenza, le manifiesta sordamente sus ansías por poseerla. Acomodándola en lo que muchos denominan como”cucharita” y, mientras besa ardorosamente su nuca y espalda, estruja rudamente los senos en tanto le hace encoger una pierna para apoyar el maravilloso nuevo falo contra la vagina e ir penetrándola hondamente pero sin lastimarla.
En esa postura, la verga restriega directamente contra el Punto G y su dureza es tal que la hace gemir involuntariamente. Luego de varios remezones, Nicolás guía su torso para que quede boca arriba acunada en su brazo y con la boca golosa busca satisfacerse en la suya, enredándose ambos en una lujuriosa sesión de besos en tanto que con la otra mano estruja dolorosamente los senos y cuando ella se queja mimosamente de ese trato, baja la mano a restregar en apretados círculos al clítoris.
Verdaderamente, el muchacho parece un avezado adulto y ella agradece que Mónica haya sido la maestra de tan aplicado alumno. La gran verga se mueve en el canal vaginal como un ariete, un enloquecedor pistón que la eleva a esa dimensión del placer de la cual no quisiera regresar jamás, pero su angustia es tal, que sordamente le reclama por su orgasmo.
Decidido a satisfacerla y tal vez urgido por la cercana presencia de Mónica, mientras clava los dientes en su hombro, saca el falo de la vagina para apoyarlo sobre el ano, penetrándolo lenta pero inexorablemente mientras acalla el bramido de su garganta con la mano que la acunaba sobre la boca.
Como siempre que su ano es sometido, el dolor inicial es tan fuerte como si fuera una colegiala, pero una vez que el miembro se adentra en el recto, el sufrimiento se transforma en un goce tan inefable que no puede resistirse a expresarlo verbalmente. Mientras alienta al muchacho para que incremente más aun la sodomía, busca su boca y en medio de sordas imprecaciones, siente como él acrecienta su placer al hundir dos dedos en la vagina, con lo que la refriega se hace enloquecedora hasta que, casi al unísono, Clara experimenta la inundación de su alivio al tiempo que recibe la descarga caliente del esperma en la tripa.
Así como sabe que la cópula ha terminado, también está conciente que Mónica está en el baño vecino, por lo que, dando un fuerte beso a Nicolás, se asoma con precaución y escuchando chapalear en la bañera a su amante, baja raudamente la escalera para, luego de vestirse, salir de la casa como si no hubiera sucedido nada.
Aunque no hayan hecho mella en lo físico, las emociones de esos últimos acoples y la evidencia de que de ahora en adelante su vida será una eterna cópula, la llaman a cierta reflexión. Procurando no dar a su marido más información que la estrictamente necesaria y manteniendo a raya los avances cotidianos de Mónica, sortea casi una semana sin mantener relación alguna, tras la cual comprueba dos cosas; debe dosificar la frecuencia y vehemencia de los acoples para evitar la fatiga física y mental y por otra parte verifica el grado de incontinencia que la habita, ya que su cuerpo parecer reclamarle a gritos nuevas satisfacciones.
Sin embargo, lo que ella aguarda con nerviosa inquietud son noticias de su evaluación, ya que no resistiría ser rechazada después de lo que ha hecho y tener que volver a la chatura de su vida anterior e, irónicamente, es Mauro el encargado de dárselas. Como su marido, él también depende de ella en su permanencia en la villa y por esa razón es comisionado por Pablo para anunciarle que ha sido aprobada con máxima calificación y que ambos podrán permanecer el resto de sus vidas en la comunidad, diciéndole que la ceremonia de “graduación” será en dos semanas.
Junto a la noticia, su marido le hace entrega de una caja en cuya cubierta exhibe una tarjeta en la que, remedando a un diploma, consta que es ciudadana plena y por lo tanto, merecedora de los objetos que, como tal, le permitirán ejercer cabalmente sus deberes. Abriéndola emocionada, encuentra en su interior varios frascos de retardadores y aceleradores de orgasmos, lubricantes vaginales y anales y, en estratégicos nichos, dos collares de esferas de distinto tamaño, un largo consolador de traslúcida silicona y dos cabezas, otro que forma un cono de esferas superpuestas, aquella U con asa y finalmente, el infaltable y deseado arnés, que este caso posee puntas siliconadas no sólo en la parte superior de su interior sino también una corona que rodea la base del falo, con una discreta instrucción gráfica de como deberá utilizarlo en la ceremonia, llevándolo pegado al muslo con una liga de goma provista.
Es tanta su alegría que, cuando recibe la halagüeña bienvenida de los vecinos con los que se cruza en su camino a la escuela a la mañana siguiente, se la agradece con efusivos besos y al llegar al colegio, es recibida por Mónica como si realmente se hubiera doctorado nuevamente.

Junto con la alegría, la invade la necesidad de realizar una severa introspección que le permita hacer una evaluación personal de lo sucedido en los últimos tiempos, de su conducta al respecto y de como incidirá aquello en su vida futura, dado que su matrimonio se convertiría en algo mucho más virtual que en la actualidad si dejara aflorar sus nuevas inclinaciones y preferencias sexuales.
Dándose tiempo para eso, sortea los acosos casi cotidianos de Mónica y esquiva el próximo turno de los jardineros pretextando inconvenientes genitales que unidos a su prolongada menstruación, la han dejado temporalmente “fuera de combate”. Conversándolo con Mauro, coinciden que el proseguir juntos una vida en ese lugar les traerá más conveniencias que dificultades, ya que, aunque sus relaciones son más fraternas que maritales, todavía encuentran solaz en los espaciados acoples y, además, se tendrán el uno al otro para protegerse y apoyarse.
Tranquilizada y con el cuerpo descansado, tonificado por las largas caminatas con que recorre algunos rincones del valle, ya sus entrañas comienzan a reclamarle ser satisfechas por los cada vez más continuos escozores del bajo vientre que se concretan en fuertes molestias e inflamación de los ovarios que, aunque Mauro la penetra regularmente, la obligan recurrir a la masturbación para calmar esos ardores.
Al acercarse la fecha de su graduación, consulta a Mónica para que la guíe en cuanto a quienes asistirán a la ceremonia, como comportarse e ir vestida. Su amante le explica que lo de la “graduación” es casi simbólico y que consistirá en ser la “agasajada” especial de una reunión social del Consejo Directivo, compuesto por diez personas entre hombres y mujeres, en la cual, deberá satisfacer sexualmente a quien se lo solicite sin dudarlo ni protestar, se trate de lo que se trate.
Por lo tanto, su comportamiento deberá ser gentil, condescendiente y cordial, aceptando las situaciones como una gracia que se le concede y no un sacrificio; por último, le presta el vestido que utilizara ella misma en esa “ceremonia”, cuya ajustada parte superior sin mangas y cerrado cuello, se cierra en la nuca mediante un simple broche y la larga falda que llega hasta los tobillos, posee dos grandes tajos que llegan hasta la parte superior de sus caderas.
Casi inútilmente, Mónica le aclara que el broche le permitirá descubrir el busto con total libertad y prontitud, mientras que los faldones facilitaran tanto su acceso trasero como delantero, recomendándole que debe colocarse el arnés antes de concurrir a la fiesta, sujetando el falo sobre el muslo interior con la liga de velcro para no hacerlo evidente y que, mientras no lo necesite, utilice una toallita higiénica para evitar el roce continuo de las excrecencias contra el sexo.
Clara toma cabal conciencia de qué se trata la famosa “graduación” y que, si en realidad desea permanecer y disfrutar de ese mundo perdido, debe aceptarlo como a una religión, sin discutir el dogma, acatando lo bueno y lo malo.
La tarde de la consagración la pasa ocupada en sí misma; durante más de una hora permanece sumergida en la bañera, repasando escrupulosamente cada rincón del cuerpo con la maquinita de afeitar. Luego y provista de un espejo de mano, elimina totalmente el oscuro triángulito peludo del pubis, prolongando cuidadosamente su labor para no lastimarse sobre la vulva y casi doblándose en dos, limpia de todo vello las proximidades del ano.
Volviendo a sumergirse en el agua a la que agrega fragantes aceites hindúes, restriega repetidamente su piel con jabones emolientes para, después de secarse minuciosamente, distribuir una delicada capa de crema humectante que rápidamente de desvanece absorbida por la piel, cuyo aspecto suavemente dorado por el sol adquiere una tersura de porcelana que a ella misma la sorprende.
El cabello que ha lavado al mediodía, luce blandamente lacio y brillante; demorándose en estirarlo con gel sin que uno solo escape a sus dedos, lo ata con una fina cinta de seda a la que más tarde entrevera con los tres mechones que trenza a su espalda a la usanza romana. Un suave matiz grisáceo a sus párpados profundiza el color de sus ojos y delinea la boca con un labial que sólo resalta su dibujo pero no desentona con la delicadeza del conjunto.
Antes de ponerse el vestido, distribuye pequeños toques de perfume detrás de las orejas, en el espacio entre los senos, el ombligo, las canaletas de las ingles y en la hendidura entre las nalgas, tras lo cual toma el arnés y, colocando en el interior la protección de una toalla higiénica, ajusta las tiras de tela con sus cierres de velcro, comprobando que las dos finas tiras que parten de la copilla pasen por los lados de la vulva y ano y se abran en diagonal sobre las nalgas para dejar expedito el camino a ellos. Tomando la delgada cinta elástica de la liga, baja el consolador contra el interior del muslo y lo ajusta de forma que no la moleste al caminar.
Al observar en el espejo la albura del vestido que se ajusta a su cuerpo como una segunda piel dejando poco librado a la imaginación a través de su escote trasero que llega hasta la curva de los glúteos y los dos grandes tajos laterales, siente que inconscientemente, ha cobrado el aspecto de una vestal mitológica que será ofrendada a los dioses.
Calzando sandalias de taco alto, suspira agradecida por esa oportunidad única y lentamente, se encamina rumbo al edificio donde se realiza la ceremonia. Desde el mismo día en que llegaran a la villa este le ha llamado la atención pero nunca preguntó de qué se trataba. En realidad, esa construcción es la antigua vivienda de los dueños originales del valle que, acondicionada su estructura colonial a las necesidades actuales, se ha convertido en la mansión del Club social comunitario.
La amplia casona dispone de distintos salones, un discreto restaurante con su barra y las distintas habitaciones se han adaptado para que cumplan la función de salas privadas en las que los socios pueden, tanto homenajear a otros con una cena privada hasta mantener citas galantes.
Al trasponer Clara la amplia puerta de dos hojas, se encuentra en gran vestíbulo al que dan puertas interiores que comunican con los distintos salones y pasillos que conducen a las habitaciones. Pablo se encuentra esperándola para conducirla a una de las salas en que se encuentra una veintena de personas a las que él personalmente se encarga de presentarle oficialmente a pesar de que se conocieran de vista.
Ella no deja de notar que en el grupo no existen personas que excedan los cuarenta años pero, en tanto que las cinco mujeres son llamativamente hermosas, los otros cuatro hombres difieren en su aspecto y contextura física. El salón, consta en realidad de un centro en el que se ubica una gran mesa redonda colmada de platos fríos y diversas bebidas que los comensales se sirven personalmente por no haber personal de servicio. Todo en derredor, como formando los pétalos de una flor, se abren pequeños palcos en los que hay distintos juegos de sillones y que están separados entre sí por pesados cortinados de terciopelo rojo oscuro, lo que sumado a la escasa iluminación que les llega desde la araña central, los transforma en rincones de íntima penumbra.
Al terminar la ronda de presentaciones, los demás parecen desentenderse de la agasajada y sólo la mujer que Pablo le presentara como su esposa, permanece junto a ella. Asiéndole una mano y mientras se la acaricia distraídamente, Florencia le comenta, con ese desvergonzado desparpajo de las mujeres locales que aun la desconcierta, algunas de las relaciones que ella mantuviera en esos cuarenta días, congratulándose que a su facilidad de adaptación al lugar agregue el bagaje de una evidente incontinencia personal.
Viendo como Clara se ha paralizado instintivamente, impactada por el hecho de que cada uno de sus actos, aun los más repugnantes, estén en boca de todos, frota sus dedos que han adquirido una súbita rigidez entre sus manos y, con sardónica sonrisa, apretándoselos con cómplice afecto, la conduce hacia el palco más cercano.
Por su desenfado o tal vez la franqueza brutal con que la aborda, la mujer se le hace fascinante; alta, muy alta, no es estrictamente una belleza sino que su rostro anguloso, de pómulos altos, ojos rasgados de un frío color gris y boca generosa, inspiran en Clara súbitos deseos de poseerla. El look se completa con una cortísima cabellera negra de mechones desiguales y el largo cuerpo muestra que aun por debajo de la ropa, ofrece formas contundentemente macizas.
Ninguna de las mujeres con las que ha estado, incluyendo a la masculinizada Amelia, le ha transmitido tal grado de seductora atracción y notorio lesbianismo sin perder sus encantos femeninos. Con sólo mirarla, nadie vacilaría un instante en calificarla de homosexual, pero sus actitudes y formas expresan tan alta feminidad que ningún hombre dudaría al momento de poseerla.
Sentadas en un sillón desde el que, tal vez por un juego de perspectivas, el salón parece lejano, Clara no logra desviar sus ojos de esos que la mesmerizan como a una serpiente y embrujada por esos encantos, no puede resistir el impulso de enviar una de sus manos a verificar la solidez de los senos que abomban la tela. Ciertamente, esta parece incapaz de contener esas carnes que le permiten palpar no sólo su dura firmeza sino también la pujanza de los recios pezones.
Sin manifestar emoción alguna y sin que su gélida mirada de lobo se altere, Florencia pliega diestramente su brazo hacia atrás para hacer descender el largo cierre que se extiende hasta la zona lumbar, con lo que el vestido sin breteles cae lentamente como una cáscara de banana, dejando el torso totalmente expuesto. Los dedos de la médica ascienden con leves roces a lo largo del brazo, llegan a la curva del hombro y desde allí descienden por la pendiente carnosa que, como un terso tobogán, los conduce a la periferia de la oscura aureola, en cuyo vértice se yergue un consistente, largo y grueso pezón.
Sin romper ese silencio cómplice que las une, la mujer propicia el acercamiento de sus caras y los labios se buscan en mimosos ensayos de tiernos besos, en los que el húmedo interior del labio inferior engancha al superior de la otra para dejar que el otro se cierre atrapándolo. Luego desciende para hacer lo mismo en el inferior, tras lo cual cede su lugar para que la otra proceda de la misma manera.
En tanto que ese banquete de labios se sucede cada vez un poco más hondamente, las manos de Florencia han desabrochado en la nuca el vestido de Clara y las dos complementan los escarceos bucales con tiernos apretujones y caricias a los senos, que van concentrándose en un leve rascar a las aureolas y suaves pellizcos a los erectos pezones.
Es evidente que, asumiendo la parte activa, a la mujer le gusta llevar la voz cantante en las relaciones, pero como justamente esa es la tendencia que Clara ha descubierto en sí misma, no sabe si al tomar la iniciativa pueda molestar a Florencia quien, anticipándose a sus elucubraciones, desciende la cabeza para que una lengua larga y recia se proyecte vibrante contra un seno en tanto el otro es avasallado por los dedos.
Imponiéndose físicamente, la mujer va recostándola delicadamente contra los almohadones para incrementar el tremolar del órgano contra el pezón y, alternándolo con los dedos, lo traslada del uno al otro, pero esta vez contando con el auxilio de los labios que colaboran con intensos chupones a la mama.
Acariciando los renegridos mechones que apenas puede asir entre sus dedos, Clara conduce su cabeza contra los pechos al tiempo que roncamente le pide por más y Florencia no defrauda sus expectativas; ya no es la lengua quien somete a los pezones, sino que los labios se han confabulado con los dientes para que, después que los últimos se hincan en la carne royéndola delicadamente, tirando de ella como comprobando sus límites de sufrimiento o goce, los primeros la ciñan en apretados chupones para calmar el ardor de la mordida.
Esa alternancia del dolor con la fresca suavidad lleva al vientre de Clara a un vórtice de deseo en el que arden los calderos hirvientes de sus entrañas y en tanto que menea sugestivamente la pelvis en involuntario coito, tironea de los cortos mechones mientras suplica a media voz que la posea oralmente.
Satisfaciéndola, Florencia abandona los senos para que la boca explore las oquedades musculares del vientre, y luego, alzando el faldón de la pollera para arrollarlo sobre su vientre, despega la elástica tira que sostiene al falo pegado al muslo y desprendiendo el velcro del arnés, deja su sexo totalmente expuesto. Apartándole una pierna para que quede apoyada en el piso, le encoge la otra pidiéndole que la sostenga así.
Anhelosa por ver como Florencia juega en su sexo, ella sostiene la pierna alzada tomándola por detrás de la rodilla y se apoya en el otro codo para quedar inclinada hacia adelante.
Con un inquieto pulsar en la vulva y vagina, reprime su angustia mordiéndose los labios y observa como la boca generosa se acerca lentamente al sexo reptando sobre el muslo y, cuando la punta afilada de la lengua hace contacto con la piel arrugada del capuchón, una especie de corriente eléctrica le hace dar un respingo. Tremolante, el órgano vapulea suavemente al tubo epidérmico y cuando se hunde en el hueco a la búsqueda del glande, índice y pulgar lo estriegan entre ellos en un maravillosa masturbación.
Durante unos momentos, la mujer se aplica tesoneramente a la succión de la cabecita para luego seguir el sendero marcado por los tejidos de la capucha. Al transformarse en los labios menores, estos se expanden en dos aletas groseramente carnosas cuyos bordes oscurecidos se prodigan en arrepollados pliegues hasta formar en la fourchette la corona carnea de la entrada a la vagina.
Subyugada por su aspecto, Florencia los separa con índice y mayor de la otra mano y sin dejar de castigar al clítoris, repiquetea contra en fondo del óvalo en la base de los labios, escarba en la oquedad de la uretra y finalmente, se regodea en los tejidos que orlan el boquete latente.
El ronroneo amoroso de Clara le dice de su complacencia y entonces la mujer afila la lengua para que, envarada, penetre al interior de la vagina. El placer que le proporciona esa punta golosa explorando sus esfínteres vaginales es tan poderoso que, llevando sus dedos a desplazar los que martirizan al clítoris, le suplica a Florencia que chupe sus pliegues mientras la penetra manualmente.
Obedientemente, esta encierra entre sus labios las barbas colgantes para succionarlas y hacer que la lengua las estriegue deliciosamente contra el paladar, en tanto que sus dedos índice y mayor se abren camino en la holgada caverna vaginal, donde, curvándose en un fiero gancho, escarban las mucosas lubricantes.
El goce de Clara se expresa en sus entrecortados jadeos y el meneo de la pelvis reclamándole por más. En golosos chupeteos que abarcan todos los tejidos, más que macerando, devorándolos, la mujer se hace dueña del sexo y mientras imprime a la mano que la penetra un movimiento giratorio para que los dedos rasquen cada rincón vaginal, su largo pulgar va sodomizándola y en esa tarea se aplica sañudamente hasta que la médica proclama jubilosamente el advenimiento de su orgasmo entre convulsivas contracciones vaginales que expulsan su líquida satisfacción sobre los dedos de Florencia.
Aprovechando la abundancia de las melosas mucosas que encharcan al sexo y los dedos, no termina de sacarlos de la vagina, sino que los une en una cuña a la que agrega el delgado meñique y casi escondido en la palma al pulgar; muy despaciosamente, comienza a empujar y cuando encuentra el obstáculo de los huesudos nudillos, dolorosamente para Clara, va dilatando los esfínteres y el descomunal ariete se introduce al canal vaginal, sorprendiendo a la “víctima” por la absoluta falta de dolor y sí una increíble ansia por sentir la moverse.
Consternada, percibe como los dedos se aprietan en un puño y es entonces que la mujer inicia un calmoso ir y venir que la enardece de placer, ya que nunca asentido tales sensaciones ni siquiera en dobles penetraciones y proyectando instintivamente la pelvis contra la mano, proclama a voz en cuello el placer que está obteniendo; ahora Florencia alterna al embolo con una apertura de la mano que convierte a los dedos en garfios que dilatan la vagina y la rascan simultáneamente, haciéndole sentir cosas inéditas pero a la vez, provocando una nueva e insólita eyaculación que no tarda en derramarse hasta escapar entre la muñeca y la vagina. Amorosamente, la mujer va aquietándola con caricias y delicadas excursiones de su boca por todo el sexo, sorbiendo hasta la última gota de lo que las hormonas exudaran, jugos cuyo sabor inunda su boca y que ella traslada a la de Clara, retrepando su cuerpo y depositándolo en besos de inefable dulzura.
Agobiada mentalmente, cierra soñolienta los ojos para caer en un momentáneo sopor del que sale instantes después para comprobar como Florencia se ha sumado a uno de los grupitos. Aprovechando que la copilla y el falo yacen a un lado, comprueba que la toallita ha caído al piso y con ella seca la abundancia de jugos y saliva que cubre su sexo. Pegando los cierres de velcro a su cintura, vuelve a alojar la verga artificial en la pierna y aquello hace que sienta el reconfortante roce de las puntas en su sexo. Tan sólo con levantarse, el largo faldón delantero del vestido cae por su propio peso sin muestras de haber estado arrollado y la practicidad del diseño se pone en evidencia cuando, con sólo abrochar el cierre del cuello a la nuca, su busto vuelve a quedar cubierto.
Satisfecha por la obtención de ese orgasmo que se le estuviera negando y dándose cuenta que su breve ausencia no parece haber molestado a sus anfitriones, se integra a un grupo en el que rápidamente la incluyen en la conversación con preguntas referentes a su trabajo como médica. Imperceptiblemente, las luces de la araña van declinando en su brillo y esa rosácea sombra brinda mayor intimidad a las conversaciones que tienen una manifiesta tendencia al erotismo.
Sin emborracharla, el alcohol colabora para que un velo rojizo nuble momentáneamente sus ojos y manifieste su jolgorio con inexplicables risitas y juguetones toqueteos a sus compañeros, hasta que Rubén, el más bajo de ellos, la toma de un brazo para arrastrarla hacia uno de los rincones cuya oscuridad ya es casi completa.
Aun tentada por la risa, se desploma despatarrada sobre el sillón que le indica su compañero, viendo como este se sienta pegado a ella para luego de asirla por el cuello, aplastar su boca contra la suya para hacérsela abrir con prepotencia. Esa innecesaria brusquedad la molesta en un primer momento pero recuerda las recomendaciones de Mónica en cuanto a su obligación de admitir sumisamente lo que quisieran hacerle y, como en definitiva, solamente es un poco de excesiva fogosidad, abre gustosa la boca para recibir los ardorosos chupones y lengüetazos de Rubén.
Abalanzándose sobre ella, el hombre aparta tan sólo un poco la pollera rebuscando en el espacio que le deja el falo, ubica la entrada a la vagina y en tanto se hace un banquete con sus labios, la penetra con dos dedos en una masturbación que va despejando su mente. Ciertamente, a pesar de su baja estatura, Rubén es un hombre poderoso y sus dedos aunados tienen parecida consistencia con un pene, por lo que, ella encoge voluntariamente sus piernas abiertas para entregarse a ellos con la misma vehemencia que a un coito.
Sin dejar de besarla y masturbarla, el hombre se incorpora y manteniéndola acogotada, se deja caer en el asiento hacia atrás. La posición se ha invertido y entonces Clara advierte que Rubén ha sacado la mano de su sexo para abrir la bragueta y extraer el suyo. La fuerza de su mano la ahoga y manifestando su asfixia, le pide roncamente que la suelte, pero él endereza su torso para empujarle la cabeza hacia abajo al tiempo que le exige que lo chupe.
La verga húmeda todavía está tumescente, pero el olor familiar enardece a la médica quien, asiéndola entre sus dedos, la coloca casi por entero en la boca. En el mismo instante de sentirla dentro, se da cuenta de que si tiene ese tamaño estando fláccida, al endurecerse será enorme. La consistencia del miembro es tan particularmente suave que ella no puede evitar que los labios se ciñan contra el tronco y la lengua lo vapulee contra el paladar, las muelas y el interior de los dientes.
Alborozado por esa mujercita deseable sea tan condescendiente, él le pide que sume a la caricia los dedos sobando sus testículos y Clara lo hace con tal empeño que pronto el falo va adquiriendo características de tal y con ello un volumen que promete hacerse descomunal.
Tomándose un descanso, ella aferra al miembro entre los dedos, mientras su boca se desliza de costado arriba y abajo, lamiendo y chupeteándolo. Mojada por su saliva, la cabeza brutal es terreno propicio para que los dedos la restrieguen en movimientos envolventes, raspando especialmente el surco libre de prepucio.
Cuando finalmente decide completar la felación, enfrenta con la boca abierta al glande y ahí se da cuenta que le será poco menos que imposible abarcarlo sin lastimarlo con los dientes. No obstante, los obstáculos son un aliciente para Clara quien, envuelve la punta ovalada con los labios, efectuando ligeros chupones que, con la saliva que deja escapar actuando como lubricante, hacen penetrar despaciosamente la verga en la boca y cuando supera el escalón del surco, sus mandíbulas parecen dislocarse para distenderse de acuerdo al grosor del tronco.
Ni los consoladores más fantásticos alcanzaron ese volumen y, sin embargo, hay algo que le hace colocar inconscientemente la cabeza en un ángulo que sea paralelo al de la tráquea y aquello que no consiguiera nadie se produce; proporcionalmente largo con respecto al grosor, el falo no sólo ocupa su boca, sino que va mucho más allá de la campanilla sin provocarle el menor atisbo de arcadas. Aquella nueva sensación azuza a Clara y mientras va retirándolo, el filo de sus dientes rastrilla la delicada piel para que luego, los dedos ceñidos en fuerte dogal, lo restrieguen abajo y arriba en una enloquecedora masturbación.
A pesar de que la tentación la hace elucubrar los más insensatos pensamientos, decide que, para su propio bien aquella monstruosidad no transite su vagina y, aplicándose, inicia una serie de hondas chupadas en las que sus labios llegan a rozar el hirsuto pelambre del hombre, alternándolas con recias masturbaciones en las que ambas manos ejercen movimientos giratorios encontrados sobre el tronco, haciendo que el hombre alabe soezmente sus habilidades orales y manuales.
Ella presume que la noche será larga y resuelve que esa felación no se demore mucho más, por lo que, dedicándose con la boca exclusivamente a macerar con cierto frenesí el glande y el breve trecho hasta el surco, una mano masturba apretada y rápidamente el resto del falo, mientras dos dedos de la otra tientan los esfínteres anales para ir introduciéndose muy lentamente. En tanto el hombre proclama groseramente su goce, sus dedos hábilmente profesionales, buscan y encuentran el bulto interno de la próstata para restregarlo rudamente.
Rubén casi no soporta tanto goce y, semi recostado en el asiento, la alienta a no cejar en ese cometido hasta que él no acabe, cosa que anuncia prontamente y, esmerándose con las manos, Clara entuba la cabeza del falo entre los labios para recibir una cantidad inimaginable de cálido esperma que llena su boca, deglutiendo con fruición la almendrada cremosidad y cuidando que ni una gota escape para no ensuciar el impecable vestido.
Acomodándose en un ángulo del sillón, le pide al hombre que le de un pañuelo y tras eliminar con él algún rastro pegajoso en los alrededores de la boca, limpia de sus labios restos del labial y luego, aflojando el arnés, seca su sexo del flujo que exudara en su excitación.
Datos del Relato
  • Categoría: Intercambios
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