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Freeville Capítulo 4

Muy tarde en la noche, cruzan el jardín en sentido inverso y Clara es conducida por su marido hasta la cama en donde se desploma como si la hubieran fusilado. Sin embargo, con los rayos del sol penetrando oblicuamente por la ventana, a la mañana siguiente despierta tan fresca como una lechuga, sin rastros físicos de la traqueteada noche y con una sensación de bienestar y plenitud como disfrutara muy pocas veces en su vida.
Sólo en su piel se evidencia un delgado pringue fruto del sudor, salivas y sus fluidos mixturados con los de Adriana, pero esa fragancia la retrotrae a las imágenes que aun flashean en su mente con tanta fuerza que se deja estar mientras sus manos recogen esos sabores para llevarlos a su boca, degustándolos con estremecida fruición.
Influida por aquellos pensamientos sobre la supuesta carga energética del lugar y sus consecuencias en la psique y físico de los habitantes, analizándolo como médica, se dice y admite que si los acoples bestiales de la noche anterior los hubiera protagonizado en Buenos Aires, seguramente estaría postrada y en manos de su marido para restañar las heridas internas que los miembros produjeran en su interior.
Al concurrir a la escuela y recibir la acostumbrada bienvenida de Mónica, desecha la idea de que aquello haya sido parte de las pruebas pergeñadas por Pablo, ya que, aparte de las traviesas caricias cotidianas de la maestra en el vestuario, esta no hace referencia alguna al hecho y de esa manera el día transcurre con toda normalidad, salvo el recordatorio de su amiga de que en la mañana siguiente tiene que concurrir al municipio para la segunda prueba.
Preparándose como la vez anterior, todavía esta preocupada por el alcance que tendrá la expresión “capacidad creativa” que corresponde a ese examen y ya en el municipio, es recibida por Beatriz, la secretaria del jefe comunal quien, conduciéndola al despacho, le comunica que Pablo concurrirá en unos minutos. Indicándole que tome asiento en uno de los varios sillones y mientras le comenta en cómplice bisbiseo lo elogioso que ha sido el informe de Mario y Adriana, se congratula que ella se adapte de una manera tan satisfactoria al sistema.
Palmeándole afectuosamente las manos, le explica que la prueba consistirá no sólo en la aplicación que demuestre a lo que se le proponga sino también a lo que ella aporte espontánea y voluntariamente. Aparentemente la mujer prefiere tomar un atajo, ya que sin esperar la llegada de su jefe, lleva la mano que sostiene entre las suyas a rozar uno de sus senos. Aun sobre el tejido del liviano suéter de verano, el pecho demuestra poseer una solidez excepcional, casi con esa densidad que muestran los implantes pero que en este caso parece responder a causas naturales.
Clara deja que sus dedos cedan blandamente a las presiones que los someten los de la mujer e inconscientemente, estos se curvan para tomar la comba del pecho y comenzar a sobarlo en lenta exploración; sobre una firmeza subyacente, la consistencia exterior semeja a la de una gelatina compacta y lo más notable es la proporción exagerada del pezón que, al tacto, tiene el grosor de un dedo que aun contenido por la prenda, se proyecta prolongado.
Ese roce superficial coloca el conocido escozor en la zona lumbar de Clara y comprende que su creatividad deberá desarrollarla en un sexo múltiple y mixto. Aun así, todavía le cuesta soltarse y su lengua moja nerviosamente los labios mientras atiende el pedido de Beatriz. Quitándole el suéter por sobre la cabeza y al permanecer la mujer con los brazos levantados, Clara contempla fascinada la masa de los senos que, sueltos, oscilan levemente dejándole ver el temblor gelatinoso de la parte superior.
Verdaderamente son admirables y ella no puede evitar que casi autónomamente, sus manos se cierren sobre ellos en morosas caricias que van derivando en suaves apretujones. Nerviosamente excitada, lleva al índice y pulgar a palpar los robustos pezones, encontrando que el sólo rozarlos le produce hondos tironeos en el fondo de sus entrañas. Los dedos vagabundean con movimientos envolventes sobre esa tersa piel que la seduce y al llegar a su vértice pellizcan tiernamente las oscuras mamas.
Natural e inconscientemente se ha arrimado a ella y los aromas combinados de perfume, maquillaje y esa leve fragancia universal de mujer, hacen que acerque su boca ansiosa a la de Beatriz para que los labios se hundan ávidos en los entreabiertos de ella.
La punta traviesa de la lengua de la secretaria se agita vibrante en busca de la suya y de esa manera se sumen en una morosa sesión de besos, que la mujer hace más ruda al colocar una de sus manos en la nuca desnuda debajo de la trenza, presionando al tiempo que se deja caer sobre el asiento, arrastrándola con ella.
Voraces, las bocas se unen y separan en húmedas succiones en las que cada una pareciera querer engullir a la otra mientras quejumbrosos sonidos de goce habitan sus gargantas. Semi recostada sobre Beatriz y a pesar de lo angurriento de los besos, lamidas y chupones de las bocas, las manos de Clara no cejan en su empeñosa tarea sobre los senos que ya se ha transformado en un sañudo estrujar de las carnes a las que siente endurecerse ante esa estimulación.
Respirando anhelosamente por las dilatadas narinas, consigue desprenderse de la boca y escurriendo a lo largo del cuello, la punta de la lengua traza húmedos senderos en la piel que son rápidamente enjugados por las mínimas succiones de sus chupeteos, se entretiene un momento para sorber el creciente sudor del hueco para acceder luego a la planicie superior del pecho, rubicunda ya por la excitación que la ha sembrado de un fino salpullido.
Tentada por algo desconocido, conduce la lengua tremolante a las axilas depiladas y el ácido sabor de la transpiración la exacerba aun más y sintiendo como la mujer se estremece ante el roce, deja a sus labios colaborar en intensos chupeteos que la sacan de control. .Recuperándose y casi remisamente, se atreve a trepar la redondeada colina del seno, alternando con los dedos los círculos concéntricos que la llevan indefectiblemente a rozar los diminutos quistes sebáceos que pueblan la gran aureola amarronada. El contacto con esa rugosidad la enardece y la lengua se abate tremolante sobre la erecta prominencia del arrugado pezón que, a pesar de su grosor, se humilla elásticamente ante la invasora para luego ser atrapados por los labios que lo succionan, colocándolo entre los dientes que los roen con delicada saña.
Desprendiéndose parcialmente de la pollera, la mujer se agita complacida debajo de ella y esos movimientos se acrecientan cuando la boca se turna con los dedos para sojuzgar con ese delicado martirio a ambos pechos. Como respondiendo a la creciente intensidad de los cortos jadeos de Beatriz, envía su mano izquierda a recorrer el resto del torso en acariciantes contactos, relevando cada músculo del abdomen, las caderas, la comba del bajo vientre, la depresión que antecede al Monte de Venus y finalmente su huesuda prominencia poblada por el nacimiento de un delicado velo negruzco de fino vello.
Al tacto, la sedosa alfombra parece conducirla hacia abajo para que las yemas tomen contacto con el voluminoso tubo carnoso del capuchón protector del clítoris. Dueños de una sapiencia que desconoce, los dedos no acuden a azuzar al pene femenino, sino que presionan inmediatamente arriba de este en masajes circulares que - eso sí lo sabe científicamente - estimularan la red que, naciendo de él, se extiende hasta el mismo ombligo.
La respuesta de la mujer no se hace esperar y la pelvis comienza a ondular en imitación a un ansiado coito. Incrementando el accionar de la boca y dedos de la otra mano sobre los pechos, complementa el restregar de los dedos con un fuerte empuje del nacimiento de la palma de la mano, sabiendo que esa ruda friega actuara sobre la uretra que, al saturarse de sangre sus tejidos esponjosos, actuaran como una próstata, provocando la evolución del punto G dentro de la vagina.
Evidentemente, o Beatriz es de pronta maduración sexual o ella está demostrando tener virtudes especiales para provocarlo, ya que la secretaria se alza apoyada en un codo y gimiente, empuja su cabeza hacia abajo con la otra mano. Clara se ha estado dando un tiempo de maduración con la esperanza de comprobar hasta donde es capaz de contenerse y si esa represión incide positivamente en la fiereza y vigor que vuelca en el sexo, pero está tan exacerbada y anhelante como la mujer.
No obstante, refrena sus urgencias y deja a la boca recorrer despaciosamente el torso de Beatriz, deteniéndose en cada oquedad para sorber la pátina de transpiración o apreciar la levedad casi invisible del vello que cubre el surco central del abdomen, conduciéndola al cráter del ombligo en el que la lengua escarba para sorber la minúscula laguna de sudor cuyo sabor salado la incita a proseguir la marcha sobre el médano del bajo vientre, ascender la loma cubierta por la alfombra negruzca y tras tentar su gusto con la punta afilada, encaminarse al encuentro de esa excrecencia que los dedos han estimulado.
Acomodando su cuerpo entre las piernas abiertas, termina de quitarle la falda por los pies para, luego de alzar una de ellas, pasar el brazo alrededor del muslo y mientras con el índice roza suavemente la parte superior del capuchón, la punta de la lengua se introduce por debajo de él a la búsqueda de la cegada cabecita del clítoris. Correspondiéndose con las rotundas proporciones de los pezones, el órgano es el más grande que viera en su corta pero agitada relación con mujeres, con un verdadero glande redondo que lo convierte ciertamente en un pene femenino.
La promesa la fascina y entonces envía la lengua a fustigarlo en vibrantes agitaciones de su punta en tanto que los dedos índice y pulgar asociados lo toman entre sí para ejercer el vaivén de una masturbación mínima sobre ese tronco oculto que, consecuente con la doble actividad, va cobrando rigidez y volumen. Sin poder creer que adquiera esa apariencia, mira alucinada como se desarrolla hasta alcanzar el tamaño de un dedo y eso hace que la boca toda lo albergue en su interior para fustigarlo con la lengua contra el paladar y el interior de la dentadura mientras los labios lo ciñen para sumirse en fuertes succiones que arrancan hondos suspiros y gemidos en la mujer.
Decidida a hacer suyo aquel sexo que se presenta maravilloso, mejora su posición y abriendo con los pulgares el telón de los oscuros labios mayores, encuentra la magnificencia del espectáculo esperado; como las amplias alas de una mariposa, los labios menores se expanden a cada lado del óvalo con sus bordes finamente festoneados en carnosos arabescos y el hueco que rodea es en sí mismo otra fiesta.
Nacarado casi blanco en el fondo, va mostrando hacia los bordes la iridiscencia de un increíble rosado y casi exactamente en su centro exhibe la protuberancia de un minúsculo volcán cuyo cráter forma el conducto de la uretra. Siguiendo hacia abajo, el lóbulo carneo del labio forma una corona de finos tejidos rodeando a una boca alienígena que late con grosero pulsar, difiriendo por oposición con la pujanza del miembro que ha crecido en su vértice.
Si un mes atrás alguien hubiera dicho a Clara que iba a admirar con gula un sexo femenino con esa ansiedad animal que pone agua en las fauces, no sólo se hubiera ofendido sino que el asco la habría descompuesto y, sin embargo, aquí está, desquiciada por él.
Aspirando deleitada las tufaradas externas y unas leves flatulencias vaginales que exacerban sus sentidos, alarga la lengua y cuando esta hace contacto con las gotas que cubren los festones, un estremecimiento gozoso la recorre de arriba abajo, haciendo que la lengua adquiera aun mayor ductilidad tremolando como la de un reptil sobre los tejidos.
Encerrándola con los dientes, le proporciona mayor dureza y como si fuera un pequeño pene, la hace penetrar dentro de esa palpitante flor carnívora para degustar el particular picor que acompaña a la dulzura de las mucosas. Simultáneamente, los dedos acucian con sus roces al irritado clítoris y cuando la mujer prorrumpe en jubilosos sollozos de placer, la lengua empalada, ascendiendo y descendiendo, se dedica a recorrer con premura desde la apertura de un oscuro ano hasta abatirse nuevamente sobre el vapuleado clítoris.
Al mantener la boca sobre el órgano, cobra conciencia de que su mentón roza la parte baja del óvalo y diciéndose, por qué no, proyecta este contra las carnes e inicia un vaivén que lo hacer restregarlas tan duramente que Beatriz ensaya una débil protesta que es acallada cuando dos dedos de Clara invaden el canal vaginal para buscar con yemas y uñas la protuberancia inflamada.
Es tal el vigoroso frenesí con que la penetra y la mandíbula roza bestialmente los tejidos, que a poco la mujer estalla en exclamaciones de contento en tanto proclama el advenimiento de su orgasmo que, tras tres o cuatro remezones del vientre, expele abundantemente entre los dedos que aun continúan socavándola.
Mientras Beatriz la cubre de alabanzas por la intensidad con que la hiciera acabar, la que está verdaderamente frenética de deseo es Clara quien, sacándose prestamente el vestido, la acomoda a lo largo del sillón y diciéndole que ahora en su turno, se acuclilla invertida sobre ella, iniciando un mimoso besuqueo con la mujer mientras sus manos buscan la tersura de los magníficos senos.
La excitación y la certeza de que todo su ser le pide con trastornada insistencia concretar ese acoplamiento lésbico, hacen que Clara vaya modificando su posición para quedar debajo y entre las hermosas columnas torneadas que son los muslos de Beatriz. Comprendiendo su intención, esta le hace encoger las piernas para engancharlas debajo de sus axilas en tanto que amplía la apertura de las suyas para permitirle acceder más fácilmente a su entrepierna.
En ese ángulo en el que el sexo de Clara queda expuesto en forma casi horizontal, Beatriz multiplica el tremolar de su lengua que va recorriendo con voracidad la cavidad del óvalo y, sorprendida por la exuberante grosería de sus pliegues internos, deja que los labios se adueñen de ellos para sorberlos en apretadas succiones que desquician a la médica. Seguramente tan trastornada como ella por la excitación, abre con las manos los enrojecidos labios de la vulva para hacerle camino a la embestida de la lengua, que extiende su vibrante sendero de placer más allá del perineo y estimula deliciosamente el apretado haz de sus esfínteres anales.
El disfrute hace que Clara muerda sus labios resecos por la fiebre y en tanto que sacude de lado a lado la cabeza, inconscientemente da pequeños remezones de su pelvis, como queriendo que la perezosa lentitud con que su circunstancial amante somete a sus carnes cobre mayor vigor.
Sus brazos envuelven las sólidas caderas de Beatriz para permitir que las manos atenacen la poderosa grupa de la voluptuosa morocha pero la alucinante tarea que ejecuta en su sexo la boca de aquella y los olores que emana la vagina, llevan a su boca a tomar contacto con la vulva. Imitando a la otra mujer, lleva sus dedos hacia el sexo y separando los labios mayores, contempla extasiada el contrastante rosado del interior con la negrura que han adquirido los festoneados pliegues de los labios menores. Abriéndose como las alas de una mariposa, estos le dejan ver nuevamente al insólitamente dilatado agujero de la uretra apenas por encima de la ribeteada entrada a esa vagina ampliamente abierta y que deja escapar en ocasionales flatulencias, aquella fragancia salvaje que la incita tanto.
Olfateando esos aromas con verdadera gula, extiende ávidamente la punta de la lengua para recibir con un estremecimiento el dulce sabor del almizclado jugo. Por su parte, Beatriz está decidida a llevar su posesión hasta las últimas consecuencias y, en tanto que disfruta perversamente por el hecho de haber impulsado a esa, hasta hace poco supuestamente respetable médica a revivir hechos protagonizados con otras mujeres, hunde lentamente dos dedos de su huesuda mano en la vagina, buscando la carnosidad que, ella sabe por experiencia propia, excede los límites del disfrute femenino.
Como espera, la hinchazón es realmente notable y al primer contacto de sus yemas sobre ella, Clara responde con un apagado gemido y un respingo de la pelvis. A pesar de todas sus extrañas experiencias, nunca ha encontrado tanta satisfacción en aquella callosidad. Por eso es que la complace tanto la caricia de Beatriz y, respondiendo en consecuencia, aplica su boca entera sobre el sexo para succionarlo repetidamente con la discontinua persistencia de una ventosa.
Y así, con delicados movimientos en “ralentti” mientras sus cuerpos alcanzan una rítmica cadencia, se entregan a la deliciosa tarea de someter y ser sometidas tan placenteramente como les era posible. Los labios gordezuelos y repletos de sangre de Beatriz, recorren vorazmente los mojados tejidos de todo el sexo y la lengua les ayuda a deglutir la tibia mezcla de los jugos naturales femeninos con los de su propia saliva. En tanto, los dedos que traquetean dentro de la vagina, ya no se dedican solamente al Punto G, sino que, curvados como un gancho, giran despaciosamente rascando sutilmente la espesa capa de mucosas que lubrica el conducto.
Clara ronca por la nariz en tanto que su lengua penetra la caverna oscura del sexo y los labios succionan apretadamente los tejidos circundantes. Entonces, en el paroxismo de la posesión, Beatriz inicia un cadencioso vaivén de los dedos en simulado coito y, royendo con los dientes la hinchazón del clítoris, lleva el pulgar de la otra mano a estimular la pulsante cavidad del ano para que, resbalando en la saliva que ha escurrido hasta allí, se introduzca enteramente en el recto.
Sintiendo como en su interior crecen las sordas explosiones que manifiestan la revolución que el orgasmo provoca en sus entrañas e incapaz de sobrellevar las tremendas tensiones a que la conduce el goce proporcionado por la mujer, deja que su exaltación la lleve a una enardecida recorrida de su boca por todo el sexo de Beatriz. Su lengua degusta con fruición los deliciosos sabores vaginales e inspirada por la doble penetración, agrega la inédita presencia de la nariz explorando con su punta la vagina y ante la agradecida expresión de su complacencia, es nuevamente la dureza del mentón la que raspa rudamente todo el sexo con frenética insistencia.
Como si fuera una avalancha o torrentes imposibles de detener, siente las riadas del alivio recorriendo su cuerpo para afluir impetuosas al encuentro de los dedos que la socavan y, en medio de convulsiones provocadas por los espasmos y contracciones del útero, recibe en sus fauces la intensidad líquida de la eyaculación de Beatriz que sorbe con extasiada fruición como si se tratara de un elixir de vida, hasta que el agotamiento las vence a las dos.
Aun se halla suspendida en la nube rosada de la satisfacción plena, cuando la mujer, que parece no haberse contentado con aquel acople, vuelve a abrirle las piernas y colocándose arrodillada entre ellas, reinicia el periplo enloquecedor de la lengua tremolante, sorbiendo golosamente con los labios los viscosos goterones que manan de su sexo y ano. Cuando limpia totalmente toda la zona sin dejar el menor vestigio de sudor, saliva o mucosas, deja fluir de su boca finos hilos de baba para humedecer las carnes y en tanto que su lengua azota la flexibilidad del clítoris para excitarlo nuevamente, un dedo, un solo dedo, comienza a moverse como si rascara los tejidos que orlan la entrada a la vagina.
Aquella constituye la más exquisita manera de salir del desfallecimiento en que la sumen los orgasmos y ya totalmente consciente de sus sensaciones, acaricia la cabeza de quien la está transportando a una nueva dimensión del placer mientras que tomando una de sus manos, lleva a los senos los dedos de Beatriz en una clara manifestación de cuanto la excitan sus manipulaciones. La mano angurrienta de la mujer soba concienzudamente la carnosidad de los pechos por unos momentos y luego, en tanto que un dedo inquisidor frota con el filo de la uña el vestíbulo anterior a los esfínteres vaginales que nuevamente se han contraído, índice y pulgar se esmeran en macerar con fuertes apretones el apéndice de la mama.
El suave jadeo complacido de la médica se ha transformado en una balbuciente mezcla de quejidos y ayes apagados como respuesta iracunda hacia la satisfacción que le exige a la mujer. Sus manos se convierten en garras al aferrarse histéricamente al borde del asiento y, apoyada firmemente en las piernas flexionadas, arremete con su pelvis contra la boca y la mano que le proporcionan semejante goce.
Beatriz parece poseída por un maniático deseo de destrucción y uniendo índice y mayor, violenta rudamente los esfínteres fruncidos para luego moverse en forma circular hasta que los músculos ceden a esa presión y la vagina ofrece el espectáculo alucinante de sus carnes inflamadas expuestas tan profundamente que la vista se pierde en la oscura caverna. Ya no es la lengua el verdugo del clítoris, sino que ha sido reemplazada por el fuerte raer de los dientes que, luego de estirarlo, lo sueltan abruptamente para dejarlo en poder de los labios que lo sorben con groseros chupones de acuosa sonoridad.
Luego de un rato de tan denodados esfuerzos en el que ambas mujeres parecen amalgamadas por una misma voracidad sexual, Beatriz va añadiendo dedos a la penetración que ya se ha convertido en un perezoso vaivén. El calor ha colocado una pátina acuosa en los cuerpos y Clara, con la cabeza echada hacia atrás clavada en el sillón, refresca sus labios resecos sorbiendo con la lengua las gotitas de sudor que anegan el bozo mientras que sus manos han reemplazado a la de Beatriz en los senos y sus uñas se clavan sin misericordia en los inflamados pezones.
El sometimiento de los dedos, combinado con el trabajo de artesanal precisión que la mujer realiza en el clítoris y pliegues, convierten en excelsamente inéditas las sensaciones de placer que ya superan largamente a cuantas ha accedido en toda su vida. Inevitablemente, siente como de sus ojos brotan lágrimas incontenibles que escurren hacia las sienes, pero ese llanto no es provocado por el sufrimiento sino por un inefable estado de bienestar que se acerca al delirio y en su desesperación le reclama a la mujer que la penetre aun más profunda y fuertemente.
Cuando aquella introduce en forma vertical los cuatro dedos de su larga mano, le parece alcanzar la cima del goce total y queriendo ir más allá, le pide que no se detenga y exceda el freno que le ponen los nudillos para introducir toda la mano ahusada. Beatriz se sorprende por la musculosa elasticidad de aquella vagina pero, como sabe que aquello debe suceder en algún momento, agrupa sus dedos cuánto puede y, dejando caer una abundante cantidad de saliva sobre ellos, comienza a penetrar el palpitante agujero para comprobar que, transpuesta la inicial resistencia de los esfínteres, la mano toda se desliza cómodamente dentro del conducto de natural flexibilidad sin encontrar más oposición que la agradable compresión y dilatación de los músculos ciñendo la mano como si fueran un ardoroso guante carneo.
Aun impresionada, inicia un cuidadoso recorrido de la mano hasta que sus dedos encuentran la oposición del estrechamiento del cuello uterino y temiendo lastimarla, emprende el camino de regreso pero dejando que sus dedos se separen abiertos, martirizando dulcemente las carnes protegidas por viscosas mucosas. Aferrándose al brazo del sillón para darle mayor empuje a los embates de su pelvis, mordiéndose los labios para reprimir los gritos de tanto goce, Clara le pide roncamente que cierre la mano en un puño y revuelva este en su interior.
Ya las dos están totalmente fuera de control y obedeciendo los pedidos angustiosos de aquella mujer angelical y seguramente acicateada por ese mismo aspecto de cándida inocencia, Beatriz aprieta el puño para comenzar con un basculante vaivén. Eso la excita tanto que, de “mottu propio”, suma a su brazo un movimiento giratorio para socavar con verdadera saña a quien eleva las caderas al tiempo que las menea arriba y abajo para incrementar el maravilloso trabajo de la mujer, quien no ha cesado de succionar al clítoris.
Bramando de placer y dolor, Clara cimbra su cuerpo en el aire y necesitada aun de mayor disfrute, envía una mano por debajo de su propio cuerpo para buscar la hendidura entre las nalgas. Patinando sobre el caldo que fluye del sexo, encuentra la apertura anal e, inusitadamente, hunde en ella un dedo tan profundamente como puede. Beatriz presiente que Clara está cercana a obtener un segundo orgasmo y extrayendo la mano de la vagina trepa hacia sus pechos. Mientras chupa y roe frenéticamente los pezones con los dientes, dos de sus dedos vuelven a macerar la entrada a la vagina y el pulgar restriega rudamente al crecido clítoris.
Clara cree estar alcanzando la gloria y aferrando entre sus manos las nalgas de la mujer, las separa para buscar y hundir los dos dedos mayores en su ano. Los reprimidos ronquidos de ambas van haciéndose rabiosos y, cuando siente derramarse la marea líquida del alivio, incrementa el ir y venir de los dedos en el recto. Temblorosa por la emoción del orgasmo compartido, Beatriz retrepa hasta su cara y, besándose con una angurria casi animal, caen abrazadas en medio de susurradas palabras de pasión.
Rendidas por el cansancio y con los ojos cerrados, se dejan estar sintiendo el placer de estrechar el cuerpo de la otra, hasta que a los embotados sentidos de Clara y como en un sueño, llega el sonido de Pablo abriendo la puerta. Despegando apenas los pesados párpados, divisa la figura desenfocada del hombre desnudándose y sólo cobra conciencia de su presencia real cuando aquel se arrodilla sobre el asiento para rozar sus labios con la tersa superficie del glande de su verga aun tumefacta.
Casi instintivamente, como en un reflejo condicionado, sus labios se entreabren aceptando el toque y envuelven a la redondeada punta con la suave humedad de su interior para iniciar un perezoso chupeteo pero sin profundizarlo.
El movimiento de su cabeza ha sido percibido por Beatriz que descansa en el hueco de su hombro y que ahora, murmurando mimosamente, acerca su boca a la de ella para alternar el jugueteo de su lengua sobre sus labios y la cabeza del pene. Convirtiendo aquello en una competencia, labios y lenguas de debaten no sólo por el privilegio de besar, lamer y chupar la cabeza, sino también para prevalecer en semejante escaramuza por someter a la otra.
Paulatinamente el hombre se endereza y ellas, acompañándolo, se arrodillan en el asiento. Como un dúo bien afiatado, sin siquiera consultarse, mientras una introduce la verga casi totalmente en la boca para macerarla en procura que se transforme en un verdadero falo, la otra vagabundea sobre los arrugados testículos lamiéndolos y chupeteando luego ese jugo formado por su saliva y la acre exudación, extiende el vibrante tremolar de la lengua a trasponer el corto perineo y estimular al ano.
Las bocas golosas actúan con lentitud exasperante, alternándose en la succión al miembro y a los genitales, consiguiendo que, progresivamente, aquel vaya convirtiéndose en un falo al que, cuando adquiere un respetable envaramiento, colocan entre sus labios de costado y, una a cada lado, lo encierran como una vagina para recorrerlo unidas desde el nacimiento hasta el mismo glande. Sobrepasándolo, labios y lenguas se juntan en caldosos besos, trasegando a la vez los jugos varoniles y una vez satisfecho ese apetito, vuelven a envolverlo para martirizar el surco y retroceder hasta la base desde donde todo vuelve a comenzar.
Después y a pedido de Pablo, mientras Beatriz retorna a excitar con dedos y lengua al ano, Clara mete al falo ya rígido en su boca para, lenta e inexorablemente introducirlo hasta sentir la punta en la garganta. Cuando linda la arcada, va retirándolo ceñido por los labios apretados, rastrillando al tronco con el filo de los dientes y, al llegar al surco, inicia una serie de cortos e intensos remezones que hacen rugir al hombre de tanto goce.
De esa manera, las dos se multiplican en las succiones hasta que, al anunciarles él la proximidad de la eyaculación, ambas se empeñan en chupetear casi simultáneamente al glande en tanto que las manos se despliegan a toda la zona, ora masturbando al falo, ora manoseando los genitales o excitando al ano con una yema empapada en los jugos.
Junto a su ansiedad se manifiesta la de Pablo que las incita a no decaer y en el paroxismo del deseo, masturban vehementemente al falo hasta que el hombre proclama la inminente eyaculación que, cuando se produce, salpica en espasmódicos chorros la boca desesperadamente abierta de Clara, escurriendo a lo largo del mentón para caer en groseros goterones sobre los pechos cubiertos de transpiración.
Al sacudir Pablo el miembro para que las últimas gotas caigan en su boca, Beatriz realiza un extraño ritual que, por extraño, exacerba la imaginación desbocada de la médica; empalando la ancha lengua, la secretaria enjuga de los pechos ese pastiche de semen y sudor para luego subir hasta la boca jadeante de Clara y volcar en ella el producto de su afanosa búsqueda.
Deglutiendo todavía la parte que cayera dentro de la boca, Clara recibe un tanto asqueada ese trasiego, pero la mezcla de sabores, desde lo almendrado del esperma hasta lo salado de su transpiración más el sabor de los testículos aun presente en la saliva de Beatriz, colocan una verdadera bomba en su vientre y, alentándola para que le sirva más de esa ambrosía, estruja los hermosos senos de la mujer mientras aquella recorre su pecho, cuello y cara hasta limpiarla de la lechosa cremosidad, sumiéndose luego en una apasionada sesión de apasionados besos que culmina cuando en sus bocas no queda el menor rastro de la eyaculación.
Sin embargo, y como el duende diabólico del deseo más perverso aun sigue habitándolas, aun arrodilladas y enfrentadas sobre la alfombra, hace que de las profundas degluciones pasen a los más tiernos besos y sus manos vuelven a recorrer las pieles barnizadas por una leve pátina de sudores, entreteniéndose en el sobamiento a los senos y finalmente a una estimulación simultánea al clítoris que va encendiéndolas nuevamente.
En vez de una merma, el alivio de la eyaculación pareciera haberle servido a Pablo de incentivo y acercándose a las mujeres que protestan regalonas ante su intervención, las hace levantar para conducirlas hacia un ángulo en el que hay un amplio butacón redondo. Siguiendo sus instrucciones, Clara se sienta en el borde mismo del asiento y recostándose, comprueba que su cabeza quedaría colgando si no se mantuviera apoyada en los codos.
Así como ellas no pudieran reprimir su gula y prosiguieran excitándose, él parece haber mantenido la erección de su miembro masturbándose y ahora este se presenta regiamente erguido. Alzándole las piernas y apoyándolas contra su pecho, sin ninguna ceremonia anterior, Pablo emboca el falo en la vagina y empuja, penetrándola hasta que sus testículos chocan con el ano.
A Clara le place el tamaño de esa verga que, sin ser desmesurada, tiene la dureza y el tamaño necesarios como para satisfacerla. Sintiéndola llenar plenamente el sexo, es ella quien imprime a su pelvis un corto vaivén al tomar envión con los talones clavados en los hombros de Pablo, al tiempo que ejecuta con la vagina un movimiento de dilatar y encoger los músculos similar al sístole y diástole de un corazón.
Complacido con su entusiasta respuesta, él se inclina hacia adelante con lo que extiende las piernas estiradas dolorosamente y cebándose con manos y boca en los senos, da al coito una violencia innecesariamente ruda. Su acezar gimiente lo incentiva y colocándola de costado con las piernas juntas encogidas, vuelve a penetrarla. Aquello hace que la vagina se comprima por el encogimiento y el peso de los muslos apretados, que parece ser lo que el hombre quiere para, apoyando su pie sobre las rodillas unidas, flexionar el cuerpo y hundir inmisericorde el príapo en el sexo.
Esta vez el dolor es tan grande que inmediatamente la retrotrae a cuando fuera desvirgada en el viejo zaguán de su casa sin consentimiento ni deseo por dos muchachos que decían ser sus amigos. El sufrimiento oscurece su mente pero cuando se recupera de ese momentáneo desmayo, siente como, aun comprimida, la verga se desliza cómodamente en el canal vaginal, proporcionándole el conocimiento de un placer nuevo, tanto que es ella misma quien aferra con sus manos las piernas para cruzarlas aun más en procura de una mayor fricción.
Los furiosos empellones hacen que los chasquidos de las carnes estrellándose pongan una perversa delectación en Clara y deseosa por experimentar más y más cosas, va rotando su cuerpo lentamente para que la cópula no se interrumpa y, cuando finalmente se encuentra arrodillada boca abajo, abre las piernas en un ángulo imposible y lleva su mano derecha a restregar el clítoris mientras le pide al hombre con voz enronquecida que por favor la penetre tan hondamente como pueda.
Pablo no necesita de su aliento y subiéndose sobre la butaca, alza su grupa hasta que el sexo se le ofrece casi horizontalmente; acuclillando su vigoroso cuerpo, la ase por las ingles y la verga poderosa va penetrándola hasta sentir como traspone el cuello e invade el útero. Acomodándose para quedar sólo apoyada en el hombro izquierdo y la cara, deja que la mano derecha busque a tientas la hendidura e introduce en el ano la longitud de su dedo mayor
Como si fueran protagonistas de una justa de habilidades y maldades, Pablo comienza como la vez anterior a hundir violentamente el pene para luego sacarlo con la misma reciedumbre y contemplar extasiado como la boca alienígena de la vagina permanece dilatada dejando ver todo el intenso rosa de su interior y, recién cuando los esfínteres se cierran totalmente, vuelve a forzarlos con otra potente penetración. Y así, después de un rato de complementar las bestiales penetraciones con su propia sodomía, alcanza el orgasmo en medio de soeces maldiciones.
Aunque agotada y en tanto permanece unos momentos relajada boca abajo, casi subconscientemente se pregunta que ha sido de Beatriz y como si fuera uno de esos deseos mágicos que se cumplen con solo pensarlos, siente la tersura de sus manos acariciándole la espalda. La levedad de los dedos es tanta que, como las sutiles patitas de pequeñísimas arañas, provocan cosquilleos que la hacen lanzar reprimidas risas, tal vez producto de las cosquillas o de esa ansiedad instalada en su vientre y que comienza a hacérsele crónica.
Los filos de las uñas trazan senderos de fuego a lo largo de la columna vertebral, recorren los dorsales, excitan las axilas y el interior de los brazos, escalan las colinas de los glúteos, descienden por los muslos hasta el hueco detrás de las rodillas para luego ascender remisos por los muslos interiores y explorar la hondura entre las nalgas. Allí intervienen los pulgares de las dos manos separando las nalgas y entonces, el etéreo tremolar de la lengua recorre la sima de la cañada hasta llegar donde se encuentra el hoyo de fruncidas laderas.
La insistencia de la húmeda punta coloca un gemido mimoso en Clara y en correspondencia, los apretados esfínteres van cediendo la prieta resistencia para que la lengua penetre entre ellos. Alzando una pierna encogida para apoyar la rodilla junto a su cara, Clara quiebra un poco la cintura para que su grupa se ofrezca a los ardorosos chupeteos de Beatriz quien, al ver su predisposición, alterna las succiones con mínimas penetraciones de un dedo, hasta que la quejumbrosa alegría de la médica le da piedra libre para que el dedo se hunda por entero iniciando una exquisita sodomía.
Sin que ella la viera, la secretaria ha depositado en la amplia superficie del butacón, una serie de elementos de cuya existencia cobrará conciencia en carne propia; sin dejar que la mano aminore el vaivén sobre el ano, toma con la otra un objeto pequeño en forma de mariposa que coloca a tientas sobre el clítoris de Clara y que al apretar un botón, sorprende gratamente a esta.
Ella ha oído hablar de esos vibradores pero no sabía en realidad para qué servían; ahora sí, y aun así, le cuesta reconocer qué y cómo producen inéditas cosas en su organismo. La vibración no es audible, ya que fueron concebidos para ser utilizados aun en lugares públicos, pero no sólo vibran sino que parecen efectuar minúsculas y discontinuas descargas eléctricas de tan bajo voltaje que no hieren pero sensibilizan los tejidos. La sensación más similar es la de ser rascada por una miríada de finísimos alambres que elevan ese cosquilleo al nivel máximo de lo soportable y lleva a rechinar los dientes, pero esa crispación es tan placentera que hace desear se prolongue indefinidamente.
Indicándole que ella misma presione el aparato contra su sexo, Beatriz toma un extraño objeto que, de consistencia semi rígida, tiene la forma de una trompa de elefante pero está constituido por una serie de esferas que, comenzando con una pequeña de apenas un centímetro, van aumentando de tamaño hasta terminar en una de más de cuatro en su base, donde hay un mango para asirlo.
Acercando esa punta a los esfínteres ya ablandados por el dedo, va introduciéndola lentamente y los músculos que al distenderse han soportado a vergas temibles, se cierran sobre la esfera como repeliéndola, lo que hace más notable el tamaño de la próxima y así con cada una de las diez hasta que la mujer empuja decididamente la última y la semiesfera, enorme, mantiene dolorosamente dilatados los músculos para luego, con un suspiro entre aliviado y ansioso de Clara, iniciar la extracción en la que el proceso se repite a la inversa.
El paso de cada una provoca en Clara intermitentes exclamaciones en las que es difícil dilucidar entre el goce y el sufrimiento, pero los meneos que imprime a su grupa demuestran que el primero prevalece sobre el segundo y cuando Beatriz le otorga a la mano un ritmo de coito, apoyándose en sus codos, la médica lo acompaña con un cadencioso hamacar del cuerpo.
Satisfecha por el entusiasmo de Clara y mientras le indica que vuelva a colocarse el vibrador contra el clítoris, la mujer toma un verdadero artefacto que consta de dos penes de elástica y lisa apariencia que, unidos en una base chata, poseen un asa para la mano; guiándolas con sus dedos, Beatriz emboca las puntas ovaladas de las vergas en el ano y la vagina para luego ir introduciéndolas despaciosamente hasta que la parte chata choca contra las carnes.
Aunque más delgadas que un falo verdadero, quizás por la manera en que se mueven elásticamente en su interior, las vergas llevan a Clara al paroxismo y acompañando la penetración a la vagina con dos de sus dedos, menea las caderas desesperadamente hasta que la mujer considera que ya está bien y haciéndola dar vuelta boca arriba, toma un largo consolador de dos puntas para introducirlo en la traqueteada vagina hasta la mitad.
El sucedáneo fálico mide más de cuarenta centímetros y su cuerpo traslucido es elástico pero lleno de protuberancias. Después de las anteriores penetraciones, la vagina se adapta cómodamente al falo, pero las excrecencias le provocan roces que la complacen. Haciéndole encoger las piernas abiertas, la mujer se acuclilla sobre ella para ir penetrándose hasta que sexos se rozan.
Tomando a Clara por las manos, le hace incorporar el torso hasta quedar frente a frente y, abrazándola, la estrecha contra ella. Las piernas de la mujer envuelven sus caderas y con los senos rozando prietamente entre sí, es ella quien busca la boca de Beatriz y abrazándola, acompaña ese balanceo echando su cuerpo adelante y atrás para sentir, cada vez con mayor intensidad, como los gránulos de la correosa barra estriegan fuertemente sus carnes.
Ceñidas en ese abrazo, con las cabezas descansando en el hueco del hombro de la otra y los ojos cerrados como para disfrutar aun más de aquello, oscilan en ángulos cada vez mayores hasta que en un momento dado, Beatriz sale de sobre el falo, entrecruza sus piernas para que las derechas de ambas queden bajo las izquierdas y, volviendo a introducir la verga en su sexo, separa con los dedos los inflamados labios de las vulvas para que las mojadas carnes queden en estrecho contacto. La sensación en magnífica y diciéndole a Clara que se eche hacia atrás con las manos apoyadas en el asiento, proyecta su pelvis hacia adelante para iniciar un acople que, cuando ella capta la idea, se hace alucinante.
Buscando un ritmo, impulsan sus pelvis contra la de la otra y en la medida en que la verga recorre ríspida las vaginas y las carnes se frotan y estrellan en audibles chasquidos, van elevando sus cuerpos en un arco lujurioso para que los cuerpos se embistan en un fantástico coito que es interrumpido por Pablo.
Arrodillado entre las dos, detiene el ritmo enloquecido de las mujeres para despojarlas del falo y, haciéndolas arrodillar opuestas, de manera que sus grupas y las plantas de los pies se enfrenten, vuelve a meter la verga aun mojada por sus jugos en las vaginas y, sosteniéndola en el aire, les ordena hamacar sus cuerpos para una penetración simultánea.
Flexionando las piernas y dándose envión con los brazos, Clara encuentra que esa penetración le es aun más satisfactoria que la anterior. Apoyándose en los hombros con la cara de costado, busca las manos de la mujer para que, aferradas de ese modo, se den fuerza para que los empujones sean más profundos y violentos. Asistidas por el hombre, se acometen como bestias hasta que esa angustia provocada por la pequeña muerte del orgasmo, hace que claven sus uñas en las manos de la otra para luego, paralizadas por el borbollón de sensaciones, se dejen caer sobre el asiento, aun unidas por la elástica verga.

Para el hombre, más descansado y vigoroso, aquello acaba de empezar y trayendo al asiento varios objetos con los que reemplaza a los que llevara Beatriz, les hace colocar unos consoladores parecidos a los que conociera Clara pero en este caso no forman parte de un arnés sino que, de un ancho cinturón, pende el miembro artificial de cuya base nace una replica de testículos.
Al abrochar el cinturón, nota que la verga nace exactamente sobre el clítoris en la posición que correspondería a un pene y que los falsos genitales sirven para excitar sus labios y óvalo dejando totalmente libres a la vagina y ano. Como ella es quien está siendo evaluada, Pablo la hace acostarse boca arriba en el asiento, dejando que la cabeza caiga libremente del borde. Indicándole a Beatriz que se acaballe sobre su pelvis para penetrarse con el consolador de Clara, él se acuclilla frente a la cabeza que pende del borde y aloja en su boca la masa del pene que aun no cobra tumescencia.
Como de costumbre, el gusto particular de una verga la obnubila y a pesar de la fatiga, separa los labios para dejar que ese flojo colgajo se asiente sobre el paladar y empujándolo con la lengua, lo estimula para que recobre su vigor. Beatriz no sólo se ha ahorcajado sobre el falo artificial sino que, inclinándose sobre ella, somete a los senos que su galope hace oscilar alocadamente, a un ardoroso masajear que va convirtiéndose en estrujamiento.
Tendiendo sus manos hacia atrás, Clara se apodera de los muslos del hombre y en un intento por disminuir la molestia de la cabeza en ese ángulo, lo atrae hacia sí y ya en una posición más lógica, chupa casi con saña la verga que va recobrando su volumen y cuando él está sobre su cabeza, comienza a masturbarlo con la mano mientras su boca se solaza lamiendo y chupando los testículos. Doblándose sobre su pecho, Pablo ase la cabeza de Beatriz entre sus manos para llevar su boca al encuentro con la suya y cuando están enzarzados en apasionados besos, él toma entre sus dedos los pechos bamboleantes para estrujarlos y pellizcar entre ellos dedos los soberbios pezones.
El golpeteo de los falsos testículos contra el ano ha elevado la sensibilidad de Clara y como la mujer ejecuta un perezoso movimiento pélvico adelante y atrás mientras se abraza al cuello del hombre, ella siente cada movimiento como si realmente estuviera sojuzgando a Beatriz y, alternando la masturbación con profundas chupadas al falo, desciende luego a lo largo del tronco para sobrepasar los sabrosos genitales y, tras estimular con la lengua al ano, hunde en él su dedo pulgar para volver entonces a trepar e introducir la verga en la boca.
Tras varios minutos del salvaje acople, Pablo se endereza. Ordenándole a Beatriz que se acueste al borde del asiento y eleve las piernas abiertas para apoyarlas en los hombros de Clara, le dice a aquella que penetre a la mujer por el sexo. Aunque el falo sea distinto al de la copilla, ella siente esa misma sensación de omnipotencia que da portarlo e inclinándose para que su pelvis calce exactamente con las ancas poderosas de la mujer, escarba un poco en la entrada para luego introducirlo lentamente pero sin hesitar hasta que en su clítoris se refleja la intensidad conque la cabeza traspone el cuello uterino.
Tomando entre sus brazos las piernas de Beatriz, va empujándolas con todo el cuerpo para que el sexo se le ofrezca cada vez más fácilmente y cuando apoya las manos a cada lado de su cuerpo, la mujer extiende las suyas para sobar blandamente sus pechos oscilantes.
Verdaderamente, el penetrar a una mujer la alucina y en su fuero interno se hace la ilusión de ser ella quien es sojuzgada de esa forma, por lo que flexiona con mayor vigor sus piernas y el coito va haciéndosele admirablemente placentero, cuando esa quimera se convierte en realidad, ya que Pablo se ha colocado detrás de ella para introducir su pene en el sexo. La felicidad es completa e imaginando lo que sintiera Adriana noches atrás, azuza al hombre para que le penetre más y mejor mientras ella se esmera en someter a su ocasional amante con una entrega total de sus sentidos.
La mujer hace prodigios en sus senos con manos y boca y superando cualquier resto de recato que aun le quedara, Clara le suplica a Pablo que la sodomice. Obedeciéndole, el hombre saca la verga empapada por las mucosas del sexo y apoyándola sobre los esfínteres que la excitación y la postura han dilatado, la mete por entero en el recto, lo que provoca en Clara la manifestación de su goce con exclamaciones más acorde con una prostituta que con una señora médica.
Rato después y hundida en la tibieza del agua en la bañera, reflexiona sobre aquel viejo dicho que asevera “la función hace al órgano” y encuentra que responde a una verdad absoluta, por lo menos en su caso; después de tres horas de tan dura brega en las que no hubieron concesiones, no sólo no hay exterior ni internamente huella alguna, sino que siente como la habita la euforia del bienestar y en medio de esa dicha absoluta, se deja estar rememorando cada instante de lo vivido.
Cuando Mauro regresa, no disimula el agrado que le provocara la prueba pero, aparte de contarle que ha sido mixta, no entra en detalles particularísimos como hiciera las primeras veces. Esa ha sido una decisión que tomaran en conjunto para no deteriorar las relaciones de la pareja con los celos o la envidia que pudieran provocar ciertas circunstancias y virtudes de sus ocasionales amantes.
Las comparaciones siempre son odiosas y de esa manera, tanto como Mauro le cuenta solamente a cuantas “pacientes” ha atendido a domicilio, ella lo participa de sus discontinuos y variados encuentros sexuales, pero sus acoples nocturnos siguen manteniendo todo el amor que siempre los uniera a despecho de esos deslices que son frecuentes pero no cotidianos.
Quien inopinadamente comienza a demostrarle sus celos injustificados es Mónica que, tres días después y enfurruñada durante toda la mañana, no ha hecho referencia alguna a su examen como en el primero, pero, una vez retirados los alumnos y mientras Clara se encuentra guardando el guardapolvos en el casillero del vestuario, cierra la puerta con llave subrepticiamente.
Cuando se da vuelta luego de meter la percha, se encuentra con la cara transfigurada por la ira de Mónica quien, empujándola rudamente contra el armario, la aferra por el cuello y con voz enronquecida por el encono, la increpa sobre por qué nunca la poseyera como a Beatriz. La fortaleza de la mano le provoca un principio de asfixia que se acentúa cuando la boca de la maestra se posa succionante sobre la suya mientras la otra mano se dirige a su entrepierna para restregar sobre la liviana tela del vestido contra su sexo y, como ella se debate angustiada, los dedos se hunden en la vagina haciendo que la tela friccione ásperamente la vagina.
Clara aun no comprende la actitud de Mónica y cuando finalmente esta suelta su cuello para pedirle disculpa sumida en repentino llanto, consigue descifrar entre los ahogados sollozos, que desea y necesita ser penetrada sexualmente por ella. Uniendo la acción a la palabra, la mujer abre el casillero vecino del que extrae un arnés similar al de Amelia y pidiéndole que se lo coloque, se desprende a los tirones de su ropa.
Nuevamente la espléndida anatomía de la mujer la fascina y obedeciendo un mandato misterioso, se desviste y como en trance se coloca el artefacto, comprobando que este también tiene la copilla pletórica de excrecencias siliconadas. El peso del falo las comprime contra la vulva y al caminar los dos pasos que la separan de Mónica, su oscilación instala un escozor que ya no se desvanecerá.
El bello rostro de la mujer esboza una alegre sonrisa que, sin embargo, conlleva toda su concupiscencia y adelantándose, aferra su cabeza por la nuca para reforzar el poderío de sus besos en tanto que la otra mano se adueña de un seno para palparlo en desconsiderados apretujones. Abrazándola con igual pasión, Clara aplasta su pelvis contra la de ella y entonces Mónica eleva su pierna derecha para engancharla en la cintura a la par que la mano abandona al seno para tomar el falo e introducirlo en la vagina.
Roncando suavemente de satisfacción, ahonda aun más la gula de sus besos y dándose envión, inicia los movimientos ondulantes de una cópula que, por incómoda no les es menos placentera. Más baja y asida a su cintura, Clara flexiona las piernas para darse impulso y entonces, el esfuerzo combinado de las dos se refleja en el goce que obtiene la una al ser penetrada y la otra al experimentar esa sensación de supremacía masculina mientras el interior de la copilla estimula cruelmente su sexo.
Durante unos minutos se debaten en esa porfía que eleva sus sentidos a niveles desconocidos del deseo y es entonces que la maestra la va empujándola hacia el largo banco que hay entre los casilleros para, saliendo del falo, recostarla en el asiento con las piernas abiertas a cada lado. Abalanzándose sobre el miembro, lo toma con una mano para sostenerlo erecto mientras su lengua recorre el tronco con gula, relamiéndose por el sabor de sus propios jugos y luego, como si se tratara de uno verdadero, meterlo entre los labios para hundirlo e iniciar una felación que alterna con los dedos en recia masturbación.
Ella sabe lo que las puntas flexibles están haciendo en las carnes de su compañera y notando como esta menea suavemente la pelvis en simulado coito, busca en la parte inferior e introduce dos dedos en la vagina. Acostada, Clara ha escurrido dos dedos por adentro de la cubierta plástica para abrir separar y los colgajos de sus labios menores, con lo que su interior y el óvalo todo quedan expuestos a las fricciones de las elásticas verrugas. El vaivén de la cabeza de Mónica acrecienta el roce y la acción de los dedos en la vagina la llevan a expresar su contento en forma de histéricos asentimientos.
Considerando que las dos ya están a punto, la maestra se acaballa sobre el falo chorreante de su saliva y, descendiendo muy lentamente, se penetra con él. Tal si fuera una extensión de su cuerpo, Clara siente como la verga monstruosa va destrozando a su paso los delicados tejidos de la vagina y cuando la mujer comienza a menear la pelvis adelante y atrás, cree morir de tanto placer junto.
Al inclinarse esta hacia delante, los senos opulentos bambolean invitadoramente ante los ojos de la médica quien, seducida por tal belleza, los atrapa entre sus dedos para comenzar a sobarlos prietamente hasta que los pezones parecen reclamarla y uniendo pulgares e índices, los somete a tan despaciosos como duros retorcimientos que arrancan gemidos doloridos en la mujer, haciéndole acrecentar la velocidad del galope en el que sube y baja.
Ambas expresan en sollozos aquel feliz sufrimiento y colocando sus manos en las nalgas soberbias de la mujer, la atrae más hacia su pecho para que, en tanto le suplica que someta con la boca a sus senos, separa los glúteos y los dedos mayores de las dos manos se hunden exploradores en el ano. Rugiendo por el placer que experimenta con aquella cópula, Mónica se esmera con dedos, labios, lengua y dientes sobre los convulsos pechos hasta que, en un arranque de goce incontenible, se yergue para girar en redondo y, apoyando las manos en los muslos de Clara, empezar con un ralentado movimiento en el que la parte inferior del cuerpo parece agitarse autónomamente; tan pronto sube y baja hundiendo el falo hasta el mismo cuello uterino, como combina el vaivén adelante y atrás con un movimiento giratorio similar al de las bailarinas árabes.
Su excitación parece ir “in crescendo” y al tiempo que ejecuta esos movimientos, retuerce el torso mientras sus manos se crispan como garras para clavar las uñas en sus propios senos. Clara acompaña con caricias a las nalgas esa frenética penetración a la que se somete la mujer en tanto que ella misma experimenta similar martirio por los gránulos que soflaman su carne y, al inclinarse su amiga en nuevos contoneos, torna a sodomizarla con su dedo pulgar por breves espacios de tiempo que, sin embargo, encienden en Mónica nuevas inquietudes.
Irguiéndose, se para con las piernas extendidas en un triángulo perfecto sobre el banco e inclinándose con los brazos apoyados en el asiento, le suplica que la penetre analmente. Jubilosamente golosa, como si aquel fuera el fin y no la consecuencia, Clara se levanta para pararse detrás de la maestra y, con delicadeza, tratando de no herirla, conduce al falo con su mano para que, todavía cubierto por los espesos jugos vaginales, vaya dilatando los esfínteres que, a pesar del ejercicio de los dedos, aún se muestran constreñidos.
Un desconocido sentimiento de enfado por aquello que se le niega llena su pecho de exasperación; asiéndose firmemente a las rotundas caderas, empuja, ya no con cuidado sino como una vindicta y ante las exclamaciones dolorosamente alborozadas de su amiga, siente en su propio sexo como el príapo su hunde en el recto hasta que el plástico golpea las nalgas.
Ese simple movimiento, pone en marcha un complicado mecanismo que coloca en ella la sensación de ser atravesada por un relámpago, un rayo que la hace pasar a otra dimensión en la que es prepotente amo y señor. Súbitamente masculinizada en las emociones y procurando serlo en lo físico, inicia una lenta cópula en la que siente como bajo sus manos la mujer se estremece conmovida por el vigor con que la penetra y el volumen del consolador.
Complacida por lo que la violencia de la sodomía traslada a su propio sexo y experimentando una soberbia varonil ignorada en ella, le ordena rudamente a su amante que flexione las piernas para hacer descender más la grupa y, cuando Mónica le obedece, se acopla perfectamente a las nalgas e inclinando el cuerpo, aferra los senos oscilantes para eternizarse en un coito sin tiempo, del que regresa ante los gemidos sufrientes de la mujer quien, habiendo obtenido su orgasmo, le ruega que deje de martirizarla de esa manera.
Coléricamente insatisfecha por no haber alcanzado el suyo, desoye esas súplicas y totalmente dominante, incrementa el vigor de la sodomía hasta que, con el trasfondo de los sollozos jadeantes de Mónica, siente derrumbarse los diques que contuvieran su eyaculación y en medio de maldiciones entremezcladas con pedidos de perdón, se abraza al torso querido para permanecer acaballadas al banco por un largo rato.
Lógicamente que Mónica trata con indulgencia la actitud de la desconcertada mujer, ya que ella misma ha propiciado su sodomía, pero Clara regresa a su casa con la sensación de haber transpuesto voluntariamente una puerta hacia un irremediable punto sin retorno. Con todo el fin de semana por delante, se obliga tomar un descanso, ya que el próximo martes vendrán los jardineros y además necesitara dosificar sus fuerzas para la última prueba, tan sólo dos días después.
Como el sábado resulta ser un día relativamente fresco y soleado, con Mauro deciden romper con lo que se esta convirtiendo en una rutina perversa de trabajo y sexo, alejándose del pueblo para pasar el asueto en un rincón alejado del valle. Solos en la pequeña carpa y durmiendo al abrigo de sus bolsas, por primera vez en esos cuarenta días se sienten relajados, lejos de ese acecho tutelar permanente que experimentan en la villa, donde cada habitante parece ser un espía informador de todos los demás, reduciendo la intimidad solamente a su propia cama.
Sumidos en el ocio por el ocio mismo, se dejan estar repantigados a la sombra de añosos árboles y al arrullo del río que atraviesa las estribaciones montañosas; seguramente como contrapartida de las relaciones y acoples a que el derecho de pertenecer a esa comunidad quimérica los obliga, se sumen en un sexo calmoso y tierno que no protagonizan desde su juventud.
Datos del Relato
  • Categoría: Intercambios
  • Media: 2.53
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