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Freeville Capítulo 3

Rato después, bañada y recompuesta su apariencia, camina envuelta en una nube de estupefacta satisfacción los escasos ciento cincuenta metros que la separan de su casa para encontrar que en esa ocasión Mauro ha regresado antes de lo acostumbrado. Algo en ellos aun se resiste a la manifestación desembozada de sus actos e inician una conversación plena de futilidades que a los dos llega a serles tan falsa y artificiosa que, casi al unísono, estallan en una explosión de carcajadas por la gracia que les provoca esa situación urdida por ellos mismos.
La camaradería que ha sido esencial a la pareja en esos años de matrimonio, los conduce a recuperar la calma y admitir francamente lo sucedido en ese día; él ha tenido que realizar una de aquellas “visitas” a domicilio con las que complace a las pacientes que se lo solicitan con una frecuencia aproximada de dos o tres por semana, siendo la razón de su temprano regreso y esa franca admisión de su marido, la lleva a confesarle de la invitación de Amelia, su repentino deseo por tener sexo con la que ella suponía una muchacha y la revelación que ha significado para ella su modificación sensorial al disfrutar de tal manera la posesión de una mujer para obtener la misma recompensa que un hombre.
Juntos, analizan si todo aquello se debe a una modificación en su conducta a causa de la influencia de los nuevos hábitos y costumbres del lugar, a un relajamiento de sus represiones o a un verdadero despertar de alguna desviación homosexual que ha permanecido oculta hasta que los hechos gatillaran su aparición. Sin poder arribar a una conclusión definitiva pero con el propósito de ayudarse mutuamente, concluyen que a los dos les place esa nueva vida sin tapujos y convienen que, gracias a la sabiduría de su decisión de años antes en ligar sus trompas para no tener hijos, podrá entregarse a aquel sexo irrestricto sin la menor posibilidad de quedar embarazada.
Casi como una consecuencia lógica y seguramente en una confirmación de que sus inclinaciones lésbicas no inciden en su naturaleza heterosexual, el matrimonio termina manteniendo una saludable y desenfrenada cópula que ratifica a Clara cuanto disfruta con los hombres.

Al día siguiente y como una muestra de cuanto le cuesta aceptar las costumbres de la villa, mientras está con Mónica en la oficina durante el receso de un recreo, aquella la sorprende al comentarle su voluntariosa reciedumbre viril en la relación con Amelia. Ante su expresión de ofendida dignidad, la maestra le señala que el conocimiento de su actitud no se debe a una infidencia de la otra mujer sino a la obligación que tiene como habitante permanente de la villa en informar los actos y relaciones que sostiene con los “aspirantes” para que, luego de esa evaluación personal, la asamblea vecinal decida su admisión definitiva.
Atónita por lo que ella considera un atropello a su intimidad, le pregunta si aquella primera relación también ha sido participada a todos los vecinos y escucha horrorizada como Mónica le confirma que su visita fuera ordenada por el Consejo como una ceremonia de iniciación y que no sólo ha informado de su respuesta entusiasta sino que la ha valorado con la más alta calificación, consolidada con sus casi cotidianas refriegas, la relación de pocos días antes en ese mismo lugar, su consecuente episodio con el profesor en el gimnasio y la circunstancia vivida con Amelia que, por sus características, la han colocado en una situación de privilegio.
Espantada que hasta los detalles más oscuros de su personalidad estén en conocimiento de todo el mundo, le pregunta que significa esa”situación de privilegio” y si Mauro ha sido calificado de la misma manera. Con paciente entusiasmo, su compañera le dice que, gracias a Dios, ella también ha tenido la suerte de vivir lo mismo y que ese privilegio se manifiesta en la preferencia con que, en los próximos días, lo demás vecinos se “conectarán” con ella. El caso de Mauro es distinto; los hombres no requieren de tanta evaluación y como el médico superara favorablemente el primer requerimiento a domicilio para actuar luego con singular discreción y eficacia en el caso de la chiquilina, sus posteriores relaciones con las pacientes habían respondido al patrón esperado.
Ella ha demostrado tener condiciones innatas para ser considerada una vecina relevante de la comunidad y si quiere mantener y elevar esa primera apreciación de sus dones, debe dejar de lado definitivamente los resabios de una sociedad hipócrita para decidirse a vivir en plenitud su juventud, recibiendo con regocijo las relaciones que de ahora en más se multiplicarán.
No obstante la euforia de su amiga, a Clara le cuesta admitir que cada una de las personas con las que se cruza en la calle conoce al dedillo los detalles más oscuros de sus relaciones íntimas. También es cierto que ella ha encontrado un placer inédito en cada una de ellas y que en base a eso decidieran con su marido aceptar todo cuanto les propusiera aquella sociedad tan singular pero el buscar un equilibrio para ambas situaciones la perturba, sumiéndola en un desconcierto que la abruma.
Debatiéndose entre dudas y certidumbres pasa tan mala noche, que al otro día Mauro debe avisar en la escuela que no se encuentra en condiciones de concurrir a clases. Pasa gran parte de la mañana en la cama con un fárrago de imágenes, ideas y sentimientos desasosegándola y recién después, cercano el mediodía, se levanta para darse una ducha y vestida solo con aquella larga remera de algodón que utiliza como improvisado camisón, se sienta a tomar café mientras contempla la calle.
Inmersa en sus pensamientos, mira sin ver como en el jardín vecino se mueven dos hombres recogiendo sus herramientas para luego dirigirse hacia el suyo. Acostumbrada a encontrar el pasto siempre cortado y las plantas podadas prolijamente, ha supuesto acertadamente que ese es uno de los servicios municipales pero como ella siempre está ausente por las mañanas, nunca los había visto en acción.
Los hombres, el gigantón rubio a quien ya conoce y el otro, un delgado y espigado joven de largo cabello oscuro, parecen moverse independientemente de los habitantes de las casas y conectando una máquina eléctrica de cortar el pasto a un enchufe que aparentemente existe en una pared que no alcanza a ver, el ayudante se dedica a caminar lentamente por el jardín en tanto que el rubio desaparece momentáneamente de su vista.
Despreocupándose, toma una revista vieja que tiene a mano y la repasa distraídamente hasta que un suave toque del timbre la sobresalta. Todavía inmersa en sus pensamientos, se dirige a la puerta para encontrarse con la impensada presencia del jardinero. Amedrentada por la presencia del gigante que la remite automáticamente a las escenas lúbricas que ha visto en la casa vecina, queda como paralizada junto a la puerta abierta, cosa que el hombre aprovecha para hacerla a un lado y tomándola del brazo le anuncia que han venido a darle un servicio especial.
Por el énfasis que pone en esas dos últimas palabras, Clara comprende a que tipo de servicio se refiere y está a punto de resistirse para echarlo, cuando recuerda las obligaciones que tiene como aspirante a habitante del lugar y todo aquel asunto de las calificaciones y su difusión pública. Resignadamente, permanece quieta a la espera de cual será la actitud del hombre.
No obstante su corpulencia, el hombre no actúa con brusquedad y mientras la conduce hacia el largo sillón del living se presenta como Damián, haciendo un discreto y halagador comentario sobre su ferviente predisposición a integrarse totalmente a la comunidad. Sabiendo a lo que él se refiere al usar ese eufemismo, ella baja avergonzada la cabeza, desacostumbrada a que alguien sea tan directo al exaltar sus condiciones para el sexo.
Llegados al asiento, el hombre desprende fácilmente los tiradores del overol carpintero para quedar totalmente desnudo y su musculatura verdaderamente la impacta. Acercándola a él, la estrecha por la cintura y poniendo las dos grandes manos en sus nalgas, la aprieta contra sí para que sienta el vigor de esa verga que aun está en sazón.
El calor y el poderío que emanan del hombre realmente la excitan y sabiendo lo que se espera de ella, está dispuesta a sacar provecho de la situación. Pero Damián evidentemente no es demasiado sutil y empujándola hacia abajo para que quede acuclillada frente a él, le ofrece con su mano la verga tumefacta. Ella acerca remisa la cara y el olor a sudor mezclado con el de acres orines le causa una momentánea repulsa pero su olfato no opina de esa manera y mandando un secreto mensaje al cerebro, hace que sus narinas se dilaten apetentes mientras un intenso cosquilleo se aloja en sus entrañas.
Casi instintivamente, una de sus manos ase el flojo colgajo y alzándolo, lo acerca a la boca. Al sentir el glande rozando los labios, no puede evitar enviar su lengua hacia él para propinarle delicadas lamidas que, en tanto los dedos soban la carne, se extienden sobre la cabeza, escurren por la sensibilidad del surco y luego recorren el tronco hasta su base junto a los genitales.
Los labios se suman a ese jugueteo para sorber la saliva y succionar apretadamente la piel mientras van ascendiendo y al llegar al vértice del órgano, distiende sus mandíbulas para introducirlo lentamente en la boca. Inicialmente, la lengua azota la flojedad de la verga contra el paladar y las muelas pero cuando esta va adquiriendo consistencia y volumen, los labios ciñen al tronco para comenzar un delicado vaivén en tanto los dedos masturban tiernamente al miembro que va convirtiéndose progresivamente en un verdadero falo.
Casi en su plenitud, la boca atenaza el pequeño espacio que comprende al surco y el glande para realizar allí un corto e insistente chupeteo que va enardeciendo al hombre y, cuando ella introduce trabajosamente al falo en su boca en tanto menea la cabeza para acrecentar el roce, la incita a no cesar de hacérselo mientras mueve su cuerpo suavemente para penetrarla delicadamente.
Al parecer contento con la rigidez del pene, Damián le quita la remera de un tirón y empujándola sobre el sillón, le abre las piernas para mantenerlas encogidas con sus manos mientras le ordena que ella misma emboque el falo en su sexo. Ciertamente, este ha adquirido el volumen colosal que ella admirara desde la ventana pero al tenerlo entre sus dedos cobra conciencia de su verdadero tamaño, no excepcionalmente largo pero sí carnosamente grueso.
El glande no es puntiagudo ni ovalado, sino casi perfectamente redondo y exhibe por debajo un profundo surco que es protegido por el remangado prepucio. Tanteándolo entre sus dedos, lo aproxima con temor al sexo buscando a tientas el agujero vaginal para apoyarlo cuidadosamente sobre él.
Apretando los dientes, utiliza sus dedos para distender en lo posible las carnes de la vagina y dolorosamente comprueba lo desmesurado del falo; una inmensa barra de carne cuya superficie no es dura sino que va ocupando elásticamente todos los recovecos del canal vaginal, avanza centímetro a centímetro destrozando todo cuanto halla a su paso.
En un vano intento por aliviar el sufrimiento, ella eleva las caderas hasta quedar apoyada solamente en sus hombros; con la cabeza doblada en la base del respaldo, ve como el hombre empuja aun más sus muslos para que la posición facilite la introducción total de la verga y, cuando la mata velluda de su entrepierna se estrella contra los labios dilatados de la vulva, inicia un vaivén que por lento no le es menos doloroso, ya que el tránsito del tronco va desgarrando los tejidos que el ir y venir termina por arrancar.
Nunca, ni en primera desfloración, ha sufrido tanto y no puede reprimir los ayes que acuden a su boca, pero aquello parece incentivar la lujuria de Damián, quien acrecienta paulatinamente la velocidad del coito y es entonces que, mágicamente, el martirio va convirtiéndose en fuente de goce indescriptible, confirmándole la presunción médica de que los primeros seis centímetros de la vagina concentran los máximos niveles de sensibilidad.
Concentrándose con tal esfuerzo que sus dientes se clavan inconscientemente en el labio inferior, ciñe voluntariamente los esfínteres y el placer cobra dimensión de éxtasis enajenante. Tomando entre sus manos los muslos para encogerlos aun más, libera las del hombre quien, inclinándose, manosea y estruja los senos bamboleantes y cuando cree que él encarará la etapa final que lo conducirá a la eyaculación, Damián sale de su interior y sentándose junto a ella, empuja su cabeza hacia la entrepierna para que la boca vuelva a cobijar el falo.
Rojo e hinchado, el miembro monstruoso se convierte en un desafío a su capacidad bucal. La gula se ha transformado en incontinente y obnubilada por los aromas que brotan del falo, reacomoda su cuerpo de manera que, arrodillada sobre el asiento, pueda acceder cómodamente al pene. Al asirlo entre sus dedos, estos resbalan sobre la espesa capa de mucosas que lubricaron su vagina y el ansia de saborear sus propios jugos la lleva a lambetear con frenesí el tronco para luego dislocar la mandíbula e introducirlo en su boca.
El saber que aquella sustancia dulzona generada por el útero ha formado parte de sus entrañas, la conduce a una nueva dimensión del placer y así como ha sorbido con fruición las mucosas de Mónica y Amelia, un ciego frenesí la empuja a succionar y deglutir las suyas. Congratulado por el entusiasmo de la médica, Damián manda su mano a explorar la hendidura entre las nalgas alzadas y tras estimular suavemente el ano, dos dedos se introducen en la vagina para hurgar en su interior.
El chillido de la cortadora ha servido de fondo sonoro a la cópula pero su súbita ausencia pasa desapercibida para Clara hasta que siente como los dedos de Damián son reemplazados por una boca que succiona y lame su sexo desde el clítoris hasta los frunces anales. No hace falta mucha perspicacia para que sume uno más uno y comprenda que es el atlético ayudante de Damián quien se encuentra realizándole aquello.
La ocasión parecer convertirse para ella en la inauguración de goces y experiencias las que jamás hubiera imaginado acceder y dispuesta a disfrutarlo no ya como una obligación sino como un derecho que ha adquirido al aspirar ser ciudadana de aquel universo único, redobla sus esfuerzos bucales en succionar al falo y, con la colaboración de la mano masturbándolo prietamente, quiebra aun más la cintura para que su sexo se ofrezca generosamente a la boca del hombre.
Aunque parecida, la situación no es igual a la que protagonizara con las dos mujeres, ya que el succionar un falo es exactamente lo opuesto a hacerlo con una vulva y la acción ahora combinada de boca y dedos del joven no tienen punto de comparación con la suavidad de los de Amelia. Conforme ella expresa su conformidad en guturales gruñidos satisfechos, los dedos van convirtiéndose en inmisericorde ariete que al comenzar el chapoteo en la abundancia de sus jugos, son reemplazados por la contundencia de un falo que, si bien no se acerca a la contextura del de Damián, no es precisamente pequeño.
Acuclillado sobre ella en el asiento, el hombre la aferra por las caderas y entonces la penetración se vuelve tan rítmica como profunda, haciendo que Clara, en su desesperación, arremeta fieramente contra la verga de Damián y este, con un bramido casi animal, expulse los chorros de su esperma en la boca de la mujer que lo deglute con angurria mientras los restos exceden sus labios para escurrir lechosos sobre los dedos de la mano.
Por un momento permanece sorbiendo golosamente el semen de sus dedos hasta que la lasitud del miembro le dice que ya está y haciendo caso a las indicaciones del muchacho, lo acompaña cuando aquel se sienta en el sillón. Aunque en la cama esa en una posición que practica habitualmente con Mauro, es la primera vez que lo hará en el sillón y, apoyando firmemente los pies en el piso, flexiona las piernas hasta que el falo penetra nuevamente la vagina; sostenida de las caderas por las manos del hombre, inicia una cabalgata que le hace sentir como el glande se estrella contra su cuello uterino, proporcionándole un placer de inefable intensidad.
Apoyada en sus propias rodillas y de espaldas al joven, da tal impulso al galope que sus senos oscilan alocadamente en tanto manifiesta su goce con los ojos cerrados y los labios entreabiertos para dejar escapar el aire que la sofoca. Progresivamente las manos del hombre van haciéndola inclinar hacia atrás en dirección a su pecho y cuando ella se sostiene de esa manera apoyando las manos en el sillón, este aferra sus pechos convulsos para sobarlos y estrujarlos con una intensidad sólo inferior a la del coito mientras su pelvis se alza para incrementar la velocidad de la penetración.
Desconociéndose y mientras expresa a viva voz la satisfacción que está obteniendo, le exige al muchacho que la haga gozar aun más. Atendiendo ese pedido, él le indica que salga de esa posición para que, tomándose del respaldo, se acuclille en el asiento encima suyo. Por primera vez está frente al joven y ve que este no es tal sino un hombre de alrededor de treinta años que, delgadamente musculoso y apuesto, la atrae por el vigor que emana.
Colocando los pies cerca de sus caderas, se aferra al borde repujado del sillón y pegándose al cuerpo masculino, va deslizando el Monte de Venus en simulado coito contra los pectorales, el abdomen y finalmente el vientre hasta la entrepierna en la que él mantiene la verga erecta con la mano. Coincidiendo como si fuera un mecanismo perfecto, el falo va penetrando el canal vaginal hasta que siente restregar su clítoris contra el pelambre púbico y, en tanto el hombre estruja los senos y sus dedos pellizcan los pezones, imprime a su pelvis un movimiento ondulatorio adelante y atrás, arriba y abajo, que hace al miembro moverse aleatoriamente dentro de ella.
Cuando siente el característico picor inaguantable en la vejiga y en sus entrañas aquellos acuciantes tirones que indican el comienzo de su satisfacción, busca desesperadamente la boca del hombre en tanto flexiona de tal manera sus piernas que pronto se convierte en audible el húmedo sopapeo de las carnes entrechocándose hasta que, en medio de sordos bramidos y alegres exclamaciones de goce, ella siente en su interior la tibia evacuación de un abundante orgasmo.
Clara se desploma sobre el pecho, donde permanece dulcemente aferrada a ese cuerpo viril en medio de convulsionados jadeos de fatiga hasta que las manos solícitas de Damián la sacan de su marasmo para hacerla sentar en el centro del sillón.
Recuperando el aliento, se ve flanqueada por los hombres que, cariñosamente, acercan sus caras para ir depositando en la suya pequeños besos con el propósito de reiniciar el juego sexual. Clara no tiene experiencia anterior con dos hombres y ni siquiera se atreve a imaginar que cosas hacer pero presume que ellos, con los hábitos de la localidad, tienen sobrada práctica y decide dejarse conducir.
Luego de unos momentos en los que ella se distiende gracias al juego de labios y lenguas, ambos hombres envían sus manos a los senos en una acariciadora palpación de las carnes mientras, en un espontáneo arranque de humor, el más joven se presenta a sí mismo como Marcelo mientras le dice que no es elegante mantener sexo con un desconocido.
Aquello termina de aflojarla y tomando entre sus manos la cara sonriente, busca ávidamente la boca con su lengua. Damián ha decidido dejarles el campo libre y desplaza su boca hacia los pechos para someterlos a alternadas lamidas y chupones que hacen gemir de placer a la mujer mientras se traba en ardorosa lucha bucal con el nuevo amante.
Damián posee una técnica especial y la lengua correosa se agita con la velocidad de la de un reptil sobre las aureolas que mantienen el abultamiento de la excitación y luego de trasladar el tremolar a los pezones, envuelve con los labios el conjunto para someterlo a profundas y dolorosas succiones. Aquello vuelve a encender los fogones de sus entrañas y asiéndose a la nuca de Marcelo, se sumerge en un entrevero alienante de labios y lenguas en tanto su pelvis se agita inconscientemente en una imaginaria cópula.
La boca de Damián no se contenta con las chupadas y los dientes van royendo en vibrantes mordeduras las carnes inflamadas hasta que él los reemplaza por los filos de sus fuertes y gruesas uñas para que la boca succionante se deslice por el surco central del vientre hasta arribar al Monte de Venus. Trasponiendo esa elevación, desciende por la depresión al encuentro con el clítoris que aun mantiene el volumen adquirido en el coito, fustigándolo velozmente con la lengua y encerrándolo luego entre los labios en delicioso chupar.
Cuidadosamente, Marcelo va haciéndola reclinar para su espalda se apoye sobre los almohadones y afirmando las rodillas a cada lado de su pecho, conduce la verga para que ella la chupe. Aunque ha mermado en su tamaño, el miembro todavía huele y sabe a su vagina. La boca se abre golosa para que la lengua azote al glande y en tanto que con ambas manos restriega al tronco en encontrados giros, va introduciéndolo lentamente en alternados chupeteos hasta que mediada su extensión, inicia un vaivén que la lleva hasta el fondo de la garganta.
La fervorosa mamada se ve recompensada por la acción de Damián, cuya boca ya no se limita al clítoris sino que parece querer devorar el sexo todo, al tiempo que dos de sus gruesos dedos se introducen a la vagina para rascar todo el interior y notando el caldo que lo inunda, imprime a la mano un movimiento basculante en el que sus uñas rastrillan cada oquedad del anillado canal.
Lejana aun la posibilidad de otro orgasmo, Clara se encuentra en la cima del disfrute y deseándolo tanto como él, se afana en el chupeteo y la masturbación al falo del hombre hasta que, en medio de agradecidos bramidos, descarga en su rostro y boca los espasmódicos chorros de un espeso y blanco semen.
Al pedirle que continúe para que la erección no decaiga, ella se dedica a sorber hasta el último vestigio que arrastra con los dedos mientras hace que la otra mano comprima y suelte alternativamente al falo para que este conserve su rigidez en tanto se satisface con el espléndido trabajo que Damián ejecuta en su sexo.
Clara pone tanto empeño y esmero en masturbar a Marcelo que su verga no sólo no ha perdido fortaleza sino que aun está más rígida e inflamada que al comienzo. Como si fueran escenas de un ballet largamente ensayado, los hombres vuelven a cambiar de posición y es Damián quien ahora se acuesta a lo largo del sillón y Marcelo el que la conduce para que se arrodille ahorcajada a su cuerpo para permitirle penetrarla por el sexo.
El tamaño colosal del falo le produce una crispación temerosa apenas roza su vulva pero la habilidad del hombre hace que vaya deslizándose suavemente en la penetración y poco después la inmensa verga ocupa todo su interior. Una sensación de plenitud la sobrecoge y es ella misma quien comienza a menear el cuerpo en lerdo galope que incita a Damián para que proyecte su pelvis en rudos remezones que hacen golpear al miembro contra el fondo de sus entrañas. Un prodigioso y sublime goce la invade por entero y apoyando sus manos en el pecho del hombre, imprime a su cuerpo una oscilación que se acompasa al ritmo de la penetración.
Lo maravilloso de la cópula se hace excelso cuando las manos de Damián se apoderan de los senos oscilantes para someterlos a la acción gozosamente depredadora de sus dedos, apretando y clavando las uñas en las mamas hasta que es ella misma la que le ruega insistentemente que la sojuzgue de ese modo.
Con los ojos cerrados por el placer de aquel coito, percibe la presencia de Marcelo en su grupa cuando separa los glúteos con sus manos para permitirle a su boca alojarse en el ano; la lengua vibrante tremola sobre los fruncidos esfínteres y luego la boca toda se aplica a succionar la entrada al recto hasta que los músculos se dilatan complacidos y entonces, un dedo explora diplomáticamente el hueco para ir introduciéndose lentamente en la tripa.
La sodomía es un placer al que accediera hace muy poco tiempo como tal y la delicadeza del hombre agrega un motivo más para su disfrute. Alentándolo en mimosos susurros sobre que así quiere ser sometida, siente como no sólo el dedo ha penetrado por entero al ano sino que ahora lo hace en compañía de otro para darle aun mayor goce.
El falo de Damián le hace experimentar cosas inéditas que la obligan a agradecer el hecho de ser mujer para alojar en su cuerpo aquel prodigio y de manera ferviente afirma repetidamente a voz en cuello su asentimiento a aquel sexo inefable. Haciéndose eco de ese reclamo, Marcelo se acuclilla sobre su grupa y asiéndola por las caderas, introduce totalmente el miembro en el ano.
La intensidad de ambas penetraciones la paraliza no sólo por lo inesperada sino por lo que significa sentir esas dos vergas ocupando sus entrañas restregándose a través de un tejido membranoso que pareciera no existir. Nuevamente, el sufrimiento lleva de la mano al placer y entre sus sollozos doloridos se entremezclan palabras del más exaltado placer y agradecimiento.
Clavando las uñas sobre los pectorales del gigante, se da envión y en su vientre comienzan a gestarse las puntadas, tirones y conmociones que le anuncian la proximidad del orgasmo y cuando les pide a ellos que la lleven a ese alivio, los hombres desarman la posición para hacerla incorporar y, ahorcajada de espaldas a Damián, hacen descender su cuerpo para que aquel la penetre por el ano.
El tamaño desmesurado del falo supera todo cuanto soportara en el recto y si el consolador de Amelia le había parecido imposible de tolerar, este la hace estallar en un llanto desgarrador de dolor. Suplicándole que por favor cese en la sodomía pero incapaz de rebelarse físicamente, comprueba que Marcelo va empujándola hacia atrás para que Damián la sostenga por los hombros y él, acuclillándose frente a ella, introduce su verga en la vagina, recomenzando otra tan perversa como magnífica doble penetración.
Su mente ya no sabe discernir entre el placer y el sufrimiento. En su mente afiebrada se reproduce el símil con una mujer pariendo y el imaginar ese volumen con el que ahora ocupa sus entrañas, la hacen experimentar las mismas emociones de jubiloso martirio. Pujando como si realmente aquello estuviera sucediendo, disfruta de los violentos remezones masculinos hasta que todo en su interior parece estallar y jadeando llorosa de alegría, no sólo expulsa la riada del orgasmo sino que recibe la múltiple eyaculación de los hombres como una cálida bendición.
Mientras ella aun se sacude conmovida por los espasmos y contracciones uterinas y de su sexo y ano continúan brotando los jugos vaginales junto al semen, los hombres visten rápidamente sus overoles y cuando salen, Damián le recuerda que su turno de “jardinería” es cada martes por medio.
Agotada, dolorida y lastimada pero hondamente satisfecha por lo que los hombres le han hecho vivir, se da un largo baño de inmersión con el que recupera parte de sus energías y más reconfortada, se mete en la cama hasta que la llegada de su marido la despierta.
Alarmado por esa inesperada dolencia de su mujer pero sabiendo la causa que la ha provocado, ya que fuera advertido por Pablo que su mujer comenzaría a transitar una serie de pruebas “sociales”, la reconforta simulando no saber nada pero induciéndola a que ella le confiese espontáneamente lo sucedido.
Al tiempo que se avergüenza por su conducta casi licenciosa pero a la vez excitada por las situaciones enormemente placenteras por las que ha pasado, le relata pormenorizadamente a su esposo lo sucedido comprendiendo la analogía con lo que viera hacer a su vecina y, accediendo a regañadientes a que aquel la someta a una revisión vaginal, comprueban que si bien su sexo ha sufrido excoriaciones por el transito de los falos, estas serán fácilmente curadas por el mismo organismo en dos o tres días.
A la mañana siguiente, comprueba la vertiginosidad conque se esparcen las noticias en la villa cuando Mónica la felicita por haber pasado aquel trance con tanta entereza y, al parecer, con satisfacción. A pesar de las cuatro semanas y las distintas situaciones por las que ha tenido que atravesar, un resto de pundonor la hace sentirse observada y en boca de todos pero, reponiéndose, advierte que en la complicidad vecinal no hay malas intenciones y que todos se congratulan porque ella esté pasando por similares etapas a las que ellos han vivido.
Los próximos días transcurren con una tranquilidad y calma que llega a alarmarla y justamente en el sexto día, Mónica es la encargada de comunicarle que a las nueve de la mañana del siguiente deberá presentarse en el municipio para que Pablo la someta a su primer examen de capacidad. A pesar de su insistencia, la mujer le confiesa que le está vedado por las ordenanzas contarle algún detalle de en que consiste la prueba y solamente le dice que se trata de la primera de una serie de tres con las que se evaluará su capacidad para convivir y residir definitivamente en la villa.
Esa noche lo conversan largamente con Mauro, quien le cuenta que Pablo lo ha citado por la tarde y que, cumplidos los primeros treinta días, su comportamiento social y la predisposición para cumplir acabadamente con las funciones designadas, lo habilitan para que, al cabo de los ineludibles exámenes de Clara, se convierta en ciudadano pleno.
Su marido no sabe exactamente de que se tratan las pruebas pero dada la importancia que se le otorga a la libertad sexual en la comunidad, no duda que algún esfuerzo especial en ese sentido tendrá que realizar si es que quiere, como él, hacer de aquel paraíso su residencia definitiva.
A pesar de la tranquilidad y confianza que su esposo ha tratado de transmitirle y su propio deseo de quedarse a vivir en esa sociedad en la que no se juzga ni prejuzgan las conductas personales y a cuyo ritmo ya se ha acostumbrado como para convertirlo en permanente, pasa casi toda la noche en vela y muy temprano en la mañana, se entrega a las delicias del baño para proporcionar a su cuerpo la tonicidad acostumbrada a sus carnes firmes; procediendo a un cuidadoso mantenimiento de sus zonas pilosas, coloca gotas de su perfume favorito en cuello, senos e ingles para luego elegir y ponerse el vestido más cómodo y discreto del que pueda desprenderse con facilidad de ser necesario.
A la hora señalada, camina diligente los metros que la separan del centro cívico y entrando en las oficinas del jefe comunitario, se anuncia para ser recibida de inmediato. El estudio de Pablo no guarda la estructura prevista para un despacho oficial, ya que más parece un living por la profusión de sillones y lámparas distribuidas estratégicamente para que brinden un cálido clima de intimidad y, sólo en un rincón se ve un coqueto escritorio de finas maderas.
Al tomarle las manos para saludarla, el hombre nota la transpiración que cubre sus palmas y el temblor irrefrenable de los dedos. Diciéndole con gentileza que calme sus nervios porque en la prueba no existirán cosas que le sean extrañas, la conduce adonde se encuentra un largo sillón flanqueado por dos individuales de moderna forma cuadrada e invitándola a sentarse, ocupa uno de los chicos para explicarle que las pruebas durarán una semana, efectuándose día por medio y que se dividen en tres categorías; la primera será de capacidad de sumisión y las otras de, capacidad creativa y física.
Para iniciar la primera, le pide que se desnude sin abandonar el asiento. La previsión de Clara ha sido correcta y con el simple movimiento de alzar la corta falda del vestido pasándola por debajo de su grupa levantada, la levanta hasta los hombros para quitarla totalmente sobre la cabeza.
Nunca se ha desvestido sino en forma progresiva y en medio de la práctica sexual, pero hacerlo con tal naturalidad le deja ver como ha modificado no sólo su forma de pensar o actuar sino cuanto ha crecido su incontinencia, permitiéndole hacer aquello sin vergüenza y con la expectativa de la seducción subsiguiente.
Su ahora exacerbada sensibilidad, le permite percibir las lujuriosas miradas del hombre con tan palpable sensación que son como dedos deslizándose por su piel, provocándole cosquilleos que, partiendo de sus zonas erógenas, se concentran en la columna vertebral para subir por ella y alojarse en la nuca desde donde se esparcen al cerebro creándole exigencias que creía no anhelar.
Luego de los cincuenta y dos exámenes anteriores y de lidiar con la compleja, especial y a veces extravagante sexualidad femenina, Pablo sabe catalogarlas de una mirada y con Clara no se ha equivocado. Todas sus relaciones, desde la inicial de Mónica y Amelia hasta la última con Damián y Marcelo, han sido pergeñadas por él para que así ocurrieran, no solo para clasificarla sino también para probar los límites hasta dónde es capaz de llegar la médica.
También sabe que, aunque una mujer sea reconocidamente promiscua, no le resulta agradable exponer su sexualidad ante personas a quienes no conoce y es por eso que esa primera prueba la realiza personal y privadamente como si se tratara de una cita a ciegas.
Clara parece no manifestar temor alguno y dejándole ver solamente por la intensidad de su mirada cuanto la desea, comprueba que la mujer ha captado el mensaje. Verdaderamente, Clara espera ansiosamente que aquello se concrete en algún tipo de acción y cuando el hombre le ordena suavemente que se masturbe, un hondo suspiro de alivio la sacude.
Antes de venir a vivir en aquel sitio y desde su temprana adolescencia, ella acostumbra masturbarse, no por falta de sexo sino porque el hacerlo la transporta a un universo íntimo al que sólo ella puede acceder para obtener sensaciones que nadie podría proporcionarle; sólo uno mismo sabe exactamente que, cómo, cuánto y cuándo gratificar su sexo. Ahora debe esmerarse, ya que no es un acto de su exclusiva intimidad sino que debe satisfacer las exigencias visuales del hombre.
Clavando sus ojos en los de Pablo, deja que un travieso dedo índice moje su yema en la lengua que se desliza sobre los labios, para luego de ser chupado por un momento como un pequeño miembro por aquellos, resbalar hacia el mentón con tan parsimoniosa lentitud que exaspera. Desde allí escurre por el cuello en remolones círculos para luego arribar a la meseta del pecho en el que la calentura coloca un leve rubor habitado por un minúsculo salpullido.
Los casi invisibles gránulos expresan a la yema el grado de su excitación y entonces el dedo se aventura a escalar las laderas de un seno. Ese contacto imperceptible, lleva un acuciante tironeo al fondo de sus entrañas y el explorador circunvala la colina en círculos concéntricos cada vez más estrechos hasta que tropieza con el empinado abultamiento de la aureola.
Conocedor de sus reacciones, el dedo se desliza por la pulida superficie agregando el filo de sus cortas uñas y la puntada en la zona lumbar hace que la otra mano acuda a realizar similar tarea en el otro seno. El calor reseca los labios entreabiertos de Clara y la lengua que llega a refrescarlos, no puede evitar sacudirse luego en un lascivo tremolar similar al de una serpiente.
Ya no le importa estar haciéndolo para el hombre; su mirada sólo la incita a dar satisfacción a lo que comienza a gestarse en lo profundo de sus entrañas y cerrando los ojos, cruza los brazos para que las manos ocupen en plenitud cada seno. Dejando descansar la cabeza en el respaldo del asiento, los dedos encierran los gruesos pezones e inician perezosos estregamientos que, en la medida que crece su excitación, se convierten en duros retorcimiento en los que hacen su aparición las uñas para clavarse sañudamente en la carne de las mamas.
Clara siente el cálido escozor que va invadiendo su sexo y una de sus manos baja acariciante a lo largo del vientre para escarbar en el suave triángulito velludo, como resistiéndose a lo que ansía y, finalmente, dos dedos se aplican a restregar en lerdos círculos la abombada cima de la vulva de la que sobresale el tubo carnoso del clítoris.
Ella alterna el frotar con aviesos pellizcos que incrementan el abultamiento del órgano y la otra mano ya no se circunscribe a los pezones, sino que soba y estruja ambos pechos mientras sus dedos oprimen y rasguñan las mamas con fiera crueldad. Una saliva espesa va inundando su boca y ella expulsa el ardor del pecho entre los dientes apretados en sordos gemidos que se acrecientan cuando las dos manos se reúnen en la entrepierna; cada una parece conocer el trabajo que le compete y, en tanto los dedos de una separan los colgajos de los labios menores, la otra se aplica a recorrer acariciante todo el interior del óvalo, introduciéndose debajo de la capucha carnea para excitar con la uña el oculto glande del pequeño pene, escarbar el dilatado agujero de la uretra o hundirse en furtivas penetraciones a la vagina.
Instintivamente coloca un pie sobre el asiento y alzando la pelvis desequilibrada en remezones copulatorios, busca por debajo de las nalgas en la hendidura para que su dedo mayor se hunda en el ano. Todo resto de recato desaparece y, tras restregar entre ellos las groseras aletas de los pliegues, tres dedos se hunden en el agujero vaginal en desenfrenada masturbación.
Masturbación esta que se ve interrumpida cuando Pablo se acerca a la mujer para ofrecerle un consolador. En el cenit de su enardecimiento, Clara toma el falo artificial e introduce la ovalada cabeza en la vagina pero su golosa expresión al hundirlo profundamente, cambia de carácter cuando al iniciar la extracción percibe que la piel aparentemente lisa, esta cubierta por minúsculas escamas que al ser estrechadas por las paredes del sexo, se abren para raspar sin lastimar los delicados tejidos.
Al ver su consternación, Pablo apoya una de sus manos sobre la que sostiene al consolador para ayudarla en el vaivén. Aquello no es dolor en esencia, pero el calor de una quemadura va ocupando la cavidad genital y con la boca abierta en un grito que la parálisis le impide soltar, siente como esa cópula termina por enloquecerla cuando las escamas martirizan incruentamente la carne castigada. Un sollozo se estrangula en su garganta y cuando le parece que no podrá soportar mas tanto sufrimiento, el cuerpo parece aceptar el tránsito y sus movimientos ahora le producen un placer infinito.
Con las lágrimas enturbiando su visión y cobrando conciencia de a que se refiere la “capacidad de sumisión”, comprende que ya está en un punto sin retorno del cual no está segura querer volver. Con el calor generado por el paso de las escamas ocupando cada rincón de su cuerpo, va elevando la otra pierna sobre el sillón hasta quedar acuclillada y alza su pelvis para, con los hombros apoyados en el respaldo, formar un arco al tiempo que se penetra vertiginosamente con el falo, sodomizándose simultáneamente con los dedos hasta que la violencia del orgasmo la alcanza y en medio de ayes, sollozos y risas, expulsa la abundancia de la eyaculación entre los chasquidos del consolador entrando y saliendo.
Mojada de transpiración y estremecida por las contracciones con que el útero aun sigue excretando jugos que, libres del falo, manan por la dilatada abertura vaginal, ve aproximarse la alta figura de Pablo que, en algún momento se ha despojado de sus ropas. Arrodillándose sobre el asiento y sin que existan ya rastros de su gentileza, la aferra por los cabellos para conducir su cabeza al tiempo que le ordena chupar el miembro que apoya contra su boca entreabierta y, aunque fatigada por la violencia conque ella misma se masturbara, asumiendo que el juego no ha hecho más que comenzar, extiende la lengua para obedecerle.
Aun molesta por tener que hacerlo como si fuera una vulgar prostituta, tomar entre sus dedos la húmeda verga que aun no está del todo erecta le produce una profunda repugnancia pero, obedeciéndolo y mientras lo mira suplicante, envuelve al pene con la mano para comenzar a masturbarlo lentamente, viendo como adquiere un aspecto que la atemoriza; de piel oscura, aparenta ser tanto o más pesado que el de Damián y luce una gran cabeza redonda presidiendo un tronco al que apenas abarca con los dedos.
Satisfecho con el accionar de su mano, el hombre arrima el cuerpo hacia su cara y el acre olor del miembro coloca un regüeldo en su garganta pero, superándolo, alarga tímidamente la punta de la lengua para rozar con renuencia la tersa cabeza. Contra lo esperado, el sabor del líquido que mana la uretra contradice al olor e, involuntariamente, siente un alivio complacido al comprobar su dulzura y la lengua escarcea ágilmente contra la redondez del glande.
La promesa de esa verga la alucina, haciéndole perder el control de sí misma. En la medida en que su mano masturba al falo, aquel va adquiriendo una dureza extraordinaria y, olvidada totalmente de ante quien está arrodillada, los labios rodean con fruición la testa enrojecida e introduciéndola en su boca, inicia un lento vaivén que, conforme ella va excitándose, incrementa el ritmo para favorecer su profundo hundimiento. Excitada como nunca lo estuviera, comienza a alternar las profundas chupadas con duras masturbaciones de los dedos que resbalan sobre la abundante saliva que mana de la boca. Viendo el entusiasmo que ella expresa en gozosos gemidos de pasión, el hombre se inclina para mandar una mano sobre su grupa e introduciéndose en la hendidura, estimular al ano con los dedos
Para su asombro, Clara comienza a demostrar lo mucho que la satisface aquello, murmurando encendidas palabras en las que le pide por más y, multiplicando la intensidad con que lo masturba, chupetea al glande tan intensamente que la sonoridad de las succiones llena el despacho.
Esmerándose con boca, lengua y dedos, desesperadamente le suplica a Pablo en ansia de degustar su leche, hasta que consigue que él llegue a una eyaculación explosiva que ella recibe sobre la lengua que mantiene fuera de la boca abierta, saboreando gustosa la melosa cremosidad.
Respirando anhelosamente a la búsqueda de aire y ahogada por su propia saliva que se mezcla con el pringue espermático, recoge con los dedos los gruesos goterones que cuelgan de su barbilla para depositarlos sobre la lengua ávida y mientras ronca satisfecho por la eyaculación, el hombre le ordena que vuelva a chuparle el miembro.
Sea por el tamaño desusado de la verga, por lo extraño de la situación o vaya a saber Dios por qué razón, queda claro que ella ha disfrutado de aquella felación como jamás lo hiciera. Ofuscada hasta perder la noción de cómo, cuándo, dónde y con quien está teniendo sexo, acaricia con traviesa premura los genitales del hombre y se apresura a volver a introducir el pene en su boca.
Otra vez la combinación de la acción de dedos, lengua y labios hace recuperar al falo su condición de tal y entonces, con un denodado entusiasmo que no se condice con su aspecto circunspecto, chupa sañudamente la verga con tal intensidad que sus mejillas se hunden en la succión mientras la mano masturba apretadamente al tronco lubricado por su saliva. El hombre no ha cesado en la estimulación al ano, hasta que de pronto, asiéndola por la melena, la obliga a pararse y acercándola a su cuerpo, le hace alzar una pierna para permitirle introducir la verga bestial en su vagina.
Aquello parece colmar las expectativas de Clara quien, abrazándose al cuello del hombre, engancha su pierna encogida en la cadera y, acompasando la flexión de la otra pierna a los remezones de Pablo, participa con entusiasmo de la penetración. Y así durante un rato los dos se mueven al unísono en aquella cópula primitiva hasta que, en medio de jadeos, quejidos y bramidos, alcanzan sus orgasmos mientras ella le agradece fervorosa por esa leche que derramara en sus entrañas.
El hombre parece dotado de un vigor envidiable y la eyaculación sólo parece haber aliviado sus tensiones pero no su erección. Sentándose en el sillón con las piernas abiertas, la conmina a ahorcajarse sobre él; siendo aquella una de las posiciones favoritas de Clara y sintiendo como su vagina aloja todavía la cremosidad del semen, se aferra al cuello de Pablo con ambos pies sobre el asiento, acuclillándose hasta sentir el roce de la verga contra sus húmedos colgajos.
Juguetona como siempre que está verdaderamente caliente, ella hace pequeños movimientos en los que simula profundizar el contacto de la verga con su sexo para luego rehuirlo esquiva y esos ajetreos hacen oscilar alocadamente sus senos contra la cara de Pablo, provocando que el hombre los aprese entre sus manos para inmovilizarlos con deliciosos sobamientos. Eso place tanto a la médica que, flexionando más las piernas, no sólo propicia el roce sino que inicia una progresiva penetración que, cuando el falo ocupa nuevamente su interior, combina con lentos meneos adelante y atrás de la pelvis.
Pablo tampoco permanece quieto y sus caderas se alzan en violentos remezones que profundizan aun más la penetración y así se debaten durante unos minutos tras los cuales el hombre la indica que se de vuelta. Ayudándole a mantener el equilibrio sin que la verga salga de su sexo, hace que Clara quede de espaldas a él y con los pies asentados firmemente en la alfombra, abra las piernas flexionadas.
Apoyándose con las manos en las rodillas de Pablo, se da impulso y el trote inicial va convirtiéndose en entusiasmado galope, especialmente estimulado por la penetración del dedo pulgar del hombre en su ano. El contoneo bambolea aleatoriamente los senos con tanta rudeza que a Clara comienza a hacérsele doloroso y sosteniéndose con una sola mano, detiene el zarandeo, ocasión que aprovecha él para hacerla dar vuelta nuevamente de frente al sillón y, parándose, la hace arrodillar en el borde con los antebrazos sobre el asiento.
Ella siente como del sexo mana la tibieza de sus jugos lubricantes junto al lechoso semen, escurriendo en finos y cosquilleantes arroyuelos por los muslos. Cuando él separa sus nalgas para facilitar en acceso de la verga, el sonoro chapalear del falo en la vagina no hace otra cosa que excitarla aun más y, separando las rodillas, imprime a su cuerpo un suave hamacar que la acompasa a las cadencias del coito.
En esa posición en que la grupa se empina casi desafiante ante sus ojos, el hombre vuelve a introducir en el ano la contundencia de su pulgar que, respondiendo a los jubilosos asentimientos de la médica, es rápidamente acompañado por el de la otra mano. La reminiscencia la conduce a las dobles penetraciones a las que la sometieran días pasados y aquello pone la cuota de perverso masoquismo en su mente como para pedirle al Pablo por más.
Entusiasmado por la respuesta positiva de aquella nueva vecina, él saca el grueso falo del sexo y lubricado por sus jugos, lo apoya sobre los esfínteres que sus dedos acaban de dilatar para que suave y sin inconveniente alguno, se deslice dentro de la tripa hasta que, en medio de los jadeos complacidos de Clara, su pelvis se estrella contra las gelatinosas nalgas.
Clara no tiene idea de cuanto se distienden sus esfínteres anales e ignora como aquello fascina al hombre; un túnel de suaves bordes redondeados deja ver la blanquirosada superficie de la tripa abriéndose por más de cuatro centímetros para alojar cómodamente al grueso falo que, manejado hábilmente por Pablo, entra y sale del recto en una cópula demoníaca que arranca gritos de alegría y felicidad en la mujer.
Decidido a llevarla a vivir las experiencias más deliciosamente terribles, la ayuda para asumir lo que en yoga se llama la posición del arado y, colocándola con los hombros y cabeza sobre la alfombra, apoya su espalda contra el frente del sillón y lleva sus piernas hacia abajo para que los pies que rodean la cabeza sean sostenidos por sus manos.
Desde ese ángulo invertido, Clara puede ver entre sus senos colgando al revés el vértice de las piernas y, entorpeciendo la visión del cielo raso, aparece la figura del hombre que, acuclillándose sobre ese sexo expuesto horizontalmente, lo penetra nuevamente pero sólo para remojarlo en sus mucosas y luego volver a introducirlo en el ano que, en esa postura, le permite horadarlo totalmente.
A Clara se le hace imposible pensar que pueda gozar de tal modo en esa incómoda posición que, sin embargo, le permite disfrutar con toda su depravada concupiscencia con la vista del falo penetrando su ano y, soltando una pierna, envía su mano a restregar vigorosamente el sexo para después acompañar la rudeza de las penetraciones introduciendo dos dedos en su propio sexo.
A pesar de todas sus referencias, Pablo no imaginaba la intensidad con que se le entregaría la voluntariosa médica y, cuando aquella comienza a reclamarle que la lleva al clímax, acelera la velocidad del coito para, en el momento exacto, sacarlo del ano y, arrodillándose sobre la mujer, descargar en su cara y boca un torrente de esperma.
La postura y la brusquedad del ejercicio la dejan sin aliento y a su boca llena de espesa saliva, se vuelca la cremosa consistencia del semen. Semi ahogada, recibe la eyaculación con un sollozo de alegría por la potencia con que sus extrañas dan suelta a los líquidos del orgasmo y prodigándose en lengüetazos y chupadas, no sólo sorbe y trasiega el esperma de la boca sino que con los dedos lleva a sus labios los goterones que salpicaron su nariz, mejillas y ojos mientras no cesa de succionar la verga hasta comprobar que ha deglutido la última gota.
Ayudándola a levantarse, Pablo la conduce hacia un baño vecino al despacho y después de haberse confortado con una larga ducha, vuelve a la oficina para colocarse el sucinto vestido. La actitud de Pablo ya no es la de minutos antes y eso le deja bien en claro que el acto sexual protagonizado forma parte realmente de un examen. Asumiendo similar talante, mientras termina de componer su aspecto, le pregunta los resultados de la prueba pero el jefe comunal le explica que revelarle ese resultado induciría su desempeño en los siguientes, por lo que ella ignorará hasta último momento su aceptación o no.
Comprobando que está acrecentando su acostumbramiento a los distintos sometimientos como imagina que lo desarrollan las prostitutas que en una noche son capaces de mantener sexo con seis o siete hombres con indiferencia, realiza el trayecto de regreso sin experimentar en su cuerpo molestia alguna y felicitándose por la facilidad con que se adapta a tan disímiles situaciones, se prepara para concurrir por la tarde al consultorio.
Cuando esa noche Mauro la interroga sobre lo sucedido, solamente le dice que todo estuvo perfecto, pero por primera vez no siente deseos de contar a su marido de los detalles escabrosos de la mañana. Este parece comprender que por alguna razón su mujer no quiere participarle de su intimidad y, como él ha hecho tantas veces lo mismo, respeta su posición.
Cada día que pasa el matrimonio parece ir adquiriendo características similares a sus conciudadanos y ya no se asombran al contemplar a parejas prodigándose su afecto públicamente, sino que se congratulan por ellas y en cierto modo las envidian por no tener aun amigos con quienes llegar a situaciones semejantes.
Pasados tres días del “examen” en los que Mónica, aun sin hacer referencia directa a su encuentro con Pablo, la trata con una deferencia especial pero dejando deslizar en sus conversaciones zumbones comentarios sobre ocultas virtudes de la médica, cuando Mauro regresa al anochecer de dice que su vecino los ha invitado a una cena esa noche. Recordando que su mujer fuera quien protagonizara aquel espectáculo que la introdujera a lo que es la verdadera esencia de la villa, se pregunta si se trata de una invitación de buenos vecinos o es otra de las maniobras pergeñadas por Pablo. De cualquier manera, ella no reniega de la satisfacción que obtuviera tanto con las mujeres como con los hombres en esas cinco semanas y decidida a aceptar lo que el destino quiera depararle, se prepara para no defraudar a sus anfitriones.
Elige especialmente un vestido acampanado que apenas cubre sus muslos y previendo que quizás la cena derive en algo más que eso, estira cuidadosamente su cabello pegado al cráneo, atándolo en una trenza que pende sobre su espalda.
Así preparada, espera anhelosa que se haga la hora indicada y junto a Mauro cruza los escasos metros que separan las casas. A pesar de ser sus vecinos más próximos, apenas si ha intercambiado algún saludo con Adriana y desconoce absolutamente a su marido, que es quien sale a recibirlos y sus campechanas maneras agradan a Clara.
Sin protocolos y como si fueran amigos de viejo, los conduce hasta el living donde, luego de sentarse en unos sillones casi exactamente iguales a los de ellos, se presenta ante Clara como Mario y a su recién llegada esposa como Adriana. Vista de cerca, la mujer es tan deslumbrante como le dejara adivinar a la distancia y su melena castaña cae coincidentemente sobre sus espaldas en una fina y larga “cola de caballo”. Tan informal debe considerar la comida que, quizás para lucir la abundancia de sus atributos físicos, usa un top portafolio de fina organza anudado en la espalda y una escueta minifalda, calzando rústicas sandalias cuyas delgadas tiras rodean sus tobillos.
El matrimonio es tan fresco y espontáneo que rápidamente ellos olvidan esa habitual reticencia que uno adopta ante gente a quien desconoce y al poco rato se encuentran enfrascados en una amena conversación sobre los temas más variados y triviales.
Antes de pasar a la mesa, Adriana le pide a Clara que la acompañe para llevar los platos al comedor y allí, en tanto van acomodándolos en distintas bandejas, ella constata con cierto disgusto que al parecer es la única en desconocer el resultado de la prueba, ya que luego de una rápida caricia para justipreciar su cuerpo que termina con unas palmadas cariñosas a sus nalgas, la mujer alaba con picaresca complicidad lo bien que parece utilizarlas.
Aceptando el cumplido de Adriana con una forzada sonrisa pero un poco corrida por la certeza de que los demás habitantes conocen la expansión de sus dotes sexuales, carga los utensilios para dirigirse al comedor.
Sin embargo, sus dudas y nervios se van desvaneciendo a lo largo de la comida en la que ambas parejas intercambian confidencias sobre sus actividades y así como los Carranza se enteran que ellos se conocen desde la iniciación de sus estudios y de que, en tanto Mauro es ginecólogo y ella pedíatra, cuyo ejercicio complementan en la villa con el de ayudante de farmacia él y Clara acompaña a Mónica en la escuela, el matrimonio les cuenta que, como Mario anteriormente era periodista, ahora trabaja en la recopilación de datos personales de los habitantes cuyo objetivo es potenciar la convivencia en la comunidad y en la tarde oficia de bibliotecario.
Ese tema desvía su atención sobre Adriana, ya que se enzarzan en una discusión sobre los límites que debe de tener un gobierno, aunque sea comunal, en cuanto a la privacidad de los ciudadanos. A Mario le cuesta hacer entender a sus invitados que, justamente, ese es el alma y espíritu de la villa; en tanto cada uno conozca todo del otro, mayor será la confianza mutua y la expresión plena de su libertad se manifestará en la entrega total a los demás.
Todavía atados a las premisas de una sociedad tan pacata como la porteña, el matrimonio admite casi con desgano que la ecuación parece perfecta pero aun expresan dudas sobre su aplicación masiva. Como fuera y sabiendo que en esa pequeña comunidad ha dado resultado, aceptan que ser admitido como habitante significa un privilegio al que desearían acceder muchísimas personas.
De esa discusión un tanto ríspida pero que ha servido para aclararles muchas cosas, derivan a la actividad de Mario en la biblioteca que Clara considera superflua, pero nuevamente queda en evidencia la desigualdad de criterios, ya que el hombre se encarga de aclararles que en esa diminuta localidad aislada de todo medio de comunicación que la contamine y al no ser todos sus habitantes gente ilustrada, la lectura se convierte en un hecho imprescindible.
Viendo como Adriana permanece al margen de esa conversación, un poco apabullada por la intelectualidad de sus protagonistas, Clara acude en su ayuda para preguntarle sobre su vida. Mirando nerviosamente a su marido, casi sin saber como comenzar pero entrando en confianza a medida que se explaya, la mujer les cuenta que ha conocido a Mario como resultado de una investigación periodística de aquel sobre la noche porteña y, siendo ella una exitosa bailarina exótica, incluyendo danzas árabes, hindúes y de caño, la relación devino en un romance que terminó cinco años atrás en una pareja que, sin necesidad de votos o juramentos, es tan bien avenida como las casadas formalmente. En cuanto a su actividad en la villa, Adriana admite sin vergüenza ni falsos pudores que, al ser casi iletrada - como otras seis mujeres del lugar -, hace trabajos de limpieza por hora y cuando lo necesitan, es solicitada como mucama en cenas o reuniones.
La franqueza de sus vecinos establece una corriente de empatía con el matrimonio. Luego de los postres y a pesar de estar un poco picados por el vino consumido, vuelven al living para sentarse en los sillones con sendos vasos de whisky en sus manos. Luego de poner una sensual música de jazz, Mario lo hace en uno de los sillones individuales mientras le pide a Adriana que los regale con una muestra de su arte.
Aparentemente entusiasmada por poder sobresalir en algo frente a sus invitados, la joven comienza a deslizarse suavemente sobre la alfombra con felinos gestos y actitudes que la influencia de la música va convirtiendo en eróticos movimientos en los que, aparte de ondular como un elástico junco, realiza provocativos giros sobre el suelo, se arrodilla para echar su cuerpo hacia atrás y, formando un arco, sacudirse voluptuosamente en fingidos coitos hasta que, plantándose frente a la pareja que está sobre el sillón grande, los hace objeto de una esplendorosa danza del vientre en la que comienza por desprender los lazos que unen su blusa en la espalda y los magníficos senos quedan al descubierto para oscilar al ritmo cadencioso del meloso saxo.
Repentinamente celosa por la gula que Mauro expresa en su mirada, Clara no puede dejar de admirar la belleza de esos músculos trabajados por cientos de horas de gimnasio y danza. Su ofuscación llega al límite cuando ve caer al suelo la estrecha falda de la mujer pero descubre atónita que la mirada lasciva de la mujer no esta puesta en el rostro de Mauro sino que se clava con insistencia en el suyo.
Desconcertada por la directa seducción que la mujer pretende ejercer sobre ella, no deja de sentirse halagada y, deslumbrada por la munificencia de ese cuerpo generoso, fija obsesiva sus ojos en los de Adriana y lo que estos le transmiten la hacen estremecer de anticipado goce.
La lengua de Adriana traspone el umbral de los labios para recorrerlos en incitantes recorridos por sus labios entreabiertos y con los ojos destilando voluptuosidad, se acerca al asiento para tenderle las manos. Fascinada como una serpiente, sin poder sustraerse a la acción hipnótica de esa mirada, estira las suyas y Adriana la conduce retrocediendo hasta el centro de la habitación.
Poniendo las manos en sus caderas a manera de guía, la incita a balancearlas como ella y un saber innato parece brotar desde sus mismas entrañas para que, acompasándose al ritmo, imite el ondular de la otra mujer. Nunca ha sido buena bailarina pero ahora experimenta un dulce placer al hacerlo al tiempo que por su cuerpo se esparce una irrefrenable ola de exquisitas sensaciones.
Como vivificada por esa danza y sin apartar un ápice sus ojos de los de Adriana, siente las manos de aquella posesionándose de sus hombros para deslizar los finos breteles del amplio escote hasta que la liviana prenda se desliza vaporosa hacia el suelo. Nunca ha sido desnudada por otra mujer en presencia de un extraño y mucho menos de su marido, pero ese hecho parece no importarle.
La música que llena el cuarto sólo sirve para poner en evidencia la oscura perversidad del silencio en que se mueven y los dedos de Adriana van convirtiéndose en diplomáticos exploradores que, partiendo del cuello, se aventuran leves sobre la piel a la que va cubriendo una fina pátina de sudor. El toque es tan tenue que Clara experimenta la impresión de estar siendo tocada por las minúsculas patas de una etérea mariposa que no se anima a posarse sobre la flor.
Emocionada, intuye sin ver como las yemas resbalan suavemente por el pecho, se encaraman a las colinas de los senos en círculos recurrentes, recorren envolventes su comba para ascender luego hacia las pulidas aureolas que ya abultan en el vértice como otros pequeños senos, rozan en círculos las puntas de los pezones y luego se escurren por el abdomen.
El tremendo regocijo provocado por las caricias la ha elevado a una dimensión del goce que desconoce y un algo misterioso la impulsa a la imitación, haciendo que sus dedos inexpertos se transformen en sabios conductores de placer.
En verdad, las dos mujeres están brindándoles a los hombres un espectáculo de indescriptible belleza en el que, a semejanza de vestales de Lesbos, emocionan por la prodigalidad de tanta ternura y suavidad en sus caricias; en tanto Clara se regodea con la pesadez mórbida de los pechos de Adriana entre sus dedos, esta envía los suyos a restregar las yemas sobre el casi invisible triángulo púbico para luego buscar la prominencia que manifiesta el alzado clítoris.
El roce es tan exquisito que la médica no puede reprimir sus ansias y, tomando la cara de la bailarina entre sus manos, busca con angurria la hinchazón de los labios mientras siente como los pezones de una frotan los senos de la otra. Sus alientos ardientes se mezclan y las narinas dilatadas aspiran las fragancias a sudor, adrenalina y perfumes naturales de la mujer encelada.
El grado de excitación es tan grande que ambas vibran como crispadas por una inefable corriente eléctrica que las recorre de arriba abajo y, considerando que ese es el momento, Adriana la empuja suavemente hacia el sillón. Haciéndola sentar con delicadeza sobre el borde del almohadón, se arrodilla frente a ella para sacarle cuidadosamente los zapatos de taco alto y después toma entre sus manos un pie. Alzándolo hasta la altura de su boca, saca la lengua y su punta afilada se desliza viboreante a lo largo de la planta sin provocarle risa sino un urticante cosquilleo que se aloja en la zona lumbar.
Los labios acompañan el perezoso despliegue de la lengua en tanto que los dedos masajean delicadamente cada uno de los dedos hasta que el órgano serpenteante, escarbando cada resquicio, se aloja en el hueco debajo de ellos. El escozor que crece paulatinamente llega a hacérsele insoportable e inaugurando un quejoso acezar, Clara extiende la otra pierna para apoyar el talón en el hombro de la mujer en un apremiante intento de acercarla a ella.
En tanto el pulgar de una mano prosigue los deliciosos masajes a la planta y la otra se desliza acariciante por la pantorrilla, comenzando por el dedo meñique, la boca va sometiéndolos alternadamente a soberbias succiones que incrementan su vigor hasta que, al arribar al pulgar, lo envuelve entre los labios para chuparlo hondamente como si fuera un pene.
La agitación pélvica de la médica parece proclamar su complacencia y entonces, labios y lengua de la mujer se deslizan sobre el empeine, circunvalan los tobillos y mientras las manos los preceden a lo largo de la pierna, enjugan la leve pátina de transpiración que barniza la piel. Sabiendo que la rodilla constituye uno de los puntos más sensibles en las mujeres, Adriana se aplica para que el tremolar de la lengua no sólo excite su huesudo frente sino que también se aloje en el hueco detrás de ella.
Clara ya tiene certeza de cual será el destino final del magnífico periplo y su talón presiona aun más la nuca de la mujer, comprobando como la avanzada de las manos arriba a sus nalgas mientras la boca golosa discurre por el terso interior del muslo. Sin embargo la angustia de la espera se dilata porque Adriana dirige el áspid de la lengua hacia la hendidura y separándola con los dedos, acicatea filosa sobre la negrura del ano.
A pesar de no haberla iniciado en la sodomía, desde que Amelia la sometiera a la penetración del consolador su ano ha desarrollado una nueva sensibilidad que la sume en la embriaguez del éxtasis; preñada de saliva, la lengua estimula blandamente los esfínteres que, complacidos, comienzan a dilatarse para permitir que se adentre en la blancuzca cavidad donde degusta sus acuosas evacuaciones que luego los labios sorben en intensos chupeteos.
En medio del gutural gemido que escasamente alcanza a reprimir, la lengua asciende para rozar la aun ceñida apertura vaginal y, recorriéndolos flameante, transita sobre los colgajos que hacen su aparición entre los labios mayores hasta acceder al tubo carneo.
Pulgar e índice se apoderan de él para estrujarlo apretadamente y, palpando el volumen de aquello que oculta la piel del arrugado capuchón, confirma que su erección progresiva adquiere el carácter de pene cuando la lengua escarba sobre la puntiaguda cabecita del glande, aislada por el tegumento membranoso. Allí, el órgano bucal se multiplica en la excitación y, ocasionalmente, los labios introducen entre ellos todo el clítoris para succionarlo con vigorosa saña.
A Clara toda esa parafer
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1 comentarios. Página 1 de 1
pixelillo
invitado-pixelillo 16-05-2012 00:00:00

el texto se interrumpe de pronto. ¡Y te quedas con las ganas!

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