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Freeville Capítulo 2

En tanto la reparadora ducha limpia su cuerpo y despeja su pensamiento embotado, cobra real conciencia de lo que ha sucedido y durante largo rato, su pensamiento se pierde entre la evocación de lo sucedido, la revelación de lo que constituye la esencia de la villa y el placer inmenso que encontrara en aquellas relaciones lésbicas en las cuales no se contentara con representar un papel pasivo, debatiéndose entre el temor y la duda sobre como relatárselo a Mauro.
Finalmente, asume que de cualquier manera su marido terminará por conocer las reglas del lugar y, como ella supone, decidirá acatarlas porque, en definitiva y aunque en exceso, aquello cubre sus expectativas de vivir una vida diferente, en libertad plena y sin ataduras culturales o religiosas que los condicionen.
Cuando esa noche Mauro llega a la casa y después de saludarlo cariñosamente, sin dejar que él se dirija al dormitorio para cambiarse, lo conduce al living para hacerle ocupar el sillón junto a ella. A pesar de ser infrecuentemente francos en su trato cotidiano, nunca han mantenido una conversación formal sobre necesidades y placeres o, cuáles son en detalle, poses o técnicas que los satisfagan más; simplemente se limitan a practicar el sexo con un fervoroso entusiasmo que les va marcando un nuevo y distinto en cada ocasión.
Por eso y no obstante los años de matrimonio, a Clara le cuesta encarar el asunto. Con una timorata vergüenza que enronquece su voz, comienza por relatarle la visita del “comité” para ponerla al tanto de los reglamentos y códigos que rigen a la comunidad y, cuando termina con la enumeración de esas reglas licenciosas y promiscuas que su imaginación se ha encargado de enriquecer con detalles que a ella se le antojan posibles, ya ha recuperado su compostura.
Casi con esa frialdad científica con la que los médicos explican las cosas más terribles, le cuenta como las mujeres la forzaran sexualmente, pero termina por asumir con cuanto beneplácito acogiera esas relaciones y admite sin ambages que experimentó sensaciones jamás sentidas cuando se decidiera a someter a Mónica mientras Amelia la penetraba y sodomizaba.
Aunque sin explicitarle cada detalle, le relata cómo y en que posiciones tuvieron sexo y cuando finaliza, Mauro la sorprende al confiarle la relación a que casi se viera forzado por la paciente de días antes. Ambos se interrogan mutuamente para saber si el otro está dispuesto a acceder a cualquier situación a que la convivencia en ese lugar les exija, coincidiendo en que esa situación ambigua no les desagrada y si aquello supone que encontrarán una forma de romper la inminente rutina matrimonial para dar salida sin subterfugios a sus fantasías incumplidas, seguramente la pareja se verá consolidada. Sin embargo, y como un resabio de los mandatos culturales que aun los influencian, deciden no ser ellos los provocadores de situaciones similares y, de ser posible, aceptar aquellas relaciones que verdaderamente los satisfagan y beneficien.
Si en los primeros días, sus mentes sin suspicacia no les dejan ver una diferencia substancial de hábitos y costumbres, el nuevo conocimiento de la situación real abre puertitas a su imaginación y fantasías para ir descubriendo que en el afecto de la gente al encontrarse, subyace una confianza que va más allá de lo meramente protocolar o fraterno. No les es extraño encontrar a mujeres que caminan amorosamente asidas del bracete con las manos aferradas o simplemente con un brazo cariñosamente colocado sobre los hombros o estrechando sus cinturas como una pareja de tortolitos. Tampoco se les escapa cómo, sin recato alguno, hombres y mujeres que no son pareja se abrazan y besan públicamente con total desparpajo.

Mauro ya ha recibido en consulta a algunas mujeres que, sin caer en la chabacanería, le hicieran saber de su predisposición y se las ha arreglado para, sin ofenderlas, ignorar sus abiertas insinuaciones físicas, pero cierta mañana concurre una mujer de nos más de treinta y cinco años acompañada por su hija de catorce.
Dejando a la chiquilina en el consultorio, le pide un aparte en su escritorio y una vez en él, le dice que trae a la muchacha para que, aunque lleva casi un año menstruando, le haga su primer examen ginecológico. Luego y sin circunloquio alguno, le hace saber que espera de él su desfloración, ya que por lo menos estará en manos de quien sabe como hacerlo sin provocarle daño físico ni psicológico.
Naturalmente, Mauro nunca ha realizado semejante tarea, especialmente porque está reñido con toda ética médica y ya se dispone a despedir con cajas destempladas a la mujer, cuando cae en cuenta en donde se encuentra y que, seguramente, como lo es entre los judíos la circuncisión o en ciertos países africanos la extirpación del clítoris, aquella será otra de las extrañas costumbres de sus habitantes y ahora coterráneos suyos por las que tendrá que responder.
Ciertamente, el ambiente que flota en el lugar ha puesto cierta concupiscencia en su mente y recordando el aspecto de la chica que lo espera en el consultorio, despreocupa a la mujer sobre su actuación para luego acompañarla hasta la puerta del dispensario, cerrándola con llave.
Condicionado por la clara alusión de la mujer, acude al consultorio donde sin esperar instrucciones suyas, la muchacha se ha colocado una de las cortas batas desechables y, acomodándose en la camilla, coloca las piernas alzadas en los altos estribos para ofrecerle el espectáculo de su sexo virgen.
Tratando de ser amable pero con la mente ya contagiada de esa incontinencia promiscua de la población, la despoja de la prenda y, decidido a cumplir primero con su trabajo profesional, le hace varias preguntas a la chiquilina sobre la iniciación de su regla, la periodicidad, intensidad y calidad de sus efusiones así como otros datos sobre su genitalidad mientras con toda delicadeza la somete a una completa palpación de los senos que, aunque la muchacha parece aleccionada o tal vez influida por la voluptuosidad imperante, él supone debe ser el primer manoseo a esos pechitos que abultan con consistencia parecida a macizos pomelos, los hace estremecer como gacelas asustadas.
Mauro cobra conciencia de que sus dedos ya no buscan la aparición de bultos extraños en la carne sino que transmiten a la chica toda su sexualidad y, fascinado por la imagen de las pequeñas, pulidas y protuberantes aureolas en cuyos vértices se alzan puntiagudos pezones, hace descender la cabeza para que de su boca salga el áspid tremolante de la lengua que se abate sobre los pechos en frenético deambular mientras los dedos convierten el sobar en recios estrujamientos.
Por el temblor de su cuerpo, es evidente la virginidad de la muchacha pero también que aquella está predispuesta a lo que él quiera hacerle como una vestal en algún sacrificio ritual. Tratando de calmar esa ansiedad que se manifiesta en los ojos cervalmente desorbitados, lleva sus labios a incursionar en esa boca todavía infantil con delicados besos a los que la chica responde con trémulo apasionamiento.
Tratando de que la muchacha se relaje, le pregunta tiernamente su nombre y cuando ella murmura un suspirado Sandra, lo utiliza para darle confianza e intimidad al trato, explicándole que primero la revisará y luego, lo que él haga o le haga hacer, quedará protegido por el secreto médico-paciente y nadie, salvo ellos dos, sabrá jamás lo que suceda en el consultorio.
Susurrándole que eso es lo que le dijera su madre, le pide que ponga toda su experiencia en prepararla adecuadamente para hacer frente a la sexualidad obligada imperante en la villa y, acariciando su cabeza, le suplica que la haga mujer.
Mauro está más que tentado de hacer caso a los ruegos de la muchacha pero su profesionalismo lo obliga a priorizar cosas importantes. Colocándose unos finos guantes quirúrgicos, aproxima un taburete frente a la camilla para sentarse y observar la zona venérea de Sandra. La prieta raja en medio de la vulva tiene ciertamente el aspecto de no haber sido hollada; sólo un incipiente capuchón da cuenta de que existe el clítoris y la suave alfombra de vello que se extiende desde el Monte de Venus hasta casi el nacimiento del ano, certifican la adultez sexual de la chiquilina.
Cuidadosamente, los dedos índice de ambas manos separan los labios mayores y contempla como, circundando al óvalo, se extienden los labios menores que se abren con la apariencia de las alas de una mariposa; delicadamente finos e intensamente rosados, esos labios todavía no han adquirido los arrepollados frunces que la practica intensa del sexo les proporcionará.
El óvalo no es demasiado grande pero si guarda el aspecto de un cuenco perlado en cuyo centro se distingue la depresión de la uretra guarnecida por diminutos pellejos. Siguiendo con su inspección, arriba al tubito carneo del clítoris y, provocando un eléctrico estremecimiento en Sandra, el dedo levanta la cortina de la capucha para descubrir debajo de ella y cegado por el tejido membranoso, la punta del órgano femenino, aguda como el pene de un gato. El dedo exploratorio sigue su recorrido a lo largo de las aletas para arribar a la fourchette, ese vértice que aúna ambos labios alrededor de la entrada a la vagina; allí, una corona de diminutos y suaves tejidos rodea a un estrecho vestíbulo y escarbándolo delicadamente, descubre, un poco más atrás, la verdadera entrada que cierran prietamente los esfínteres.
En toda su carrera de especialista en obstetricia siempre ha tenido contacto con mujeres adultas y jamás un sexo juvenil y menos aun, virgen, había pasado por sus manos. La vista de ese órgano perfecto e impoluto le reseca la garganta y pone en sus manos un temblor nervioso como nunca ha experimentado. Un ansia irrefrenable por poseerlo oscurece su mente y olvidando su responsabilidad primaria, mantiene abiertos los labios de la vulva para que la punta de su lengua extendida tome contacto con la piel apenas humedecida.
El vaho que escapa de aquel sexo mezcla aun tenues fragancias a orina, sudor y, apenas, un atisbo de las exudaciones glandulares que pone en toda mujer su naturaleza intrínseca de hembra en celo, pero el sabor que ataca sus papilas sí ya posee esa agridulce mixtura que enloquece a los hombres.
La chiquilla gime con suspiros casi inaudibles pero los muslos alzados y el bajo vientre tiemblan con espasmódicos sacudimientos gelatinosos. Vibrante como la de un ofidio, la lengua inicia un tan lento como intenso tremolar sobre el fondo de aquel cuenco nacarado, haciendo que la muchacha se aferre a los manubrios hasta blanquear sus nudillos y la pelvis se eleve como buscando aun mayor contacto.
Ya Mauro ha perdido totalmente el control y la boca toda se confabula para apresar, lamer, succionar y sorber cada una de los pliegues de aquel sexo virginal, adhiriéndose a él como la ventosa de algún monstruo marítimo en tanto que un dedo pulgar restriega la creciente dureza del tubo carneo en que se ha convertido el clítoris.
Paulatinamente la boca se desplaza hacia abajo para que la punta agudizada de la lengua escarbe la corona de finos tejidos pero sin intentar penetrar en el agujero vaginal y luego de unos momentos que a la niña se le hacen exasperantes, se desliza hacia el oscuro y fruncido haz en el que se cierra prietamente el ano, estimulándolo con abundante saliva para lograr la distensión de los esfínteres y cuando estos van cediendo lentamente, se introduce apenas en el recto, provocando en Sandra una serie de chillidos reprimidos con los que entremezcla un fervoroso y repetido asentimiento.
Confirmado el grado de sensibilidad de la jovencita, la boca vuelve a desandar el camino hasta tomar contacto con el agudo pene que el dedo ha excitado en exceso hasta escuchar de los labios trémulos un anheloso pedido de que la penetre. Volviendo a separar las finas aletas, su dedo índice recorre el liso fondo del óvalo hasta arribar al agujero que su competencia ha dilatado y primero se adentra en el vestíbulo, previendo que su introducción hará comprimir instintivamente los esfínteres vaginales que exudaran las mucosas lubricantes de Bartolin.
Al confirmar esa presunción, los labios atrapan entre ellos a las aletas para sorberlas y mordisquear mientras comprueba su elasticidad tirando de ellas. Complacida por esa incitación, la muchacha relaja el bajo vientre y el dedo palpa los bordes de la apertura en un delicado arco que lo lleva al interior y a poco descubre la esperada resistencia de una telilla epidérmica a la que presiona hasta sentir su desgarro pero la muchacha parece no haberlo percibido y el dedo se adentra en el canal vaginal en toda su extensión.
Con satisfacción, comprueba que la elasticidad de aquel himen complaciente le ha permitido desflorar a Sandra sin que esta sufra el menor daño y las mucosas que arrastra el dedo en su despacioso vaivén están libres de todo rastro sanguinolento. Haciendo que la boca retorne a la cima, recomienza el chupeteo al ahora alzado clítoris en tanto que el dedo mayor acompaña al índice en aquella búsqueda en la cara anterior hasta que encuentran el incipiente bulto del Punto G, a tan sólo dos centímetros de la entrada.
Evidentemente la chiquilina disfruta con aquella masturbación, ya que se apoya fuertemente en el cabezal mientras la boca se abre jadeante en un grito mudo y sus manos se aferran a los manubrios para darse envión y proyectar la pelvis contra los dedos y la boca. La almendra que forman los tejidos esponjosos de la uretra al saturarse de sangre, se muestra sensible al frotar de sus yemas al ir incrementando su volumen conforme la fricción se hace más intensa.
El acezar sonoro de Sandra le dice de la profundidad de su goce y entonces, imprime a la mano un movimiento giratorio que lleva a los dedos encorvados a recorrer toda la vagina en un ángulo imposible. Emitiendo un suave ronquido, la chiquilla menea la pelvis contra la mano y Mauro comprende que el momento ha llegado.
Incorporándose, se baja los pantalones y descuelga las delgadas piernas de los soportes para apoyar una extendida sobre su hombro, encogiendo la otra hasta que queda junto al pecho de la niña, solicitándole que la sostenga así. Tomando entre sus dedos la verga casi endurecida, la pasa sobre el sexo empapado para concretar su calidad de falo y, apoyando la punta del ovalado glande contra el agujero vaginal, va penetrándolo muy lentamente.
La muchacha se muerde el labio inferior mientras sus ojos desorbitados se fijan en los suyos como los de un cachorro suplicante y, cuando él incrementa la presión del cuerpo para que la verga penetre en su totalidad, un ronco bramido dolorido acompaña el movimiento. Mauro sabe que, a pesar de todo su cuidado, la dilatación forzada del canal provoca en la piel desgarros y laceraciones que le es imposible evitar y que las espesas mucosas que están lubricándolo, son las mismas que actuarán como cicatrizantes a esas heridas superficiales.
Asiendo la pierna de la chiquilina para que quede totalmente estirada contra su pecho, imprime a la pelvis un cadencioso hamacar que hace al pene entrar totalmente para luego retirarse y volver a empezar. En la medida en que el miembro se desliza mejor por el conducto, Sandra parece haber empezado a disfrutarlo y, en tanto que una sonrisa cada vez más amplia cubre su rostro, inicia un ondular del cuerpo que beneficia la penetración.
El sentir la verga oprimida por los estrechos músculos vaginales obnubila al hombre y poniéndola un poco de costado, acomete una tan violenta como veloz cópula que hace rogar a la chica por mayor cuidado pero ya Mauro está desmandado. Sacándola de la camilla, la hace parar frente a aquella y apoyada en sus antebrazos sobre la litera, le separa las piernas para apoyar en el órgano oferente la cabeza empapada por los jugos vaginales y empujar hasta que su pelvis se estrella contra las nalgas firmes de la niña.
Sandra ha sustituido el bramido anterior por los ahora quejosos gemidos de dolor que entremezcla con incoherentes palabras de aliento y placer. La vista de esa grupa sólida que se eleva para dejarle ver la profundidad de la hendidura en la que el oscuro agujero anal se contrae y dilata conforme el ritmo de la penetración se acelera, lo lleva a asirla por las caderas a fin de que el cuerpo de la muchacha se acompase al ya violento hamacar del suyo mientras contempla fascinado los esfínteres que se abren y cierran como el obsceno besar de una boca.
Sandra parece disfrutarlo tanto como él, ya que se ha aferrado a los bordes de la camilla, dejando descansar todo el peso de su cuerpo en los senos que restriegan el cubre camilla en tanto que, con la sien clavada en él, contempla de costado con ojos llorosos como la posee.
El agujero pulsante del ano actúa como un imán para Mauro y su dedo pulgar arrastra desde el sexo las humedades de sus jugos para estimular los delicados tejidos e ir penetrándolos con tal lentitud que su introducción no provoca en la niña sino exclamaciones gozosas. El acompasa el accionar del dedo al de su cuerpo y la danza infernal de esa mínima doble penetración va introduciéndolos a una desenfrenada pasión, hasta que en el límite de la exasperación, Mauro saca el miembro de la vagina para apoyarlo contra los músculos que el dedo ha flexibilizado.
Con súbito espanto, Sandra ha descubierto su propósito y le ruega encarecidamente que no lo haga porque no es necesario, pero él ya ha perdido el control y sin miramiento alguno, después de dejar caer abundante saliva en la hendidura, empuja sin violencia pero sin pausa. En medio de un ronquido sollozante que va convirtiéndose en estridente alarido, la verga se desliza por el recto hasta que la pelvis golpea contra las nalgas y los testículos azotan al sexo.
La lubricación natural de la tripa y la saliva parecen haber facilitado el tránsito y, cuando el médico inicia el oscilante vaivén de la sodomía, el alarido disminuye en la misma proporción conque él acelera la penetración. Aun la muchacha sorbe los mocos y lágrimas provocados por el dolor inicial pero los sollozos van cambiando de tono y ahora se entremezclan con jubilosas exclamaciones de placer en las que la niña le pide que no cese de hacerle aquello que la hace disfrutar tanto.
Previendo que Sandra se encuentra próxima al orgasmo como él a la eyaculación, se inclina para llevar una de sus manos por debajo de las ingles a restregar rudamente al clítoris en tanto su cuerpo se sacude en un corto pero rápido coito que place tanto a la chiquilina, que esta estalla en un serie de repetidos asentimientos que se entremezclan con los ayes que el advenimiento del primer orgasmo pone en su boca. Cuando se produce la explosión espermática del hombre descargando los cálidos escupitajos en el recto, este siente como la marea jugosa del útero excede el sexo para humedecer sus dedos que, mientras la niña calma las espasmódicas contracciones del vientre, siguen manipulando la entrada vaginal.
Saliendo con delicadeza del ano, toma a la muchacha entre sus brazos para hacer que las caricias hagan disminuir el hondo hipar que aun la sacude en estremecedores suspiros, hasta que estos se tornan mimosos agradecimientos por la experiencia maravillosa que le ha hecho vivir. Luego de hacerla higienizarse en el baño vecino, la ayuda a vestirse para verla partir con una beatífica alegría tal como si la hubiera bendecido con ese bautismo sexual.
En ese período de aclimatación, a Clara aun le cuesta demostrar públicamente su curiosidad y, aunque Mónica no ha hecho ninguna alusión explicita a aquella tarde maravillosa, no desaprovecha momento en que están circunstancialmente solas para someterla a jugueteos de las manos por debajo de las polleras o a tan deliciosas como furtivas y fugaces sesiones de besos.
Habiendo seguido su consejo sobre no utilizar pantalones ni prenda íntima que obstaculice a quien quiera tener eventuales relaciones con ella, se ha acostumbrado a utilizar solamente faldas y realmente goza de la libertad de no usar ropa interior. Aquella mañana, al terminar las clases y mientras la mujer se encuentra acomodando sus cosas para retirarse, es ella quien siente por primera vez la necesidad de solazarse un poco en aquel cuerpo espléndido y, acercándose sigilosamente a Mónica, la abraza desde atrás para envolver los generosos pechos con sus manos mientras la boca busca presurosa el cuello de la maestra.
Recostándose en su pecho, las manos de la mujer acompañan a las suyas en el sobamiento mientras le deja ver su contento por aquel despertar voluntario a los hábitos locales. Dándola vuelta, Clara acerca su cara al bellísimo rostro para que la lengua se proyecte a la búsqueda de los labios entreabiertos que, no sólo la cobijan golosamente sino que su lengua se convierte en circunstancial adversaria de la suya en tremolantes embates.
Aunque en esos días las relaciones sexuales con su marido no sólo han sido placenteras sino que se han incrementado por ese clima de concupiscente promiscuidad que flota en la villa, ha quedado en ella, viva como un hierro candente, la deliciosa sensación de juguetear en un sexo femenino con su boca y los audaces jugueteos de la maestra no han hecho sino incentivar ese deseo.
Con la boca hundida en la de Mónica, sus manos se dirigen a alzar la corta pollera para comprobar con alegría que la mujer predica con el ejemplo; libres de obstáculo alguno, los dedos deambulan sobre las prominentes nalgas en apasionadas caricias y mientras unos se hunden en la hendidura para tomar contacto con el ano, los de la otra mano remontan las caderas hacia adelante, deslizándose por las canaletas de la ingle hasta sentir en sus yemas la cálida humedad de la raja dilatada.
Murmurándole entre besos que están en un lugar público pero que ansía que ella se lo haga, la maestra la arrastra hacia el escritorio y, terminando de levantar su falda hasta la cintura, se aúpa en el tablero para quedar sentada en él con las piernas colgantes. Clara ya está obsesionada y la vista de aquella vulva mórbidamente voluminosa la hace olvidar la precaución de cerrar la puerta y, acuclillándose frente a la mujer, acerca su cara al maravilloso sexo.
Entusiasmada porque la médica haya asimilado tan bien sus enseñanzas prácticas de tan sólo diez días atrás, Mónica encoge sus piernas y apoya los pies aun calzados con zapatos en el borde del mueble. Ahora sí, en esa posición, la traqueteada vulva abre sus labios mayores para dejar que la abundancia de los menores brote entre ellos y, sintiendo nuevamente el llamado insoslayable de esa tufarada, acerca la boca para, en un suave beso, degustar ese sabor único que no la ha abandonado en todos esos días.
Estira la lengua y cuando aquella toma contacto con los filigranescos bordes de los tejidos, un algo animal la invade para que un deseo loco ofusque su mente. El órgano adquiere una súbita habilidad y la punta agudizada en un gancho, tremola como un colibrí libando el néctar de una flor. Los urgentes lengüetazos recorren todos y cada uno de los rincones del óvalo para luego efectuar semejante tarea en los labios menores que se extienden a los lados como aletas arrepolladas y que progresivamente van mutando su color al marrón negruzco.
La ciencia primitiva que indica a todo ser humano cómo y qué hacer en el sexo, conduce sus dedos índice y mayor para que aunados, vayan introduciéndose en la vagina. Eso provoca en Mónica una jubilosa respuesta que se manifiesta no sólo en los hondos suspiros que sacuden su pecho, sino también en los fervorosos asentimientos conque recibe a la penetración, incitándola a someterla aun más profundamente.
La consistencia de los pliegues en la maceración de la boca y el sabor indescriptible de los jugos vaginales ponen una perversa ansiedad en Clara y, sin cesar en la penetración, hace que los dedos de la otra mano estrieguen entre ellos las carnosidades que rodean al óvalo, en tanto que la boca, en un juego de infernal avidez, fustiga, lame, chupa y mordisquea al enhiesto clítoris.
Apoyada en los brazos echados hacia atrás sobre el tablero, Mónica ruge su satisfacción por el placer que le esta dando y su pelvis se menea con frenesí contra la boca y las manos. Una voracidad inusual domina a la médica y con unas ansias locas de devorar aquellas carnosidades tan fragantes y gustosas, multiplica la intensidad de las succiones, haciendo que los dientes se ensañen royendo el tubo que cobija al pene femenino en tanto que los dedos ciñen sañudamente la festoneada carne e imprime a su mano un movimiento giratorio que hace a sus cortas uñas rasguñar aquel ámbito pletórico de calientes mucosas.
Ella misma siente la premiosa necesidad de obtener un orgasmo y, en tanto que escucha a la mujer enunciar la inminente llegada del suyo, se afana como una bestia salvaje hasta que siente correr entre sus dedos sucesivas oleadas del líquido goce y por sus muslos se deslizan las cosquilleantes gotas de su propia satisfacción.
La complacencia de haber sometido a otra mujer hasta hacerla acabar sólo con su boca y dedos le otorga una sensación de omnipotencia que desconocía hasta ese momento y su misma intensidad es la que le hace reaccionar. Con observar la puerta entreabierta, cobra conciencia de su inmadurez y falta de responsabilidad, puesto que cualquiera de sus alumnos pudiera haber vuelto para encontrarlas de esa manera y, aunque todos los chicos tienen asumido lo que representa el sexo dentro de la comunidad, sería perjudicial que las vieran practicarlo de una forma tan animal.
Casi sin cruzar palabra con Mónica, se levanta presurosamente y mientras recompone su peinado, observa como la mujer ha tomado la situación con calma; tras bajar del escritorio, limpia su sexo con un pañuelo, baja la falda para ayudarle a cerrar con llave y pasándole cariñosamente un brazo por los hombros, la acompaña cuando sale de la escuela.
El hecho de haber eyaculado, no significa que haya alcanzado un verdadero orgasmo y su bajo vientre se rebela con histéricos reclamos. Desasosegada, se mete debajo de la ducha para ver si el agua lleva consigo aquellas sensaciones desconocidas provocadas por el mero hecho de haber tenido un sexo lésbico que no podía modificar de tal forma su comportamiento, pero esto actúa de manera contraproducente, ya que el roce de sus manos sobre la piel reaviva el caldero de su vientre. Recordando que con los preparativos del viaje y la radicación en Freeville, hace más de un mes que no practica ningún tipo de gimnasia ni ejercicio físico y decide concurrir al gimnasio para descargar las energías acumuladas para dar alivio a esa crispación en que la ha sumido la insatisfacción sexual. Secándose someramente y vistiendo una fresca musculosa y un simple short, se dirige al edificio para encontrar que el encargado está a punto de cerrar, ya que el horario es limitado y él debe atender su segunda ocupación que es la de ferretero.
Aunque no hayan sido presentados formalmente, como miembro del consejo de administración él sabe quien es y por esa razón cede a sus ruegos casi infantiles, con la salvedad de que sólo dispondrá de una hora para sus ejercicios.
Sebastián se retira hacia un sector en el que parece haber una especie de oficina y ella inicia sus elongaciones de precalentamiento, pero aquellos movimientos incrementan su excitación y cuando los colmillos de la ansiedad carcomen sus entrañas, trepa a la cinta motorizada para ir descargando sus tensiones con el trote.
Sin embargo, no cae en la cuenta de que el roce de la tosca entrepierna del vaquero recortado contra el sexo desnudo no hace sino multiplicar aquel escozor que como una llama ardiente sube desde la región venérea para devorar su pecho, aumentando aun más sus histéricos temblores y secando su garganta con un aire desértico. Confundida pero decidida a expulsar de su cuerpo aquel martirio, imprime mayor velocidad al aparato y pronto se encuentra corriendo desaforadamente mientras siente que el sudor va empapando la débil tela de la camiseta y por sus muslos corre la abundancia de la transpiración.
La intensidad del ejercicio va quitándole el aliento sin disminuir en lo más mínimo su crispada excitación y cuando ya sus pulmones no pueden soportar más, desciende temblorosa del aparato para sentarse en el plano inclinado de una tabla de abdominales. Resollando ruidosamente y en una mezcla de ahogados jadeos con sollozos de impotencia por no haber podido calmar el ardor de su incontinencia, oculta la cara entre las manos mientras rumia por qué el haber satisfecho ese nuevo apetito sexual en Mónica, la ha llevado a ese estado de concupiscente deseo.
Sumida en esas cavilaciones, no cobra conciencia de que el hombre observa sus esfuerzos desde hace rato y, sospechando acertadamente que su conducta se debe a la descarga de alguna represión sexual, se ha ido acercando subrepticiamente. Tras colocarse silenciosamente detrás de ella, pasa sus manos alrededor del torso inclinado para apresar los sueltos senos y tirando hacia él, hace que su cabeza se apoye contra la entrepierna.
Superada la paralización de la sorpresa inicial, Clara inicia un natural e instintivo gesto de rechazo y huída, pero inmediatamente recuerda las inexcusables ordenanzas de la villa y, considerando las razones por las que acudiera al gimnasio, no colabora con el hombre pero se deja estar para ver hacia donde los arrastrarán sus conductas.
Ducho en aquellos menesteres, Sebastián no desea forzarla a hacer nada que no quiera, induciéndola para que sea ella quien tome la iniciativa. Las manos, fuertes pero suaves como las de un masajista, soban delicadamente los senos a través de la tela que, humedecida, hace el roce más intenso que si estuviera seca y progresivamente, los pechos toman esa solidez que les da su excitación más profunda.
Clara cierra los ojos y se deja transportar a esa vorágine que le propone el hombre aun sin pronunciar palabra alguna. El cariñoso amasar va convirtiéndose en un cada vez más duro estrujamiento y, en tanto ella siente contra su nuca el endurecido volumen del miembro debajo del pantalón, el hombre sube su camiseta mojada para sacarla por sobre la cabeza, tras lo cual, los dedos se dedican a macerar las carnes con mayor vigor, deteniéndose especialmente en rascar las aureolas y comprimir entre ellos los pezones.
Una oleada de placer la envuelve para sumirla en un gozoso abandono que el hombre aprovecha para, sin dejar de mantenerla excitada con una mano, desprenderse hábilmente del short. La carnosa consistencia de la verga aun tumefacta apoyándose contra su cuello la hace vibrar y, cuando Sebastián la aferra por el húmedo cabello para hacerle dar vuelta la cabeza, imprime a su cuerpo un giro de noventa grados para que la boca busque tomar contacto con el pene.
Con los ojos semi cerrados por la emoción, la fatiga y la ansiedad que la consume, se dispone a hacer la primera felación de su vida a un absoluto desconocido que, a pesar de su predisposición, la está obligando a ello. Sin embargo y voluntariamente, sus labios se abren para dejar salir a la lengua que se desliza temerariamente sobre la pulida superficie de un glande que, extremadamente ovalado, es el comienzo de una verga como jamás viera.
Nunca ha sido demasiado cuidadosa en la elección de amantes, dejando a sus sentidos primar por sobre la decencia y la moral y, desde su primera relación a los diecisiete años, ha pasado por las más diversas experiencias hasta que el matrimonio refrenó la exteriorización de esa rebeldía sexual, pero el ámbito liberador y un poco promiscuo de la Facultad y luego los hospitales donde trabajara, los había llevado tanto a ella como a Mauro, a no desperdiciar ocasión de satisfacer sus más oscuras perversiones sin sentimiento alguno de culpa.
Tal vez por ese motivo, su adaptación a las exigencias de esa nueva comunidad no solo no le provoca rechazo sino que alimenta ese mundo subyacente de fantasías que la habita. Ahora comprueba que no había sido la novedad lo que la impulsara a satisfacerse en Mónica como si fuera un hombre sino la explosiva expansión de una sexualidad casi aberrante que reprimiera por años.
Asiendo con una mano aquel falo monstruoso, grueso y venoso como el de un animal, acerca los labios a la cúspide y los posa en un leve beso húmedo que propicia un irrefrenable tremolar de la lengua que escarba en el agujero de la uretra para luego ir descendiendo por el costurón del frenillo e internarse en el profundo surco de esa verga libre de prepucio.
Sus dedos alcanzan escasamente a rodear el tronco sin unirse e imaginándose al bestial príapo dentro suyo, se le hace imposible dominar sus impulsos. En un juego complicado de lamidas con chupones, lleva su boca a recorrerlo lentamente y, en tanto esta arriba a los testículos para sorber con fruición sus acres sabores, la mano se dedica a masturbar al miembro solamente en su parte superior con un movimiento envolvente de los dedos.
Viendo el entusiasmo de la médica, Sebastián la va acomodando para que, sin dejar de realizar aquel portento, quede acuclillada frente a él. Eso favorece las intenciones de Clara e intensificando una recia masturbación a todo el falo, deja que la boca se deleite no sólo con los arrugados y firmes testículos sino que también incursiona hasta el negro agujero del ano, al que estimula con lengua y labios en medio de los ronquidos complacidos del hombre, pero ella no se contenta con aquello y procurando darse el mejor placer que pueda obtener, sube succionante a lo largo de la verga y al llegar a la cima, abre los labios para alojar el glande e ir adaptando sus mandíbulas para lograr la extensión que el grosor le exigirá.
El chupeteo se hace intenso y la ovalada cabeza se hunde en la boca para luego reaparecer completamente cubierta de saliva que la lengua enjuga ávidamente y entonces, los labios vuelven a ceñirla para que cada vez sea mayor la extensión que hace penetrar.
Indice y pulgar forman una especie de collar y desde la base del falo van ascendiendo en un perezoso masturbar al tiempo que les imprime un movimiento circular. Para no forzar su mandíbula y dándole un descanso, los labios comprimen un pequeño tramo que abarca el surco y parte del glande para succionarlo apretadamente en un corto vaivén que arranca exclamaciones jubilosas en el hombre.
Preocupada no por él sino por procurarse el mayor goce posible y obnubilada por esa verga fantástica, finalmente distiende la boca para llevar el falo hacia dentro hasta sentir su punta en contacto con la glotis, sorprendiéndose que aquello no le provoque náuseas y feliz por ese descubrimiento, presiona los labios para iniciar una lentísima extracción succionante en la que colaboran lengua y dientes.
La acción es tan ruda, que luego de un par de infernales succiones, ella misma se ve agitada y entonces las alterna con esos cortos chupeteos a la cabeza mientras los dedos resbalan en la saliva sobre el tronco. En la medida que más chupa, crece proporcionalmente su excitación y el portento que es esa verga no le hace pensar en otra cosa que no sea la necesidad de sentirla en su interior.
El hombre se ha adaptado a la alternancia de las profundas introducciones y, cuando estas se producen, la aferra de la cabeza para imprimir a su cuerpo un lerdo hamacar en el que la penetra como si la boca fuera un sexo. El repetido golpeteo de sus labios contra el pelambre masculino y los bramidos con que Sebastián expresa su contento, extravían a la médica quién, atendiendo a los reclamos del hombre para que lo haga acabar, sin meditarlo siquiera, en un acto reflejo que la hace desconocerse y en tanto abandona la práctica de los chupeteos al glande para acoplarse al cadencioso ritmo, busca, encuentra y hunde su dedo mayor en el ano del hombre como lo hiciera con tantos pacientes buscando su prostata, con gozosa complacencia, le pide que no deje de hacerlo hasta haber recibido la eyaculación en su boca.
Labios y dientes martirizan la piel del miembro y enardecida por conocer el sabor de un esperma distinto al de Mauro, envía la boca afanosa hacia los testículos mientras una mano masturba violentamente a Sebastián y la otra incrementa la velocidad con que penetra su ano.
Los bramidos del hombre estimulan su recién descubierta perversidad y cuando aquel proclama el advenimiento de su orgasmo, sube presurosa por el tronco para, sin dejar que sus manos descansen un instante, alojar al glande dentro de la boca abierta y con la lengua extendida para que actúe como una alfombra por la que se desliza la verga, recibe la recompensa de varios escupitajos de espeso y fragante semen que llenan su boca de un delicioso sabor a almendras dulces.
A diferencia de otras mujeres, a ella no sólo no le disgusta recibir eyaculaciones en la boca sino que estas son el motor indispensable por el que las felaciones se convierten en el obligado prologo para alcanzar su verdadera excitación. Como una experta catadora de vinos y ya desde los diecisiete años, sabe distinguir las sutiles diferencias que existen entre un esperma y otro y, así como cada mujer tiene su propio olor y sabor sexual que la hace única, ella ha aprendido a degustar cada semen; su color, desde el blanco como la leche hasta el casi transparente como el agua: su consistencia, cremosa y gelatinosa o chirle como un simple moco; su fragancia, ácida o dulzona y, finalmente, el gusto: ese sabor único que la excede, con distintos niveles de intensidad pero siempre conservando esa particularidad almendrada que lo hace degustarlo con la fruición de una ambrosía.
En el caso de Sebastián, el semen hace honor al espléndido conducto que lo ha transportado a su boca y la agridulce cremosidad se escurre espesa sobre la lengua que la restriega contra el paladar antes de iniciar la lenta deglución y, cuando los declinantes espasmos esparcen los restos finales, los labios vuelven a encerrar la cabeza para someterla a hondas succiones con las que consigue extraer hasta la ultima gota de la uretra mientras su dedo todavía estimula la próstata en la eyaculación.

Clara aun se regodea con labios y lengua en la gran verga que va perdiendo rigidez, cuando el hombre la levanta para hacerla recostar sobre el plano inclinado del aparato. Despojándola del rústico short, hace que apoye los pies en el soporte metálico y recostándose entre las piernas abiertas sobre ella, le toma las manos para colocarlas presionadas por las suyas en el respaldo y su lengua busca vorazmente los labios que aun barniza su esperma.
Esos besos tienen un carácter casi animal; labios lengua y dientes se posesionan sañudamente de la boca, azotando, ciñendo y mordisqueándola con tal voracidad que Clara, contagiada de esa lujuria, no puede menos que responderle en consecuencia y entonces las bocas se amalgaman, se separan, se embisten y se torturan mutuamente con un frenesí diabólico que pone en sus gargantas bestiales bramidos.
Mientras restriega su cuerpo contra el del musculoso profesor, comprende que su mente, predispuesta tal vez por años de represiones, ha encontrado en aquel valle y en el mismo aire de la villa, donde se respira una sensación de libertad sensorial, la exteriorización de lo que sin aquel estímulo hubiera permanecido adormecida hasta que la vejez hiciera su obra devastadora sobre su cuerpo y mente. Aunque en su vida ha tenido varios amantes o por lo menos se ha sacado el gusto con hombres que le gustaron por su apostura y masculinidad, ninguno poseyó los ímpetus de este moderno Tarzán y mucho menos un aparato genital de tales proporciones.
Con esa habilidad o virtud que tienen los científicos de poder pensar en los enigmas más complejos sin dejar que eso distraiga su actividad física, ella redobla las propuestas del hombre y durante unos momentos sólo sus bocas se convierten en protagonistas de una salvaje refriega en la que el silencio pone una nota casi discordante por lo vehemente de la acción.
Extrayendo de quien sabe dónde una voz baja, pastosa y ronca que le recuerda a la de seres poseídos y apretando los dedos del hombre con dureza, le pide que no la haga sufrir más y la posea con todas sus fuerzas. Casi como si estuviera esperándolo, Sebastián deja que su boca se deslice a lo largo de su cuello en apretadas succiones que luego devendrán seguramente en oscuros hematomas y, acomodando su cuerpo, toma posesión, primero con la boca y luego con las manos, de sus senos.
Aparentemente, el hombre ha decidido que esa relación se le haga incomparable, ya sea por la pasión como el vigor con que la somete. Sus dedos gruesos y fuertes acostumbrados a manipular grandes pesos, no sólo soban sus pechos sino que convierten a cada apretón en un sufrimiento, pero es justamente esa particularidad lo que la conduce a transformarlo en goce en una asunción de su masoquismo que la maravilla.
Dedos y boca hacen prodigios en los senos, saciando su apetito en la carne trémula, en las hinchadas aureolas y los pezones erectos por el deseo, en tanto que sus manos, liberadas de las de Sebastián, acarician su cabeza y hombros mientras le expresa con groseras palabras el placer que le proporciona. Ese aliento parece incitar al hombre para que una de sus manos se haya deslizado hacia su entrepierna y luego de escarbar furiosamente sobre el clítoris e internarse en el óvalo, dos de sus dedos se pierden en el agujero vaginal en una masturbación que la saca de quicio.
Aun a riesgo de perder ese disfrute, sus manos empujan al hombre hacia abajo y aquel comprende su necesidad. Arrodillándose frente a su sexo, separa aun más las piernas y su boca se dedica durante largo rato a socavar cada región con la lengua para que luego sean los labios quienes enjuguen los pliegues y repliegues carnosos y, en tanto que la boca toda toma posesión del inflamado clítoris, los dedos índice y mayor unidos, penetran la vagina con la colaboración del anular que se introduce simultáneamente en el ano.
Jamás persona alguna el ha hecho eso y, luego de la crispación inicial, encuentra que esa mini doble penetración la satisface. Tanto, que esa combinación la va llevando a un estado de exasperante deseo y, en tanto que menea sus caderas proyectando su pelvis hacia arriba en un simulacro de coito, ruega al hombre que la penetre con su tremenda verga.
Enderezándose, Sebastián atiende su repetido reclamo; se acuclilla y pidiéndole que sostenga sus piernas encogidas abiertas, acerca el portento de su miembro y con sólo sentirlo apoyarse en el agujero vaginal, un estremecimiento de temerosa ansiedad la sacude. A pesar del pastiche de jugos y saliva que baña su sexo, en la medida que el falo va penetrándola, siente - como si fuera una adolescente - que sus carnes son separadas de manera espantosa como nunca experimentara en su vida; sus tejidos son desgarrados y un dolor inmenso que nace desde la zona lumbar le hace abrir desmesuradamente la boca en un grito mudo.
Dejando las marcas de las uñas en sus muslos, a los que se aferra con desesperación, cierra la boca para hincar sus dientes sobre el labio inferior y tras un momento de crispada inmovilidad, al sentir como esa inmensa barra de carne traspasa el lábil obstáculo de la cervical e inicia un retroceso que es, en oposición, deliciosamente placentero, vocea su satisfacción en roncas y apasionadas palabras con las que lo alienta a penetrarla más y mejor.
De pavorosa y tremenda, la penetración deviene en exquisitamente gozosa y Clara se congratula por sentir como ese prodigio la socava y de cómo su cuerpo se ha ido adaptado a su enormidad; aferrada a sus piernas, se da fuerzas para adoptar una posición de hamaca y, así encogida, iniciar un movimiento basculante por el que la verga se hunde hasta que la siente prácticamente en el estómago.
Con los dientes apretados, las venas y músculos del cuello hinchados hasta parecer que estallarán y el transpirado rostro enrojecido, lo incita con palabras soeces que ella misma creía desconocer y entonces el hombre se separa para levantarla de un tirón y ocupando su lugar, la invita a cabalgar el príapo enhiesto.
Contagiada de ese lúbrico deseo, se acuclilla sobre la entrepierna de Sebastián y va haciendo descender su cuerpo hasta sentir como la ovalada cabeza roza los colgajos del sexo. Aferrándose con ambas manos a los hombros de él, empieza lentamente a bajar y la verga, como si antes no hubiera habitado la vagina, va destrozándolo todo a su paso hasta que sus nalgas toman estrecho contacto con la zona pélvica y la punta escarba su endometrio.
Clavando las uñas en la piel masculina, comienza a dar a sus caderas un leve meneo adelante y atrás que va cobrando vigor en tanto ella siente deslizar la verga con mayor comodidad. Flexionando simultáneamente las piernas, consigue una cadenciosa cópula que, alentada por los estrujamientos de Sebastián a sus pechos pendulares, incrementa el ritmo paulatinamente con el agregado de una oscilación que, combinada con los movimientos adelante y atrás, arriba y abajo, remedan un lascivo baile del vientre.
Poco a poco siente que sus piernas cansadas comienzan a flaquear y entonces, saliendo de arriba del hombre, se arrodilla en el suelo de espaldas a él mientras le suplica que la penetre en esa posición. Sebastián la obedece con celeridad y acuclillándose sobre la grupa expuesta de ese modo, la penetra aun con mayor vigor hasta hacer que su pelvis se estrelle contra las nalgas temblorosas con sonoros chasquidos, fruto de la transpiración que los cubre a ambos y de los abundantes jugos que lubrican al sexo.
Ella se sustenta arqueada con ambos brazos estirados y las manos apoyadas firmemente sobre el piso alfombrado y, cuando él la ase por las caderas para hacer que ambos cuerpos se acompasen en el coito, colabora con un hamacar que facilita la penetración y el disfrute de los dos. A pesar de tanto trajín, ella no ha alcanzado ni un orgasmo ni una eyaculación y ansiosa porque ello ocurra, le pide a Sebastián que le ayude a obtenerlos.
Comprendiendo que, en definitiva ese fuera el propósito de la mujer al concurrir al gimnasio, extrae la verga del sexo y así, empapada por los jugos vaginales, la apoya contra los dilatados esfínteres anales y sin conmiseración alguna empuja. Aunque su más próxima experiencia fuera pocos días atrás con Amelia, la penetración no esperada y el tamaño que excede con ventaja al consolador, ponen un grito estridente en su labios pero, sintiendo que ya todo el inmenso falo se encuentra en la tripa y el vaivén que Sebastián va imprimiéndole torna a esa sodomía en uno de los exquisitos placeres que ella prefiere, baja la cabeza sumisamente en tanto su cuerpo responde instintivamente al acople con un suave hamacar.
A pesar de que su función básica en el gimnasio es dar satisfacción a las mujeres que así se lo soliciten y que conoce prácticamente a todas ellas en sus más desenfrenadas expansiones sexuales, ninguna ha demostrado un voluntarismo tan denodado como la médica ni ha soportado con tanta entereza el volumen de su falo. Aferrándola por las caderas, la aparta un tanto y al sacar el miembro, contempla maravillado con el ano permanece dilatado como una boca desdentada, permitiéndole observar el rosáceo interior de la tripa.
Fascinado, mira como el agujero se cierra y entonces, metódicamente, inicia una sodomía alternada en la que saca la verga para vigilar como el negro agujero vuelve a encogerse para entonces penetrarlo con tanta violencia como si fuera la primera vez. Los ojos de Clara se llenan de lágrimas pero estas no son de dolor sino por la emoción de gozar tanto con ese sexo antinatural y, sintiendo que en su vientre comienza a gestarse aquello que detonará la explosión total de sus sentidos con la expulsión de sus jugos, acelera ese tiempo enviando su mano derecha a restregar y penetrar dentro de la vagina hasta que el día parece convertirse en noche y aquello que la ahoga, nubla su entendimiento para hacerla caer desbarata como una muñeca de trapo sobre el piso.
Luego de bañarse en el gimnasio y sintiéndose plena después de aquella jornada pletórica de emociones, le falta tiempo para llegar a su casa con la seguridad de que su marido ya está de regreso.
Tal vez por algún brillo especial en los ojos, una expresión de equívoca picardía en su sonrisa o la vitalidad que toda ella deja trasuntar en sus movimientos o gestos, hacen que Mauro le pregunte si le ha sucedido algo especial. Sentándose presurosa a su lado y en tanto lo acaricia mimosamente, se regodea contándole de aquel impulso que tuviera en la escuela, su posterior insatisfacción y de que manera Sebastián se encargara de contentarla.
Se congratula cuando observa que el relato no sólo complace a su marido sino que parece excitarlo y cuando finalmente ella le propone que adhieran definitivamente a ese sistema de vida tan reprobable como placentero, no sólo se muestra de acuerdo sino que en el mismo lugar y sin necesidad de prolegómeno o justificación alguna, la incita a mantener una relación de indescriptible seducción que termina por agotarlos.
Con el transcurrir de los días, Clara va adquiriendo la certeza de que, si bien el sexo es totalmente libre para todos, las mujeres son las que llevan la mejor parte, ya que obtienen satisfacción de todos los hombres posibles y asimismo de las demás mujeres. Mónica es quien se encarga de confirmarle esa presunción, al decirle que quien espera ansiosamente una visita suya es la delgada Amelia.
Aunque aparenta una medida indiferencia, el saber que la muchacha tiene un interés especial en ella la regocija y descubre que, oscuramente subyacente, también anhela mantener una nueva relación con la masculinizada joven pero siendo ella quien asuma el papel activo para someterla a su antojo.
Sin embargo y como en su momento Mónica la presentara como la esposa del contador de la comunidad, no desea provocar conflicto alguno y, discretamente, en distintas ocasiones, obtiene de la maestra la información de los horarios del marido, de cuando ella está en su casa y finalmente, la ubicación de la misma.
Aprovechando una de esas tardes en que no funciona el consultorio de pediatría, vuelve de la escuela y tras darse un largo baño de inmersión en el cual afeita de su cuerpo todo vestigio de vello, a excepción de un espeso triangulo que parece señalar la ubicación del clítoris, se coloca un liviano vestido veraniego y transita los escasos doscientos metros que la separan de esa casa, en la misma manzana.
Como si fuera una adolescente en su primera cita, siente un olvidado revolotear de mariposas en el bajo vientre y con la boca reseca por la emoción, golpea tímidamente en la gran puerta de roble. Aunque la muchacha no demora más de treinta o cuarenta segundos en acudir, a ella se le hacen eternos y, sintiéndose blanco de todas las miradas ocultas tras las cortinas de las casas vecinas, se mueve nerviosamente en el pequeño porche hasta que siente el ruido de la puerta abriéndose.
La espléndida sonrisa de Amelia le hace olvidar sus aprensiones; entrando decididamente a la casa, se da vuelta y cuando cierra la puerta, la empuja suavemente contra el tablero. De la mujer emana esa fragancia que ella lleva clavada en su pituitaria desde el mismo momento en que la conociera y que retorna casi como un “deja vu” cada vez que sostiene alguna relación con Mónica, por leve y fugaz que aquella sea.
La filiación de “muchacha” es una cosa subjetivamente suya, ya que por su aspecto ha supuesto que no tendrá más que veintitrés o veinticuatro años contra casi la treintena que ella inicia. En realidad está muy equivocada y Amelia no sólo no es menor sino que la supera en dos años, pero su aspecto aniñado y esa delgadez, que luego confirmará es aparente, la hacen aparecer como una adolescente, cosa que ella utiliza para seducir la perversa morbosidad de otras mujeres.
Puesta en ese papel, permanece apoyada contra la puerta con la cabeza gacha púdicamente y deja que la mujer sea quien tome la iniciativa. Clara tiembla de pies a cabeza y la fragancia particular la emborracha de amor; aspirándola por las narinas que aletean con avidez, se aproxima a la joven pero sin que ninguna parte de sus cuerpos se toquen.
Sin embargo, es palpable la excitación de ambas y una corriente de electricidad estática sumada al calor que emana de los cuerpos, construye una especie de lazo invisible que las acerca más y más. Clara observa fascinada ese rostro casi infantil y el deseo pone un gemido sollozante en su pecho que se apaga tan pronto sus labios rozan tenuemente los de Amelia que permanece como pasmada.
Las sienes de la médica palpitan con un sordo bum-bum de la sangre y el golpeteo de su corazón parece exceder la capacidad torácica amenazando reventar en un estallido que ella desea fervientemente se concrete, aliviando esa presión que la crispa para hacerla vibrar como un diapasón.
Mientras siente como infinitos y diminutos arroyuelos de sudor se deslizan por todo su cuerpo contribuyendo a elevar el inefable cosquilleo que la excita, apoya sus manos en la puerta a cada lado de la cabeza de la joven y sus labios esbozan tan tiernos como pequeños besos en un lerdo periplo que, naciendo desde la boca, asciende por una mejilla, roza las sienes, hace nido en un ojo, trasciende la frontera de la nariz e inicia el camino inverso hasta arribar al punto de partida.
Apenas separadas, las bocas dejan escapar los fragantes vahos que las hormonas esparcen en la mujer encelada y, así, acezando como dos bestias, con los ojos en los ojos de la otra, permanecen como hipnotizadas, paralizadas por la pasión que las inunda, hasta que los brazos de Clara ceden a la presión para permitir a los labios unirse blandamente y luego que esa succión parece eternizarse, la lengua de Amelia se atreve a explorar en el resquicio dentro de su boca y la suya sale a recibirla para iniciar un húmedo diálogo en el que se prodigan atacándose mutuamente en juguetones escarceos.
Con autónoma presteza, envía sus manos a desabotonar la blusa y cuando aquella cae desde los hombros, las manos se deslizan sobre los senos en acariciantes manoseos. Ya anteriormente ha podido comprobar que la delgadez de Amelia es engañosa a causa de su estatura; realmente, los pechos que soba tiernamente son más grandes y sólidos que los suyos y, obsesionada por lo que le promete la tersura de la piel, escurre su boca por el cuello en inacabables circunvoluciones en las que alterna los lengüetazos con leves succiones de los labios para enjugar la saliva.
El organismo de la joven ha respondido a sus estímulos y el pecho se encuentra ya cubierto de un subido rubor realzado por profusión de minúsculos granitos eruptivos que la lengua recorre con placer para luego ascender la colina de uno de aquellos promontorios sedosos. Al llegar al borde de la aureola, la punta de la lengua recorre la corona de gránulos que la orla para finalmente, casi remisa, dirigirse al pezón que se alza en el vértice, puntiagudo y rosado.
Tomando una curvatura que la convierte en un gancho elástico, tremola suavemente sobre la mama, comprobando su lábil flexibilidad al ceder a esos empujes que la azotan y luego de unos momentos de ese cariñoso castigo, los labios compasivos se cierran sobre ella para aliviarla con su delicado interior y después ceñirlos en prietas succiones remedando una infantil succión.
La pulida superficie del pezón coloca en el recuerdo de Clara el aspecto liso del sexo de Amelia y una de sus manos abandona los senos para deslizarse por debajo de la falda a buscar la monda piel, acariciándola en amorosa exploración, lo que parece hacer reaccionar a la mujer quien, separándose de la puerta, le susurra que no se apresure y tomen su tiempo para realizar el acto como se debe.
Repentinamente consciente de su desbocada actitud y como avergonzada por tal manifestación de su reprimida lubricidad, Clara se deja conducir por Amelia hacia un cuarto que, según escucha de su nueva amante, ha sido acondicionado por el matrimonio para ser utilizado en citas de ese tipo, evitando que la intimidad del dormitorio conyugal se contamine con la circunstancial presencia de extraños.
La semipenumbra de la habitación sin ventanas, delata la falta de mobiliario y ocupando casi toda una pared, una enorme cama flanqueada por dos pequeños gabinetes destaca su volumen al ser iluminada por la fuerte luz de unos reflectores invisibles, revelando la existencia de grandes espejos en el cielo raso y a cada lado del lecho. La naturaleza depravada de ese ámbito enfría un poco los ánimos de la médica pero su excitación es más fuerte que esos resquemores pacatos y cediendo con mansedumbre a ser guiada por Amelia quien recobra su participación activa, se congratula cuando aquella la envuelve entre sus brazos para reiniciar la interrumpida sesión de besos que, de tiernamente amorosos van deviniendo en apasionados chupones mientras los cuerpos se restriegan ansiosamente por sobre las ropas.
Aprisionada por los brazos de la otra mujer, Clara siente la contundencia de sus senos a través de la delgada tela del vestido y sus manos acuden automáticamente a desprender la falda que se desliza por sus piernas hacia el suelo, lo que provoca que Amelia recoja entre sus manos el ruedo del corto vestido para arrollarlo y quitárselo por la cabeza.
Ahora sí, desnudas las dos y frente a frente, agitadas y jadeantes como dos bestias salvajes en celo, resollando por bocas y narices por la excitación y el deseo, se acercan aun más y al tocarse las pieles ardientes parece producirse un corto circuito que las impulsa a abrazarse con avidez para que las caderas se proyecten una contra la otra en un frustrado simulacro de cópula.
Murmurándole al oído cuanto desea que la haga suya, Amelia la va empujando lentamente hacia el lecho y cuando están junto a él, se deja caer para arrastrarla con ella. Ahí sí, con el mullido colchón como sustento, se abrazan y sueltan en espasmódicos remezones en los que los cuerpos chocan como si quisieran que las carnes se hicieran miscibles para fundirse una en la otra. Brazos y piernas se entrelazan y retuercen en una lucha incruenta en las que ambas se agitan cada cual pretendiendo agredir a la otra, hasta que prima la mayor corpulencia de Clara que, aunque más baja que la joven, es más fornida y pesada.
Deteniendo esos revolcones, queda encima de Amelia y aunque jadeante y agitada, toma la carita infantil a la cual la acción ha llenado de arreboles y hunde su boca en la que se le ofrece balbuciente en un beso hondo y definitivo.
Los labios se unen de tal forma que parecen formar parte de un mecanismo perfectamente acoplable y las succiones que las dejan sin respiración hacen audibles sus aspiraciones y expiraciones nasales en procura de aire. Cediendo a la presión que la mujer ejerce sobre sus hombros, Clara se escurre hacia abajo pero esta vez no se detiene en los senos transpirados sino que la boca continua su periplo succionante por las canaletas del abdomen, traspone la media luna del bajo vientre, se hunde en la depresión que prologa al Monte de Venus y asciende a la cima del huesudo promontorio para que su olfato pueda aspirar los efluvios que manan del sexo.
La tersa y depilada piel es como un sendero que la conduce al encuentro de aquel tubo carnoso que preside el nacimiento del sexo. Alzado, rígido y grueso mucho más de lo que recuerda, el clítoris denuncia con su carácter de verdadero pene femenino las preferencias de su dueña y el traqueteo a que ha sido sometido para adquirir semejante aspecto. Tanteándolo entre índice y pulgar, comprueba que dentro del arrugado capuchón el músculo tiene la consistencia de un pequeño dedo y corriendo la piel, deja al descubierto su puntiagudo glande atrapado detrás de un delgado tegumento elástico.
Su vista la alucina y, acomodándose mejor entre las piernas de Amelia, hace que la lengua se agudice para escarbar en aquel sitio y los hondos suspiros de la mujer le dicen el grado de su sensibilidad. Ella misma se siente subyugada por ese hueco húmedo y en tanto frota con los dedos en mínimo masturbar al tronco, los labios colaboran con la lengua succionándolo apretadamente y pronto se establece una rítmica alternancia que las va llevando a un estado de exasperación tal que rugen como si quisieran ser devorada la una y convertirse en devoradora la otra.
Obnubilada por el deseo de poseer, Clara comprende que algún momento un componente hormonal tiene que haber modificado sus cromosomas y el hecho de que ninguna mujer la haya atraído en el pasado, no significa que en ella no existan características homosexuales, lo que justificaría aquella angurria no sólo por mantener sexo con una sino sus ansias irrefrenables por dominarla como un hombre.
Los vahos que ascienden desde la vagina la llevan a abandonar al clítoris con la boca y, sin dejar de sojuzgarlo con los dedos, separa con los de la otra mano las aletas carnosas para juguetear dentro del óvalo, reconoce el minúsculo hueco de la uretra, desciende hasta la misma entrada a la vagina y allí, en la fourchette, se entretiene hurgando en los delicados tejidos que la forman para luego ascender y tomando los arrepollados frunces de las aletas entre sus labios, los succiona con ávida violencia consiguiendo que la gimiente muchacha le pida por más.
Buscando acomodarse mejor, cambia de posición y aquello da oportunidad a que Amelia, no pudiendo contener sus instintos, se de vuelta rápidamente en la cama para quedar invertida debajo de ella e incitarla a practicar un sesenta y nueve. Aquello entusiasma a la médica y flexionando fuertemente sus rodillas para que el cuerpo se pliegue totalmente, con las nalgas apoyadas en los talones, pasa las piernas encogidas de la mujer debajo de sus axilas y así, con el sexo oferente en posición horizontal, renueva la intensidad de lo que hace su boca en los labios menores y, sintiendo la boca vorazmente golosa de Amelia hacer lo mismo en su sexo, penetra la vagina con dos dedos.
Todavía no sabe por qué el sentir el fuerte calor interno de la vagina contra sus dedos la saca de quicio y en esa desesperación, los hace escudriñar, revolver y hurguetear a la búsqueda del Punto G y allí se regodea rascando la excrecencia sensible mientras siente que la muchacha está haciendo lo mismo dentro de ella.
De alguna manera, Amelia ha llegado con sus manos a uno de los gabinetes para alcanzarle un consolador en tanto le pide que la penetre con él para hacerle alcanzar su orgasmo. Jamás ha tenido en sus manos un objeto como aquel y su similitud con uno verdadero la sorprende; texturas, color y rigidez son asombrosamente iguales y su tamaño, aunque excede a muchos de los que ha tenido dentro suyo, con ser considerable no es monstruoso ni mucho menos.
Mientras ella se pierde en esas reflexiones, la otra mujer no ha perdido el tiempo y la sorprende agradablemente cuando empieza a introducir algo que debe ser similar en su vagina. En ese momento alza la vista y casi sin poder dar crédito a sus ojos, ve como en una pantalla gigante a dos hermosas mujeres reflejadas en los espejos que, desnudas y barnizadas por el sudor, se prodigan en satisfacerse una a la otra. Todavía tarda una fracción de segundo en cobrar conciencia que aquella que la observa con un miembro artificial masculino en la mano no es otra que ella misma y la imagen le parece tan cautivante, que baja la cabeza y arremete contra el clítoris de su amante mientras la mano hace penetrar al falo hasta que sus dedos chocan contra las carnes del sexo.
Como mujer, sabe que se siente al ser penetrada y precisamente eso es lo que le transmite a la mano el miembro artificial; cada temblor, cada crispación de los músculos, cada obstáculo que el falo sobrepasa, se suma a la sensación que ella misma experimenta al ser sometida simultáneamente por Amelia y siente un placer especial al incrementar la hondura hasta despertar ayes dolorosamente gozosos en la mujer. De esa manera, acometiéndose recíprocamente con manos, bocas, dientes y consoladores, se entregan a un coito de infernal fiereza hasta que la dos expresan su mutua necesidad de acabar y en medio de gimoteos y sollozos de alegría, alcanzan sus orgasmos para derrumbarse exánimes en un entrevero de torsos y miembros.
Un sopor más intenso que de costumbre sume a Clara en una semi inconciencia en la que percibe como Amelia se desprende del abrazo y sale de la cama. Mimosamente se arrebuja sobre las sábanas humedecidas y en un momento nota como la joven traquetea en sus caderas para luego darla vuelta boca arriba continuando con la actividad de sus manos.
Soñolientamente se despereza y al abrir los ojos se encuentra con la deliciosa carita de Amelia frente a sus ojos mientras experimenta una extraña molestia en la entrepierna. Ahorcajándose sobre ella, ahora es la joven quien acaricia delicadamente su rostro para luego acercar la boca e iniciar una larga serie de excitantes besos. Lentamente Clara va reaccionando para comenzar a devolver los besos con tanto frenesí como la joven, ya que aunque ha eyaculado feliz y abundantemente, no alcanzó el orgasmo y su apetito sexual está tan exacerbado como cuando llegara.
Repitiendo lo que ella hiciera al entrar, la boca de Amelia se escurre por el cuello en tan maravillosos como excitante chupones y al llegar al pecho, explora el valle que separa ambos pechos en tanto que sus dedos se encargan de estrujar la carne que paulatinamente recobra su morbidez y luego de rascar concienzudamente las aureolas para ver como adquieren su curioso aspecto de pequeños senos, encierra los pezones entre sus dedos índice y pulgar.
Datos del Relato
  • Categoría: Intercambios
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