CASANDRA
Luego de recibir su título de profesora de Bellas Artes y haciendo uso del regalo de su padre, decidió invertirlo en una recorrida por algunos de los museos que le interesaban especialmente, debido al rumbo que había decidido imprimirle a sus investigaciones.
A ella siempre le habían interesado tres temas; el primero era que, sin condicionamientos de estilos ni épocas, cuando los pintores reproducían – o simplemente inventaban – a mujeres de la historia, mitológicas, bíblicas o reales, demostraban un desconocimiento total de la anatomía femenina y las hacían poseedoras de atributos que generalmente deberían ser exagerados por su generosidad y además, en una típica actitud masculina, si bien no lo mostraban explicitamente, dejaban evidenciar virtudes o comportamientos non santos. Su segunda prioridad, era investigar por qué, en épocas pasadas y más allá de los condicionamientos de la sociedad, no había pintoras. En ese orden, sus especulaciones de poder conocer algo más de una de aquellas mujeres, la decidieron por la que por su estilo y también veladas sugestiones, le permitiría por lo menos aproximarse al problema.
Sin embargo y como el viaje terminaría en Londres, empezó visitando España, específicamente El Prado, para hacer un examen pormenorizado de El Jardín de las Delicias, ese tríptico de Jerónimo Bosch que constituye un intrincado conglomerado esotérico de sugestivas figuras humanas y animales casi de ciencia ficción.
Alterada aun por la subyacente proyección erótica de las imágenes, especialmente las del tercer segmento dedicado al infierno, prosiguió viaje hacia Italia a conocer en el museo Vaticano obras de della Francesca, Ucello y Mantegna y entonces sí, con un exhaustivo detalle del tratamiento del cuerpo femenino por aquellos hombres que parecían desconocerlo todo de él para todo lo que no fuera sino evidenciar la lúbrica incontinencia de las mujeres, especialmente el de Las Hijas de Lot, que en todo su continente dejan al descubierto sus lascivas ansias de acoplarse con su padre, suponiéndolo en último hombre viviente, arribó a Inglaterra para en las galerías Tate y Brigeman, absorberse en las obras de Rubens y Tiziano, confirmando su teoría casi conspirativa de género.
Y justamente en una de las alas encontró tres obras que le resultaron definitorias; Jeanne Samaray de Renoir y Madame Gautres de Singer, tan distintas en estilo y tan sugestivamente liberalizadas en sus expresiones. Pero el colofón a esas certezas lo encontró en los cuadros de Angélica Kauffmann una pintora suiza nacida a mediados del mil setecientos y que, influenciada en lo esencial por el rococó, había desarrollado un estilo personal, elegante y sentimental tras cuyos delicados trazos dejaba deslizar un misterioso secreto en las miradas y expresiones de sus personajes. La revolución que el estilo exuberante del rococó hiciera en el siglo dieciocho y la reciente difusión de los hallazgos arqueológicos en Italia y Grecia, dieron alas a su imaginación y consubstanciación, llegando a adoptar en su vestir la apariencia de mujeres de esas épocas. Hasta en su propio autoretrato donde luce un traje de cortesana romana, la inmovilidad y serenidad de su hermoso rostro y la exuberancia de su peinado, no soslayaron una misteriosa sensualidad oculta en la mirada y en una leve curvatura sardónica de la sonrisa.
Ese descubrimiento obsesionó en tal forma a la muchacha que hasta los guardias de seguridad llegaron a desconfiar de esa joven que cotidianamente se sentaba frente a las obras de la artista suiza para inmovilizarse alucinada durante horas. Casandra no tenía idea de su proceder y le pareció normal ese examen meticuloso de cada pieza, imaginando el movimiento de la mano de la artista ante determinado trazo o el toque justo de luz que daba vida a ojos y labios de las retratadas y, paulatinamente, fue dejando de lado otras piezas para concentrarse obsesivamente en el autoretrato de Angélica.
Sus ojos parecían haber adquirido el poder de ir más allá, y en sus ensoñaciones, traspasaba la tela del vestido para penetrar el generoso escote romano y casi palpar la consistencia de los senos e imaginando la mórbida tersura de la piel, escudriñar a lo largo del vientre para aventurarse hasta las humedades pilosas de la entrepierna, llegando a olfatear la acritud de sus flatulencias vaginales.
Esa fantasía erótica la hacía acezar quedamente y los vigilantes se extrañaban ante el cambio en sus expresiones faciales, cuando, inclinada en el largo banco frente a la obra, se balanceaba como una autista y sus ojos iban desde la angustia al miedo, de la admiración a la alegría, mientras su boca se abría con asombro, se dilataba en una sonrisa comprensiva o se curvaba en el sollozo que a veces escapaba en sordina entre sus labios.
Es que nadie podía imaginar que ya la muchacha había sido cautivada por el espíritu oscuro de esa mujer de rostro diáfano y luminoso. El largo rostro de pícara sonrisa ya no era meramente un trozo de tela y, poseída por el espíritu de la pintora, Casandra experimentaba esa piel como si fuera verdaderamente la suya, perdiéndose en los meandros del pensamiento dieciochesco de la suiza.
Hasta que una tarde, al salir de la galería, algo inasible la hizo darse cuenta de que no debería regresar más y que el trasvasamiento de un ser a otro se había concretado. Ella ya no necesitaba averiguar más cosas sobre Angélica porque ella, sin dejar de ser Casandra, ya era Angélica.
Sin sorpresa, una carnadura emocional que no sospechaba poseer porque era definitivamente de la suiza, avasalló los últimos arrestos de la personalidad de la joven para hacerse cargo de la situación en una época a la que no pertenecía pero que pensaba aprovechar tan intensamente como a la pretérita. A Casandra, la dualidad le resultaba turbadora pero a la vez intrigantemente deliciosa. Era como convertirse en la cáscara, el receptáculo de otro ser. Era dueña de sus pensamientos y físicamente sentía todo como antes, pero ahora era Angélica quien no sólo tomaba las decisiones, sino que se adaptaba a las situaciones y la época, manejándose con el idioma y costumbres con total soltura y aunque no podía interferir en eso, disfrutaba de sus placeres como una espectadora de sí misma.
Sin saberlo con certeza, se convertía en una médium y por las noches, sus ensoñaciones la llevaban a verse en el cuerpo de otras mujeres a quienes había habitado la suiza en épocas muy disímiles entre sí por tiempo y distancia y lo que hacía más traumático la situación, era que al despertar y por lo que restaba del día, sus escindidos sentidos se solazaban en añorar cada circunstancia vivida.
A sus veinticinco años y con tres noviazgos a cuesta, Casandra no era una virgen de castidad y sí una practicante entusiasta del sexo, cosa que el espíritu incontinente de la pintura debería haber captado de inmediato para conducirla en la dirección que a ella le convenía. Instaladas provisoriamente en un departamento de Edmond Park y en esa misteriosa simbiosis que las unía, la lúbrica mujer se adaptaba rápidamente a las costumbres de la Londres moderna. En sus recorridas por zonas comerciales, le hacía adquirir ropas y accesorios que generalmente no eran de su gusto pero que luego comprobaba se ajustaban a su figura y personalidad como si hubieran sido creados para ella. También y a regañadientes, participó de la eufórica sorpresa de la pintora al descubrir la existencia de los porno shops de los que se hizo cliente habitual y la inmensa variedad de artículos que allí vendían maravillaba a esa mujer de casi trescientos años atrás.
Casi obsesionada y totalmente fuera de lugar culturalmente, avergonzaba a la muchacha por las desfachatadas actitudes y el lenguaje soez que Angélica le hacía adoptar ante clientes y empleados al empecinarse en querer saber explicitamente para qué y cómo se utilizaban los adminículos y, aunque contenida por el escaso presupuesto de la muchacha, la hizo elegir con sonrojada confusión sólo algo de lo que alucinaba a la entusiasmada mujer y al regresar al departamento, casi sin mirarlos, Casandra guardó los objetos en el cajón de la mesa de noche.
Lo que había asombrado siempre en la figura de Angélica era la contemporaneidad; a excepción de las ropas históricas que gustaba llevar, su figura y rostro no diferían con los de una mujer moderna y, encapsulada en el cuerpo joven de Casandra que lo mantenía firme a fuerza de gimnasio, parecía moverse como pez en el agua.
No obstante, con esa sensación de que al mover una mano o un pie estaba haciéndolo con el de otra persona, percibiendo el frío o calor a través de una piel común pero que le transmitía cabalmente lo que sentía el otro ser, Casandra veía todo desde afuera y desde adentro simultáneamente, como desprendida de sí misma.
Los más de treinta días desde que iniciara el viaje la habían absorbido por la intensidad de sus descubrimientos y la captación total por parte de Angélica había sido tan sutil que se enredó mansamente en sus redes sin siquiera intentar deshacerse de ella.
Eso de ser una y otra pero a la vez sentir como sus necesidades y gustos se fundían en una sola, no le desagradaba. Calmada ya la adrenalina de las urgencias por la mudanza, el comprar cosas para el “hogar” y los nuevos vestuarios que le exigía la suiza, en el cuerpo de Casandra comenzaron a pesar los casi dos meses sin conocer sexo y aquello pareció eclosionar cuando a su fantasiosa imaginación concurrieron idénticas necesidades de la mujer.
Con los ojos clavados en la nada del cielo raso y sin poder conciliar el sueño, revivió en una memoria que no era la suya, el torso y el delicado perfil de madame Gautres acicateando el pervertido trasfondo de la pintora e, involuntariamente, sus manos se dirigieron acariciantes como a verificar sobre la tenue tela del camisón la firmeza de sus pechos. Salvo en su primera adolescencia, nunca se había aficionado a la masturbación, especialmente desde que las relaciones con hombres las relegaran al olvido de la inutilidad.
Pero a Angélica parecía placerle reconocer el nuevo cuerpo que habitaba y las manos incrementaron el sobar a los senos, verificando que, a su tacto, los pezones y aureolas respondían a la estimulación enviando voluptuosos escozores al vientre y riñones. Ya no tenía la certeza de cual de las dos era quien recibía los histéricos reclamos vaginales pero, sin importarle ese discernimiento, deslizó una de sus manos para que se perdiera por debajo del corto camisón y, avasallando la débil oposición de los elásticos de la trusa, restregar la suave alfombrita del recortado vello púbico.
Años de recuerdos e incontinencias se fundieron en las dos mujeres y ya sin el menor pudor, como atacada de un furor uterino que sabía no le era propio pero que la exasperaba, Casandra se arrodilló en la cama para apoyar cabeza y hombros sobre los almohadones, comenzando un nuevo sobamiento a los pechos sensibilizados hasta el punto que el menor roce de la palma de su mano sobre ellos la sacudía como si estuviera realmente herida. El vaho del ardiente pecho resecaba sus labios de tal manera que la lengua se dedicó a refrescarlos con la humedad de su espesa saliva y, cuando una de sus manos recorrió perezosa el vientre para excitar en repetido estregar al clítoris, la histeria del deseo la hizo hundir golosamente el filo de los dientes sobre el labio inferior. apoyándose en un codo, llevó los dedos a un exquisito roce en toda la vulva e introduciéndose dentro del óvalo, asió las barbas carnosas para friccionarlas entre sí y mientras acezaba como una bestia en celo, introdujo dos de ellos en la vagina en una furiosa búsqueda de su Punto G.
La suiza parecía desconocer su existencia y al rozarlo levemente con una uña, un involuntario respingo le hizo tomar conciencia de hasta donde podía llegar la excitación de su habitante, quien no había olvidado el secreto objetivo de sus compras y obligándola a abrir el cajón de la mesita, venció su natural resistencia para hacerle tomar ese artefacto de aspecto casi instrumental, ya que se trataba de un tubo plateado absolutamente liso que al tocar un botón en su base, transmitía una sorda vibración; aunque jamás había tenido contacto con esos juguetes sexuales, Casandra había visto suficientes videos pornográficos como para saber que hacer con ellos y aun resistiéndose a hacerlo, separó casi compulsivamente más el triángulo de la piernas para ir introduciéndolo en la vagina hasta que los dedos chocaron con el borde congestionado de la vulva.
Iniciándola en un nuevo camino de la sensorialidad, el tubo se deslizaba en la vagina con la lisura del vidrio, transmitiendo a su piel y músculos cosquilleos inefables, producto de ese tenue vibrar cuya frecuencia parecía extenderse por los poros desde las entrañas a todo el organismo, haciéndola resoplar en cortos jadeos que la saliva hacía gorgoritear. Dispuesta a darlo todo en esa masturbación inaugural para ambas, Casandra se acomodó para que la grupa quedara en dirección a los pies de la cama y apoyándose sólo en un hombro, doblada para que, con la cabeza ladeada pudiera observarlo todo, obligada a hacerlo por el lascivo dominio de la mujer a su mente, extrajo a tientas del cajón otro tipo de consolador con el que intentó reemplazar al vibrador.
Al acercarlo a los labios para cubrirlo de saliva que actuara como lubricante vaginal, descubrió que la superficie del sólido miembro de silicona estaba totalmente cubierta por una capa de gránulos muy suaves, casi imperceptibles y semejantes a la de una lija gruesa que, seguramente, estimularía su piel de forma inédita. Recordando haberlo visto, lo sostuvo por la base contra la cama en tanto separaba aun más las rodillas para ir descendiendo lentamente la pelvis y sintiendo como la ríspida superficie avasallaba los delicados tejidos vaginales con su roce infernal, fue penetrándose hasta sentirlo ocupando todo el conducto; jadeando por el sufrimiento y la ansiedad de ese coito manual y manteniéndolo firmemente, onduló el cuerpo para ejecutar un moroso subir y bajar que, al sentirlo tan plenamente, le hizo emitir un reprimido sollozo de felicidad. Tras un rato de esa magnífica penetración en la que el placer ponía un hilo de baba escurriendo por la comisura de los labios abiertos, rebelándose todavía contra esa escisión de su mente que la llevaba a cometer actos humillantes contra sí misma.
Pasando la mano por sobre la zona lumbar, recorrió la hendidura hasta que la yema de su dedo mayor encontró al agujero apenas dilatado del ano. Casandra no era virgen en esas prácticas y al parecer, por la angustiosa expectativa con que esperaba el contacto, también la pintora les rendía culto. Llevándolo primero a recoger los jugos que fluían del sexo, fue presionando despacio y la presión contra la tripa la exaltaron tanto que, apretando los dientes hasta escuchar su rechinar, consiguió que el dedo se adentrara paulatinamente en el recto y, al tiempo que se balanceaba estregando los senos contra el tapizado, se sometió a una doble penetración que jamás hubiera imaginado realizar.
La sensación era de inefable disfrute y en su mente compartida se entrecruzaban cópulas con hombres y mujeres a los que ni siquiera había conocido ni conocería jamás pero que en ese momento procuraban a su vientre percepciones de inéditos goces. Olvidada por completo de todo lo que no fuera darse satisfacción, encogió una pierna en un ángulo imposible hasta más allá del hombro y en esa comba que acercaba la grupa, reemplazó al dedo por la ovalada punta cromada del vibrador; los dos o tres centímetros del plateado falo superaban largamente al grosor del dedo y, como siempre que era sodomizada, unas ganas irreprimibles de evacuar picanearon los esfínteres pero, alentándose a sí misma con groseras palabras mientras meneaba la pelvis en un imaginario coito, fue sodomizándose tan maravillosamente junto con el otro consolador socavándole la vagina que, en medio de ayes y maldiciones, recibió en la mano los jugos que drenaba el sexo por el tronco del falo pero la incontinencia de la suiza la hizo continuar ciegamente con la cadenciosa penetración hasta que la fatiga la venció.
Esa masturbación inédita para ambas, pareció confirmar y potenciar la adaptabilidad de la mujer a los tiempos y sin que la muchacha pudiera negarse a prestarle la colaboración de su cuerpo, la hizo vestirse con sus mejores galas para que concurrieran a la vernisage de un artista de moda. Aunque Casandra no estaba invitada, la suiza se valió de una argucia para obligar a la avergonzada muchacha a obedecerla y adoptando una desenfada habilidad que no era suya, esperó la entrada de un grupo de varias mujeres para confundirse entre ellas en animada conversación y así pasar los controles del solitario portero.
Una vez adentro y tomando una copa de champán, se paseó despaciosamente por las distintas salas con doble admiración; Casandra porque accedía personalmente a conocer las obras del famoso pintor y Angélica porque descubría las variaciones en las técnicas y materiales modernos. Tan consubstanciadas estaban, que la vista de esa espigada joven que parecía beberse sus cuadros picó la curiosidad de Germán, quien la siguió con la vista por unos momentos y al calibrar las virtudes físicas de la muchacha, se dijo que bien podría convencerla para que las exhibiera en su estudio.
Lo fantástico de esas muestras era que, sin menospreciar el valor económico que le procuraban, porque de eso vivía, cada noche le era posible elegir entre varias a la mujer que compartiría su cama. Como al descuido y entre medio de saludos a algunos de los invitados y críticos, fue acercándose hasta el rincón donde la joven se había sentado a descansar mientras dejaba que vista se regodeara en la esplendidez del trazo de Germán.
Deteniéndose detrás de ella y en un inglés que envidiaría cualquier habitante del Reino Unido, el español le preguntó a Casandra si realmente le interesaban tanto sus cuadros. Sobresaltada porque, si bien su propósito había sido llamar la atención del pintor, no esperaba que aquel se hubiera decidido tan pronto a abordarla, dando vuelta la cabeza y con una seductora picardía que desconocía en ella, Casandra le contestó que esperaba conocer aun más su obra.
Desconcertada porque ese no era su estilo, se dio cuenta de que estaba coqueteando descaradamente con el hombre al que sólo conocía por fotos. Tomando como ventaja su conocimiento del idioma, Angélica puso en su boca una intencionada conversación que le hizo entender sin disimulo alguno al español que, específicamente había concurrido esperando crear esa situación.
El tampoco esperaba la liberalidad que el atrevido lenguaje de esa jovencita hacía suponer y un poco corrido pero dispuesto a no perder ese exquisito bocado que se le ofrecía en bandeja de plata, le extendió una tarjeta al tiempo que sugería lo interesante que sería enseñarle el resto de sus obras en la tranquilidad del estudio al terminar la exhibición.
Con igual gentileza pero teñida de una malicia concupiscente, Casandra se encontró estrechando la mano del hombre en una especie de trato lúbrico mientras le susurraba que si él estaba dispuesto a dárselo, ella disponía de todo el tiempo del mundo.
Después que el hombre se alejara simulando que seguía saludando a sus invitados, la desconcertada Casandra se preguntó como había tenido el atrevimiento de abordar tan frontalmente al pintor y dándose cuenta de que ya era un títere en manos de la lujuriosa pintora, tuvo un atisbo de rebeldía pero la manera en que aquella la había manejado, le hizo ver que, con su consentimiento o no, la suiza se entregaría al español para saciar su antigua abstinencia.
Dando una vuelta más por la galería en tanto averiguaba el horario de cierre, salió del elegante salón para recorrer las quince cuadras que la separaban del estudio de Germán con la lentitud necesaria como para darle tiempo al hombre a llegar. En ese camino, las reflexiones de Casandra y Angélica eran disímiles, ya que, mientras la primera se preguntaba como sería tener relaciones sexuales con un hombre que, pese a su apostura y prestancia, debería rondar la cincuentena y ella siempre había salido con hombres que apenas la superaban en edad, por su parte, la mujer madura que había sido la suiza al momento de morir, imaginaba que, puesta en el cuerpo joven y vigoroso de la muchacha, podría dar rienda suelta a aquellas ansias que los largos años sin mantener sexo conservaban encendidas en su cuerpo etéreo.
Arribadas al estudio, tan pronto como el hombre les abriera gentilmente la puerta y poniendo en evidencia el poder que Angélica ejercía sobre su portadora, la hizo buscar rápidamente un sillón de los tres que se cuadraban junto a la estufa y como si su relación con el español fuera de antiguo, la estupefacta muchacha vio como la mujer la obligaba a desprenderse espontáneamente de su ropa como si esta quemara.
El hombre no estaba menos sorprendido que Casandra pero, diciéndose que a la ocasión la pintan calva, se deshizo prestamente de la camisa y el pantalón para luego aproximarse desde las espaldas a esa joven que exhibía un cuerpo por demás tentador. Hirviendo de furia por lo que la mujer le hacía hacer, Casandra aun no se había despojado del corpiño ni la bombacha cuando Germán le hizo sentir la solidez de su cuerpo al abrazarla desde atrás.
Tal vez era cierto que la abstinencia de ese tiempo - a pesar de la masturbación con los consoladores -, ponía en lo más profundo de sus entrañas a una bestia sexual o esta respondía a los estímulos de la promiscua mujer que la dominaba. Lo cierto era que, el sólo contacto con el cuerpo fuerte y delgado del pintor le hizo dar un respingo pero aguantó a pie firme y con un hondo suspiro de satisfacción, se recostó mansamente contra el pecho de Germán cuando aquel encerró entre sus manos vigorosas los senos estremecidos y su boca se enterró en la nuca en una serie de cálidos besos.
El anhelado contacto con un cuerpo masculino la sumió en un apacible abandono y el hombre aprovechó esa lasitud para despojarla delicadamente del corpiño y, tras arrodillarse detrás de ella, bajarle la bombacha hasta los pies. Casandra creía que el hombre la conduciría hasta el sillón más próximo y obedeciendo sus silentes indicaciones, permitió que le sacara los zapatos para quedar descalza sobre la mullida alfombra.
Dejando los zapatos de tacón alto a un costado, las manos acariciaron suavemente sus pantorrillas y en tanto se deslizaban acariciantes por sus piernas, la boca se alojó en tenues besos en esa parte tan sensible detrás de las rodillas. Recién ante eso, Casandra – o Angélica? – o las dos? -cobró conciencia de lo necesitada de sexo que estaba y dejándose estar, dispuesta a seguir adelante a pesar de lo que el pintor le propusiese, sintió como las manos ascendían a lo largo de los muslos para separarle cortésmente las piernas y hacer lugar para que la lengua, retrepando morosamente la piel, se instalara tremolante en la hendidura entre las nalgas y desde allí se proyectara sobre la vulva.
El sexo oral, por práctica y sensibilidad, era definitivamente lo que más la elevaba al goce pleno y sus mejores orgasmos los había obtenido por esa vía e, insensiblemente pasiva, inclinó el torso para facilitar el acceso de la boca. Tal vez el largo tiempo sin sentirla en su cuerpo le hizo parecerlo, pero la lengua de Germán era poseedora de un virtuosismo que denotaba su imaginación artística; con los dedos pulgares de ambas manos, le separó tan ampliamente las nalgas que le dolió, pero la inmediata intervención de la lengua vibrante la hizo despreciar esa pequeña molestia.
Moviéndose ágilmente como la de un reptil, la punta viboreó en las proximidades del ano para luego concentrarse en el fruncido haz de los esfínteres. A Casandra le encantaba aquello pero sentía que quien estaba gozándolo verdaderamente era Angélica y con un sordo bramido surgiendo del pecho, llevó sus dos manos a desplazar los dedos del español al tiempo que separaba y flexionaba las rodillas para ampliar la dilatación del sexo.
Aparentemente complacido por la entrega sin discusión de aquella muchacha que bien podría ser hija suya, la lengua de Germán arremetió furibunda sobre el ano que, ante ese estímulo y por la posición inclinada del cuerpo, se distendió para aceptar la presión y el órgano bucal penetró mínimamente en el recto pero lo suficiente como para arrancar en Casandra un suspiro satisfecho que se convirtió un gemido de asentimiento cuando índice y mayor de la mano estregaron delicada e insistentemente sobre el clítoris.
Después de unos momentos de juguetear en el orificio anal, la lengua fue descendiendo sobre el perineo para arribar a la fourchette, degustando los jugos que rezumaban de la vagina en tanto que el pulgar de la otra mano tomaba el lugar dejado por ella y se hundía despaciosamente en la tripa. Esa combinación de dedos y lengua encendían a la muchacha pero aun más a la suiza, quien la hizo menear las caderas en clara demostración de cuanto estaban disfrutándolo y atendiendo ese implícito mensaje, él modificó la posición de su cabeza para meterla entre las piernas y de esa forma adueñarse de todo el sexo mientras los dedos continuaban sometiendo al ano y al clítoris.
El trabajo que el pintor hacía era maravilloso y lo fue más cuando este se dedicó a hurgar sobre el óvalo para lamer y chupetear los fruncidos bordes de los pliegues internos, encerrándolos entre los labios en profundas succiones al tiempo que tiraban de ellos hacia fuera. Realmente aquello enceguecía de placer a las mujeres y cuando Casandra lo expresó de una manera más que procaz, la boca ascendió para someter a semejante cosa al irritado clítoris mientras que los dos dedos se introducían a la vagina para escarbar en forma de gancho dentro de ella.
Ahora sí e involuntariamente, las piernas de la muchacha se flexionaban arriba y abajo en un simulado galope para profundizar la penetración de los dedos en tanto le reclamaba al hombre que la hiciera alcanzar el alivio de la satisfacción y este, viendo que ya estaba a punto, salió de debajo de ella y asiéndola por las caderas, introdujo despaciosamente su falo en la vagina.
El miembro no era desmesurado pero tampoco pequeño, sólo que su consistencia la resultada exquisitamente placentera a las dos mujeres; a Casandra, porque para ella, era el más grande que soportara en su sexo y a la pintora, porque hacía varias décadas desde que disfrutara de una situación parecida. Cuando todo el pene estuvo dentro, Germán la asió por ambos pechos y en tanto los sobaba y estrujaba con singular destreza, casi se acuclilló detrás de ella para hacer que su cuerpo, impelido desde abajo, se estrellara vigorosamente contra el de la mujer.
La cópula se había hecho plena y la misma Casandra era quien echaba sus manos hacia atrás para asir los brazos del hombre y su cuerpo se hamacaba para seguir el ritmo del acople mientras sentía como dentro de ella se producían los espasmos y contracciones que antecedían a sus eyaculaciones; anunciándoselo así al hombre, multiplicó sus esfuerzos hasta sentir como la riada de sus diques rotos se derramaba sobre el falo que la socavaba.
Sintiendo a través de sus manos los estremecimientos convulsivos de la muchacha y sus jugos encharcando a la verga, Germán continuó penetrándola comprensivamente por unos momentos más y en tanto ella procesaba el placer que la inundaba, fue recostándola contra el pecho al tiempo que sus manos le acariciaban el torso y la boca buscaba su cuello hasta que, escuchándola susurrarle su contento, la empujó suavemente hacia abajo mientras le pedía que lo complaciera a él.
Turbada aun por la intensidad de la eyaculación, Casandra cedía blandamente, pero en ese momento se impuso la lubricidad de quien la habitaba, ya que Angélica imprimió al cuerpo un giro para quedar frente al hombre y arrodillándose, tomó en sus manos la recia carnadura del miembro. La obsesión de la suiza se convirtió en la suya y fascinada por la vista del falo aun mojado por sus jugos, lo sostuvo erguido entre los dedos en tanto que la boca se asentaba allá, en la base que lo unía al escroto.
Ciegamente, puso su mejor empeño en hacer que la lengua recorriera esa zona, recogiendo los restos de su líquida satisfacción y el sabor dulzón al que acompañaban efluvios levemente marinos. Como un naufragó hambriento, puso los labios a chupetear golosamente las carnes al tiempo que los dedos recorrían premiosos al pene, poniendo énfasis en envolver al ovalado glande y muy lentamente, fue ascendiendo por el tronco en una competencia de virtudes entre labios y lengua.
Al llegar al lugar donde debería haber estado el prepucio, sólo encontró la sima del surco por debajo del glande. La lengua tremolante recorrió la sensibilidad de esas carnes y luego de que los labios las enjugaran en apretadas succiones mientras los dedos ya masturbaban decididamente al falo, se abrieron para ceñirse sobre aquel hongo carnoso y chupetearlo delicadamente en cortísimos vaivenes de la cabeza.
Contagiada del entusiasmo de la pintora, Casandra ya no distinguía que cosas hacía por propia voluntad o cuáles le eran dictadas por la secular mujer, pero lo cierto era que estaba disfrutándolo como hacía años no lo hacia y poniendo su mejor empeño, abrió la boca hasta que sus mandíbulas parecieron dislocarse para ir introduciendo el pene hasta que un mínim0 regüeldo la hizo sofrenar su entusiasmo.
Retirándose despaciosamente, dejó caer sobre la verga una abundante cantidad de saliva que la mano utilizó como lubricante en tanto ella retornaba a martirizar al glande y, habiendo encontrado un ritmo que la satisfizo, alternaba aquello con las apretadas masturbaciones y cada tanto llevaba el falo hasta el fondo de su garganta para luego retroceder ciñéndolo duramente con los labios y dejando que los dientes rastrillaran incruentamente la delicada piel.
Entusiasmado por la denodada actividad de la muchacha sobre su miembro, el hombre hundía sus dedos en la cabellera de Casandra; al tiempo que proclamaba la proximidad de su eyaculación y haciéndole retirar la cabeza, tomó entre sus dedos al falo para masturbarse con vehemencia y cuando del mismo comenzaron a brotar las primeras gotas de esperma, ella acercó la boca abierta para recibir sobre la lengua extendida como una alfombra, los lechosos y espasmódicos chorros de semen que salpicaron también su cara.
El anhelado sabor a almendras dulces terminó por obnubilar a las mujeres y deglutiéndolo con avidez, Casandra volvió a introducirlo repetidas veces en su boca en fuertes succiones hasta que ni una sola gota más salió por la uretra.
Cuando Germán termino de descargar la simiente y mientras la muchacha aun permanecía arrodillada sobre la alfombra, él se dirigió al baño para ducharse y luego de un rato, cuando ya Casandra estaba sentada en un sillón, reapareció secándose y la invitó a que siguiera su ejemplo.
Durante ese rato en que había permanecido sola y, aun aceptando que sin la influencia que ejercía en su conducta la suiza ella hubiera aceptado la seducción del español, debió de admitir que su respuesta había sido exageradamente vehemente pero, considerando el tiempo que llevaba sin tener sexo, se justificó a sí misma. Ahora y en tanto refrescaba su piel con el agua de la ducha y sí, en un todo de acuerdo con la intangible fuerza que dominaba su voluntad, se dijo que debía de aprovechar esa ocasión para lograr la satisfacción total sin especular lo que el pintor pudiera pensar de ella.
Cuando salió del baño, lo hizo pudorosamente cubierta por una toalla que ceñía su busto y se encontró con la grata sorpresa de que Germán había dispuesto en un mesa baja varios platos con bocadillos y dos botellas de champán esperaban ser descorchadas en sendos baldes con hielo.
Aunque intensa, la sesión anterior había resultado poco más que un excelente sexo oral y para el hambre acumulada durante años por Angélica y la ansiedad despertada por ese aperitivo en Casandra, esa introducción ameritaba ser sucedida por una buena y completa cópula en la que los tres consiguieran satisfacerse.
Con una naturalidad que se desconocía y como si fueran amantes de viejo, tomó asiento en el largo sillón junto al hombre y así, mientras comían y bebían ese champán que Casandra sabía terminaría embriagándola, fue haciéndolo participe de detalles sobre su vida, su origen, sus estudios, el regalo de su padre, el viaje por distintas ciudades europeas y aquella especie de obsesión que sentía por la anatomía femenina, especialmente por los pintores que llevaban su expresión erótica hasta la exacerbación.
Olvidando por unos momentos el propósito que la había llevado al estudio y comprobando que la fusión con la suiza le otorgaba conocimientos profundos del arte como para discutirlos en un pie de igualdad con aquel hombre que la doblaba en edad y experiencia, se enfrascó en una conversación que los distrajo por más de media hora, al termino de la cual y aprovechando que la joven, sin perder el dominio de sí misma, respondía con voz estropajosa y gesticulaba con torpes movimientos, Germán dejó de lado la discusión para acercarse más a ella y besarla con suave ternura.
Tal vez fuera que, como siempre, el alcohol ponía en su conducta un desenfado falto de inhibiciones que le hacía aceptar cualquier circunstancia o el voraz hambre sexual que le carcomía las entrañas o la presencia silente pero perversamente ávida de Angélica o, en definitiva, la suma de todo aquello, pero lo cierto era que el sólo beso del hombre la hizo estrecharlo entre sus brazos para acercar su cuerpo voluptuosamente al de Germán.
Aun a través de la esponjosa tela, el cuerpo joven y elástico transmitió su ferviente disposición al hombre y este, sin prolegómeno alguno, la despojó de la toalla de un solo tirón para luego empujarla sobre el asiento. Ella esperaba una mínima introducción de caricias y sexo oral, pero el hombre no se andaba con chiquitas e incorporándose en el asiento, se quitó la toalla que le cubría el sexo y abriéndole ampliamente las piernas, tomó la verga todavía tumefacta para estimular su sexo a manera de pincel.
Ella conocía el tamaño y la consistencia que alcanzaba la verga cuando adquiría condiciones de falo y su cuerpo, instintivamente deseoso, onduló minimamente para hacer que el roce adquiriera intensidad. Rápidamente este cobró mayor rigidez que en la cópula anterior y con dulce placer, ella sintió como se deslizaba nuevamente por el canal vaginal.
La sensación maravillosa de ser penetrada por una verga de ese continente, se incrementó cuando el español le encogió las piernas con las manos para llevarlas dolorosamente a cada lado de su pecho pero esa distensión muscular se vio compensada cuando él inició un tan lerdo como profundo movimiento basculante que hacía al glande golpear contra el cuello uterino.
Haciéndole colocar los brazos de manera que las piernas quedaran enganchadas bajo las axilas, Germán se inclinó para realizar con manos y boca un trabajo enloquecedor sobre sus pechos y el chasquear de sus nalgas por la intensidad del choque con la pelvis del hombre era acompañado de sus ayes satisfechos. Fascinada por la actitud casi beligerante del pintor, asistía con mansedumbre a lo que para cualquier mujer sería un martirio, pero no acababa de entender como aquello le placía tanto; las grandes, finas pero fuertes manos del español sobaban prietamente las mórbidas mamas que ya habían perdido su condición de tales para alzarse endurecidas y esa hinchazón pareció enardecerlo aun más, por lo que su lengua se encargó de fustigar rudamente las aureolas y pezones hasta arrancar sordos quejidos en la muchacha. Cuando esta le expresó jadeante cuanto gozo encontraba en aquello, él, sin dejar de martillar en su sexo con el émbolo carneo, combinó el estrujar de los dedos con las succiones a los pezones a los que, finalmente, encerró entre sus dientes para mordisquearlos sin lastimarla pero tirando de ellos como si pretendiera comprobar el límite de su elasticidad.
El sufrimiento era superado por lo que el placer colocaba en sus entrañas y entonces le pidió jadeante que la hiciera alcanzar nuevamente su orgasmo; enderezándose con su recio semblante deformado por una perversidad demoníaca que la asombró, le anunció que sólo él iba a determinar cuando aquel juego terminaba y que entretanto, se atuviera a las consecuencias de aquello por lo que se le había entregado.
En su interior se desató una pugna con Angélica en la que ninguna de las dos parecía ceder terreno a la otra; por su lado, Casandra estaba de acuerdo con que ella no sólo había consentido en tener una noche de sexo sino que la había buscado y provocado, pero no para ser sometida a las infamantes prácticas que pretendía el hombre y por el otro, la abstinente pintora no deseaba ponerse al día solamente con una sesión de sexo y buscaba encontrar en esta nueva época y sociedad, potenciadas, las más viles maneras de practicar el sexo.
En tanto se debatía en esa disputa interior, Germán había desenganchado sus piernas y, poniéndola de costado, la penetraba en una posición en la que su sexo quedaba totalmente expuesto y la verga entraba aun más profundamente. Contradictoriamente con su actitud de momentos antes, ahora el disfrute era tan intenso que mentalmente coincidía con su invasora y de su boca salín improperios y soeces invitaciones al hombre para que la hiciera gozar rompiéndola toda.
Alentado por ese cambio, el pintor realizó lo que ella menos esperaba. Sacando el falo del sexo y en tanto le estiraba una pierna contra su pecho, la sujetó reciamente por el muslo y la punta de la verga se apoyó sobre el ano. A pesar de haber permitido a algunos hombres sodomizarla y encontrara placer en aquello de lo que otras mujeres huyen espantadas, no lo realizaba habitualmente y al recordar el tamaño del falo que transitara por su traqueteada vagina con cierta incomodidad, realizó un vano intento de rechazo al que Germán respondió con irritada violencia.
Sosteniendo la verga erecta con su mano y utilizando al pulgar como un refuerzo, él apretó el glande contra los esfínteres y estos, como activando una memoria muscular, se distendieron para ceder paso al invasor. Ella había supuesto que, como en ocasiones anteriores o la más reciente del cromado consolador, el primer desplazamiento de los esfínteres le resultaría doloroso pero no, estos cedieron blandamente dilatados y la verga se deslizó despaciosamente dentro del recto sin otra molestia que el grosor inusitado del miembro.
Obviamente, el español conocía que las dimensiones de su pene no eran habituales y por eso concedió a la muchacha el beneficio de una penetración tan lenta. Manejándola con maestría y gracias a la lisura de la tripa, introdujo la verga resbalando en las mucosas intestinales hasta que las nalgas se lo impidieron y los largos testículos se estrellaron contra el sexo de la mujer y allí, al hacer el primer movimiento para extraerla, lo mágico se produjo y fue la misma Casandra quien expresó a voz en cuello su contento por lo que le estaba haciendo sentir.
Poniendo un pie sobre el asiento, las fuertes piernas del hombre se flexionaron para darle un empuje formidable al cuerpo y la sodomía se convirtió en un flagelante castigo para la muchacha que, sin embargo, expresaba a los gritos su contento al tiempo que le anunciaba la llegada del esperado orgasmo. Como un verdugo ensañándose en su víctima, Germán intensificó aun más las penetraciones hasta que, en medio de una confusa mezcla de groseras maldiciones con agradecidas bendiciones, Casandra proclamó su eyaculación en medio de espasmódicos corcoveos y contracciones del vientre.
La muchacha aun sollozaba por la felicidad alcanzada de tan magnífica forma, cuando el hombre, lejos de haber menguado en sus fuerzas ni entusiasmo, se sentó en el sillón y atrayéndola como a una dócil muñeca, la guió para que se ahorcajara sobre él. Acomodándola de manera que quedara arrodillada y frente suyo, la abrazó estrechamente mientras su boca se entretenía chupeteando los senos todavía conmovidos por el intenso jadeo del pecho.
No era la primera vez que Casandra adoptaba esa posición y era experta en los movimientos que requería para obtener una satisfacción plena. Nuevamente excitada - ¿o era Angélica quien lo estaba? - , abrazó la nuca de Germán para entablar, golosa, una denodada batalla de lenguas y labios al tiempo que restregaba lascivamente su sexo dilatado y húmedo a lo largo del torso del hombre.
Este la había asido fuertemente con sus manos por las nalgas, propiciando el movimiento ondulatorio y Casandra, ya definitivamente entregada a ese juego de infernal crudeza, se aferró con ambas manos al repujado borde del respaldo e inició el descenso de su cuerpo hasta sentir en la entrepierna la monstruosa rigidez del falo.
Luego de menear de lado su pelvis por unos momentos como acomodándola y mirando fijamente al hombre a los ojos con una impúdica sonrisa flotando en su boca, hizo que la cabeza del miembro encajara en su sexo para luego penetrarse muy lentamente hasta que los labios de la vulva tomaron contacto con la mata velluda de Germán. Con la ayuda de los brazos y el flexionar de las piernas, comenzó una cabalgata que paulatinamente, mientras el falo terminaba de arrancar los colgajos de las anteriores excoriaciones, fue haciéndose más intensa en una endemoniada combinación de arriba abajo, adelante y atrás, más un intermitente meneo giratorio a imitación de una primitiva danza erótica.
La incontinencia de Angélica le exigía más y más y entonces, deteniéndose por un momento, acomodó las piernas hasta quedar acuclillada y con la formidable flexión que eso le permitía, se dio envión para que la verga penetrara hasta trasponer el cuello uterino e incluso rozar la mucosidad del endometrio. Dejando las nalgas, las manos del pintor se dedicaron a estrujar reciamente los oscilantes senos en tanto contribuía a la penetración con fuertes movimientos de su pelvis y de esa manera, los dos se sumergieron en una frenética danza que los llevaba a prorrumpir en apasionadas frases no ya de amor sino de la más desenfrenada lujuria.
Tales esfuerzos alcanzaron su punto culminante cuando el hombre sacó el miembro de la vagina para embocarlo en el ano y esta vez fue la misma Casandra quien propició la penetración, al dejarse caer sobre él con todo el peso de su cuerpo. Ya no eran sus gemidos de sufrimiento sino que su voz enronquecida por el deseo, suplicaba y clamaba en repetidos asentimientos por una consumación total en la que los dos alcanzaran simultáneamente sus eyaculaciones. Manejándola hábilmente, Germán la tomó de las manos para ir haciéndola caer hacia atrás y así, casi suspendida en el aire y dándole a su cuerpo un impulso tal que la verga entraba al recto como un mecanismo perfectamente ajustado y engrasado, se debatieron por un rato hasta que, en tanto ella exhalaba en agónico clamor su éxtasis, el español, bramando como un toro, derramaba en el ano toda la carga espermática que había aguantado con avariciosa crueldad.
Agotada por la acrobática sodomía y satisfecha sexualmente como nunca lo había estado en su vida, Casandra se hundió en un pesado sueño que el pintor respetó, dejándola descansar hasta bien entrada la mañana siguiente. Su pervertida impudicia de la noche anterior aun la avergonzaba un poco, pero envuelta nuevamente por la pequeña toalla, aceptó halagada las alabanzas de Germán sobre sus virtudes y predisposición para el sexo; intercambiando esos comentarios íntimos, consumieron el frugal desayuno preparado por el hombre y entonces aquel le preguntó si desearía conocer a Gerard du Bois, un pintor francés cuya habilidad para el hiperrealismo lo había llevado a ser considerado el mejor pintor de desnudos del mundo.
Ella sólo conocía algunas de sus obras por deficientes fotografías de revistas y sí, le dijo entusiasmada a Germán que esa había sido una de sus expectativas al llegar a Europa. Pidiéndole un momento para ir a su escritorio a hacer las llamadas necesarias, el hombre la dejo sola unos minutos en los que Casandra reflexionó sobre su comportamiento para finalmente aceptar que no era más descomedido ni pecaminoso que el que sostuviera con distintos hombres desde hacía años y que, definitivamente, nadie sabía quien era ella ni eso le acarrearía problemas sociales en el futuro ya que no pensaba permanecer en Europa.
Mientras cavilaba sobre aquello y terminaba de comer la última tostada, Germán regresó para decirle que estaba todo arreglado y que esa noche sería recibida en la casa-estudio que du Bois tenía en la afueras de Londres, donde podría ver personalmente algunas de las mejores obras del pintor sino también las de su esposa Sandrine que, en escultura, desarrollaba las mismas tendencias y técnicas que su marido.
Más allá de lo que pensara u opinara Angélica, el conocer a du Bois y Sandrine era para ella tocar el cielo con las manos y luego de despedirse del español, se dirigió a su departamento para, luego de un opíparo almuerzo que comprara de camino y que consumiera con inusual apetito, acostarse en una larga siesta que le demostró lo exhausta que la había dejado la maratónica cópula con el español.
Despertada por el reloj que había puesto a las seis, se levantó para darse un prolongado baño en la tina, ocasión que aprovechó para revisar su cuerpo y sólo encontró algunos magullones que el exceso de fuerza de los dedos de Germán produjeran en sus hombros y caderas, más unos apenas insinuados círculos rojizos alrededor de las aureolas.
Ya en la habitación y aunque su guardarropa no era abundante pero si de buena calidad y todavía impresionada por la fama de sus futuros anfitriones, dudó entre si debería lucir como una humilde investigadora de arte o como una profesional del arte que visitaba a otros artistas. Decidida por esa última opción, escogió un costoso conjunto de corpiño y bombacha que Angélica le había obligado a comprar, embobada por aquello de las formas, los colores y los bordados finos. Sobre la blanca ropa interior y en virtud del bochornoso calor, se colocó una delicada solera de organza con diminutas y primorosas flores color pastel y para realzar lo estilizado de su figura, calzó zapatos de más de ocho centímetros de taco.
Con esa apariencia, casi exactamente a la hora convenida, tocó el timbre de la severa mansión Tudor en medio de un bucólico paisaje campestre. Aspiraba el fresco olor de las hierbas y comprendía por qué esos artistas famosos habían elegido la pacífica y solitaria campiña inglesa, cuando la ancha puerta de roble se abrió para dejarle ver una figura femenina que, en principio, la desorientó.
Ella había supuesto que Sandrine, para llegar a obtener su fama como escultora, tenía que ser una mujer si no vieja por lo menos madura, en cambio, esa espléndida muchacha que aparentaba ser sólo unos años mayor que ella y le tendía la mano para presentarse como la señora du Bois, era poseedora de una belleza extraña; un poco más alta que ella a pesar de llevar zapatos de tacón bajo, exhibía una figura esbelta y longilínea que abultaba sin excesos en los lugares precisos y el corto vestidito veraniego de gasa no dejaba demasiado a la imaginación o especulación sobre la generosidad del cuerpo.
El rostro de la francesa era un capítulo aparte, ya que, sin ser hermoso, poseía facciones que lo hacían atrayente; nada parecía tener que ver con nada. Los ojos de un claro verde aguamarina como los mares tropicales no se correspondían con la recta nariz cuya extensión era la justa y precisa para no ser larga y la boca generosa de labios delgados, se abría ampliamente dejando ver el brillo de una dentadura perfecta de dientes pequeños y, nimbando todo eso, una corta melenita “sauvage” color caoba le daba luminoso marco. Cada rasgo aparecía individualmente como exagerado y sin embargo, por una extraña combinación casi alquímica, el conjunto era poderosamente estético.
Reaccionando del instantáneo examen que hacía de su anfitriona, le estrechó la mano y se dejó conducir por esta hacia un amplio salón que existía más allá de unas puertas dobles vidriadas. Mientras le marcaba el camino, Sandrine le explicó que su marido estaba demorado en la ciudad y que ella sería la encargada de iniciar la presentación de las obras pero que, más tarde, durante la cena, ella tendría tiempo para conversar con él sobre los temas que interesaban a su investigación.
En tanto le servía un largo vaso de fresca limonada, le aclaró que no era habitual que ellos abrieran su casa a extraños pero la encendida presentación que les hiciera Germán de sus condiciones y habilidades los habían predispuesto y ahí estaban. Como para romper el hielo, Sandrine se interesó en su origen, dónde, cómo y con quién vivía y se mostró muy interesada por el carácter de sus investigaciones, haciendo referencia a Angélica Kauffman como uno de los pocos y mejores pintores femeninos de la historia, lo que la llenó de un raro e íntimo orgullo que le plació, aumentando su estima por la escultora.
Terminada esa conversación inicial, la francesa la llevó a un sector donde estaban colgados varios cuadros. El ver personalmente la obra de Gerard du Bois la emocionó como ella no creyó que lo hiciera; el refinado trazo del pintor hiperrealista hacía difícil creer que lo que estaba viendo no fuera una foto y esto mismo no le hacía justicia tampoco. La sensación era tan real que llevaba a hacer pensar que era un hueco en la pared a través del cual se veía a una mujer. Cada tela era totalmente distinta a las otras y sin embargo, había en el encuadre de cada una algo que las hacía formar parte de un todo; los cuerpos que se mostraban en todos los casos, estaban a escala natural y ninguno exhibía un rostro: eran trozos de cuerpos mostrando sectores anatómicos que dejaban ver un seno o dos, la curva de una cadera, un vientre, una entrepierna o un par de nalgas y, aunque sólo era la mera trascripción de formas corporales, cada pieza dejaba trasuntar un inocultable erotismo que se transmitía al espectador casi palpablemente.
Para conducirla delante de cada cuadro y hacerle observar minuciosamente cada detalle, la francesa había pasado un brazo sobre sus hombros y de esa manera amigable, le hacía ver el virtuosismo de su marido al tiempo que dejaba deslizar, como al descuido, que este jamás había utilizado a otra modelo que no fuera ella. El saberlo, puso en Casandra una desasosegante inquietud porque no había imaginado que bajo esa apariencia gentil, Sandrine ocultara semejantes contundencias físicas. Tampoco pudo ignorar el escozor que las imágenes ponían en el fondo de sus entrañas y que el contacto de la mano de la mujer incrementaba conforme aquella cambiaba de posición, incitándola a agacharse o mirar de soslayo para ver el efecto de determinado trazo.
Gradualmente y como si fueran cómplices de algo secreto, Sandrine la había ido abrazando por la cintura y a través de las delgadas telas de los vestidos, la muchacha podía comprobar la elevada temperatura del cuerpo de la mujer mientras aquella le musitaba al oído el detalle de una plegadura, de un pezón o la comba desnuda de una vulva que insinuaba una enrojecida raja con detalles casi tridimensionales. Casandra jamás había tenido tendencias homosexuales y hasta podía decir que el tener contacto físico con otra mujer le provocaba rechazo, pero había algo mágicamente embriagador en la francesa que la seducía y en tanto la oía susurrarle con libidinosa intención la voluptuosidad que sugería cada imagen, acercó aun más su cuerpo al de ella y el contacto leve de los dedos en su cadera se le hizo exquisitamente placentero.
Ya habían casi completado la vuelta por el cuarto y ante una escena particularmente excitante en la cual se veía una mano apoyada como al desgaire sobre una vulva, la implícita actitud masturbatoria puso tal emoción en la joven, que, sin poderlo evitar, dejó escapar un hondo y tembloroso suspiro de ansiedad y como respondiendo a eso, la mano que acariciaba en dulces toques su cintura, se deslizó a lo largo de la nalga para acariciarla con indudable pasión.
Al levantar la vista nublada por la turbación, vio junto al suyo el disparejo rostro de la escultora y en tanto que con su mano la estrechaba aun más contra si, rozó con sus labios los temblorosos de Casandra. Nunca había ni siquiera imaginado lo que se sentiría al ser besada por una mujer, pero en lugar de la repulsa que ella presumía, una dulce sensación de plácida mansedumbre la invadió y se dejó estar.
Cierto era que, aunque ella no lo sabía, Angélica conocía largamente las mieles del lesbianismo y entusiasta practicante de aquello en las distintas épocas y circunstancias en que habitara a otras mujeres, se plegaba gozosamente a la seducción de la francesa y por ende, aunque quisiera negarse, Casandra se convertiría en la próxima a través de quien ella gozaría con una mujer.
Los labios de Sandrine tenían una textura especial que los hacía mórbidamente suaves a pesar de su delgadez y en un como que sí y que no, anhelantes y esquivos a la vez, se plegaban en apenas insinuados besos para rozar con levedad de mariposa los alrededores de la boca de la muchacha y, ocasionalmente, los labios resecos por el fuego que la emoción ponía en su garganta.
Cuando finalmente la francesa hizo que su lengua húmeda se escurriera entre ellos para hurgar sin apremios las encías y los labios encerraban a los suyos en el inicio de un verdadero beso, Casandra sintió como si toda ella se ablandara, se derritiera, para dar paso a una pasión que parecía nacer desde el fondo mismo del sexo y extender su fuego a todo el cuerpo. Cerrando los ojos como si no quisiera ser parte activa de esa circunstancia antinatural, respondió instintivamente a la caricia y sintió el inmenso placer que le daba besar a otra mujer.
Inmersa en emociones encontradas, se abandonaba laxamente en brazos de la escultora echada hacia atrás por ese empuje sutil, cuando sintió como aquella hacía una pausa para desatar la larga cinta de seda roja que utilizaba como cinturón y colocándola sobre sus ojos, la anudaba a la nuca para cegar sus ojos. A la obnubilación de su voluntad se sumaba la de la venda y eso puso en su mente una no confesada pero siempre latente ansiedad por acceder a los misterios que justificaban la homosexualidad.