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Fernanda&Ramiro

El manejo de la casa la había acostumbrado a tener que lidiar con esas contingencias de las que habitualmente se ocupan los maridos, haciéndose ducha en como pedir presupuestos, discutir precios y finalmente, como manejar a los hombres mientras hacían su trabajo.
Desde un primer momento se había dado cuenta de que a los que trabajan solos, les gustaba conversar sobre su origen, familia y costumbres y optimizaba ese rendimiento, convidándolos con trozos de biscochuelo, masitas y café. De esa manera, cada albañil, plomero o electricista que hiciera un trabajo en su casa, se convertía en un eterno y fiel proveedor de confianza.

Ramiro había terminado un arreglo de carpintería en una alacena y ahora, luego de haberle pagado, absolutamente relajados, fumaban y tomaban café. Enterado de su separación, él había dirigido la conversación hacia su cambio de estado y a la soledad física que eso debía suponerle y, tras alabar su nuevo corte de cabello, pasó sin subterfugios a señalarle como casi había recuperado su figura de la adolescencia.
Eso hizo recordar a Fernanda que, verdaderamente, hacía más de cuarenta años que convivían en el barrio y que alguna vez hasta había aceptado con picardía los cortejos de ese muchacho vecino, pero ahora, se encontraba que aquel a quien sentara a su mesa en tan amigable conversación, le estaba proponiendo una compensación por tantos años de despectiva ignorancia y que, en su estado actual, no perdería nada con proporcionársela
El también había cambiado con los años y aunque seguía conservando su corpulenta estatura, el cabello lacio había comenzado a ralear y la cintura ya empezaba a convertirse en prominente. Rabiosa por sentirse defraudada en su buena fe y rebelándose como no lo hiciera con aquellos requiebros, lo conminó a dejar la casa, pero no contaba con la poderosa reciedumbre del hombre que, ahora más viejo pero igualmente robusto, no iba a conformarse con una reprimenda.
Fingiendo obedecerla, se levantó resignadamente y en un momento de descuido en que ella le dio la espalda para abrir la puerta, la empujó contra la pared al tiempo que con una mano le tapaba la boca. El golpazo del corpachón la dejó sin aliento; con la cara y los pechos rozando el revoque, cuando quiso intentar una defensa a patadas e inútiles golpes de sus manos hacia atrás, él ya había bajado el jogging junto con la bombacha y metido su mano para que los dedos rascaran brutalmente su sexo desde atrás.
Aplastándola con su peso, le separó violentamente las piernas con los pies para que los dedos restregaran duramente la reseca vulva en un movimiento que los llevaba desde el fláccido clítoris hasta la misma apertura del ano y, en un momento determinado, dos de ellos se hundieron violentamente en la vagina para escarbarla como un garfio de carne.

Ella trataba de morderle la mano y sus labios, entre el fuerte resollar de la nariz, dejaban escapar los sordas protestas con las que se negaba a ese sexo tan brutal y primitivo, pero él estaba empeñado en avasallarla y mientras incrementaba la honda masturbación de los dedos, murmuraba obscenidades sobre los años juveniles en que ella lo despreciara como si fuera un campesino.
Respondiendo socarronamente a sus insultos sofocados por la rabia, le dijo que, a su edad, no debería tener muchas oportunidades de conseguir una buena verga. Ordenándole que se callara y sin esperar su asentimiento, la mantuvo abrazada para acarrearla entre sus brazos hasta la mesa y depositándola acostada sobre el tablero, terminó de sacarle el jogging junto con la bombacha.
Encrespada por la furia, pero dándose cuenta de que esa rebeldía no le serviría de nada y que el hombre concretaría su propósito de violentarla, vio como su cabeza se hundía entre las piernas y sintió como su lengua se agitaba rudamente contra el sexo que, con el vello canoso cuidadosamente recortado, reaccionaba automáticamente a ese estímulo.
Todavía insultándolo en voz baja, le recriminaba su actitud bestial pero tenía que admitir que esa boca de gruesos labios y la poderosa lengua, habían encendido las brasas inapagables de su vientre. Con todo lo que sus masturbaciones la hacían gozar, la consistencia de ese cunni lingus no se parecía en nada a la delicadeza de aquellas y pronto sus colgajos inflamados se ofrecían generosos a los chupeteos que junto el azote al erguido clítoris la hacían recuperar su feminidad tras tanto tiempo sin gozar con un hombre.
La bipolaridad que la hacía tomar actitudes desconcertantes se potenciaba en las relaciones sexuales y ahora entremezclaba su característica actitud de rebeldía ante cualquier acto que quisiera obligarla a hacer algo no deseado con un avasallante sentimiento de excitación que nublaba su entendimiento y, aun revolviéndose ante esa violación oral, tenía una imperiosa necesidad de recibir la lengua en su sexo.
Con los pies apoyados en los hombros de Ramiro y, todavía resistiéndose, apretaba entre sus muslos la cabeza del hombre, pero cuando aquel atacó su sexo con toda la boca, aferrando entre sus labios, lengua y dientes las barbas colgantes para tirar de ellas con martirizante insistencia, cedió al goce y abriendo las piernas encogidas, facilitó que introdujera en la vagina dos de sus gruesos dedos.
Mordiéndose los labios para no gritar, disfrutaba de esos dedos que, sumados, eran terriblemente poderosos y, cuando Ramiro imprimió a la mano un movimiento oscilante que los llevaba a socavar reciamente el interior de la vagina, se aferró al borde de la mesa para impulsar su cuerpo instintivamente contra la boca.
A pesar que ella contenía los gritos y gemidos mordiéndose los labios con tal esfuerzo que las venas de su cuello parecían prontas a estallar, él se dio cuenta como lo estaba disfrutando y sacó la verga del pantalón para introducirla en la caverna dilatada por la actividad de los dedos. Hacía tiempo que un verdadero falo no ocupaba su sexo y a pesar de lo desagradable del momento, la textura, el calor y la rigidez de la verga la congratularon de tal manera que, aflojando totalmente el cuerpo, se entregó de pleno a la cópula.
Echando su corpachón encima suyo, Ramiro inició un fortísimo vaivén pendular en el que el miembro entraba hasta que la cabeza golpeaba contra el cuello uterino e, inclinándose, manoseó los oscilantes pechos para luego dejar que la boca se apoderara de los pezones, succionándolos tan fuertemente que arrancó un desmayado pedido de ella para que no la lastimara.
De manera totalmente inconsciente, sus piernas rodearon la zona lumbar del hombre mientras la mano derecha bajaba a restregar reciamente al clítoris para incrementar el disfrute, introduciendo luego dos dedos junto a la verga en la vagina y así, se perdieron en el hamacar de un delicioso coito, hasta que él sacó la verga del sexo y a pesar de los desesperados ruegos en sordina para que no lo hiciera, la apoyó en el ano, avasallando los esfínteres rectales, dilatados por años de continuas sodomías.
El dolor inicial de la tripa fue superado por esa maravillosa sensación que el sexo anal le producía y alentándolo insistentemente para que no cesara de hacerlo, pidiéndole insistentemente que la penetrara hizo que su mano introdujera tres dedos al sexo. En medio de un silencio sepulcral similar al que mantenía cuando sus hijos eran pequeños, se movieron sincronizadamente hasta que él sacó el pene del ano y, tironeando de sus cabellos, la hizo bajar de la mesa para que, acuclillada, tomara la verga entre los labios.
El sabor y el aroma de sus jugos vaginales y rectales la obnubilaron y, abriendo desmesuradamente la boca, la introdujo hasta sentir el atisbo de una náusea para luego, mientras lo masturbaba fuertemente con la mano, chupetear al glande con remolona insistencia hasta que la lechosa cremosidad comenzó a manar de la uretra y recibiendo sus chorros espasmódicos sobre la lengua, se demoró en tragar el semen con la fruición de un néctar mientras los labios volvían a succionar al falo y su interior estallaba convulsivamente por la presión de sus jugos.
Totalmente consciente de que era la última ocasión en que un hombre la sometería, se propuso no evidenciar esa circunstancia ni el placer que había obtenido de esa cópula póstuma. Desasiéndose de sus brazos, se puso la remera y retomando el personaje de la mujer ultrajada, tras increparlo duramente y empujarlo indignada hacia la puerta que cerró rápidamente con llave, se recostó en ella con una amplia sonrisa de satisfacción en el rostro envejecido.
Datos del Relato
  • Categoría: No Consentido
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