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Mi profesor de deportes fue cesado por tener relaciones sexuales conmigo. Seguro que alguno de sus viejos colegas nos espiaba y lo denunció. Aunque confesé ante el Director que fui quien lo sedujo, de nada valió y sólo avivé el morbo los hipócritas que, cuando se libraron de él, me buscaron para acosarme y llevarme a la cama.
En mi adolescencia supe que del odio al amor hay sólo un paso. Cuando conocí a H… lo odié porque era un hombre autoritario y arrogante. Me aterrorizaba porque, a mí en especial, me forzaba a participar en juegos de futbol o boxeo y otros deportes rudos que me hacían llorar. Sufría dos veces por semana esos 50 minutos de clase y el baño colectivo en el gimnasio con mis compañeros que se burlaban del micro pene que yo tenía entre las piernas.
Con el tiempo H… moderó su trato, no sin advertirme a solas que debía aprender a defenderme.
“Mira –me decía en tono conciliador-. Si sigues chillando todos te van a chingar en la vida. Échale huevos.
Pero cuando él me hablaba yo sólo veía sus labios.
Esa mezcla de dominio y protección, me prendó de ese cuarentón de 1.80 de estatura de amplios hombros, pelo corto, ropa impecable, tez morena clara, fragancia varonil, ojos negros y aliento fresco. Lo identificaba como esos oficiales del ejército que aparecen en películas románticas.
Al final del curso mis notas no fueron muy altas, y por eso H… me citó en su casa para indicarme cómo aprobar la asignatura.
Fue una tarde de verano cuando, después de comprar una toalla y ropa deportiva, llegué a su departamento. Iba nerviosa, pero supuse que era una visita corta y me vestí ligera, con pantalón y playera de algodón holgados y mocasines, sin ropa interior. A mis 18, tenía apariencia indefinida con mi melena rizada, manos y pies suaves, y modales finos.
Pero no fue una visita breve.
Me recibió sin protocolo, sólo con short deportivo y descalzo. Se portó amable. Sonrió y bromeó para darme confianza. Me sirvió un vaso de agua de fresa y me invitó a sentarme en el sofá. Verlo semidesnudo me inquietó y sin notarlo me embobé en sus piernas firmes cubiertas de sedoso vello. Cuando me preguntaba algo, yo bajaba la mirada y luego volvía a fascinarme con sus manos surcadas de poderosas venas. Seguro notó mi embobamiento y de repente me preguntó: ¿Te gustan los hombres?
La pregunta me tambaleó y quedé muda y fría como si me hubieran desnudado. Él insistió: “Dime la verdad.”
Seguí callada y bajé la cabeza.
-Mira- me dijo-, deberías cambiar de escuela- Aquí son muy conservadores y te van a hacer la vida imposible.
Sin querer me salió una lágrima y corrió por mí mejilla.
Él se acercó y, de pie frente a mí, tomó mi barbilla, levantó mi cabeza y casi paternal dijo: “tienes que aprender a defenderte Fer”.
Ese “Fer” me timbró los oídos como música de violines, porque era cariñoso. Y sin pensarlo le dije decidida: “Enséñeme”. Me paré y volteé hacia arriba para verlo y dije suplicante: ¿Me enseña?
Al verme tan cerca reaccionó y dijo autoritario: “No seas joto. Vete mejor”. Al verme rechazada tan rudamente me sentí avergonzada, tomé mis cosas y me encaminé a la puerta llorando. Pero, casi por salir sentí sus manos en mi cintura.
“Perdóname”, pidió apenado. Giró mi cuerpo y me abrazó. Al sentir su piel, recosté mi cara en su pecho desnudo y me acurruqué entre sus brazos. Todo fue sentirme abrazada para que aflorara la mujer que vive en mí. Ya no se resistió y me dejó acariciarlo.
Sería por compasión que me dio libertad de explorarlo desde los pectorales hasta los pies. Afiebrado, frote sobre su pantaloncillo adivinando la fruta que buscaba, y la encontré madura y plena.
“Ya niño. Ya vete”. - Dijo cada vez con menos firmeza al sentir mi mano atrapar su virilidad y frotarla mientras lo miraba a los ojos.
Ya no se resistió y liberé mis ansias. Bajé su short y salió orgullosa su verga con una vena seminal hinchada de leche y un glande brillante. Sin contenerme lo besé con ternura. Lo tomé entre mis manos y luego entre mis labios y lo chupé golosa. Luego busqué su mirada, pero tenía sus ojos cerrados y jadeaba, parecía una estatua de un guerrero griego por la tensión de sus músculos
Siempre recordaré su espasmo de placer al disparar su semen en mi garganta. Nunca bebí tanta leche de un hombre al que primero odié y luego amé.
“Esto no está bien niño”, dijo luego de ver como limpié su carne palpitante con mi lengua -. “Deja la escuela, porque vamos a tener problemas.”
Por respuesta besé su pene, sus testículos y sus muslos. Me paré y me desnudé totalmente. Vi su admiración y musitó: “De veras pareces niña. Vete, vete, por favor.” Pero en respuesta caminé sensual al sofá, me recosté boca abajo y elevé mi trasero. Cerré los ojos y un momento después sentí abrirse mis nalgas y un cartílago húmedo y firme anidarse entre ellas. Me sentí como una hembra que decide entregarse sin condiciones a su macho.
Sus manos sujetaron mis caderas y empezó el ritual de dominio. Mi emoción mitigó el dolor de sentir abrirse mi cavidad anal con el pene de ese hombre que ahora me pertenecía.
Después de meter completo su tronco de bambú, y hacerme gemir, se balanceó por largo tiempo sobre mis nalgas adolescentes y derramó sus cántaros de leche tres veces en mi vientre. Cansado se recostó atrás mío como una cuchara sobre otra y besó mi cabello. Yo también lo acaricié y le confesé todo lo que sentía por él.
Ya había oscurecido cuando me incorporé. Él me ayudo a vestirme y me abrazó. Me dio mi bolsa de ropa y se encaminó a la puerta. Seamos discretos -dijo-. Y yo asentí besándolo en los labios.
Así fue como empezó mi romance con mi profesor quien, dos veces por semana me recibía en su casa para enseñarme defensa personal y luego hacerme el amor para premiar mis avances.
Me enamoré tanto que me invadió una gran seguridad, y hasta reté a los que antes me torturaban con sus burlas. Y les di una buena lección.
Pero vino el desastre: se corrieron tantos rumores que él se vio obligado a “renunciar” y desaparecer. Fue un año desolador que me hundió en una gran depresión.
Hasta que llegó otro hombre a mi vida.
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