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Micaela y Facundo se conocieron recién a los quince años, a pesar de ser hermanos. No es que fuesen mellizos, sino que sólo compartían el mismo padre, quien, mientras estaba casado con la madre de ella, mantenía una relación clandestina con Marta, la mamá de Facundo.
Un funesto día, el hombre en cuestión y su esposa (la madre de Micaela) fallecieron en un trágico accidente en la Ruta Tres. Un camionero había estado manejando alcoholizado y el resultado de su negligencia fueron dos cadáveres irreconocibles y una huérfana adolescente.
Luego de que la chica viviese en casas de diferentes parientes, fue a parar a la de Facundo. Resulta que Marta se apiadó de ella, y concluyó que debía unirse a la familia, ya que su hijo era el familiar más cercano que tenía Micaela. Además, esa adolescente llevaba la sangre del amor de su vida, y a pesar de que ya estaba felizmente casada, todavía lo recordaba con cariño y decidió hacerle ese favor al difunto.
Para Facundo fue todo un evento la aparición de su media hermana. Hasta el momento, su vida era monótona y anodina. Era de esos chicos tímidos que no tenían muchos amigos, y salían muy poco de su casa. Prefería encerrarse en su cuarto y jugar a los videojuegos. Pero cuando apareció Micaela en la puerta de su casa, cargando un montón de bolsos, supo que nada volvería a ser lo mismo.
Micaela era hermosa. Su pelo rubio siempre estaba prolijamente peinado, recogido en un rodete o suelto y peinado hacía atrás; y su cuerpo ya hacía voltear la cabeza de los adultos cada vez que caminaba por la calle. A Facundo, desde un principio, le costó verla como hermana, no se habían criado juntos, y la que conocía ahora era casi una mujer.
Los años pasaron lentos. A Micaela le costó adaptarse a la escuela porque tenía una personalidad seria y taciturna que se había profundizado aún más luego de quedar huérfana. La mayoría de sus compañeros no sabían de esto y la tomaban por una chica creída que se sentía mejor que el resto. Su desmesurada belleza tampoco la ayudaba: se robaba las miradas de todos los chicos, causando la envidia y resentimiento de las chicas. Incluso había un profesor, que mientras daba la clase no podía evitar posar su mirada en ella, mucho más tiempo de lo que lo hacía con otros alumnos.
En su nueva casa las cosas eran diferentes. Su madrastra Marta la trataba con cariño, respetaba su hermetismo y la escuchaba con paciencia cuando tenía ganas de hablar. Por su parte, el hombre de la casa, Juan, a quien le había costado considerar a Facundo un verdadero hijo, e incluso a veces lo trataba con desprecio, no se mostraba tan reticente a entablar una relación con su nueva hijastra. Facundo veía con celos lo bien que se llevaban, las horas que pasaban tomando mate y charlando, y la cantidad de sonrisas que aquel hombre que siempre lo trató con cierto desdén, le sacaba a su preciosa hermana.
A los dieciocho años ya estaban en el último año de la secundaria. Los años que pasó conviviendo con Micaela no le sirvieron para verla como una verdadera hermana y ahuyentar los pensamientos morbosos que rondaban su mente. Ella notaba, sin tener la certeza, los sentimientos encontrados de su hermano, y por eso mantenía cierta distancia de él. A facundo le gustaba mirarla. Con cualquier ropa se veía sexy: su cuerpo ya estaba desarrollado, sus pechos habían crecido bastante y sus curvas se acentuaron. Con el jumper del colegio era encantadoramente sensual: el sobrio uniforme gris, con la falda que le llegaba casi hasta las rodillas no opacaban en nada su belleza, sino, por el contrario, la resaltaban más.
Facundo, al principio, sentía asco de sí mismo por no poder refrenar aquellos sentimientos incestuosos. Pero de a poco se fue resignando y aceptando el hecho de que deseaba a su hermana más de lo que jamás había deseado a nadie. Si antes amanecía con el calzoncillo mojado por un chorro de semen que expulsaba entre sueños, ahora no esperaba a dormirse y soñar con Micaela, sino que se masturbaba con la imagen de su hermana en la cabeza. Imaginaba comerle la boca de un beso, levantarla y ponerla sobre la mesada de la cocina, y ahí nomás, correr su pollera, hacer a un lado la bombacha, y saborear sus fluidos fraternales.
Su impotencia por no poder seducir a su hermana, ya que estaba convencido de que ella no compartía sus sentimientos retorcidos, lo llevó a hacer cosas que nunca creyó que sería capaz de hacer.
En medio de la madrugada salía de su cuarto sigilosamente, asegurándose de no hacer ruido con la puerta. En general lo hacía cerca de las cinco de la mañana, estaba seguro de que todos dormían y el sol ya tocaba las ventanas de la casa. Entonces se iba hasta la habitación de su hermana, se paraba en la puerta, se inclinaba un poco, y a través de la mirilla la observaba mientras dormía. La luz que se filtraba por las persianas le regalaba una imagen clara.
Como hacía calor, ella dormía apenas con una sábana, no le gustaba dormir con el aire acondicionado encendido. Muchas veces la sábana aparecía tirada a un costado, y entonces Facundo disfrutaba de la vista: Micaela dormía con una bombacha y una remera vieja. A veces se acostaba boca abajo, con una pierna flexionada, y la imagen del hermoso culo de su hermana, de la piel delicada expuesta a su vista, de la bombacha blanca, diminuta, que parecía pedir que alguien tire del elástico y deje al descubierto los glúteos firmes, le hacían dar ganas de entrar a ese cuarto y violar a Micaela. Pero por suerte sabía contenerse, y se encerraba en su propia habitación para masturbarse y así poder dormir tranquilo. Su vida se estaba convirtiendo en una tortura.
***
Para Micaela la vida era difícil. Se sentía sola, extrañaba a sus padres, y mientras se convertía en mujer, alcanzaba una belleza que no sabía dominar. A donde sea que iba los tipos le decían piropos subidos de tono, le tocaban bocina, la invitaban a salir en cualquier tipo de circunstancias, ya sea en un viaje en colectivo, en la fila del supermercado, e incluso un profesor que también era músico la había invitado a un concierto donde él tocaría la guitarra. Lo había hecho de forma casual, como simulando que no se trataba de una cita, pero lo cierto era que, que ella supiese, ni una de sus compañeras había sido invitada, solo ella contaba con ese privilegio.
Claro que no fue, buscó una excusa y no apareció en el concierto. Creía que el profesor no estaba mal, pero esa actitud obvia la deserotizaba, además, que desubicado era al querer levantarse a una alumna. Pero sabía que los hombres no tenían límites morales, se guiaban por lo que su pene sintiera. Ni si quiera su hermano podía evitar mirarla embobado, recorriéndola con esa mirada lasciva con la que parecía querer desnudarla. Pobre, pensaba, no era un mal chico.
Se sentía bien en su nueva casa. Luego de tres años ya la estaba sintiendo propia. Su madrastra era muy buena, siempre amable y comprensible, e incluso el pajero de su hermano le daba cierta ternura. Pero con el que se llevaba mejor era con Juan, su padrastro. Compartían los mismos gustos, miraban juntos las películas, charlaban sobre política, cosa que a ella le apasionaba, y no dudaba en darle dinero cuando ella lo necesitaba. No es que fuese interesada, pero la atención recibida por Juan la hacían sentir segura, porque sabía que podía contar con él en todo momento.
Ella nunca podría llamarle padre, y él tampoco la llamaba hija, prefería llamarla por su nombre, o decirle Princesa, aunque eso nunca se lo decía frente a su esposa y Facundo, era un código secreto que tenían sólo los dos.
Le gustaba saludar a Juan con un beso cuando llegaba cansado de trabajar. Sentía el olor a transpiración, tabaco, y perfume, y se guardaba ese aroma como un grato recuerdo que esperaba no olvidar. Cuando, por casualidad, estaba sola en la casa, lo recibía con un abrazo, no sabía por qué pero se sentía más libre cuando no estaban Marta y Facundo, y hacía cosas que frente a ellos no haría, como abrazar a Juan sin miedo a sentirse cursi y exagerada, porque al fin y al cabo lo veía todos los días, pero cuando él llegaba por la tarde parecía notar que lo había extrañado durante todo el día. El padrastro la abrazaba con calidez, y nunca le preguntaba a qué se debía tanta demostración de afecto.
Los fines de semanas pasaban más tiempo juntos. Marta trabajaba los sábados hasta la tarde, y Facundo dormía hasta el mediodía, así que disfrutaban de la mutua compañía por varias horas. Micaela sentía una extraña necesidad de tener cierto contacto físico con el padrastro, y así como le gustaba abrazarlo, disfrutaba de acariciar su fuerte brazo y su pecho mientras conversaban. Él por su parte, cuando la veía un poco deprimida le acariciaba la mejilla y le preguntaba qué le pasaba. Como a ella le gustaba la suave caricia que se deslizaba por su rostro, fingía tristeza bastante a menudo, sólo para que él la toque y se preocupe por ella.
Un día, luego de uno de aquellos abrazos efusivos que se daban cuando él llegaba del trabajo, se dieron un corto beso en los labios. Ni uno de los dos lo había planeado, sin embargo lo hicieron simultáneamente. Estaban tan sincronizados, y se entendían tan bien que el impulso surgió en el mismo instante. Ambos fingieron que nada había pasado y se sentaron en el living a charlar sobre la serie que estaban viendo hace unas semanas.
Llegó fin de año. La escuela terminaba por fin. Cuando Juan llegó por la tarde Micaela estaba todavía con el jumper puesto. Abrazó a su padrastro más fuerte que nunca.
— Por fin egresé. — le dijo. Él la felicitó.
— ¿Y Facundo? — le preguntó.
— No sé, viste que a veces desaparece.
—Es cierto, seguro que vuelve de noche. — Comentó Juan y le acarició la mejilla — estoy muy orgulloso de vos.
— Gracias. — contestó ella. Se miraban a los ojos sin poder apartar la mirada del otro.
Y entonces se dieron un beso, largo, y apasionado. Se abrazaron más que nunca, recorrieron con desesperación el cuerpo del otro, sintieron el gusto delicioso de sus lenguas, se tocaron por donde siempre tuvieron ganas de hacerlo. Él metió la mano por debajo del jumper, ella sintió el falo duro que se escondía detrás del cierre del pantalón, él la agarró de las nalgas y la levantó, para que ella abrazara su cintura con las piernas.
— No le puedo hacer esto a Marta. — dijo Micaela. Sólo en ese momento pudo reconocer para sí misma lo que sentía hace mucho por su padrastro.
— No te preocupes, no se va a enterar nunca. Así no la vamos a lastimar. — le prometió él.
Era todo lo que necesitaba para seguir adelante.
— Haceme el amor. — le rogó, lo abrazó del cuello y le dio otro beso.
Él la llevó hasta su cuarto, el mismo donde dormía con Marta. La acostó sobre la cama, metió mano por adentro de la falda del jumper, y tironeó la bombacha hacia abajo. La tela blanca recorrió el muslo, las rodillas, y cuando llegó al tobillo, Juan se la sacó, la dobló prolijamente y se la guardó en el bolsillo.
— Me calentás mucho princesa.
Ella sonrío, tenía una mirada risueña, estaba ansiosa, como una niña a punto de abrir una caja de regalos, pero lo que abrió ella fueron sus piernas. Juan se tiró encima de ella, no pensaba desnudarse, si su esposa o su hijastro aparecían no tendrían tiempo de vestirse. Se abrazaron, quedaron pegados uno con el otro, con los brazos y las piernas enredados entre sí, frotándose por todas partes con todas su extremidades, besándose, sintiendo que la locura se apoderaba de ellos.
Juan presionaba su falo duro en el pubis de ella. Le besaba el cuello. Micaela sentía el cosquilleo delicioso que le generaba la lengua de su padrastro, torcía el cuello por inercia pero no quería que pare, le susurraba “si” al oído mientras le acariciaba la espalda y sentía la dureza del hombre. Abrió sus piernas más, dobló la falda varias veces hasta que quedó tan corta que sus muslos quedaron desnudos y la tela sólo cubría una parte del trasero.
— Haceme el amor, por favor. — suplicó. — antes de que vengan, Haceme el amor. — repitió.
Juan la miraba con ternura. Sólo en sus sueños se atrevía a imaginar que su preciosa hijastra le pedía eso. Siempre supo que había un afecto anormal entre ambos, pero la realidad era siempre más cruda que las fantasías. Micaela estaba agitada y sudorosa, tirada en la cama, sus labios estaban húmedos, su pelo, siempre impecable, ahora aparecía desparramado sobre el colchón, su mirada estaba clavada en él, parecía que en ese momento no había nada más que ellos dos en el mundo. La chica flexionó las piernas. Ahora podía ver el vello púbico de su hijastra, era más abundante de lo que imaginó, le corrió un poco más la falda. El sexo de Micaela parecía un volcán a punto de explotar, lo saboreó con un beso, y degustó los exquisitos fluidos vaginales. Se bajó el cierre del pantalón.
— Te adoro princesa. — le dijo. Se inclinó, la abrazó de nuevo, pero esta vez mientras la besaba, su miembro se hacía lugar entre las piernas de ella, y una vez que encontró el agujero húmedo, la penetró.
Se sintieron por fin tan unidos como querían estarlo. El hacía movimientos pélvicos cortos y suaves, porque su pene era muy grande para una chica tan delicada como ella. Micaela sentía el miembro de su padrastro apoderándose de su cuerpo. Él era muy hábil, y sus suaves embestidas eran acompañadas por muchos besos y caricias. Le masajeaba las tetas por encima de la tela gruesa del jumper, pero en un momento, sintiendo la necesidad de conocer el tacto de su piel, corrió el hombro del uniforme a un lado, le desabrochó varios botones de la camisa blanca y poseyó el seno desnudo. Lo acariciaba y besaba mientras la seguía penetrando. Ella sentía cómo el calor del sexo la trasportaba a otra dimensión, era un lugar en donde nunca había estado y no quería salir de ahí.
Juan la dio vuelta, con una brusquedad inusual. Acarició sus nalgas, la abrazó por atrás. Sus manos fueron a agarrar las tetas y la penetró, esta vez sintiendo el culo de Micaela cada vez que la embestía. Ella ayudó flexionando una pierna para que pudiese introducir su falo por completo. No daban más de tanta calentura, ella se vino primero, agarrándose de los brazos que tenía entre sus pechos, mordiendo las sábanas para reprimir el grito. Pero el orgasmo vino con mucha fuerza, la boca se abrió y dejó escapar un aullido de placer.
Él acabó sobre el culo de su hijastra, dejando una abundante mancha blanca sobre las nalgas. Quedaron un buen rato uno encima del otro, agitados, sin decir palabra alguna. Micaela fue a su cuarto a bañarse y arreglarse.
— Me das mi bombacha. — le pidió
— No princesa, me la quiero quedar de recuerdo
Ella río por la perversión del padrastro, no se imaginaba que fuese esa clase de hombre, pero se la regaló, no podía negarle nada.
***
Entre Juan y Micaela se formó una relación secreta y paralela a las vidas normales que llevaban ambos. Él seguía casado con Marta y hacía todo lo posible para que su mujer no sospeche nada, actuaba como siempre lo hacía, sólo que más cariñoso que de costumbre, ese era un efecto secundario generado por la culpa.
Micaela también se sentía culpable, y cada vez que se encontraba con Marta se le retorcía el corazón y le daban ganas de llorar. Su madrastra no se merecía eso, pero así era el amor, y después de todo lo que había sufrido al quedar huérfana, merecía ser feliz a toda costa.
Cada vez que se encontraban a solas, los amantes se comían a besos y se manoseaban por todas partes. No hacían el amor tanto como querían, ya que debían cuidarse. Pero aprovechaban cada oportunidad para tocarse: se rozaban las piernas por debajo de la mesa a la hora de la cena, se pellizcaban las nalgas cada vez que se encontraban en el pasillo de la casa, se besaban al encontrarse solos en cualquier rincón, se dejaban cartas de amor que leían y destruían inmediatamente para no dejar prueba de su traición.
Para hacer el amor se encontraban en algún hotel alojamiento de cualquier barrio que estuviera lo suficientemente apartado de donde vivían. Lo hacían cada tanto, porque tenían pavor de encontrarse a algún conocido. Cuando pasaban varias semanas sin haber estado juntos, cosa que para ambos era una eternidad, él la iba a visitar a la madrugada, cuando su mujer estaba completamente dormida, y en la oscuridad de la noche, saciaban en silencio sus instintos animales.
Mientras tanto, Facundo seguía fascinado con su hermana. La espiaba casi todos los días, pero como elegía hacerlo al amanecer, nunca se encontraba con Juan. Jamás se hubiese imaginado que la pose que observaba a veces a través de la mirilla, despatarrada, despeinada, y con las sábanas desordenadas, bastante diferente a la que veía comúnmente, era producto de las noches de placer que pasaba con su padrastro.
Pero la vida a veces se ríe en nuestras caras, y si aquellos traidores copulaban a pocos metros de él y su madre, casi en sus narices y nunca los pudo descubrir, una tarde, de pura casualidad, yendo al centro a comprar unos CDS, los vio entrando en uno de esos hoteles donde se encontraban.
Le costó asimilar lo que estaba viendo. Al principio creyó que estaba equivocado, que no se trataba de ellos sino de otras personas con apariencia similar. También se cuestionó si el lugar en que habían entrado era realmente un hotel, quizá iban a un local al lado del hotel y él interpretó mal las cosas. Como iba en colectivo, la visión duró unos pocos segundos y pudo haber entendido mal las cosas. Sin embargo, luego de meditar, empezó a atar cabos, y muchos detalles a los que antes no daba importancia, ahora cobraban dimensiones totalmente diferentes: los gestos que se hacían durante la cena, como si no fuese necesario comunicarse con palabras porque se entendían con solo mirarse; la corta distancia física que había entre ellos siempre que los veía en casa, como si sus cuerpos pidieran estar juntos; las miradas que le propinaba él cada vez que ella nombraba a un amigo; y las otras miradas, casi imperceptibles, que recorrían el cuerpo de Micaela en un instante.
Ahora todo eso adquiría un significado totalmente diferente. Cómo no me había dado cuenta, se recriminaba Facundo.
Al otro día le preguntó a Micaela, como al pasar, qué había hecho durante el día. Quería ver la reacción de su hermana. Cuando ella terminó de hablar le dijo:
— Mirá vos, yo pensé que te vi en el centro. — ella empalideció y empezó a tartamudear.
— Ah sí, fui a ver ropa.
Él no había nombrado a Juan, pero ya no necesitaba hacerlo, la actitud nerviosa y turbada de ella le decía todo. Estaba decepcionado, y pensar que alguna vez se recriminó por sus sentimientos retorcidos, pero Micaela era peor, se cogía a su padrastro y traicionaba a su madrastra, que tan buena era con ella. ¿Cómo se lo diría?, porque no cabía duda, debía advertirle a su madre que se burlaban en su cara.
Esa noche no pudo dormir. Quedó meditando sobre cómo procedería. Pensó en revisar el celular de su hermana cuando ella lo descuidara. Debía haber algún mensaje incriminador, estaba seguro. Y si no era así, entraría a su cuarto y lo revisaría de punta a punta hasta encontrar algo que le sirva para que su madre confíe en su palabra.
En todo esto estaba pensando cuando a puerta de su habitación se abrió. La madera había crujido, por lo que él notó la presencia del visitante. Una silueta oscura se le acercaba. Prendió la lámpara de la mesita de luz para ver de quien se trataba.
Era Micaela que estaba vestida únicamente con una remera y su ropa interior, igual a como él la veía cada vez que la espiaba. Se sentó al borde de la cama y le habló en susurros:
— Ya sé que sabes algo de mí. — le dijo, con un puchero en la cara y los ojos brillosos.
— Si, ya sé que sos una puta. Le voy a contar a mi mamá así que andá buscando un lugar en donde vivir.
— No me podés hacer eso, me arruinarías la vida. Vos sabés como sufrí cuando quedé huérfana. No quiero sufrir más.
A Facundo el dio un poco de pena, pero debía ser fiel a su madre.
— Andate. — le dijo. — No quiero saber nada de vos.
— Yo sé que me querés. — le dijo ella. Y de repente, su mano empezó a recorrer la pierna de su hermano a través del cubrecama, y se deslizó despacio hasta llegar a su miembro.
— ¿Qué hacés? — se exaltó él.
Como respuesta ella se quitó la remera y quedó en tetas. Se paró para que él pueda observarla en todo su esplendor: el cuerpo desnudo lo excitó de inmediato.
— Esto querés ¿no? — agarró el cubrecamas y la colcha y lo tiró a un costado. — yo sé lo que querés. — dijo y se subió a la cama.
Facundo ya no estaba en sus cabales. Su sueño de tres años se le estaba haciendo realidad. La besó, acarició el cabello rubio, sintió la desnudez de los pechos sobre su torso, acarició las piernas largas, y luego sus manos se posaron en las nalgas.
Facundo sólo estaba con el bóxer, el cual se lo quitó en un instante y lo tiró al piso. Le bajó la bombacha a su hermana, mientras ella le propinaba montones de besos húmedos en el cuello, y en el pecho.
— Haceme lo que quieras. — le dijo al oído.
Él le apoyó la mano en la cabeza e hizo fuerza hacia abajo. Micaela le dio besos en la panza y fue bajando hasta encontrarse con el pene de su hermano. Era más grande de lo que hubiese imaginado. Lo agarró del tronco, lo masturbó, y se lo llevó a la boca.
Para Facundo la imagen era muy fuerte: su hermana estaba a sus pies mamándole la verga. Se la llevaba a la boca una y otra vez, lamía el glande, y lo escupía, y desparramaba toda la saliva a lo largo del miembro. Ni en sus más perversos sueños imaginó que fuese tan puta. Siempre creyó que la única manera de poseerla sería obligándola, pero ahí la tenía.
No aguantaba más. Apenas habían empezado pero él ya acababa en la boca de Micaela. Ella se lo tragó todo sin que se lo pidiera, y con la lengua lamió las últimas gotas que chorreaban del pene.
Pasaron toda la noche juntos, incluso hasta el amanecer, el horario en donde él iba a espiarla, pero ya no tendría que hacerlo.
La penetró por el culo con sus dedos, la poseyó en todas las posiciones que conocía. Sus erecciones no duraban mucho pero una vez que acababa no le costaba mucho volver a estar duro. Ella acabó varias veces, ya no le parecía tan desagradable acostarse con su hermano, y mucho menos si eso la ayudaba a guardar el secreto que tenía con Juan.
Durante varios años fue amante de ambos. Debía cuidarse de que Marta no se enterara de que se acostaba con su marido, y Juan tampoco debía enterarse de que era una especie de esclava sexual de su hermano.
Mientras que con su padrastro era todo amor y ternura, con Facundo era sólo sexo, y cada vez que estaban juntos, él se encargaba de que se sienta lo más puta posible.
Muchas veces Micaela pensó en terminar con ambas relaciones, pero cierto impulso masoquista la hacía desistir de esa decisión.
Todos estaban seguros de que Marta no estaba enterada de nada, y de hecho no lo estaba, pero no era tonta, y notaba el ambiente enrarecido desde hacía bastante tiempo. Mejor para ella, todos estaban envueltos en sus propios asuntos y nadie se percataba de que estaba a punto de dejar a su familia para empezar una nueva vida con un compañero del trabajo, después de todo, los chicos ya estaban grandes y sabrían lidiar con su ausencia.
Fin.
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