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Al descender del coche el aire caliente le envolvió como una nube pegajosa. La caída de la noche no menguaba la temperatura, pero su mezcla con las luces de neón, la música y el gentío anunciaban el despertar de la vida nocturna de aquella ciudad impregnada de sexualidad. “Nueva Sodoma –reflexionó mirando a su alrededor– ¿Hasta cuando el Señor contendría su ira?”.
–¿Padre Welles?
En la puerta aguardaba una mujer negra, de unos cuarenta años, a la que el moderno hábito no disimulaba una belleza bien conservada.
–¿Hermana Supplice? Lamento el retraso. No daba con la dirección.
–Sígame, por favor. Es en la segunda planta.
La penumbra que envolvía la escalera sugería un viejo edificio que en sus buenos tiempos gozó de un cierto aire señorial, característico de la vieja arquitectura colonial. Se detuvieron ante uno de los apartamentos y la monja llamó a la puerta. Abrió una joven mulata, guapa, menuda, de rotunda anatomía cubierta con un gaseoso vestido que dejaba al descubierto sus hombros y parte de su escote.
Charlotte –así se llamaba– les guió hasta una de las habitaciones, donde aguardaba, desnuda, otra hermosa mulata de rasgos parecidos a la primera, atada de pies y manos al metálico armazón de la cama. Era también muy joven, baja y de curvilíneas formas, con anchas caderas y unos pechos pequeños pero de perfecto y redondeado volumen, como dos jugosas gotas de chocolate. El rizado pubis destacaba en su abdomen como una negra y obscena señal. Algo en su aspecto, no obstante, provocó una sensación de inquietud en el sacerdote. Su piel presentaba un tono ceniciento y su rostro parecía desencajado, sufriente. Lo más desasosegante, sin embargo, era su mirada. Alterada, cambiante, evasiva… Como si su visión alcanzara a percibir algo situado más allá de las paredes del dormitorio, algo que sólo ella podía ver.
–La criatura se llama Brigitte –explicó sor Supplice–. Es la hermana de Charlotte. Cayó en este lamentable estado durante una ceremonia Vudú. Pretendían lograr un conjuro de amor dirigido al chico del que está enamorada.
–Las fuerzas ocultas no son ningún juego –replicó el cura con censura–. El Maligno está siempre vigilante, aguardando cualquier fisura en nuestra frágil moralidad para apoderarse de nuestra alma y apartarnos de la luz. ¡Comencemos!
Obedeciendo, ambas mujeres se arrodillaron junto a la cama en posición de rezo. El padre Welles abrió su maletín y extrajo de él un grueso volumen y un crucifijo. Comenzó a leer en tono monocorde una larga parrafada en latín, ante la cual Brigitte reaccionó bruscamente, como si un repentino dolor le atravesara el cuerpo.
–¡Cabrón! ¡Hijoputa! –Espetó con odio la joven– ¡Maldito comehostias, vuélvete a tu sacristía a hacerte pajas!
Impertérrito, el sacerdote continuó su monótona jaculatoria en un tono de voz firme y creciente. Elevó la cruz y la posó sobre la frente de la chica, que gritó como si el símbolo le abrasara la piel.
–¡Hipócrita de mierda! Esto te gusta, ¿verdad chupapollas? ¡Te la pone dura!
Diciendo esto abrió las piernas, mostrando entre el oscuro vello su vagina húmeda y excitada. Contoneó sus caderas provocativamente, mirando al religioso con una mezcla de odio y lascivia en los ojos. Él se apartó de la cama y se acercó a una palangana llena de agua que descansaba sobre la cómoda. Murmuró una oración e hizo el gesto de la cruz con la mano, bendiciéndola. Sumergió sus dedos y salpicó el cuerpo de Brigitte, quien berreó de dolor y profirió nuevas procacidades. Acto seguido la hermana Supplice hizo un gesto a Charlotte, se levantaron y se colocaron junto al sacerdote. Sin que éste dejara de recitar comenzaron a desnudarle. Chaqueta, alzacuellos, camisa, pantalones… Cada prenda le fue despojada ceremoniosamente hasta dejar a la vista su joven y atlético cuerpo. Charlotte le cogió el pene y comenzó a masturbarlo, logrando una erección plena. La monja mojó a continuación su mano en el agua bendita y empapó la polla.
El cura, sin detener sus rezos se subió a la cama, se colocó sobre Brigitte y se arrodilló delante de su cara.
–¿Qué estás haciendo, maricón? ¡Aparta tu polla de mierda o te la arranco con los dientes!
Obviando sus palabras el hombre le sujetó de la cabellera y situó el miembro contra sus labios. El contacto de la verga cubierta del bendito líquido contra la piel de Brigitte provocó un nuevo grito de dolor en ésta. El sacerdote aprovechó el alarido para meterle el miembro, hasta que el glande chocó contra sus amígdalas. La chica se revolvió ante el contacto abrasador, intentando apartar la cabeza para liberarse de aquel pedazo de carne incandescente, pero el padre Welles se lo impidió sujetándola con fuerza.
–¡Yo te lo ordeno! –Gritó moviendo el pene dentro de la boca– ¡Abandona este cuerpo inocente y regresa al Averno!
Charlotte y la madre Supplice mojaron sus manos en la palangana y, coreando las oraciones del sacerdote, salpicaron el crispado cuerpo de Brigitte, que se retorció entre convulsiones. El cura sacó la verga y se apartó de la joven, que recostó su cabeza en la almohada, aliviada. Por un momento pareció perder la consciencia, pero de inmediato reaccionó con virulencia.
–¡Puto cabrón¡ ¡Bujarrón de mierda! ¡Voy a arrancarte el corazón! ¡A ti y a esas dos bolleras frígidas! ¡Devoraré vuestras almas y las escupiré en el infierno!
–Aún persiste –enunció impávido el padre ante el gesto de desagrado de la monja y el espantado de Charlotte–. Hemos de completar la ceremonia.
Ambas mujeres soltaron las correas que sujetaban los tobillos de Brigitte y, luchando contra su resistencia, le echaron las piernas hacia atrás hasta casi tocar sus hombros con las rodillas. Su sexo abierto y empapado se mostró en toda su obscena carnalidad. El religioso se colocó entonces entre los muslos, situando su polla contra la entrada de la vagina.
–¡No se te ocurra, puerco! ¡O te cortaré la picha y te la meteré en la boca hasta que te la tragues!
Resuelto, el sacerdote empujó, logrando que el miembro penetrara sin dificultad hasta que el vello de ambos pubis se entremezcló. Brigitte bramó como si un hierro candente le abrasara las entrañas, pero el sacerdote inmisericorde embistió una y otra vez, en medio del repetitivo orar de sus dos ayudantes, conminando sucesivamente al ente posesor a que liberara el cuerpo de la chica.
–¡Basta! ¡Para ya, cabrón! ¡Me estás abrasando!
–¡No, demonio! –Replicó él– ¡No me detendré hasta que liberes a esta mujer!
La hermana Supplice metió entonces su mano entre las piernas del sacerdote, elevó sus testículos e introdujo la punta del crucifijo en el ano de Brigitte, quien convulsionó con tal fuerza que entre los tres apenas pudieron contener su cuerpo contra la cama. El exorcista, al notar que los músculos vaginales se contraían, redobló sus embestidas hasta lograr que Brigitte se estremeciera con un fuerte orgasmo que empapó las sábanas. Acto seguido extrajo el congestionado miembro, que escupió su espeso fluido sobre el abdomen de la chica. Ésta quedó tumbada, inconsciente y relajada, sin el rictus que había tensado sus facciones durante la sesión.
–Se acabó –afirmó Welles irguiéndose–. Lo hemos conseguido. La presencia ha abandonado el cuerpo. El exorcismo ha concluido.
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