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Estaba tendido desnudo en un camastro estrecho, sobre un par de sucias y raídas cobijas, con la cabeza apoyada en una almohada sin funda.
El cuartucho estaba en el fondo de la casa. Tenía piso de ladrillo, lo mismo que las paredes, con techo pintado a la cal de cuyo centro pendía una lamparita. La luz que entraba a través de un ventanuco enrejado me permitía ver que sobre la pared opuesta había un lavatorio y un inodoro sin tapa.
Recuerdo que dos hombres que descendieron de un auto me metieron a la fuerza en el vehículo mientras uno de ellos me apretaba sobre la cara un trapo empapado en una sustancia que me desvaneció.
Me llamo Jorge, tengo dieciocho años aunque no aparento más de quince o dieciséis y cuando me secuestraron yo volvía de la facultad, donde curso el primer año de Sociología. Tengo que decir que soy un lindo chico, con algo ligeramente femenino y ésa ha sido mi desgracia.
Tengo el cabello castaño, con rulos, grandes ojos negros, facciones delicadas y un cuerpo delgado y esbelto, lampiño y resuelto en largas y suaves curvas.
Cuando desperté de la anestesia me encontré echado sobre una mullida alfombra ante dos hombres de avanzada edad, unos setenta años, que me observaban sentados en sillones de cuero negro. Ambos vestían traje y corbata. A medida que la bruma se iba disipando en mi cerebro tomé conciencia de mi situación y me desesperé.
En ese momento escuché a uno de los hombres decirme: -Parate, nene.
En lugar de hacerlo los observé. El hombre de la izquierda era robusto y de cabello canoso; el otro, calvo y flaco.
En la habitación había una mesa grande con varias sillas alrededor y un gran cortinado ocultaba casi totalmente un ventanal. Había un bargueño contra la pared de la derecha y en las paredes cuadros con dibujos obscenos que mostraban hombres violando en grupo a un muchachito.
Un grupo de lámparas dicroicas proporcionaba desde el techo la iluminación.
El viejo robusto se paró y vino hacia mí con una expresión en su rostro que me asustó. Me tomó con fuerza del pelo y me levantó para después darme una fuerte bofetada que me llenó los ojos de lágrimas.
-Acá se obedece, nene. Sabelo. –me dijo mientras me mantenía sujeto del cabello.
-No me pegue… -supliqué ganado por el miedo.
-Sacate toda la ropita, precioso. –me ordenó y temblé al adivinar lo que querían de mí.
-¿Vas a obedecer o tengo que pegarte en serio, nene? –me amenazó.
Entendí que no tenía salida, que aunque me resistiera iban a hacer conmigo lo que quisieran y entonces me desvestí temblando de pies a cabeza y con la esperanza de que después de violarme me dejaran ir. ¡Qué iluso fui!
Quedé desnudo ante ambos hombres, temblando de miedo con la cabeza gacha mirando al suelo y sin saber qué hacer con mis manos.
-Él es el doctor y yo el ingeniero. –me explicó el hombre robusto. –Y así vas a llamarnos cuando te dirijas a nosotros. ¿Entendido?.
Vacilé y eso me valió una cachetada que me pegó el ingeniero: -Oìme, nene tonto, ¿vas a obedecer o tenemos que enseñarte modales?
Mi miedo aumentaba y supe que resistiéndome saldría perdiendo, porque esos dos pervertidos me tenían en sus manos, indefenso. Entonces dije en un murmullo: -No, señor… No me… no me pegue… -pero apenas dije eso el ingeniero volvió a pegarme en la cara y con tanta fuerza que el golpe me derribó sobre la alfombra con los ojos llenos de lágrimas: -No estás obedeciendo, nene, ¿cómo te ordené que tenés que llamarnos?
Me di cuenta del error que había cometido y dije después de tragar saliva: -A usted ingeniero y al otro señor, doctor.
-¡Muy bien, nene!... Muy bien, veo que empezar a entrar en razón. Ahora parate.
-Sí, ingeniero…
-Las manos atrás, las piernas juntas y la cabeza gacha. –me ordenó desde el sillón el doctor, y adopté inmediatamente esa postura, porque ya conocía de sobra las consecuencias de resistirme.
-Decime, nene ¿sos gay? –me preguntó el ingeniero.
La pregunta me sorprendió pero contesté con firmeza: -No, ingeniero.
-Mmmmmhhhhh, raro, porque un poco parecés una hembrita…
-Pero no soy gay, ingeniero.
Los dos hombres rieron y el doctor dijo: -Bueno, acá te vamos a convertir en un putito.
Ante semejante comentario y las risas perversas no pude contenerme y supliqué al borde del llanto: -¡No!... ¡Por favor no!...
Pero mis ruegos, lejos de conmoverlos parecían excitarlos todavía más.
El ingeniero fue hasta el bargueño y volvió con un pequeño pote que dejó sobre la mesa.
-Todo listo. –dijo. –y me envolvió en una mirada lujuriosa.
-Por favor… -me atreví a suplicarles otra vez. –no me lo hagan… -pero el doctor me tomó de un brazo y me llevó hasta el borde de la mesa, sobre la cual debí inclinarme temblando de miedo.
De reojo vi ambos se desvestían entre comentarios obscenos respecto de mí y lo que iban a hacerme. Una vez desnudos pude ver cómo se embadurban las pijas con una crema contenida en el pote.
Pensé en mis padres y en la preocupación que estarían sintiendo porque yo no había regresado a casa, y enseguida comparé el tamaño de esas pijas, que de reojo veía erectas, con lo diminuto del orificio anal.
“¡Me van a reventar el culo!” –me dije desesperado.
(continuará)
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