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Categoría: Infidelidad

Escarceos sexuales de una casada insatisfecha

He de reconocerlo: casarme joven fue la peor idea de mi vida.



Antes de conocer a Claudio, y de darle el SÍ QUIERO en la iglesia del pueblo, recuerdo que no me faltaban pretendientes. Tampoco hacía ascos, sino todo lo contrario, cada vez que alguno de ellos me llevaba tras la tapia de la vieja fábrica de harina, lugar común en aquella época, generalmente en coche, y retozábamos como animales en el asiento trasero.



Siguiendo con las confesiones, no tengo reparos al afirmar que por aquel entonces estaba muy buena. Mi cabello era largo y rizado, de color caoba; el rostro  angelical, con pómulos pronunciados, nariz perfecta y labios carnosos; de estatura menuda, sí, menuda, pero con formas proporcionadas y curvas de infarto.



Con semejante envoltorio, no es de extrañar que Claudio se fijara en mí. Yo no le conocía de nada ya que, siendo niño, marchó a la capital con sus padres. Un fin de semana de marzo volvió al pueblo con motivo del funeral de su abuelo, el frutero de la calle donde yo vivía, un señor correcto y muy simpático. Nos conocimos en el entierro cuando, con mucho penar, les di el pésame a él, a sus padres y a la viuda.



En estas circunstancias insólitas, quedamos prendados el uno del otro, pero el panorama en casa del difunto no dio para más que un simple intercambio de teléfonos. Al día siguiente marchó.



Desde entonces, y por espacio de tres meses, hablábamos por teléfono casi a diario. Al principio eran conversaciones banales, sin más intención que conocernos, saber de nuestros gustos y manías. Pero, un buen día, una calurosa noche de finales de junio, la charla se puso picante sin saber por qué, y terminamos masturbándonos mientras nos decíamos cochinadas sin ton ni son, como dos adolescentes.



Aquel verano decidió pasar sus vacaciones de funcionario en el pueblo. Llegó, fiel a su palabra, el primer día de julio. Esa misma tarde nos vimos, y por la noche, igual que los demás, retozó conmigo tras la vieja fábrica de harina.



El mes se me hizo corto, para qué negarlo, ya que pasábamos juntos los días enteros y parte de las noches. Entonces, como era de esperar, lloré amargamente el día de su partida. Sí, me había enamorado, contra todo pronóstico, pero lo que más me apenaba era que no le volvería a tener entre las piernas durante una buena temporada, si por buena temporada entendemos los dos meses que faltaban para la fiesta de la vendimia de finales de septiembre, cuando gastaría los cinco días de permiso (“moscosos”, los llaman los funcionarios) acumulados durante el año.



Las consecuencias que trajo consigo la fiesta de la vendimia fueron un embarazo no deseado y el citado casamiento a primeros de año.



Cierto que la boda fue prematura y forzada; no obstante, fui muy feliz durante los tres primeros años, mientras se mantuvo la llama del amor. Esta etapa de mi vida, en la que hacíamos el amor casi a diario, dio paso a otra más oscura, en la que solo follábamos por follar un par de veces por semana, suficiente para quedar preñada por segunda vez. A partir del quinto aniversario, la desidia era tal, que apenas teníamos conversación y el sexo se convirtió en algo monótono (de Pascuas a Ramos), aburrido, sin sentimiento ni deseo, solo por cumplir.



Él nunca me lo dijo, pero yo estaba segura de que ya no encontraba atractiva porque mi cuerpo había cambiado a raíz de dar a luz por segunda vez. Irónicamente, darle un segundo hijo le colmó de felicidad, por un lado; pero, por otro, al verme mucho más rellenita de lo normal, el deseo simplemente se esfumó.



Desde entonces solo tenía ojos para nuestros hijos. Con ellos jugaba siempre que podía, o los sacaba a pasear por el parque, o realizaban cualquier otra actividad juntos, siempre poniendo excusas absurdas para que yo no les acompañara.



Era más que evidente que no quería que la gente le viera conmigo. Mucho menos sus amigos.



Mi soledad y aislamiento fueron a más. Tanto que Internet se convirtió en mi refugio, sobre todo a la hora de buscar motivación para darme gusto yo sola.



Primero fueron los videos guarros. Pronto me cansé de ellos pues siempre era más de lo mismo. Luego llegaron los relatos eróticos, más morbosos porque la imaginación volaba hasta el infinito; especialmente los de infidelidad, sin darme cuenta, como si mi subconsciente persiguiera un cambio radical.



Adquirí la sana costumbre de comentar todos y cada uno de los relatos que leía. Luego fui más lejos, publicando mi primer relato, una historia sentida sobre lo ocurrido durante mi matrimonio.



El texto no tenía chicha ni limoná, fruto de mi inexperiencia en el arte de escribir con un mínimo de morbo; pero, al parecer, logró conmover a alguien. Se llamaba Enrique y supe su opinión mediante un sugerente comentario que tuvo el gusto de regalarme. Decía así:



“La mujer es hermosa por naturaleza, y lo más importante no reside en el envoltorio. Tú eres bella por dentro, en tus sentimientos, en tu forma de transmitir el deseo aparentemente apagado. No sufras por esto, mi amor, porque has encendido la llama en mí.



No sabes cuánto te deseo; no tienes la menor idea del cariño que te daría a raudales mientras te hago el amor como nunca te lo han hecho.”



Apenas lo leí, y lo volví a leer, mi mente fantaseó con aquel desconocido durante un buen rato, hasta tal punto que tuve dos gloriosos orgasmos mientras me masturbaba en la soledad del cuarto de baño.



Por probar qué sucedía, le respondí al comentario, contando con pelos y señales lo que sus letras habían provocado en mí.



Su respuesta fue sorprendente, aunque lógica dada la situación:



“Mándame fotos, por favor. Quiero saber cómo eres. Quiero contemplar a la mujer que describes en tu relato.”



Mantuve silencio durante varios días. Necesitaba meditar sobre las posibles consecuencias. Sin ir más lejos, la principal reticencia residía en que fuera un pervertido que, aprovechando mi debilidad, regalándome los oídos, consiguiera unas fotos que pudieran comprometerme.



Todo esto le expliqué por email. Él lo encontró razonable y dio el primer paso mostrarme las suyas. Lo hizo invitándome a mirar su perfil en una página de porno casero. Obviamente no mostraba su rostro, pero el resto, lo que sí se veía, uff… logró conmocionarme hasta tal punto que accedí a mandarle las mías por email, arriesgando a todo o nada.



El éxito fue rotundo. Tanto que dos días después acordamos conectarnos por Skype. Pero yo no las tenía todas conmigo, ya que llegado el momento me hice la remolona por pura vergüenza.



—No te preocupes, preciosa —me dijo a través de su micro, con voz aterciopelada pero muy varonil—, puedo esperar lo que haga falta hasta que te decidas.



Aquel tipo no podía ser real, recuerdo que pensé. Era imposible que existiera un hombre tan educado y comprensivo, alguien que tuviera en cuenta mis reticencias y las aceptara sin más. Este hecho, sin precedentes en mis 31 años de vida, me motivó tanto que media hora más tarde me hallaba desnuda de cintura hacia arriba delante de mi cámara. Ja, ja, ja… Reconozco que verle como Dios le trajo al mundo, en HD y de pies a cabeza, influyó en un 80% o puede que más. No obstante, y para completar el lote, afirmaba ser divorciado, tener 48 primaveras y la vitalidad de un veinteañero. Por la seguridad con que lo decía, no me pareció un fanfarrón.



Esta situación se prolongó por espacio de dos semanas, los días laborables a eso de mediodía, mientras mi marido trabaja, el mayor de mis hijos estaba en el colegio y el menor jugando con el hijo de mi vecina en casa de esta.



Al cabo de este tiempo, cuando nada en nuestros cuerpos era desconocido para el otro, dimos el paso definitivo.



La primera toma de contacto fue por la tarde en una concurrida cafetería, aprovechando que mi marido estaba en el parque con los niños. No es que tuviera miedo, pero quise mitigar la vergüenza rodeándome de gente.



Entonces supe que Enrique regentaba una farmacia, dato que había mantenido en secreto hasta ese momento. Siendo un hombre con estudios superiores y acostumbrado a tratar con el público, comprendí por qué era tan atento y educado. Lo que menos me gustó, solo al principio, durante las dos primeras horas, es que fuera tan lanzado en persona, mucho más que a distancia. Pero, como digo, solo me resistí durante un par de horas, hasta que propuso ir a su casa y dar rienda suelta al deseo que nos consumía.



—¿Estás seguro? —le pregunté en una especie de arrepentimiento de última hora—. ¿No tienes que trabajar?



—No hay problema, querida —respondió regalándome una sonrisa—, tengo empleadas a dos chicas que se hacen cargo cuando no estoy. De todas formas, hasta las siete de la tarde no comienza el jaleo. Esto quiere decir que disponemos de algo más de una horita.



“Una horita”.



Lo dijo de tal modo, que casi mojo las bragas allí mismo.



—Está bien, Enrique —añadí—, pero quiero que la relación que mantengamos, durante el tiempo que dure, no suponga compromiso alguno. Cierto es que la relación con mi marido no atraviesa el mejor momento, pero yo no pierdo la esperanza de que algún día cambie.



—Por mí no hay problema. —Nuevamente brotó de sus labios la voz suave y varonil—. Tú pones los límites de hasta donde quieres llegar. Yo aceptaré cualquier decisión que tomes, sea favorable o no.



¡En fin! El tipo sabía como ponerme a tono.



Llegamos a su casa en un visto y no visto. Dejarme desnuda frente a él, en el dormitorio, fue aún más rápido. Él hizo lo propio un rato más tarde, después de besarme como no recordaba, tras acariciar mis pechos con la delicadeza de una pluma, y antes de empujarme sobre la cama para comerme el coño como si del más exquisito de los manjares se tratara.



—Suelo ser bastante peculiar en las relaciones sexuales —soltó sin más, acompañando sus palabras con fuertes lengüetazos, desde el clítoris hasta el ano.



—¿No serás uno de esos tipos raros a los que les gusta el sexo extremo? —pregunté ahogada en un mar de sensaciones placenteras y un notable temor a que respondiera afirmativamente.



Él rio con ganas, sin dejar de darme placer en la entrepierna. Era como si quisiera domar mi voluntad a base de gusto.



—No, mujer, puedo garantizarte que no soy de esos. Si has practicado el sexo anal y disfrutas con él… es lo más extremo a lo que podemos llegar.



—¿Sexo anal? —me pregunté a mí misma en voz alta—. Ni me acuerdo de cuándo fue la última vez que me la metieron por ahí. Y sí, claro que me gusta: descubrí muy joven las bondades de una buena follada por ahí.



No me reconocía hablando de aquel modo con un hombre al que apenas conocía, pero resultaba lógico ya que su lengua endiablada entraba y salía de mi pequeño orificio.



Un ligero sonido abrió mis ojos, que habían permanecido cerrados por obra y gracia del gusto recibido. Se trataba del envoltorio de un preservativo.



Observé cómo Enrique enfundaba su verga con él. Acto seguido temblé como una chiquilla excitada cuando me abrió de piernas y se situó entre ellas. Finalmente grité de dicha al sentirme atravesada por el ímpetu de su ariete.



—Déjate llevar —me dijo antes de la segunda embestida—. Déjate llevar y te garantizo entrega total.



Sonreí acordándome de mi marido. No recordaba que él me hubiera prometido tanto a lo largo de los años.



Accedí con un movimiento afirmativo de los párpados. Este fue el pistoletazo de salida, la respuesta que Enrique aguardaba para cumplir lo prometido y matarme de placer.



Lo consiguió. ¡Vaya si lo consiguió!



Para ello fueron necesarios casi treinta minutos, durante los cuales me folló como un poseso, sin que flaquearan su fuerza y energía, su ímpetu y ciertas dosis de violencia. El resultado fueron dos gloriosos orgasmos y unas ligeras agujetas en las piernas que no pasaron desapercibidas para él. Era como si me conociera de toda la vida, como si aquella fuera una de tantas sesiones de sexo y no la primera.



—Ahora quiero que te relajes mientras te doy un masaje —susurró—. Tener las piernas en alto, en suspensión durante tanto tiempo, acarrea ciertas consecuencias. Lo peor son los calambres, y no queremos que eso suceda, ¿verdad…?



—No, no —respondí al tiempo que negaba con la cabeza.



—Buena chica. Cuando te sientas en condiciones, probamos una postura más cómoda con lo que sigue. Suele decirse que la cama es el mejor lugar para el sexo, pero yo opino que los colchones machacan los músculos y las articulaciones cuando se soporta cierto peso.



No me cuestioné si decía la verdad o si hablaba por hablar, pero aquel “con lo que sigue” me tenía en un sinvivir.



Averigüé de qué se trataba cuando, tras ayudarme a levantar de la cama, me llevó cogida de la mano hasta la cocina, empujó mi espalda hasta que mis grandes pechos besaron el frío mármol de la encimera, me abrió de piernas y separó los glúteos con la mano derecha, mientras con la izquierda colocaba el glande en la entrada trasera.



—No lo hagas sin antes lubricar la zona —le rogué—. Mira que ha pasado mucho tiempo desde la última vez y es casi como si me desvirgaras por ahí. Hazlo con cuidado. Por favor te lo pido.



A estas alturas ya nada podía sorprenderme en Enrique. No lo hizo cuando le vi abrir uno de los cajones que tenía a mano y sacar un botecito de lubricante anal. Se me pasó por la cabeza que yo no era la única que conocía aquel lugar en circunstancias similares. Aun así, concluí que cada cual tiene sus manías y esta en concreto no me desagradaba, sino todo lo contrario.



Obediente, embadurno el orificio a conciencia. Luego hizo lo propio con su verga.



La suerte estaba echada.



Suspiré, apreté los dientes y cerré los ojos en el momento en que sentí cómo el miembro se abría camino dentro de mí, dilatando el ano con delicadeza, sin forzar, deteniéndose cada vez que surgía de mi garganta un grito de dolor, por ligero que fuera. Luego, a mi señal, profundizaba un poco más hasta que los testículos chocaron contra mis generosas carnes.



El dolor desapareció tras la cuarta o quita penetración; sin embargo, una extraña sensación de malestar sobrevenía cada vez que la metía, y que se disipaba al sacarla. Tal vez debí superar la vergüenza y evacuar antes de llegar al punto en que nos hallábamos. No se me ocurrió mejor solución, dadas las circunstancias, que masturbarme el clítoris para desviar la atención y no quedar como una estúpida.



—Quiero terminar en la boca —dijo enrique cuando el torrente lechoso era inevitable.



Accedí de buena gana, arrodillada en el suelo, sin descuidar el clítoris a las puertas de mi propio orgasmo. Fue genial recibir el esperma al tiempo que me corría, con la verga dentro de mi boca y el fluido viscoso rebosando por las comisuras, precipitándose desde ahí sobre los pechos.



—No entiendo cómo tu marido pasa de ti —dijo Enrique ahogado en jadeos—. No comprendo que desprecie a una hembra como tú, a una mujer tan entregada.



—No fue siempre así —me lamenté—. Los primeros años, antes de quedar embarazada por segunda vez, él era quien me buscaba a todas horas, sin importar el lugar o las circunstancias. Si yo te contara las veces que follamos en los lugares más insospechados solo porque él no podía esperar a llegar a casa…



Enrique soltó una carcajada burlona. Luego se mostró rotundo.



—Desconozco cómo eras antes, pero ahora, por lo menos para mí, eres una mujer más que apetecible. Un cierto esfuerzo en el gimnasio y una dieta saludable pueden obrar el milagro de sentirte bien contigo misma. A él que le den por saco.



El consejo de Enrique era sabio, esto está fuera de dudas, pero encontrar la voluntad era algo muy diferente. Mientras tanto, como alternativa al deporte y a la dieta, perdí varios kilos follando a diario con él, algunas veces polvos rápidos y otras agotadoras sesiones de mete-saca. No importaba la hora, pues él se adaptaba a mi disponibilidad; no importaba el lugar, ya que él siempre disponía de uno más o menos apropiado; no importaban las ganas, porque siempre conseguía calentarme…



La moraleja de esta historia es que las cosas raramente cambian. He mejorado mucho físicamente, pero él sigue siendo el mismo capullo.



Esto ya no importa a fin de cuentas porque, además de Enrique, me veo con otros hombres que me valoran como persona y como mujer.



¿En qué lugar me deja este comportamiento?



No lo sé. Y tampoco quiero definirlo. Lo importante es que vuelvo a ser feliz, a mi manera, y que me siento realizada como mujer.



FIN


Datos del Relato
  • Categoría: Infidelidad
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