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Esa gran familia 1

Los primeros rayos del sol, cabrilleando sobre el horizonte acuático del río, filtraban oblicuamente entre los frondosos árboles del parque, tiñendo de una luz rosada las paredes grises de la centenaria mansión.
Construida a fines del siglo diecinueve por el tatarabuelo de Ana María, su depurado estilo francés se destacaba sobre las barrancas del río, provocando el comentario de quienes navegaban por él. La majestuosidad de su exterior tenía su correlato en la suntuosidad de las habitaciones y salones que la componían y que hoy estaban en desuso, deshabitados, debido al alto coste de mantenimiento.
Sus actuales habitantes, la familia de Ana María y su marido Roberto, seguían siendo considerados como “los Arenales”, aunque sólo ella era heredera de ese apellido ilustre. Sin renegar de todo lo bueno o malo que socialmente acarreaba, se habían acomodado a las usanzas y presupuesto que el mundo de hoy imponía, ocupando sólo parte de la planta baja y algunas de las doce habitaciones, lo que les permitía mantener absoluta privacía en cada uno de ellos, utilizando un escritorio para Roberto y un salón de lectura para Ana María.

El día prometía ser pesadamente cálido y a pesar del aire acondicionado del dormitorio, todavía flotaba en el aire la humedad pegajosa del día anterior. Soslayada por la suave luz que entraba que entraba por los ventanales del cuarto, Ana María salió del baño envuelta en un esponjoso toallón, con las gotas frescas del agua de la ducha aun escurriéndose por su piel, tostada por el sol del incipiente verano.
Acercándose a la gran luna ovalada de la cómoda-toilette, se quitó la toalla que envolvía su corta melena rojiza y, sacudiendo la cabeza para ventilar la humedad del cabello, se desprendió de la prenda para mirar apreciativamente su cuerpo reflejado en el espejo. A los cuarenta y cinco años ostentaba con orgullo la misma silueta de cuando tenía veinte. Pecando de soberbia, debía de admitir que eso no era correcto; ahora su figura lucía más fina, menos rotunda pero más estilizada, con sus carnes firmes y mayor definición en los rasgos.
Sus pechos, después de soportar un tercer parto, el de los mellizos, tenían esa pesadez característica de la mujer adulta pero se mantenían erguidos y elásticos con un gelatinoso temblor que extraviaba la mirada de los hombres. Sólo sus aureolas se habían modificado luego de amamantar a cuatro bebés, tomando un aspecto oscuro, casi marrón y como cinco centímetros de diámetro. Profusamente cubiertas de pequeños gránulos, abultaban como otro pequeño seno, exhibiendo en su cima los gruesos pezones con su profunda hendedura mamaria.
Apoyando un pie en la butaca, extendió por las piernas y luego por todo el cuerpo la refrescante caricia de una aromática crema humectante, lo que le permitió corroborar la eficacia de la depilación definitiva que había eliminado todo rastro de vello, aun en las zonas más recónditas e íntimas. Sentándose ante el tocador, escudriñó con atención la coloración de su cabello en la búsqueda de algún destello que le permitiera detectar una cana. Satisfecha con la inspección se dedicó a masajear el rostro, especialmente en la comisura de los ojos y boca, observando con un mohín de disgusto, la flojedad de la piel debajo de su mentón.
A través del espejo, miró la imagen reflejada de su marido durmiendo profundamente y dejó que su mirada se perdiera en las nubes del recuerdo, buceando en profundidades que no siempre le eran gratas. El lustre de su apellido le había abierto las puertas de una sociedad cerrada y estructurada que la obligaba a ciertas conductas a las cuales, un gnomo maligno y travieso que la habitaba, como un resabio de algunos de sus revolucionarios ancestros, se negaba sistemáticamente a obedecer.
Bochinchera y rebelde desde la niñez, alborotaba con sus actitudes alocada a las melindrosas monjas del colegio. La adolescencia pareció sublimar estas conductas y no pasaba un solo día sin que las escandalizadas Hermanas tuvieran que reprenderla, desde la simpleza de unas medias caídas hasta los tobillos o una falda demasiado corta, hasta el mascar chicle en clase o salir hediendo a tabaco del baño.
Pero el apellido histórico no sólo servía para provocar comentarios sarcásticamente envidiosos de sus compañeras, sino que le era útil para que las monjas ocultaran algunos de sus más graves deslices. Como cuando en la calma de las horas de clase, sus angustiosos gemidos orgásmicos alertaran a la celadora de sus masturbaciones en el retrete o, cuando ya a punto de graduarse, fuera la misma directora quien la sorprendiera en el sillón de su propio despacho, enfrascada en una lúbrica escena de investigación homosexual con su mejor amiga.
Egresada con mérito, se dedicó a prepararse para su ingreso a la Universidad y allí fue donde conoció a Roberto que, además de apuesto, compartía sus ideales políticos y sociales tan en boca en los setenta y con ellos las multitudinarias y promiscuas ocupaciones de claustros, con su correlato de música, marihuana y sexo. Mediado el año y a punto de cumplir sus diecinueve años, descubrió tardíamente y con desagradable sorpresa que estaba embarazada.
No eran años en que se aceptaba con indulgencia la maternidad de las jóvenes solteras y, si comunicárselo a sus padres fue toda una experiencia, la reacción de estos ante la mínima posibilidad de un aborto resultó traumática. Tomando el control total de la situación, su padre planificó todo como si la boda acelerada fuera un nuevo emprendimiento empresarial, sin tener en cuenta las protestas airadas de Ana María que no deseaba unirse de por vida a un hombre con el que sólo compartía un ideario político y unos cuantos revolcones en oscuros rincones de la Facultad, pero al que no amaba.
Aplastada su oposición como una vulgar cucaracha, la boda se realizó en la Iglesia más tradicional y elegante de la ciudad y la fiesta iluminó los salones de la vieja mansión con todo el boato que el prestigioso apellido exigía. Doce horas después, el joven matrimonio se encontraba volando rumbo a Barcelona, en donde su padre había comprado un departamento y los había inscripto en la Universidad local.

Roberto era consciente de que Ana María no lo amaba y conversándolo francamente, llegaron a un acuerdo de convivencia. A los dos les convenía esa situación; él tenía asegurada la carrera de ingeniero y su posterior ingreso al grupo de empresas familiares y ella, después de tener a su bebé, podría iniciar sus frustrados estudios de filosofía. En cuanto a la relación matrimonial, convinieron en que aquella sería abierta; sus relaciones sexuales no les crearían ninguna obligación ni dependencia y, si alguno de ellos decidía tener relaciones circunstanciales por fuera del matrimonio, podría hacerlo sin ningún tipo de inconveniente, siempre que el otro fuera debidamente informado y aceptara la situación que, nunca podría ser permanente o definitiva.

Una vez que hubo nacido Alejandra, Ana María consiguió una buena niñera y se dedicó de lleno al estudio. En realidad esa era una manera de decir, ya que la joven de apenas veinte años se acomodó enseguida al ambiente de su facultad, integrándose inmediatamente a las costumbres de los más veteranos; esto es, enzarzarse en interminables discusiones sobre el ser, la trascendencia o la esencia. Estas reuniones se sostenían en el marco de llamado destape democrático español y con el tiempo y las distintas tendencias, se fueron desmigajando en grupos cada vez más reducidos y elitistas, pero al mismo tiempo más íntimos.
En su segundo año, más tranquila con respecto a la crianza de su hija, pasaba muchas horas en esas reuniones que, lentamente, iban perdiendo su estricto carácter de foro de discusión para convertirse en reuniones amistosas en las que abundaban las fumattas grupales de marihuana y los papelitos metalizados de la cocaína alfombraban el suelo del piso que alquilaban. El estado catatónico o exaltado en que las drogas los sumían propiciaban la promiscuidad y los excesos sexuales marcaban el epílogo de cada reunión.
En realidad no eran orgías planificadas de todos contra todos, sino que a lo largo de la noche y de acuerdo al grado de inconsciencia o excitación de cada uno, se armaban y deshacían parejas. Ana María no era una gran consumidora de drogas, especialmente de las duras y saciaba su voyeurismo, divirtiéndose como espectadora privilegiada de esas escenas de sexo explícito y total, en vivo y en directo. Sin embargo, la curiosidad fue incitándola y cierta noche en que todos estaban especialmente lanzados, la lujuria la excedió y sumándose a los demás, consumió dos porros como si fueran de pasto.

Rápidamente se sintió hundir en el júbilo de un vertiginoso tiovivo que la mareó y por un tiempo sin mensura perdió los sentidos. Cuando en la semi oscuridad abrió los ojos, comenzó a sentir como se exacerbaban sus sensaciones e iban adquiriendo un nivel de ansiedad que la sumían en la crispación y, mientras observaba dificultosamente a los demás acometiéndose en alucinantes cópulas, dejó que sus manos alzaran la falda para hundirse debajo de la trusa en presurosa excitación al clítoris. Cuando la angustia comenzó a cerrarle la garganta, hizo que tres de sus dedos penetraran en la vagina, masturbándose hasta que el orgasmo inundó su mano y fue cayendo en una dulce modorra de la que despertó progresivamente con la boca pastosa y seca, extrañada por el silencio sepulcral que invadía el cuarto.
Enfocando y desenfocando sus ojos con fuertes pestañeos, comprobó que todos los demás parecían haber sido fusilados, tal vez por el alcohol, las drogas y el sexo, yaciendo enmarañados en extravagantes posturas como en un descabellado amasijo del placer. Procurando llevar un poco de saliva a sus labios resecos, trató de forzar su lengua para que lo hiciera pero se encontró inexplicablemente paralizada, incapaz de realizar el menor movimiento.
A través del velado tul que oscurecía su visión, observó las sombras de dos hombres que ingresaban a la habitación y se movían impunemente entre sus inconscientes amigos, despojándolos de sus relojes, dinero y alguna que otra joya. Cuando uno de ellos se acercó al sofá en que yacía recostada, observó con interés sus piernas abiertas y la falda recogida hasta la cintura.
Alertado por el leve brillo de sus ojos entreabiertos, el hombre tomó la mano que aun se apoyaba en su vientre laxamente y dejándola caer, vio que tenía la misma consistencia que la de una muñeca de trapo. Arrodillándose a su lado, le desabotonó la camisa y contempló alucinado los senos que contenía dificultosamente el corpiño. Cortándolo con una navaja, vio la masa gelatinosa desplegándose oferente y, alertando en catalán a su compañero, se abocó a la tarea de lamerlos ávidamente, mientras el otro hombre se encargaba de despojarla de la falda y la bombacha.
Todavía paralizada, Ana María ensayó un leve murmullo de protesta pero el hombre, acariciándole el rostro, le pidió que se relajara y disfrutara de ellos. Al tiempo que las fuertes manos se apoderaban de los pechos, sobándolos y estrujándolos vigorosamente, los labios sometieron a su boca y una lengua, gruesa, dura y áspera se introdujo en ella fustigando a la suya con frenesí.
Mientras tanto, el otro hombre había abierto sus piernas fláccidas y la boca se abrió camino entre la alfombra de su vello púbico. Privada de todo movimiento, sintió como la lengua tremolante del hombre, luego de escudriñar a lo largo de toda la vulva, se escarnecía sobre el capuchón sensible del clítoris y allí se entretenía, chupándolo apretadamente mientras dos gruesos dedos penetraban profundamente la vagina, rebuscando afanosamente entre los humores espesos de sus fluidos.

A pesar suyo, de su parálisis y del hecho traumático de estar siendo violada como cualquier muchacha de la calle, posiblemente al influjo de la droga, sus carnes parecían haber cobrado una nueva sensibilidad que la estaba llevando a niveles de placer inéditos para ella. Sentía como por todo su cuerpo corrían unas delgadas cintas de sedosa dulzura que se esparcían por sus venas llenando todos los intersticios musculares e inundando su cerebro de una melosa sensación de inefable bienestar. Inmersa en esa inenarrable excitación, sintió como el hombre alzaba sus piernas desmadejadas y encogiéndoselas hasta el límite de lo imposible, la penetraba profundamente con una verga de tamaño desmesurado para ella
El brutal roce del miembro contra sus carnes predispuestas puso lágrimas en sus ojos y prorrumpió en una serie de lo que ella creía gemidos pero que se exteriorizaron como débiles maullidos de protesta. En tanto que el que la poseía incrementaba el hamacar de su cuerpo haciendo aun más dolorosa la irrupción al sexo, el otro, acariciando sus senos le susurraba al oído que se mantuviera en calma y acallaba su boca introduciendo en esta un pene de regular tamaño que ante su sorpresa y desconcierto, ella chupó ávidamente.
Con la lava del deseo escurriéndose por su vientre y anidando en sus entrañas, recibió la eyaculación del hombre como una refrescante marea que inundó la vagina, entremezclándose con el abundante manar de su orgasmo. El otro hombre ocupó su lugar y acostado boca arriba en el sofá, mientras el primero la colocaba ahorcajada como un muñeco desarticulado sobre él, la penetró profundamente con la verga que había endurecido en su boca.
Con los brazos laxos e inútiles, dejó que su cabeza se apoyara sobre el peludo pecho del hombre que la sostenía y soportó los embates que los sacudones de su pelvis infligieron a su vagina, sintiendo como la cabeza del falo, excediendo el cuello del útero se estrellaba impetuosa contra la matriz. Gimoteando roncamente su voz escapaba estertorosa, gorgoteando en la espesa saliva que llenaba su boca y escapaba en un fino hilo baboso entre los labios, distendidos en una estúpida sonrisa de ahíta satisfacción.
Sonrisa que se congeló en su rostro cuando el hombre la inclinó sobre su amigo y uniéndose a él, la penetró violentamente por el ano. Nunca había tenido sexo anal y el dolor que partió desde sus esfínteres destrozados, subió por la columna vertebral como un rayo fantasmagórico y estalló en su cerebro, devolviéndole mágicamente la movilidad junto con la expansión de su espantosamente estridente grito. Indecibles explosiones de luces multicolores la apabullaron, transformando paulatinamente el agudo dolor en una placentera sensación de angustiante goce que la llevó a clavar sus uñas en el pecho del hombre.
De manera totalmente involuntaria, su cuerpo se hamacaba con la misma cadencia que los hombres y, cuando ella creía que esta doble penetración sería el epílogo a tan deliciosa violación, el segundo sacó la verga del ano y con un empuje lento pero inexorable la hundió en su sexo junto a la del que estaba debajo. Ella no creía poder soportar tanto dolor ni que su vagina se adaptara tan elásticamente, dando cobijo a los dos falos que, al tiempo que la hacían prorrumpir nuevamente en un grito estentóreo que fue sofocado por las manos del hombre, la sumergían en una deliciosa ola de placer que vio incrementada por unas cosquillosas ganas de orinar insatisfechas en la vejiga. Conmovida gozosamente por los dos miembros que la socavaban, se dejó estar, disfrutando de cada una de las sañudas fricciones, volviendo a sentir como una catarata seminal la inundaba y placenteramente satisfecha, se hundió en la inconsciencia.

Un mes y medio después, confirmaba sus suposiciones posteriores a la violación y anunciaba a su marido su segundo embarazo. Cualquiera se preguntaría como él podía aceptar esa preñez producto de una violación pero, aunque Roberto conocía de su asistencia a esa fumattas filosóficas a las que creía fruto del snobismo, ella nunca se había atrevido a confiarle la verdad de lo sucedido en aquella noche tan especial, en la que realmente había disfrutado y gozado cada una de las vejaciones a que la los ladrones la habían sometido. Como a pesar de su mentada independencia, ellos mantenían una dinámica relación sexual, él aceptó complacido aquel nuevo embarazo del que nacería Alberto.
Cuatro años después y tras dos nuevos embarazos, esta vez si de su marido, calmados sus ánimos revolucionarios y su curiosidad sexual, volvieron a Buenos Aires; él con su flamante título de ingeniero y ella con cinco hijos y una carrera filosófica inconclusa.

Sacudida por el recuerdo secreto e íntimo de aquella terrible noche inolvidablemente placentera, volvió a la realidad. Levantándose, se acercó a la cama contemplando el cuerpo elástico y fuerte de Roberto que a sus cuarenta y siete años, tenía la misma vigorosa energía de su juventud. Arrodillándose sobre la alfombra estiró la mano derecha y los dedos, con levedad de pájaro, se deslizaron a lo largo del pecho y vientre, casi sin tocarlo con las yemas.
Su mirada se dirigió golosa a la entrepierna en donde el bulto de los genitales hinchaba el calzoncillo. La mano obedeció disciplinada la orden del instinto y se introdujo bajo el elástico, extrayendo al miembro fláccido y con angurrienta avidez lo introdujo por entero en la boca, succionándole suave y delicadamente. Ante la succión pausada y húmeda que lo acunaba en el cáliz de la boca, el pene fue cobrando volumen y su marido, aun dormido, se acomodó mejor para facilitarle los movimientos.
Trepándose a la cama, tomó entre sus dedos la verga semi erecta ya mojada con su saliva y alojando su boca en los testículos, chupó voraz los jugos acres, estirando con gula juguetona los fláccidos tejidos. Respirando ansiosamente por los hollares dilatados por el deseo, comenzó un lento recorrido de lamidas y succiones arriba y abajo a lo largo del falo, estrechándolo apretadamente entre los dedos y dando a ese vaivén una fuerte rotación que terminó por otorgarle una rigidez formidable. Los labios se dedicaron a chupar toda la superficie con fruición, azotándola con los chorreantes latigazos de la lengua, entreteniéndose en deslizar hacia atrás al membranoso prepucio y socavar el surco de tersa sensibilidad. Finalmente, dejó escurrir un chorro de su saliva sobre la inflamada cabeza y, tras succionarla apretadamente durante unos momentos, la introdujo profundamente en la boca, estregándola sañudamente contra las paredes húmedas de las mejillas y dejando a los dientes raer suavemente el tronco.
Obnubilada por el placer que eso le producía y excitada por el recuerdo de aquella pavorosa y maravillosa doble penetración, se ahorcajó sobre su marido mirando hacia sus pies, introduciendo la enhiesta verga en su sexo. Aferrándose a las rodillas de Roberto, se dio impulso para hamacar su cuerpo adelante y atrás mientras meneaba sus caderas en lentos círculos, incrementando paulatinamente la penetración hasta sentir como el falo golpeaba en sus entrañas. Totalmente despierto, Roberto asía sus caderas acentuando el fuerte bamboleo y acompasándolo al rítmico alzarse de sus ingles.
Ana María había comenzado a acezar sordamente entre sus dientes apretados y en el pecho se gestaba el hondo bramido del goce. El fuerte escozor en los riñones y esas ardorosas ganas de orinar insatisfechas que precedían al orgasmo la crispaban, cuando Roberto, tras humedecerlo en el flujo que manaba del sexo, introdujo profundamente el dedo pulgar en su ano. Esa sensación de carnes desgarradas y la plétora de jugos que inundaban su vagina, liberaron la ronca expresión de la satisfacción y en medio de amorosos murmullos de pasión se derrumbó sobre las sábanas, con el vientre invadido por esa sensación de vacío, de pérdida, que sigue al orgasmo.

En la otra punta de la casa, la dorada luminosidad del sol penetró la delgada cortina de voile, jugueteando como dedos traviesos sobre los tiernos rasgos del rostro de Melissa, la hija menor de Ana María. Melliza de Héctor, se complacía en hacerle pesar el hecho de ser mayor, sólo por haber nacido media hora después que él. Con sus pimpantes quince años era la envidia de sus compañeras de colegio, ya que a su cuerpo totalmente desarrollado se sumaban las facciones adultas del rostro, incitando fuertemente a los alumnos varones del último año que se disputaban los favores de la soberbia jovencita.
Muy parecida a su madre, tenía un cuerpo armónico y firme que cobraba vigor con la fuerte sensualidad de sus actitudes, orgullosa de enloquecer a los hombres a tan corta edad. Sin embargo, esa misma actitud la llevaba a acentuar su soledad, ya que el nivel de exigencia fijado por ella misma no le permitía relacionarse con los jóvenes que realmente le gustaban pero que estaban lejos de la imagen social y étnica que, según su particular parámetro, debería cumplimentar el hombre ideal.
Sabía que si cedía una sola vez a sus impulsos, abriría la puerta para que cualquier palurdo, más o menos atractivo, se atreviera a someterla a su asedio con esperanzas ciertas de ganarla. Así, la muñeca mimada del colegio, la beldad preferida de las fiestas, la mujer espléndida, envidiada y deseada, padecía en la triste soledad de su cuarto las angustias insatisfechas de su cuerpo.

El lento caracol de luz alcanzó su cara, obligándola a parpadear molesta. Acostada boca abajo, con una mano colgando hasta el suelo recibía al día tal como vino al mundo, costumbre que había adoptado desde que disponía de la privacidad de un cuarto propio con llave en la puerta. Con la mirada aun nublada y legañosa, comprobó que de su boca fluía un delgado hilo de baba que iba mojando la funda de la almohada. Asqueada con ella misma, dio vuelta el cojín de un zarpazo y volvió a hundir su cara en él.
De reojo, observó la luz del sol resplandeciendo entre las hojas de los árboles y, poniéndose de costado, secó el sudor que se deslizaba en diminutas gotas entre sus pechos, estremeciéndose cuando sus dedos rozaron ocasionalmente los pezones. Volviendo a cerrar los ojos se concentró en el origen de esa conmoción. Se dio cuenta de que estaba excitada y un calor húmedo comenzaba a acumularse en su entrepierna.
Lentamente, sin ningún apuro, sus manos comenzaron a acariciar los senos, primero con las yemas de los dedos para sobarlos y luego con mayor energía hasta terminar clavando las cortas uñas en las mórbidas carnes. Con un profundo suspiro de satisfacción, hincó las dos manos en el gratificante estrujamiento, rascando con las uñas el leve promontorio de las aureolas y excitando al pezón con fuertes retorcimientos de los dedos.
Ya sentía instalada en su zona lumbar la acostumbrada cosquilleante excitación que, progresivamente, ascendería por su espalda. Mojando con la lengua los labios ya resecos por el calor que brotaba en suave jadeo de su pecho, dejó escurrir una de sus manos por el vientre y, poniéndose de rodillas, rastrilló con los dedos la suave alfombrilla de su recortado vello púbico, rozando apenas los labios de la vulva.
Como medrosos intrusos, los dedos recorrieron urgentes todo el sexo pero sin animarse a penetrar en él. Tímidamente las yemas de los dedos se deslizaron a lo largo de la raja, comprobando que de los rugosos pliegues que surgían de ella brotaba una líquida mucosidad que fueron arrastrando en su deambular lubricando las encendidas carnes. Cediendo a su creciente presión, los labios se dilataron sumisos y entonces la mano se escurrió dentro de la vulva, restregando con delicada pero obsesiva exigencia la carnosidad del clítoris, erguido en la parte superior.
Entreabriendo los ojos, vio como Maxi dormitaba con un solo ojo, su largo y puntiagudo hocico apoyado en sus dos manos cruzadas. Respondiendo al susurrante llamado de la niña, el dálmata se acercó a ella y lamió alegremente su cara. Riendo quedamente y acomodando su cuerpo, palmoteó sobre la cama incitándolo a subir. Acostumbrado a esa rutina, el macho fue lamiendo el sudor de los muslos de sus piernas abiertas y, finalmente, sus fuertes lengüetazos se alojaron en la vulva que Melissa se apresuró a abrir con los dedos dejando al descubierto el interior intensamente rosado. El macho se excitaba fácilmente por los fuertes olores y el fragante flujo que rezumaba la vagina al impetuoso paso de la enorme lengua, hizo que añadiera la nerviosa introducción del hocico, resoplando frenéticamente y mordisqueando suavemente los rosados pliegues carnosos.
Gimiendo suavemente, la muchacha giró sobre sí misma y poniéndose de rodillas, tomó las patas delanteras del animal llevándolas hasta su cintura al tiempo que hundía la boca en la almohada para sofrenar la intensidad de sus gemidos. El perro ya sabía lo que se esperaba de él y afianzado las patas en las caderas, acercó su cuerpo y la montó como a una perra, penetrándola con su roja verga chorreante de líquidos lubricantes. El miembro del animal era largo y delgado, pero fue tal la fuerza que el perro puso en la cópula que a Melissa parecía llenarle todo el ámbito de la vagina y colaboraba con sus músculos interiores, hinchándolos y aprisionándolo entre ellos. Las uñas del animal raspaban la piel de sus ingles y, mientras ella lo incitaba con palabras de cariñoso aliento, el animal aceleró frenéticamente la velocidad de la penetración. Tras unos momentos de esas acelerada cópula canina y tanto gruñía de contento salpicando con su baba las espaldas de la jovencita, eyaculó en su interior, luego de lo cual y sacudiendo la cola de contento, lambeteó y succionó los aromáticos jugos que manaban de la vagina.

El desayuno que consumía la familia puntualmente a las ocho era la única ocasión del día en que estaban todos reunidos, ya que sus obligaciones, laborales o de estudio, hacían difícil la coincidencia general para el almuerzo o la cena, razón por lo que la colación matinal era un acontecimiento donde compartían sus proyectos cotidianos y la familia tomaba decisiones trascendentes.
Como era tradición desde antaño, Ana María y Roberto ocupaban las cabeceras de la extensa mesa, sentándose a la izquierda Alejandra y Pedro, su marido y junto a ellos Alberto con su esposa Mónica. A la derecha, al lado de su padre, Claudia y más allá los mellizos, Melissa y Héctor, con su sempiterna disputa cotidiana, más aparente que real.
Tal como en su matrimonio, los padres respetaban la individualidad e independencia de los hijos y en la mesa se trataban todos los temas, por ásperos, incómodos o molestos que fueran. Lo realmente intocable era la vida íntima de cada uno aportando una dosis elevada de hipocresía, ya que de una manera misteriosa, jamás verbalizada, ninguno ignoraba las tendencias y relaciones sexuales de los demás pero hacían como que todos eran paradigmas de la moral y las buenas costumbres.
Planificando el día de cada uno, se ponían de acuerdo en la utilización de los autos en los distintos momentos del día y combinaban para ir juntos hacia el centro de la ciudad, aunque con distintos destinos. Las mujeres no trabajaban y aprovechaban las horas de la tarde para ir de compras o a visitar parientes y amigos, en tanto que los más jóvenes y solteros, dedicaban las mañanas al deporte, ya que estaban en vacaciones de verano.
Esa mañana, Roberto, viejo catador, inspeccionó de reojo pero atentamente el atuendo de su nuera Mónica, ya que aquella vestía, además de unos zapatos de taco altísimo, una ajustada mini falda y la blusa de gasa negra con estratégicos bordados era lo suficientemente trasparente como para dejarle ver que no utilizaba corpiño. Atentamente y como al descuido, le preguntó si quería que la acercara a algún lado pero ella declinó la oferta amablemente, diciéndole que como debía visitar a distintos médicos, había decidido ir en el coche familiar con el chofer, evitándose los engorros del estacionamiento o la espera. Ante la inquietud de Ana María por su salud, les dijo que no se preocuparan; eran problemas de mujeres y una simple visita al especialista adecuado los solucionaría inmediatamente.
Meneando dubitativamente la cabeza, Roberto se levantó explicando que ese día debía llegar más temprano, ya que tenía una reunión especial. Subiendo a su auto, salió del parque de la mansión y doblando en la primera esquina dio la vuelta a la manzana, estacionando y con el motor en marcha debajo de unos coposos árboles.
Desde allí, vio como minutos más tarde, su nuera salía a la columnata del porche y calzándose unos enormes lentes negros, descendía la escalinata para subir al coche cuya portezuela mantenía abierta el chofer. Cuando el coche entró en la arbolada avenida, lo siguió prudentemente a unos cien metros de distancia, preguntándose que dirección tomarían. Sus sospechas se vieron confirmadas cuando el elegante automóvil se adentró en la autopista y pocos kilómetros más adelante enfiló la entrada de un albergue transitorio. Sonriendo al pensar en el tratamiento que el especialista adecuado le brindaría a su nuera, salió en la primera colectora y se dirigió a su oficina.

El chofer que, además, cumplía funciones de guardaespaldas, era un hombre de unos treinta y cinco años, con buena estampa y bien entrenado en artes marciales que, en los últimos tres años se había ganado la confianza de toda la familia por su afabilidad y condescendiente obediencia, conducta que no se condecía con la del hombre que ahora hacía entrar a los empellones a Mónica en la habitación del hotel, cosa que no parecía disgustarle.
Desvistiéndose rápidamente, Mónica se acostó en el centro de la enorme cama y él, registrando su bolso, extrajo varios elementos que la misma joven había seleccionado. Con un par de esposas plateadas, la sujetó a un grueso barrote del respaldar, tras lo cual se dedicó a excitarla, manoseando de una manera brutal y tosca todo su cuerpo.
Abriendo un pomo de un gel traslucido, lubricante y afrodisíaco, introdujo dos de sus dedos repletos del ungüento, masajeando reciamente todo el interior de la vagina y posteriormente, esparció una cantidad similar sobre todo el sexo delicadamente depilado, desde el Monte de Venus hasta la apertura fruncida del ano. Para acelerar el efecto de la crema, golpeó vigorosa y repetidamente el sexo con su mano, provocando fuertes gemidos de dolor en la joven que, no obstante, elevaba la pelvis apoyándose en sus piernas encogidas, yendo al encuentro de los torturantes cachetazos.
Minutos después el sexo ofrecía un espectáculo magnífico; habiendo aumentado su tamaño casi al doble de lo normal y saturados sus tejidos de sangre, lucía de un extraño color amoratado y los labios que se abrían como los pétalos sangrientos de una flor, dejaban ver la profusa maraña de los pliegues cuyos bordes mostraban oscuras tonalidades negruzcas. Tomándolo entre sus dedos pulgar e índice, el hombre estimuló rudamente al clítoris de respetables dimensiones hasta conseguir que en su erección alcanzara el tamaño de un dedo meñique.
Volviendo a rebuscar en el bolso, escogió un juego de pinzas metálicas. Estos objetos de forma cónica, se abrían y cerraban a voluntad por medio de un resorte de acero. La base de cada cono era la boca que estaba orlada por punzantes y afilados dientes finos como agujas de acupuntura, en tanto que la parte más fina soportaba una delgada cadena de relucientes eslabones. Eran un total de tres estos conos y sus cadenas convergían a una gruesa arandela de la que también partía otra cadena con una estrecha varilla redonda.
El hombre abrió los conos presionándolos con sus dedos y aplicándolos con extremo cuidado a cada uno de los erectos y largos pezones. El círculo de finísimas agujas se hundió profundamente en la carne, elevando los gemidos de Mónica a la categoría de gritos guturales, entremezclándose con su fervoroso y sometido agradecimiento por el placer que le daba, incitándolo a que lo incrementara. Mientras su cuerpo se sacudía espasmódicamente ondulando con violencia y tras colocar la tercera pinza en el clítoris, lo que terminó por enloquecerla de dolor y placer, insertó la larga varilla flexible en el recto y tomando un comando, lo conectó a la anilla que reunía a las cuatro cadenas.
Girando lentamente una especie de dial, fue incrementando la intensidad de las descargas eléctricas de muy poco voltaje que emitía el aparato en forma discontinua y aleatoria. A medida que el dial giraba, Mónica iba arqueando más su cuerpo, aferrada con las manos al barrote y afirmada en sus piernas encogidas, suplicándole en medio de gorgoteantes exclamaciones que aumentara la intensidad de las descargas.
El hombre dejó el aparato funcionando automáticamente al nivel de máxima potencia y tomando un látigo, formado por un nutrido haz de finas tiras de cuero, comenzó a descargarlo rítmicamente sobre el cuerpo de Mónica, lenta y cadenciosamente al principio para luego aumentar la frecuencia del castigo y la fuerza del azote. Particularmente se circunscribió al vientre, el sexo y los senos que se agitaban bamboleantes ante los sacudimientos del cuerpo de la mujer que, absolutamente enajenada por el goce, sacudía la cabeza con desesperación de lado a lado y de su boca abierta escapaban espesas gotas de saliva que salían disparadas hacia sus hombros y pecho. El cuerpo todo de Mónica estaba cubierto de una profusa sudoración que se condensaba en gruesas gotas trazando complicados meandros sobre la piel.
Con los ojos inundados por las lágrimas que el dolor-goce arrancaba desde sus mismas entrañas, alcanzó el orgasmo en medio de risas de alegría y un estridente bramido de satisfacción, aun sostenida por las muñecas a la columnata, se desmadejó desarticulada sobre las sábanas empapadas por sus jugos y sudores, sacudida aun por las descargas eléctricas del aparato.
Diligentemente, Martín apagó el artefacto y ella dejó de estremecerse. Tomando una de las numerosas toallas que había junto al jacuzzi, la humedeció y se dedicó con esmero a lavar y enjugar la suave piel de Mónica, quien aun hipaba entre fuertes sollozos en los que mezclaba incoherentemente el agradecimiento por el placer le había proporcionado y el reclamo imperativo para que la poseyera sexualmente.
Pacientemente él volvió a untar con un gel dilatador su sexo y tomando un consolador, la fue penetrando lenta y profundamente. El falo artificial era un engendro demoníaco; con más de cinco centímetros de grosor y unos veinticinco de largo, tenía la flexibilidad y consistencia de uno verdadero pero un complicado sistema en su interior, comandado por tres botones que en la parte posterior, posibilitaban graduar a gusto la intensidad de las vibraciones. Sin embargo, lo más sutil era la cabeza de esa verga que adquiría distintos ángulos y con una serie de protuberancias en la superficie, podía ser inflada en el interior con lo que aumentaba la reciedumbre del roce.
La joven, cuyas muñecas habían sido liberadas de las esposas, apoyaba todo su peso sobre los codos de los brazos encogidos y entre lágrimas y risas de contento, se impulsaba ondulando violentamente para ir al encuentro del pene infernal, sintiendo gozosa como sus entrañas eran ocupadas y maceradas por él mientras se deslizaba sobre la alfombra de mucosas, fluidos naturales de la vagina y el gel afrodisíaco que inundaban su interior. Alzando las caderas y cargando todo su peso sobre las espaldas, se arqueó dirigiendo sus manos al sexo y, mientras restregaba vigorosamente al clítoris, fue tomando el control del miembro artificial, penetrándose en sañuda autoflagelación, incrementando el vaivén y castigando sus carnes con la reciedumbre de la monstruosa cabeza en la vagina y aun más allá.
Después de varios minutos de verla solazándose en su propia penetración, Martín tomó sus piernas y lentamente las fue encogiendo hasta que las rodillas quedaron cerca de sus hombros, con lo que la grupa quedó expuesta casi en forma horizontal. Untando nuevamente los esfínteres del ano, tentó los fruncidos y oscuros pliegues con su verga que, ante la insistente presión, fueron cediendo con renuencia la penetración al recto.
Centímetro a centímetro, todo el largo de la verga desapareció en su interior en medio de los escalofriantes alaridos gozosos de Mónica por esa penetración conjunta. Frenéticamente utilizaba sus dos manos; una restregando con fiereza al clítoris y la otra manejando con destreza al consolador, que entraba y salía de su sexo cada vez con mayor vigor. El hombre no se contentaba con el simple hamacarse de su cuerpo fornido, sino que, luego de dos o tres fuertes remezones, sacaba completamente al pene viendo como el agujero del ano quedaba totalmente dilatado, mostrando el blanquirosado de la tripa y recién cuando los esfínteres cumplían con su tarea de contraerse, lo volvía a introducir y cada vez era como la primera, dolorosamente placentera.
Ante la magnitud del placer, Mónica se dio vuelta y colocándose de rodillas, impulsaba con las dos manos al príapo artificial en una rotación que destrozaba los delicados tejidos de su interior mientras, apoyándose en su cabeza y hombros, empujaba violentamente su cuerpo al encuentro con la verga del hombre, prorrumpiendo en espeluznantes gritos de satisfacción, indicándole así que se encontraba próxima al orgasmo.
Entonces Martín tomó del bolso una capucha de cuero que, colocada sobre la cabeza de la muchacha la cubrió ajustadamente sin ningún tipo de apertura, salvo unos pequeños agujeros a la altura de la boca. De su base salían dos largas tiras de cuero que él pasó alrededor del cuello. Incrementando la penetración al ano, tomó estas tiras con si fueran riendas y lentamente comenzó a ceñirlas, asfixiándola. La sensación de ahogo provocaba en Mónica tan grado de excitación que se constituía en el complemento perfecto para tan maravilloso placer y, como poseída, incrementó la fiereza de la penetración a sus entrañas.
El hórrido y tenebroso gorgotear de su respiración, convocaba los más siniestros y perversos pensamiento a su mente perturbada por aquella sádica y aberrante situación y, empujando con violencia su cabeza hacia delante, colaboró con el estrangulamiento, al tiempo que sentía un derrame de lava hirviente escurriéndose por su sexo y se desvanecía.

Con las primeras sombras de la noche regresó a la mansión y su rostro macilento reflejaba de tal manera la experiencia vivida que Ana María, ante sus ojos enrojecidos y las profundas ojeras se interesó por su estado, pero ella la tranquilizó, explicándole que algunos de los hisopados realizados por la ginecóloga la habían molestado más de lo previsto; un baño de inmersión y una buena noche de sueño la dejarían como nueva.

Aquel verano prometía, ya en el mes de diciembre, ser uno de los más calurosos de los últimos años y Ana María iba preparando con mayor antelación que en otras ocasiones todo lo referente a las fiestas de fin de año, especialmente la Nochebuena, considerada como sagrada por toda la familia. Aprovechando la frescura matinal, se dedicaba a recorrer shoppings y galerías comerciales, buscando el detalle, la precisión en la elección del regalo que satisficiera las expectativas y los gustos particulares de cada miembro de la familia, como así también del personal doméstico, con acento en Laura, su mucama personal que era brasileña y carecía de familiares en el país.
Esa mañana había resultado particularmente fatigosa y cuando volvió a su casa pasado el mediodía, encontró que todos, por distintos motivos y circunstancias, habían salido. Molida de tanto trajín, dejó las repletas bolsas de papel junto a la cama y se dejó caer en esta, desmadejada. Apretando el botón del llamador, espero pacientemente la llegada de Laura desde las alejadas dependencias de servicio.
La brasileña, de veinticinco años y hermosa piel color canela pero de rasgos marcadamente europeos, hacía cinco años que trabajaba en la casa y la ausencia casi permanente de los demás las había acercado y convertido en casi amigas. Tal vez por su soledad o porque la afabilidad de la muchacha le inspirara confianza y casi sin darse cuenta, la había hecho confidente casi cómplice de algunas de sus intimidades matrimoniales.
Disfrutando de la frescura del aire acondicionado que iba secando el sudor de su piel hasta ponerle la piel de gallina, fue desvistiéndose, entregándole las prendas a Laura para que las guardara en el placard o las apilara para el lavado. Ultimamente y ella suponía que era debido a la revolución hormonal que le provocaba la primavera, se sentía continuamente excitada, perdidos sus pensamientos en la elucubración de fantasías eróticas que no había convocado intencionalmente. Mientras la joven se movía diligente por la habitación, sus ojos se entretuvieron en recorrer la insinuante figura menuda y tuvo que admitir que su gracilidad ejercía una atracción insana y no habitual en ella.
En general, las mujeres la dejaban indiferente, aunque en su alocada vida catalana había saboreado en un par de ocasiones las mieles del sexo homosexual y a pesar de ser circunstancias fuera de contexto, influidas por la droga y el alcohol, no le había desagradado. Aunque no era común que otra mujer la excitara sexualmente, en estos veinte años desde su regreso de España sólo dos mujeres la habían seducido lo suficiente como para arriesgarse a mantener relaciones íntimas, confusas y efímeras.
Sin tener cabal conciencia desde que momento, Laura había comenzado a rondar en su imaginación, alimentando sus fantasías más locas que se potenciaban con sueños turbadores en los que poseía y era poseída por la paulista. A pesar de que no era la primera vez que se mostraba desnuda ante la joven, en esta ocasión sentía como una cálida humedad iba mojando la entrepierna de la lujosa bombacha. Sacándosela y observándola a hurtadillas, comprobó que, efectivamente, el refuerzo mostraba las abundantes mucosidades del flujo. Haciendo un bollo con ella, la retuvo avergonzada en su mano, mientras le pedía a la muchacha que le desprendiera el corpiño y, metiéndola entre sus tazas, los entreveró con toda la otra ropa.
Consciente de que desnudez total era la causante de la turbación de la muchacha que disimulaba sus nervios con una incesante cháchara, le pidió que todavía no se fuera ya que quería entregarle su regalo navideño. Sacando de una de las bolsas un pequeño envoltorio se lo entregó a la joven, que se lo agradeció con un beso en la mejilla y el olor de la piel, sumado al calor que emanaba de su cuerpo, hicieron impacto en el bajo vientre de Ana María con una suelta de enloquecidas mariposas.
Con simulada severidad, exigió a la chica que abriera el regalo y, por lo menos, le dijera si le gustaba. Cuando la brasilera lo hizo, se encontró con una diminuta bikini pero de una marca tan prestigiosa que no pudo reprimir su alegría y la protesta ante tamaño gasto. En uno de sus habituales excesos de confianza y mientras le decía que jamás se lo vería puesto ya que ella veranearía en Brasil con su familia, Laura se desprendió del uniforme quedando tan desnuda como ella. Ana María estaba alucinada por la belleza escondida de la brasileña; aunque parecía delgada y sí lo era, el sólido cuerpo estaba formado por una prieta masa de fuerte musculatura y, a pesar de su pequeñez, los pechos y nalgas tenían una contundencia proporcional al físico, terriblemente atractivos. La piel, de un delicioso color dorado natural, expelía el salvaje aroma de la mujer en celo propio de las mulatas.
Obedeciendo a su pícara y mimosa solicitud de que la ayudara, tomando el pequeño sostén entre sus manos, le pidió que se diera vuelta para poder anudarlo en su nuca. Al acercase a ella le costaba reprimir la agitada respiración que dilataba sus hollares y sin resistirse al imperioso reclamo del sexo, hundió las manos en los pechos turgentes y su boca golosa en la nuca de Laura que, paralizada, la dejó hacer.
Viendo la sumisa complacencia de la brasileña, la arrastró hacia la cama y ambas se desplomaron en ella. Colocándose sobre Laura y reteniéndola con todo el peso de su cuerpo, tomó la carita entre sus manos y comenzó a depositar menudos besos en su frente, ojos, nariz y mejillas, haciendo caso omiso de la boca, hasta que el agitado jadear de su aliento perfumado la atrajo irremisiblemente y rozó con sus labios los húmedos y entreabiertos de la muchacha.
Como galvanizadas por el paso de una corriente eléctrica, las dos se estremecieron y, rotos los diques de la prudencia, se ensimismaron en una hipnótica contradanza de besos, lamidas y chupones que terminaron por alienarlas. En profundos jadeos, como si les faltara el aire, se zambulleron en un amasijo de brazos y piernas estrechándose, desenlazándose para volver a ceñirse aun con mayor furia y las manos ávidas descubrían regiones ignotas de la anatomía, introduciéndose en cuanta oquedad o rendija encontraban, rascando, hurgando y rasguñando en procura de la caricia enloquecedora.
Desprendiéndose de la boca de Laura, sus labios se escurrieron golosos hasta los pechos, redondos y perfectos y tras lamerlos con la lengua tremolante, librándolos del sudor, fustigó con premura las suaves elevaciones de las aureolas y los pequeños y duros pezones. Desconociéndose a sí misma, sintiendo íntimamente que de no haberse tratado de la paulista ese juego demente jamás se hubiera iniciado, desatando dentro suyo ese algo salvaje que la incitaba a desear cometer con ella las mayores locuras sexuales de su vida, la emprendió furiosamente contra el seno y succionándolo apretadamente, lo fue cubriendo de pequeñas marcas rojizas que prontamente se convertirían en hematomas. Entretanto, con su mano derecha sobaba rudamente al otro seno, rascando con sus uñas cortas y afiladas la arenosa superficie de la morena aureola.
El aspecto aniñado de los pechos la enternecía, excitándola profundamente y el jadeo suplicante de Laura la enardeció. Tomó entre su pulgar e índice la endurecida mama y la frotó, dándole un movimiento giratorio y aumentando en cada torsión la presión, sintiendo en ellos el temblor temeroso o ansioso de la joven quien, clavando sus manos engarfiadas sobre el sedoso cobertor, sacudía la cabeza de lado a lado con las venas y músculos del cuello tensionados como si fueran a estallar.

Tomando entre el filo romo de sus dientes al pezón, comenzó a raerlo y mordisquearlo cada vez con mayor fuerza en tanto que la uña de su pulgar se clavaba profundamente en el otro, provocando en la joven un hondo quejido y la primera reacción de rechazo, al empujar la cabeza hacia abajo con las dos manos.
Su boca se deslizó desde el seno a lo largo del insinuado surco del vientre, abrevando en sus sudores y bajando sin detenerse hasta el plumón de vello negrísimo que coronaba al Monte de Venus. Allí, la fuerte fragancia animal que emanaba el sexo inflamó su deseo y los labios se dedicaron a escarbar el mojado vello y a sorber con deleite la salobre humedad que lo empapaba. La ansiedad de la joven hizo que aquella abriera involuntariamente las piernas encogidas, exhibiendo oferente la carnosidad de la vulva que, ya dilatada, dejaba entrevér el tierno y rosado festón de sus pliegues interiores, contrastando con el color de la piel.
Abriendo la boca desmesuradamente, como si fuera una voraz serpiente, Ana María hizo presa del sexo, introduciendo en él la errática y tremolante avidez de la lengua que buscó apresuradamente la carnosidad sensible del clítoris y se ensañó con él. Azotándolo sin piedad, consiguió que el pene femenino se irguiera inflamado y tomándolo entre los labios lo succionó ásperamente, tirando de él entre los jadeos y gemidos complacidos de Laura.
Sus manos acompañaban el accionar de la boca, acariciando y rascando las carnes trémulas del sexo, barnizado brillantemente por la dispersión de los jugos y saliva que los dedos abrevaban desde la misma entrada a la vagina. Observando el aspecto rojizo de la vulva y el latido pulsante de sus pliegues, penetró la vagina con dos de sus dedos. A la exclamación gozosa de Laura, respondió profundizando la intrusión y suavemente fue rascando, escudriñando y arañando la cavidad anillada, pletórica de espesas mucosas y, a medida en que los músculos se dilataban fue aumentando la cantidad hasta que las cuatro, ahusados, invadieron la vagina y el pulgar colaboró con la lengua en su maceración al clítoris.
Gimiendo roncamente, la joven sacudía su pelvis, alienada por el goce que le proporcionaba su ama y esta, abrazada a una de sus piernas, incrementó la succión al sexo que complementaba con pequeños mordiscos y la mano inició un frenético vaivén que levantó espeluznantes gritos en Laura, quien le suplicaba por la obtención de su orgasmo. Finalmente, este llegó con el envaramiento de su cuerpo y el manar abundante de un líquido oloroso que escurrió a través de los dedos de Ana María. Murmurando incoherentes palabras de amor en portugués y español, la joven se relajó y el ama la tomó en sus brazos, acunándola como si fuera una criatura hasta que cesaron las contracciones espasmódicas de su vientre y los sollozos que la conmovían.

Con la mente bullendo de pensamientos encontrados, Ana María se preguntaba qué viejos fantasmas, qué deseos misteriosamente secretos de su inconsciente guardados durante años la habían llevado a sojuzgar compulsivamente a Laura, poniendo en evidencia ante una simple mucama sus más oscuros sentimientos y la escandalosa depravación perversa a que era capaz de llegar con tal de satisfacer su apetito sexual. Treinta y cinco minutos bajo la ducha fueron necesarios para eliminar la ansiedad acumulada y el puñado de revoltosos pájaros enloquecidos que destrozaban sus entrañas desde el mismo comienzo de la extraviada e incompleta relación en la que ella no había alcanzado su orgasmo.
Examinando con sinceridad su comportamiento, tuvo que admitir que ninguna de las mujeres con las que había tenido sexo muchos años atrás, ocasional y furtivo, la habían atraído con la misma intensidad de Laura, por la que experimentaba un extraño sentimiento que, si no resultara cursi, debería definirlo como enamoramiento. Decidida en proseguir con esa relación homosexual y a proteger a la joven como si fuera una favorita cortesana, tomó para sí el compromiso de ayudarla económicamente para cumplir su sueño de regresar definitivamente a Brasil con un futuro asegurado, convirtiéndola en su amante y confirmar así sus verdaderas inclinaciones lésbicas, ya que esa furtiva relación de momentos antes, aunque fugaz, la había elevado a niveles de placer que la fogosidad de quienes habían transitado su cuerpo le proporcionara jamás.
Maquillándose cuidadosamente, bajó a compartir la cena con la familia sin disimular la dicha que la invadía. Interesándose solícita por las materias que su hijo Héctor debería rendir en los próximos días, obligó a los demás a participar de la conversación y una inusualmente alegre discusión los fue llevando al tema de la Navidad. Para el matrimonio, sería la Navidad número veinticinco y decidida a darle un matiz distinto, sugirió que, ya que tanto Martín como Laura, por su discreción y fidelidad habían trascendido la categoría de simples empleados, participaran de los festejos y, para su sorpresa, eso fue aceptado unánimemente.
Durante toda la cena, la mirada atenta de Ana María no dejó escapar ningún movimiento de la mulatita. Como su mucama personal, era quien la atendía en la mesa y cada vez que se acercaba a ella sentía renacer aquel escozor en su entrepierna. Cuando la atrevida jovencita apoyó la pelvis contra su hombro al escanciarle vino, no pudo contener el movimiento de su mano derecha que se interno golosa sobre el muslo, por debajo de la breve falda del uniforme.

Como Roberto estaba ausente por un viaje de negocios, decidió pasar esa noche como decía un poema. “montada en potra de nácar sin bridas y sin espuelas”. Pasadas largamente las diez de la noche y tras convocarla a su habitación, la condujo por los largos y oscuros pasillos hasta uno de los deshabitados cuartos de huéspedes en el otro extremo de la casona. Todo rincón le parecía propicio para detenerse frecuentemente a acariciarla y besarla con pasión, segura de la impunidad que les otorgaba su lejanía con la planta baja y de que allí podrían revolcarse a gusto sin que nadie siquiera sospechara donde se encontraban.

La húmeda pesadez de la noche, obligó a que Melissa abriera los amplios ventanales y, desnuda según su costumbre, observara como las tenues cortinas ondulaban con la suave brisa, proyectando en la alfombra caprichosos dibujos que parecían ejercer una influencia hipnótica sobre ella, a tal punto que ni siquiera percibió la entrada de su hermana Claudia. Sólo cuando esta se sentó en la cama junto a ella, se irguió sorprendida por la intromisión que vulneraba el tácito pacto familiar de respeto a la intimidad.
Como si se tratara de una extraña, tomó una almohada y abrazándola, se cubrió pudorosamente con ella, provocando una risita socarronamente divertida en Claudia. Apenas dos años mayor que ella, por su estatura y actitud madura parecía mucho más adulta y, aunque de chicas habían sido compinches compartiendo juegos y secretos, al cumplir los quince se había ido despegando lentamente hasta de su misma madre de quien había sido compañera inseparable, llevando una vida de total independencia dedicada al hipismo.
Mirándola con desapego, debía de admitir que lo que su hermana tenía de serena belleza, era superado con creces por sus actitudes descomedidas, vulgares y hasta groseras. Acostumbrada desde chica a tratar mano a mano con los peones y trabajadores del stud, dejaba aflorar gestos y palabras que, a veces, la masculinizaban y en más de una ocasión había jugueteado con sus pechos y nalgas con desfachatada naturalidad.
Cubierta por un menguado camisón de satén verde agua, el profundo escote como el largo tajo al costado, dejaban al descubierto grandes porciones de su piel tostada por el sol. El torneado y fuerte muslo encogido como los largos pechos que colgaban oscilantes, tenían cualidad de obscena provocación.
Con una lúbrica y amenazante mirada, se aproximó a Melissa y arrancando de un tirón la almohada con que trataba de cubrirse, le dijo sin ambages y con severidad, que no simulara tanta pacatería gazmoña. En su deambular matutino para llegar temprano a las caballerizas, había acertado a pasar ante su puerta y escuchando sus gemidos mal reprimidos, la había entreabierto para verla masturbándose e incitando a Maxi para que la penetrara.
Apoyando cariñosamente una mano en su muslo, admitió sinceramente que, si bien había tenido sexo con hombres, los prefería como compañeros deportivos o para salir a divertirse, pero su intimidad más profunda y la satisfacción de esa fuente inagotable del placer sexual sólo la encontraba con mujeres. Desde hacía un año venía observando su evolución física y, aunque se propusiera desecharlas, noche tras noche, el fermento del deseo había invadido su mente con imágenes tan vívidas de su posesión, total y absoluta, que ya le era imposible apartarla de allí.
Melissa no tenía otra experiencia que sus manipulaciones y las cópulas caninas, pero siempre las había alimentado con las imágenes de quienes conocía y en sus alocadas fantasías nocturnas también especulaba con esa relación, dadas las características masculinas de su hermana, aunque no había desechado en su mente a Alejandra, Mónica, Laura y hasta en sus más delirantes ensoñaciones, a su misma madre. Siempre había tenido total conciencia de lo inmoral de la aberrante situación con el animal, pero ahora debía enfrentarse a las consecuencias de la dura realidad. Una cosa era usar la imaginación y otra tener que entregarse y ceder a las exigencias de su hermana, la que amenazaba con difundir a todo su entorno social, sus perversas adicciones.
En obediente, resignada y sumisa actitud, se recostó blandamente en la cama, dejando al descubierto los senos que protegía con sus manos. Convirtiendo su mirada severa en una radiante sonrisa de felicidad que iluminó su rostro, Claudia, saltando alegremente sobre las puntas de sus pies, se dirigió a cerrar la puerta con llave, no sin antes introducir un pequeño bolso que dejó al lado de la cama.
Entrando por la ventana, la luz azulada de los focos de la avenida soslayó en un fantástico juego de luces y sombras la atlética belleza del cuerpo de su hermana quien, dejando caer hábilmente la sedosa prenda, deslumbró a Melissa con la espléndida y armónica proporción de sus formas. La figura en contraluz se inclinó hacia el bolso y extrayendo el informe bulto de un arnés, se lo colocó diestramente en la penumbra. Ese arnés ajustable, poseía un doble falo; el que surgía hacia fuera era recto, semejante en todos sus detalles a uno real, salvo en su desmesurada longitud y grosor. El que emergía en el interior casi al fondo de la copilla y que Claudia introdujo facilmente en su vagina, era curvo y en su base estaba rodeado de blandas excrecencias de siliconas.
Temblando ante lo desconocido que había llegado a entrever, Melissa se estremecía medrosa ante el cuerpo alucinantemente adulto de su hermana, pensando si realmente era honesta con ella misma o que sólo simulaba temor ante aquello que deseaba tan fervientemente.
Trepando a la cama, Claudia se apoderó de sus pies, frotándolos suave y lentamente contra sus senos que iban cobrando solidez, restregando la dureza de los pezones contra la tersa piel de las plantas. Ante la ternura de su hermana, la jovencita sintió que su cuerpo se relajaba en agradecida y mansa aceptación. Como un gatito mimoso, Claudia restregó su rostro contra la planta y los empeines. Luego de un momento sus labios se dedicaron a besar y lamer los dedos; la lengua se aventuró por los huecos debajo de ellos, tremolando vibrante en las rendijas que los separaba, hasta que tomando en dedo gordo entre los labios lo succionaron como si fuera un pene. El filo romo de las afiladas y cortas uñas rascaron suavemente los empeines de arriba abajo, produciéndole un escozor desconocido que fue trepando por los músculos de las piernas y se alojó en su vértice.
Al encuentro físico de las dos hermanas pareció haberse instalado en el cuarto un algo mágico y misterioso que iba envolviendo a las jóvenes en un vórtice profundo de nuevas sensaciones. Enajenadas, se dejaban hundir placenteramente en ese torbellino acuoso de exquisitas y sublimes penumbras de melosa corporeidad. Desde las bocas sedientas hasta los vientres conmovidos por gozosos espasmos de ansiedad histérica, todos sus órganos estaban sensibilizados y predispuestos para experimentar los más arrobadores, dulces y tiernos cosquilleos de la excitación más turbadora, casi siniestra, que las sumiría en un éxtasis de deslumbrante y resplandeciente complacencia, ansiando con voluptuosa lascivia regodearse en el deleite de aquel sexo animal, atávico e instintivo que las convertiría en dos hembras salvajemente primigenias.
La boca severamente exigente de Claudia reptó hacia arriba deteniéndose por unos instantes en los tobillos para luego subir lamiendo, besando y succionando por toda la pantorrilla, despertando cosquillas con la lengua en la sensitiva rodilla. Lentamente, fue derivando hacia el hueco tiernamente terso de la corva explorándolo con insistencia hasta deslizarse por los muslos interiores, abrevando las humedades que se acumulaban en ellos mientras los dedos jugueteaban traviesos sobre el vello púbico.
Sensaciones nuevas y encontradas se remecían en la mente de Melissa, sin poder dar crédito todavía a la evidencia de que estaba sosteniendo sexo con su hermana y que eso la complacía como ninguna otra cosa lo había hecho en su corta vida. Una mezcla de estupor por la complacencia con que aceptaba y reclamaba esas caricias, se confundía con el remordimiento culposo, vergonzoso y de asqueada repulsa, frente a la inmoralidad del acto antinatural. Sin embargo, la suavidad y ternura amorosa con que su hermana la seducía encontraban el eco espontáneo de su cuerpo ansioso. Entregándose instintivamente al tremendo goce que eso le producía, no sólo se relajó totalmente sino que, con apenas susurradas palabras de amor entrecortadas por un incipiente jadeo, la fue incitando a que no se detuviera y, facilitando las cosas, encogió y abrió ampliamente las piernas de una manera puramente animal.
Claudia comprendió la primitiva urgencia que invadía a su hermana y, acariciando con las dos manos todo el entorno al sexo, dejó que la boca cumpliera con su cometido. La lengua recorrió la densa mata de cortos pelos rubios, degustando el sabor salobre acumulado en ellos y deslizándose morosamente sobre los inflamados labios de la vulva, los colmó de besos y chupones.
Los dedos separaron los labios, preparándolos para la intrusión de la boca que se extasió en la succión de los delicados pliegues interiores. Abriéndose camino hacia el ansiado manojito carnoso, buscó ansiosamente al tan anhelado clítoris que se erguía ardiente a la espera de la succión frenética a la que Claudia lo fue sometiendo mientras sus dedos traveseaban en la entrada a la vagina, rascando la orla carnosa que la rodeaba e invadiéndola con sorpresivos y fugaces embates.
Totalmente obnubilada por el placer que su hermana le estaba proporcionando, inédito y enloquecedor, Melissa extendió los brazos hacia atrás y aferrándose a los barrotes finamente cincelados de la cama de bronce, se dio vigoroso impulso y su cuerpo comenzó a ondular con anhelosa premura, sintiendo como Claudia acompasaba el ritmo de su cabeza a sus movimientos. Vencida toda prudencia y recato, dejaba escapar libremente los ayes y gemidos que se gestaban en su pecho estremecido por el deseo.
Sabiendo que la jovencita se estaba aproximando a un punto sin retorno de su excitación, Claudia abandonó el sexo y trepando a lo largo del vientre convulsionado, estrujó con aspereza la tierna carne de los senos con sus manos de fuertes dedos. Encerrando entre sus labios los pezones de su hermana, los fue succionando apretadamente, incrementando paulatinamente la presión hasta que el dolor arrancó gritos en Melissa. Como esta se agitaba desesperadamente, cambió radicalmente y la boca subió al encuentro de la de la niña que, entreabierta, dejaba escapar roncos bramidos placenteros y un vaho naturalmente perfumado.
Rozando tenuemente los labios con el húmedo interior de los suyos, tan tiernamente que conmovió a la muchachita, la fue introduciendo y conduciendo por un laberinto de delicadas y dulces sensaciones. Mezclando sus alientos ardorosos y las salivas espesadas por la fiebre, las bocas se unían y desunían, las lenguas se enzarzaban en lides de sublime fortaleza y los labios succionaban, alternativamente tiernos o violentos.
Ambas habían hundido sus manos en los cabellos de la otra; Claudia en la blonda y lacia longitud de la melena espesa de Melissa y esta, entre las cortísimas mechas renegridas de su hermana. La imagen de las dos mujeres era perturbadora, con las manos engarfiadas férreamente en la cabeza de la otra y embistiéndose en suaves remezones, mientras una plétora de palabras dulces y amorosas se derramaba de sus bocas incitándose mutuamente, junto a los roncos y ahogados gemidos de satisfacción.
Claudia consideró que aquel era el momento justo y acomodando el cuerpo entre las piernas abiertas de su hermana, asió el miembro entre sus dedos, pinceleando con él de arriba abajo las carnes inflamadas del sexo, barnizándolas con sus propios jugos. Con suma delicadeza, apoyó la cabeza de la verga monstruosa en la vagina y presionando firmemente con todo el peso de su cuerpo, fue penetrándola profundamente. No era la primera vez que Melissa soportaba la intrusión de un miembro, pero siempre habían sido encuentros fugaces y efímeros, con esa urgencia que da lo prohibido en la incomodidad de un asiento de automóvil o contra la áspera superficie de una pared escondida en la oscuridad. Esas penetraciones, tal vez porque fueran realizadas por jovencitos sin experiencia o por la escasa erección que los nervios retaceaban a los miembros, aun gustándole con locura, nunca la habían dejado satisfecha.
Ni en su más alocada fantasía había imaginado sentir la desmesura de semejante falo en la vagina y, aunque a su paso iba destrozando y lacerando los delicados tejidos, sus músculos parecían ir adaptándose naturalmente al intruso, rodeándolo con fuertes contracciones de placer. Todo espacio en sus entrañas parecía estar ocupado, hinchado e inflamado y, cuando Claudia imprimió a su cuerpo en lento vaivén, creyó enloquecer de goce, alzando sus piernas y enganchándolas en la zona lumbar de su hermana, se impulsó rudamente contra ella.
Viendo la complacencia de Melissa por la penetración del largo y grueso falo, Claudia asió las piernas de su hermana, colocándolas contra su pecho y presionando hacia delante, elevó las nalgas de la jovencita y el miembro pareció calzar mejor en esa posición. Melissa disfrutaba como en éxtasis de la vibrante y arrebatadora posesión de Claudia, aferrando los muslos con las manos e incitándola con los fuertes empellones de la pelvis. Esta respondió como esperaba, hamacando con furia las caderas en un devastador vaivén que arrancó sollozos de dolor y goce en la niña quien, maldiciendo como un carrero, le reclamaba que la hiciera acabar.
Inopinadamente, Claudia salió de su sexo y sentándose en la posición yoga del loto, le pidió que se acercara y sentara sobre sus piernas. Guiándola hábilmente, hizo que la muchacha se acuchillara frente a ella con las piernas abiertas y, bajando lentamente, diera cabida en su sexo al falo que ella sostenía erguido con la mano.
Cuando toda la verga estuvo en su interior, colocó las piernas de Melissa alrededor de su cuerpo y, abrazándola estrechamente se echó hacia a
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