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~Fernando se había acostumbrado a despertarse a las siete y cuarto de la mañana, quince minutos antes de que sonara el radio-despertador con la voz del informativista comentando las noticias.
Esos minutos los disfrutaba todos los días jugando con su imaginación mientras Marta continuaba durmiendo.
Le gustaba imaginar cómo sería su futuro en la empresa. Sus pensamientos se alejaban de la realidad y se veía escalando rápidamente los puestos porque le habían comentado que la dirección y la gerencia tenían la esperanza que si continuaba por ese camino de dedicación y esfuerzo, llegaría a ocupar lugares importantes en poco tiempo.
Se ilusionaba con los viajes que le asignarían para capacitarse en España como había ocurrido con Julio Améndola y Francisco Lambert, amigos, compañeros de oficina y jefes de otras secciones. Luego vendrían los reconocimientos, los premios económicos, un poco de envidia de la mayoría y la admiración o asombro de otros por los logros alcanzados.
Otras veces en su imaginación aparecía un hermoso rancho blanco entre las sierras y disfrutaba viendo el entorno de tan impresionante lugar.
En el momento más fructífero de su imaginación siempre sonaba furioso el despertador dejando paso a aquella voz sin rostro y sus noticias.
Luego vendría, junto con su esposa, la actividad de todas las mañanas.
Levantarse, afeitarse y ducharse, todo compartiendo el baño con Marta.
Lo más sencillo era vestirse ya que solamente debía elegir uno de los dos “uniformes”. Pantalón gris, camisa blanca, corbata a rayas rojas y azules y saco azul o, de lo contrario, pantalón azul, camisa celeste, corbata en tonos de gris y saco a cuadros también en tonos de gris. Con los zapatos no tenía problema porque eran siempre los mismos.
Después la urgencia para llegar a tiempo a la parada del ómnibus. Allí, la misma gente, parada en el mismo lugar, entregando una mirada obligada y aburrida o una estudiada sonrisa como saludo.
Una vez en el ómnibus, la costumbre de corroborar que no faltaba ninguno de los pasajeros habituales y si alguno no estaba, imaginaba los motivos que le habían impedido, al veterano de gabardina y portafolio negro, llegar a tiempo a la parada.
Las mismas calles y siempre las mismas personas.
Los días de lluvia los rostros parecían escondidos detrás de los paraguas que le impedían ver aquellas caras anónimas.
Siempre se lamentó no poder leer, pero los movimientos lo mareaban, aún estando sentado.
Cuando descendía y se dirigía al edificio donde se encontraban las oficinas, sentía cierta felicidad al entrar por aquella enorme puerta giratoria con portero y que otras personas, con otros trabajos, lo miraran con un poco de envidia.
En la oficina la tarde tan monótona como la mañana, transcurría lentamente entre papeles y llamadas telefónicas. Únicamente el almuerzo servía como forma de liberarse por treinta minutos sin hablar de los clientes y sus problemas.
A las siete en punto un “hasta mañana”, el regreso a casa tan parecido a los mil días anteriores, y las horas de la noche compartidas con los silencios de Marta, durante la cena y con algunos comentarios ya conocidos.
Compartían también los siempre presentes aromas de la cena de los Fernández que vivían en el apartamento de al lado y tres veces a la semana, siempre a la misma hora, los sonidos de la cama de los Godoy y los grititos de Fernanda en el apartamento 206.
Hasta que por un olvido, Gabriel anunció su llegada.
Ahora, además de los sueños, el apuro, el trabajo y los vecinos, llegaba Gabriel.
Por suerte, heredó buena parte de las costumbres de la madre y dormía más que los dos. Y fiel a la tradición que dice que los recién nacidos llegan siempre trayendo algún beneficio para la familia, Alejandro fue ascendido. Creyó estar comprobando que se estaba cumpliendo lo soñado y ansiado durante mucho tiempo a las siete y cuarto de la mañana.
Al principio Fernando se sentía cómodo con su nuevo puesto a pesar de que lo único que había cambiado cuando habló con el Dr.Uriarte, el gerente general, era “ el sueldo en un veinte por ciento más sabe Fernando y una vez que adquiera los conocimientos necesarios y la dirección vea su desempeño entonces hablaremos nuevamente por ahora esas son las condiciones y estamos seguros que progresará gracias Fernando y hable con su superior que le va a decir en que consiste su función específica”, puntualizó Uriarte dando por finalizada la conversación.
Impresionaba y ponía nervioso a quien lo escuchara decir las cosas siempre como apurado, sin pausa, y sin dar jamás tiempo a la réplica o a desarrollar una conversación. Acostumbraba estar impecablemente vestido, detrás de su escritorio con el aroma a tabaco mezclado con fragancia de colonia, ambos importados.
Entrar a su oficina significaba dos cosas: o un ascenso o, lo más normal, un despido.
Era físicamente desagradable. Su cara grande, gorda, lampiña e inexpresiva que parecía pertenecer a otra persona, estaba adornada con un par de lentes de aumento que hacía ver sus ojos pequeños y lejanos, que además casi nunca miraban de frente.
Uriarte no era exactamente una persona apreciada pero Fernando tenía la certeza que ser directo y frontal no tenía nada de malo.
Podía jurar que no lo quería imitar, pero era una forma de encarar el trabajo que le parecía adecuado tener en cuenta.
La nueva tarea, habiendo transcurrido algo más de tres años, había resultado sencilla porque consistía fundamentalmente en controlar trabajos similares al que él había hecho y por lo tanto comenzaba a sentirse cansado, aburrido y carente de libertad.
Los sábados y domingos estaban siempre llenos de hechos previsibles.
El domingo la visita obligada era el almuerzo con los padres de Marta.
Con el transcurso del tiempo le molestaba el desorden en la casa de los viejos y mucho más fingir que los tallarines caseros estaban riquísimos; mmm…mejor que nunca”, decía siempre.
No tenía la misma suerte con sus padres, a quienes extrañaba, pero debía conformarse con verlos una o dos veces por año porque estaban radicados en el interior.
Otra posibilidad en invierno era quedarse en la mañana a leer el diario, luego almorzar y acostarse esperando que transcurrieran las horas y en verano movilizar todo lo necesario para ir a la playa porque a Marta y a Gabriel les encantaba.
La concreción de sus gustos, si bien existían, no iban más allá de una salida especial el primer domingo de cada mes y por supuesto seguir soñando, rigurosamente, a las siete y cuarto de la mañana.
Siempre llegaba a la conclusión que hacía todo por los demás y nada por él.
Hasta estando en soledad, que era cuando sentía ganas de gritar, se lo impedía el temor al “qué dirán”.
Gabriel terminaría secundaria el próximo año y él, llegando a los cincuenta, no recibía por parte de la empresa el esperado reconocimiento a su dedicación y esfuerzo.
El destino, que tiene un camino propio que nadie conoce, se encargó un sábado de primavera a la noche y en forma sorpresiva, de cortar la carrera de Horacio Méndez, el gerente de la sección.
En el velatorio, Améndola y Lambert no paraban de hacerle gestos siendo el preferido juntar pulgares e índices de ambas manos, tratando de no ser vistos por los demás.
Fernando no se encontraba a gusto. No era la forma que había imaginado para llegar a la gerencia.
Unos pocos días más tarde, cuando el Dr.Uriarte lo llamó, fue algo más amable.
Antes de explicarle que era lo que pretendía en lo laboral, lo convidó con un café y con un cigarrillo importado que él con un no fumo, gracias, amablemente rechazó.
Después de las palabras que Fernando ya imaginaba, de que “un hecho lamentable le daba la oportunidad de demostrar sus reales condiciones y capacidad de mando y el seguro mejoramiento de la sección que le tocaba dirigir”, le pidió que volviera un par de días después para ajustar algun punto referente a la capacitación que debía recibir.
Fernando no pudo dormir en esos dos días interminables. En lo personal no negaba la ansiada posibilidad de ese cargo y lo que representaba. Nuevo auto, nueva casa y el muchas veces soñado escritorio con su propia secretaria, la poco eficiente pero escultural Alejandra.
Dos semanas después partía rumbo a la central de la empresa. Marta y Gabriel lo saludaban desde la terraza del aeropuerto.
Una vez en vuelo hacía la primera escala en Río de Janeiro, observaba la ciudad desde el aire en un hermoso día de noviembre, sabiendo que en España lo esperaba un tiempo totalmente distinto.
El recibimiento fue como se lo adelantara el Dr. Uriarte. Un chofer, con el gerente de Recursos Humanos y el gerente de Relaciones Públicas lo esperaban en el aeropuerto
con un cartel anunciando su nombre.
De ahí en más todo fue servicio y lujo que rodearon la esperada capacitación junto con otras doce personas de oficinas de otras partes de Latinoamérica Compartirían el mismo hotel y la misma sala durante tres semanas de ocho horas por día.
El tiempo transcurrió rápidamente y apenas había tenido tiempo para elegir los regalos de Marta y Gabriel.
Esperando el momento de la partida pensaba en la desilusión que definitivamente le había provocado la estadía en España. Lo mismo de siempre dicho con ríos de palabras bonitas acompañados por montones de folletos y libros de lectura obligatoria.
Todo para volver a la monotonía de siempre.
Esta vez Marta y Gabriel, en vez de despedirlo, lo recibían.
Recién en ese momento, cuando descendía la escalera del avión, comprendió lo inexpresiva que resultaba la cara de Marta y como había cambiado su cuerpo, que durante mucho tiempo no había visto, así, de lejos.
Gabriel inexpresivo. Como siempre.
Dos días después, el primer domingo luego de volver de España, la visita obligada a los suegros, para contar la experiencia aunque no recordaran donde quedaba Barcelona y tampoco España, “al lado de Alemania, dijeron”.
Una semana después, en la primera cena de gerentes en la que participaba y que se realizaba mensualmente, el Dr. Uriarte le hacía entrega de las llaves del coche cero kilómetro y que “el cheque para la compra del apartamento estaría en pocos días con las escrituras a nombre de la empresa, claro, pero que se había sabido ganar con esfuerzo y dedicación reconocida”
Había llegado el momento de despedirse de la sonrisa obligada de la mañana en la parada del ómnibus, del olor de la cena de los Fernández y de los sonidos de la cama de Godoy.
Al abandonar el apartamento lo hizo con algo de nostalgia. Después de todo había sido parte de su vida durante varios años.
Ahora se vería en la obligación tal como estaba concebido sin que nadie lo escribiera, de invitar a su nuevo hogar a los otros seis gerentes, uno por uno y con sus respectivas esposas.
Dos o tres años después, un día cualquiera, durante el transcurso de una de esas tardes que a veces se sentía inútil, Améndola se acercó hasta su oficina para avisarle que la programada reunión mensual de gerentes quedaba para la semana próxima por ausencia de los gerentes de Recursos Humanos y Contaduría.
Durante unos instantes se hizo silencio. Después de tanto tiempo no creía que solo él sintiera lo mismo por todo y por todos. Esperó un comentario que lo acompañara en su
sentimiento y como este no llegó contestó en un tono lacónico:
- Es lo mismo Améndola… es lo mismo.
Eran notorias las arrugas de fatiga que marcaban su rostro y los ojos tristes y ojerosos que lo avejentaban aún más.
Su mirada ausente, perdida, vagaba afuera, por sobre las azoteas descoloridas de los edificios vecinos. Quizás estaba soñando, igual que a las siete y cuarto de todas las mañanas, con aquel hermoso rancho pintado de blanco entre el verde de las sierras y cuyo camino para llegar todavía no conocía.
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