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Desde que la vi por primera vez, me bastó una ojeada para darme cuenta que estaba buena. Era alta y rubia y tenia expresión de perra en celo: cara atractiva pero con un sensual mohín que hacía saber que era una insaciable mamadora de pingas. Sus ojos azules y grandes brillaban a la vista de un macho. Sus labios gruesos, viciosos, se entreabrían y la punta de su lengua pasaba sobre ellos para humedecerlos. Pero además, aquella chiquilla, pues apenas tendría unos veinte años, poseía un cuerpo que enloquecía, una de esas esculturas que dan ganas de singar de solo tenerlas ante los ojos.
La conocí en un barrio de mala fama. Vestía pantalones vaqueros tan apretados que se ajustaban a su piel como un guante y enseguida que valoré con la mirada las tetas enormes y el culo, la morronga se me puso tiesa. Estaba maciza aquella hembra y cuando caminaba, sus provocativas nalgas se bamboleaban poniéndome caliente y haciéndome pensar en el ojete escondido en el profundo surco entre ellas.
Vi que estaba con Pedro y me decidí a quitársela. Me acerqué a la mesa con lentitud mirando directamente al infeliz tipo a los ojos y gozando al comprobar como palidecía. La chica era nueva y nada sabía de mi ni de mi predilección por la violencia.
“¡Piérdete!” le dije a Pedro sin mirarlo, sentándome frente a ella.
El dudó un momento, no era para menos con aquel bombón de mujer. Pero cuando metí la mano en el bolsillo buscando mi navaja, lo pensó muy bien y ante la amenaza decidió dejarme el camino despejado. Miré descaradamente las tetas de la muchacha. Sabia que trabajaba como bailarina nudista a dos cuadras de mi casa. Estaba pálida pero me observaba con atención, como si yo no le desagradara del todo. Yo estaba cada vez más excitado con mi intimidación y me di cuenta que ella era mi tipo, la hembra que ama al macho prepotente y desprecia al débil.
“Vamos”, le dije con firmeza en tono autoritario.
Dudó en ponerse de pie y volví a mirarla fijamente, antes de agregar con lentitud controlada pero a punto de encojonarme:
“Te dije que nos vamos.”
No dijo ni pió. Se limitó a seguirme contoneándome con cierta voluptuosidad aunque sin ocultar el temor que le causaba mi conducta. De tanto en tanto me echaba miradas de súplica. Rodeé su cintura con una mano y caminé apretándola contra mí. Así sentía sus caderas, firmes y opulentas y sus muslos acariciándome las piernas. El calor de su cuerpo se transmitió al mio.
“¡Ay!” se quejó de pronto.
“¿Qué te pasa?” le pregunté sorprendido y molesto.
“No sé... algo duro me pinchó”, dijo con vocecita mimosa.
Era la navaja que yo llevaba en el bolsillo. Le riposté:
“Algo más duro y grande te va a pinchar cuando lleguemos...”
Esta vez tampoco respondió una palabra. Era obvio que mi experiencia no me engañaba y aquella chica tenia alma de esclava y le encantaba que la trataran con rudeza. Al llegar a mi apartamento me quité la ropa sin más explicación y le dije:
“Bájate los panties...”
Ella dudó un instante y entonces, con impaciencia, la estreché con fuerza entre mis brazos y le di un beso bestial, casi caníbal. Abrí sus labios y colé mi lengua para dársela a tope, recorriéndole toda aquella boca de mamadora que tanto me excitaba. Mientras la besaba y la chupeteaba en la boca me puse a sobarle las tetas. Eran mucho mejores de lo que había imaginado. Resultaban más grandes y duras al tacto. Casi le arranque el vestido y el sostenedor para mordisquearle los parados pechos y los pezones. Ella se dobló bajo el peso de mi cuerpo, gimiendo entregada y echando la cabeza hacia atrás para que yo pudiera lamerle y besarle la garganta con mayor libertad. Verla así, despeinada y domada provocó dolorosos latidos en mi polla. Le rompí los finos panties de encaje blanco y le empujé sobre la cama, que crujió cuando yo me lancé sobre ella y le seguí besando y chupando las tetas. intentó cerrar los muslos cuando vio el tamaño de mi monstruosa morronga, larga y gruesa y terminada en una enorme y dilatada cabeza enrojecida. Con la mano abierta le golpeé en la cadera y ella los abrió en el acto sin mayores protestas.
“¡Ahora te vas a divertir!" exclamé metiéndole brutalmente las ocho pulgadas hasta el empeine de un solo golpe de riñones.
“¡Ayyy!” comenzó a quejarse ella pero su protesta quedó sepultada bajo mis labios en un apasionado beso. Me puse a embestirla con fuerza y ritmo, nuestros sexos restregándose apretadamente.
Entonces, ella empezó a mover sus caderas acompasadamente, buscando acoplarse a mis penetraciones. Era una delicia sentir resbalar mi picha dentro de su chocha apretada, húmeda y estrecha y al mismo tiempo sentir la tibieza de su piel y su maravilloso cuerpo que se agitaba, retorcía y revolcaba con entusiasmo.
Ella alcanzó pronto el orgasmo más espectacular que yo le haya brindado a una mujer. Un segundo más tarde, me vine inundándole el bollo con mi leche hirviente y pegajosa. Fatigado y satisfecho, un rato más tarde me quedaba dormido como un tronco.
Al despertar, me encolericé al no verla en el apartamento. Salí a buscarla de muy mal talante y finalmente la encontré en una cafetería comprando cigarrillos.
“Ya volvía para allá”, me dijo en un susurro infantil al verme colérico.
Nada más entramos en la casa le di un par de bofetadas y la desnudé sin la menor compasión. Así es como a mi me gustan las cosas. Luego, seguro de que aquella puta necesitaba que le enseñaran a obedecer, la arrastre hasta el baño y sentándola en el inodoro le amarré las manos por las muñecas con una cuerda. Me quité la camisa y el cinturón con lentitud deliberada, paladeando intensamente cada segundo. Entonces, la coloqué atravesada sobre la taza, acostada sobre ésta boca abajo, su culo vulnerable a mis antojos.
“¡Ahora vas a aprender a obedecerme, cabrona!” le grité en tono amenazador descargándole un cinturonazo en el trasero.
“¡No, por favor... no me pegues!” suplicó ‘ella sollozando. “¡No lo haré más...!”
Pero yo conocía a esas yeguas: hasta que no se les calienta bien el culo no son de uno completamente. Así que empecé a darle con la correa en las piernas, muslos y nalgas mientras me calentaba cada vez más con el esfuerzo físico, los temblores de su cuerpo, el llanto de la chica y los chasquidos de mi improvisado látigo contra la piel desnuda.
Cuando consideré suficiente la paliza, la desaté, la agarré por los pelos y la arrastré hasta la cama. Había llegado el momento de enseñarle lo que significaba ser mi hembra. Me tumbé encima de ella y le clavé mi durísima verga hasta los cojones. Empecé a singármela con impetuosidad, restregándole las tetas y dándole una bofetada de vez en cuando. Ella lloraba en silencio, sin dejar de mover el culo acoplando su chocha a mi picha. Así singamos por horas y notaba en sus temblores cuando llegaba al orgasmo y no pude dejar de venirme un par de veces antes de agarrarla otra vez por el pelo y forzarla a tragarse mi polla para mamaria.
Tal como había adivinado, era una mamadora de primera clase. Sabía chupar, lamer, succionar, engullirla para darle saliva, calor y meneo al ejercicio mientras buscaba la manera de que sus tetas me rozaran los cojones. Cerré los ojos y me seguí excitando con la mamada. Sentía los labios presionando mi polla, la humedad caliente de su boca y la caricia en los cojones. Pero yo no quería venirme de esa manera. De modo que bruscamente le quité la pinga de la boca y tumbé a la chica boca abajo sobre la cama. Le puse una almohada bajo el vientre para que las nalgas le quedaran bien paradas y comencé a acariciarlas, introduciendo mis dedos en la profunda raja entre ellas hasta tropezar con el ojo del culo apretado y caliente.
Tuve que reconocer que tenía un culo hermoso, redondo y grande pero firme y bien formado. Uno de esos culazos que invitan a metérsela entre las cachas sin la menor contemplación.
Separé las nalgas con las manos, abriéndole el camino del ojete y le apoyé la punta latiente de mi picha sobre el esfínter. La sentí temblar. Pero una cosa es ser brutal mientras ella goza y otra es ser estúpido y causarle daño y dolor inmerecidos. Lubriqué mi verga con la mezcla de nuestras leches que escapaba por la entrada de su bollo y empecé lenta pero tenazmente a metérsela.
Ella se quejó y gimió varias veces. Pero yo sabía que si bien aquello le dolía un poco temporalmente, al menos no le rompería nada. De modo que colé la picha hasta la pelambrera en el culo y sintiendo como esta se contraía y dilataba participando en el juego, me puse a metérsela y sacársela suavemente, con una mano sobre las tetas pellizcándole los puntiagudos pezones y la otra acariciándole el clítoris que estaba erecto y caliente.
La chica se retorció, revolcó y meneó de una manera extremadamente lasciva, acariciándome el vello de las piernas y la pendejera con las suaves redondeces de las nalgas y haciéndome sentir un goce increíble con sus contorsiones y palpitaciones en el estrecho canal por donde me la estaba singando. Cada vez que se la clavaba se me escapaba un suspiro de placer.
“Así... papi... así... cógemelo todo... haz conmigo lo que quieras que soy tu puta”, murmuraba ella entre quejidos y meneos echando su torturado culo para atrás para que yo ja embistiera con mi verga.
No tardó en alcanzar el orgasmo. Y luego otro y otro, hasta que en el cuarto nos vinimos juntos. Fue algo maravilloso porque vacié mis cojones hasta dejarlos secos, disparándole toda la leche caliente y espesa dentro de su ojo del culo estrecho y palpitante.
Me dormí de nuevo pero esta vez al despertarme a la mañana siguiente, vi que la chica estaba preparando el desayuno. No fue necesario decirle nada, había aprendido la lección tal como yo esperaba. Me levanté, me duché y al sentarme a la mesa, ella lo tenía todo listo. Bebí el café en silencio. Luego, fumé el primer cigarrillo del día. Ella sabía ya quien era quien mandaba.
“Mi amor..." mi dijo rompiendo el silencio.
“Sí... ¿Qué te ocurre?”
“¿Siempre que me porte mal me atarás las manos y azotarás mi culito en el inodoro?”
Al decirlo, bajó los ojos y se ruborizó. Me di cuenta que era más viciosa y enfermita de lo que yo creía. Poniéndome de pie, la besé mientras le acariciaba una de sus soberbias tetas y le dije:
“Te daré una paliza cada vez que te la merezcas...”
Por el temblor de su cuerpo entre mis brazos, supe que aquella amenaza no le desagradaba en lo absoluto.
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