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Habían pasado varios días con un par de fines de semana de por medio y Marta estaba totalmente restablecida, a excepción de algún hematoma superficial en el trasero de reciente formación. Todo el papeleo estaba tramitado y oficialmente trabajaba para Paco en las labores domésticas de su casa. También había ido a la clínica que le había indicado el amo para que la administraran un anticonceptivo.
Cómo él mismo se había prometido, Paco controlaba sus impulsos violentos y, aunque la seguía maltratando, no era ni por asomo cómo los primeros días. Ajena a las comeduras de coco de Paco, Marta vivía feliz cómo una lombriz. Aunque lloraba y se quejaba con los castigos cada vez más extremos, los aceptaba gustosa y cuánto más duros y despiadados eran, mucho mejor: más disfrutaba. Con él estaba alcanzando un nivel de placer totalmente desconocido para ella.
—Amo, ¿puedo leer libros? —preguntó un día.
—Cuándo yo no esté en casa, y mientras cumplas el contrato que firmaste, puedes hacer lo que quieras.
—Gracias amo. Había pensado que mientras tomo el sol puedo leer: antes lo hacía mucho.
—Me parece bien. Ya me fije que tenías muchos libros en la otra casa. Pásalos todos aquí y colócalos en esas estanterías, —dijo señalando una zona repleta de figuras—. Toda esa mierda quítala, mételo en una caja y bájalo al trastero.
—Cómo mandes amo.
—Y si quieres comprar más, puedes hacerlo como si fuera un gasto doméstico.
—Gracias amo.
—Vete a la cama y espérame, —Paco se había dado cuenta de que de vez en cuando, le gustaba tumbarse en la cama con ella y meterla mano con mucha tranquilidad, manosearla a conciencia, al tiempo que la besaba sin descanso. Sabía que ella no disfrutaba igual, pero eso le daba igual, porque lo importante es que él lo pasara bien: Marta estaba para su uso y disfrute única y exclusivamente.
Se preparó una copa de whisky y con el de la mano entró en el dormitorio. Marta estaba sobre la cama, de rodillas sentada sobre los talones y miraba fijamente a su amo como una culebra a la flauta del faquir. Paco se puso en el borde de la cama y rápidamente su esclava se aproximó y agarrando la polla con una mano empezó a chupar mientras Paco daba pequeños del vaso. Le gustaba verla reflejada en los espejos del armario con ese culo cada vez más perfecto, mientras le comía la polla: la imagen le ponía a cien.
Tomó un sorbo y agarrando por el pelo a Marta la beso trasvasándola el whisky. Lo tragó, y como reacción los pezones se le pusieron como canicas mientras ponía cara rara. Paco soltó una carcajada y la abrazó mientras la morreaba y se tumbaba con ella en la cama. La pasó el brazo por debajo del cuello y con la mano libre empezó a acariciar suavemente el torso de Marta. Paco estaba encantado con el aspecto de su sumisa. Empezaba a estar morena, la depilación láser la mantenía sin un pelo y sobre todo, aunque todavía no estaba en el peso estipulado en el contrato, ya casi estaba por los cincuenta kilos.
Con sumo placer deslizaba la mano por sus tetas. Los pezones, que se mantenían duros, rebotaban entre sus dedos. Con la misma parsimonia bajo la mano hasta sus genitales y lo acaricio estimulando el clítoris con la palma de la mano. Todo mi despacio. Su boca buscó los pezones de Marta y los estuvo chupando mientras la olfateaba: que bien huele. Después de un rato largó de besos y caricias, se puso sobre ella y la penetró. La folló muy despacio, con un ritmo exasperantemente lento para ella. Sabía que Marta no disfrutaba igual y que sin violencia sus orgasmos eran más “normalitos”, pero eso a él le daba igual: como ya he dicho, ella estaba allí para satisfacerle.
Aun así, sin lugar a dudas Marta disfrutaba. Instintivamente, pese al ritmo lento ella movía la pelvis como una poseída. Llegaba al orgasmo, sí, pero cómo ya he dicho, nada que ver con los que le provocaba su adorado amo cuando empleaba con ella extrema violencia.
Desde la primera semana de relación amo-esclava, esta llevaba un plug en el culo. Se lo había ido cambiando de tamaño para que fuera dilatando, y a la segunda semana el ano de Marta ya estaba preparado para ser penetrado por la poderosa polla de Paco. Cómo todavía estaba descubriendo las reacciones de su esclava, decidió inmovilizarla sobre la cama: no quería contratiempos. La ató con las manos a los lados de la cama y las piernas muy abiertas y flexionadas hacia arriba, con las cuerdas a la altura de las rodillas que tiraban de ellas hacia los lados. El chocho de Marta, espléndido, espectacular, quedaba totalmente expuesto y al alcance de su amo Paco. Estuvo estimulando el clítoris con un vibrador al tiempo que la azotaba las tetas con un látigo. En ocasiones paraba y recorría tu torso con las manos, la pellizcaba los pezones, el clítoris, la metía la polla en la boca, los dedos en el culo y volvía a empezar. Así la forzó varios orgasmos y fue cuando decidió empezar a comerla el chocho. No sabría decir cuánto tiempo estuvo saboreándolo, pero fue mucho, y Marta siguió corriéndose como una perra. Finalmente, con su sumisa totalmente agotada por los orgasmos, Paco se situó entre sus piernas mientras se untaba parsimoniosamente lubricante en la polla, que para entonces y ante la certeza cierta de lo que iba a pasar, estaba a punto de reventar. También la lubricó a ella y colocando la punta en el ya no tan estrecho ano de Marta se tumbó sobre ella: quería ver su reacción cuando su gruesa verga se abriera paso por el interior de sus entrañas. A un primer gesto de dolor, su rostro cambió e incluso los ojos se la pusieron en blanco de placer. Empezó a culearla y los gritos y gemidos de Marta se propagaron por toda la casa. Paco bajo la intensidad y empezó a saborear el momento: con calma, con tranquilidad. Notaba nítidamente la estrechez de ano de Marta abrazando su polla y cómo esta, entraba y salía sin dificultad gracias al lubricante. Finalmente, se corrió en su interior y cuando salió de ella, contempló extasiado como un reguero de semen salía de su ano forzado hasta el límite.
—Buena chica, —dijo acariciándola la mejilla al tiempo que ella le besaba la palma de la mano.
La acababan de dar por el culo, y Marta era extremadamente feliz. Se sentía perfectamente realizada siendo usada por Paco a su antojo, un perfecto desconocido un par de semanas antes. Es lo que siempre había deseado: un hombre que la condujera y la guiase, y que la castigase y la maltratase, y que la follase sin piedad.
Después de cuatro semanas, Paco estaba aprendiendo sobre la marcha y se había convertido en un tío sistemático, pero cómo ya he dicho, cuidadoso. Ya no la había vuelto a marcar la cara, ni ninguna zona visible del cuerpo. Aunque seguía dándola bofetadas, se había dado cuenta de que a ella la gustaban mucho, no se ensañaba: se controlaba. Seguía con los azotes en el trasero porque a pesar de que siempre se la ponía muy rojo, nunca se le amorataba, salvo algún que otro cardenal. Con el látigo y la vara se cortaba más porque con ellos si la dejaba marcas, y eso le impedía poder sacarla a exhibirla ligera de ropa: le gustaba salir a pasear, vestirla previamente con un atuendo apropiado y que la gente volviera la cabeza para admirarla. Y es que en estás casi cuatro semanas Marta casi se había convertido en un pibón. Ya casi estaba en el peso estipulado en el contrato, entre 45 y 47 kilos, igual que el tono de su piel, que aunque todavía no estaba como un tizón, iba camino de ello.
La primera noche que la sacó, la puso una minifalda muy corta y un top también muy corto. Para los pies eligió unas sandalias con diez centímetros de tacón. Bajo la falda la puso un tanga muy escueto, y desechó el sujetador. Todo de reciente adquisición. Todavía estaban a mediados de mayo y para que no cogiera frío la puso una rebequita de lana muy fina.
Fueron a cenar a un restaurante de moda que frecuentaban compañeros de trabajo y clientes. Marta causó sensación. Su amo la había ordenado que fuera abierta y simpática con la gente, y lo hizo. Después fueron todos juntos a una discoteca y siguió triunfando. Cuando la preguntaban por el tipo de relación que tenían Paco y ella, respondía que era su novia, como la había ordenado su señor.
Desde qué la dio por el culo, Marta se había aficionado a tener algo metido en él. Indudablemente, cuando más disfrutaba es cuando la gruesa y poderosa polla de su amo se abría paso por el interior del ano expandiéndolo dolorosamente. Esa era la cuestión: el dolor, y la certeza de que estaba proporcionando placer a su amo. El ser usada por él.
Los fines de semana, cuando salían como una pareja normal y corriente por el centro de Madrid, para cenar, tomar una copa o bailar en algún garito de moda, Marta, por deseo de su amo, salía ligera de ropa y con un bonito plug metido en el culo. A él le gustaba pasar la mano por el trasero de Marta y notar su presencia. Incluso en ocasiona lo movía con el dedo y a ella se le aflojaban las piernas. Los primeros días pasaba una vergüenza terrible, pero luego se habituó y además ella misma ponía de su parte exhibiéndose, moderadamente, como una puta. Lo de moderado es porque en ocasiona se encontraban con conocidos y no era cuestión de causar mala impresión.
Esos fines de semana en que Paco estaba en casa, fregaba el suelo de rodillas, como lo hacían nuestras madres antes de la aparición de la fregona. Entonces, el amo siempre la ponía un plug con un penacho de pelo a imitación de la cola de un perro. Mientras fregaba, Marta meneaba el trasero haciendo agitarse al penacho. Paco se situaba detrás y desde allí admiraba el chocho de Marta que aparecía y desaparecía escurridizo con el vaivén de la cola. La primera vez que la vio así, sin más historias de la metió hasta el fondo y la folló salvajemente. Había algo en la escena que le atraía enormemente. Descubrió que aunque su esclava le atraía de forma general, los pies de su sumisa lo hacían en particular. Arrodillado detrás de su precioso culo, cogió los pies y empezó a masturbarse con ellos: pasaba la polla por el hueco que forman los arcos de las plantas a modo de vagina, pasaba el glande por los dedos. Finalmente, se corrió llenándola los pies de esperma.
Cuando terminaba de fregar no la permitía incorporarse. La ponía un collar de cuero y con la cadena de la mano la paseaba por el interior de la casa y salían a la terraza recorriéndola varias veces. En ocasiones, la hacía parar y de rodillas se incorporaba imitando a un perro y sacando la lengua. La ofrecía la polla y Marta se la engullía. Repetían la operación varias veces hasta que terminaba corriéndose. A continuación, se sentaba en el sillón con Marta acurrucada a sus pies después de servirle una copa.
Su vida se había convertido en una rutina de dolor y placer, y Marta estaba a punto de ser la sumisa perfecta, pero todavía la quedaba mucho dolor que soportar: el entrenamiento no había concluido. Todavía tenían que ir a la casa del campo dónde Paco llevaba tiempo preparando el espacio dónde Marta iba a chillar cómo nunca lo había hecho.
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