Me tomó entre sus brazos. De espaldas a la pared no podía resistirle. Sus músculos poderosos palpitaban en mi piel. Sus ojos centelleaban intenciones, no sé bien de qué. Su apretado torso me transportaba a ese mundo de sueños y nubes al que toda mujer desea subir mirando a su compañero como si fuera una estrella.
Sonreía, sonreía mucho, tanto que me salió de forma espontánea un abrazo, un intenso y arrogante abrazo para darle la bienvenida. Era una forma de decir, entra en mi vida, quédate, duérmete en mi, descansa en mis manos tus deseos, forma parte de la sombra de mis besos y siente junto a mi el calor de la esperanza. Ese abrazo era una bienvenida a la lujuria de mis ojos, al calor de mis pensamientos. Era un espasmo, una contracción, un calambre de puro deseo sexual, al mismo tiempo que mi corazón se ensanchaba y se rompía junto a él en mil pedazos. Cada trozo se clavaba en una parte de su cuerpo. Toda yo, en ese momento, era todo él.
Me tenía de espaldas a la pared, cercano a la puerta, yo no podía, ¡no quería! resistirle. Delicadamente me besó en los labios.
Mañana nos vemos, me dijo.
Entonces... ¡desperté¡
¿mañana? ah, andaba equivocada, soñando un sueño, no recordaba que ya habíamos hecho el amor, no recordaba que mi cuerpo estaba saciado, no aprecié el sudor de su pasión, imaginaba una bienvenida y tan solo mis ensoñaciones contra la pared, eran su despedida.
¿habrá un mañana para nosotros? me pregunté en voz baja mientras ví como él cerraba la puerta.