Adiestrando a mis hijas
Un desquiciado intelectual, viudo y padre de tres hijas, las obliga a acompañarlo en un siniestro encierro, durante el cual mantendrá relaciones sexuales con ellas.
Desde que enviudé, hace ya muchos tiempo, he criado a mis hijas dándoles una educación sumamente estricta. Nunca he permitido que salgan del hogar más que para concurrir a la escuela, actividad que las tres ya han concluido. No tienen permitido, tampoco, ser visitadas por amigos varones, aunque cada tanto les permito realizar alguna pequeña reunión con amigas en mi casa y estando yo presente. Tampoco yo tengo tratos con el mundo exterior, salvo la correspondencia que mantengo con algunos intelectuales, y como afortunadamente el pasar económico nuestro es muy bueno, recibimos en nuestra casa todo lo necesario haciendo pedidos telefónicos de los que yo mismo me hago cargo. Las lecturas de las tres, Marta, de 22 años, María de 20, y Carolina, de 18, fueron supervisadas siempre por mí, y estas lecturas son lo que ocupa la mayor parte de sus días, además de las tareas del hogar y las tardes dedicadas al tejido y al bordado. Desde que murió su madre he sido muy liberal en cuando al nudismo, ellas por supuesto visten correctamente, pero no tienen pudor en mostrarse desnudas cada tanto en mi presencia, cuando yo mismo se lo exijo. He meditado durante años la idea de mantener relaciones sexuales con ellas, y he llegado a la conclusión de que es una obligación de mi parte el hacerlo, para evitar que perviertan su vida con desconocidos. Las tres son hermosas mujercitas, de piel muy blanca y cabellos largos y morenos, y la única diferencia particular entre ellas es el color de sus ojos. Los de Marta son oscuros, al igual que lo fueron los de su madre. María en cambio, ha salido a mí y sus ojos son color castaño, y es en cambio en Carolina que la genética ha actuado en forma extraña, concediéndole el favor de ser poseedora por derecho hereditario de unos ojos grises que recuerdan la mirada triste de su abuelo materno, uno de los más grandes terratenientes de estos lares, hombre que apenas conocí pues falleció el mismo día en que me casé con la madre de mis hijas.
He de aclarar al lector que, cegado por las costumbres del mundo exterior es incapaz de comprender nuestro exilio, que he roto los lazos de nuestra familia para con la sociedad por considerarla a ésta un universo de inmundicias, y he juzgado conveniente para mí y para los míos no retomar jamás el contacto directo con lo externo. Por lo tanto acabaré mis días sin que nadie lo sepa, seré algún venidero ocaso un anciano que dejará de comunicarse epistolarmente con la crema intelectual de occidente, y mis sucesoras me darán piadosa sepultura en el jardín de nuestro hogar, donde esperaré abrigado por el calor de la tierra a que el destino las obligue a acompañarme. Pero creo que los estoy aburriendo, que no son ni mis juicios desvariados ni mi futura muerte lo que he prometido a ustedes informarles.
Decidí comenzar a desvirgar a mis hijas siguiendo el justo patrón de su edad, comenzando por la primogénita Marta, que con sus 22 agostos jamás ha conocido el placer carnal, ni lo conocerá por vía de otros brazos que no sean los mismos que han tomado fuerza para sostener esta pluma. La llamé por la mañana de ese jueves para que me visitara en mi despacho, y ella se presentó cubierta por un largo vestido negro, cuyo uso es reglamentario aquí durante días de semana. Como tantas otras veces lo hice antes, le indiqué que se desvistiera, cosa que hizo sin reservas. Le ordené luego que se sentara en el diván, viejo recuerdo de las épocas en que estudiaba sin descanso las teorías del padre del psicoanálisis, y yo por mi parte tomé asiento en un pequeño sillón ubicándome frente a ella a menos de un metro de distancia. Por espacio de unos minutos contemple las apetecibles carnes de mi hija, y luego mantuve una pequeña conversación respecto al pecado carnal y a la inexistencia del castigo falsamente anunciado. Le hice separar sus piernas para poder tocar sus partes pudentas, y entonces comencé a mostrarle los placeres de Onán, cosa que agradeció con un rostro plagado de lujuria. Cuando juzgué, guiado por la enorme cantidad de flujos segregados por su vagina, que estaba ella lo suficientemente exitada, me desvestí, permitiéndole a ella inspeccionar mi pene erecto. La recosté sobre el diván y procedí a penetrarla lentamente, no sin dificultad, pues sentía ella un dolor similar al que sentía su madre cuando le robé su virtud, concibiendo al mismo tiempo a aquella beldad que ahora estaba recibiendo la generosidad que la naturaleza le dio a las proporciones de mi miembro. Lamiendo sus pechos conseguí volverla al punto de exitación original, logrando que el dolor que sentía por la destrucción de su himen se disipara, y le di unas breves pero útiles instrucciones para que disfrutara del orgasmo, que no tardó en hacerse presente, al mismo tiempo en que yo me descargaba en su interior.
Luego de esto tuvimos una charla, en la que ella se mostró grandemente agradecida por los placeres descubiertos, y donde yo la previne respecto a la similar actitud que tendría para con sus hermanas en los días venideros, y en los que esperaba contar con su colaboración.
Pero para ello, y estando extenuado por el recuerdo de aquella aliviadora y placentera experiencia, recurriré al descanso de permitirme continuar este informe en un capítulo próximo.
buenisimo relato, muy bueno