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Engendrando al amanecer

~Engendrando el Amanecer es una Novela de ficción histórica ambientada en Francia, varias décadas antes de la Revolución.

Nuestro narrador, Vassili Du Croisés, revive los recuerdos de su juventud y evoca la presencia del hombre que cambió su vida y al que sigue amando y amará hasta el fin de los tiempos.

Vassili es un Abate que abandona su ministerio y se convierte en una ruina humana. Conocerá a Maurice, un jesuita al que han obligado a salir de su orden religiosa por cuestiones políticas. Los dos pertenecen a familias de la alta nobleza y están atrapados por sus deberes familiares.

Su historia encierra el drama de quien pierde todo lo que da sentido a su vida y, en medio de la más completa oscuridad, encuentra en el amor una luz para seguir adelante.

Pero no se trata de cualquier oscuridad ni de cualquier amor. En la trama se jugará mucho con la filosofía y teología de la época y, al desarrollarse en el contexto de la Ilustración, todo lo que ha sido considerado absoluto durante siglos se pone en entredicho.

PRÓLOGO

Mi nombre es Vassili Du Croisés

Escribo porque temo que el tiempo haga frágil mi memoria.

Escribo para sentir que no estoy solo.

Escribo porque no puedo gritar…

Pero, sobre todo, escribo para crear la nefasta posibilidad de que todos los secretos que estoy obligado a guardar salgan a la luz y así las víctimas, que ahora sólo pueden callar en sus tumbas, obtengan justicia.

Debo admitir que he tenido una vida singular. Fui testigo del cambio de una época y vi al mundo desmoronarse para volver a nacer frágil y orgulloso. Conocí a una persona única, capaz de desafiar al mismo universo y le amé. Tuve la suerte de ser amado también.

Suerte que con el paso de los años y el peso de la soledad se ha convertido en un castigo… He llegado a pensar que sufro este castigo por intentar robar el fuego a los dioses, así que ahora que no tengo nada que perder: voy a compartir ese fuego, voy a contar la historia que danza en sus llamas... 

I - DESTINADOS A ENCONTRARNOS

Comenzaré mi relato en el año 1762, durante el reinado de Luis XV, una época que engendraría grandes cambios en el mundo. Debo admitir que, a pesar de vivir en el apogeo de la Ilustración, yo me mantenía en una cómoda penumbra. Todo estaba definido para mí, no tenía la más mínima duda sobre nada y apenas me interesó el movimiento intelectual de aquellos años.

Siendo mi padre un Marqués acaudalado, mi familia vivía con un bienestar envidiable, codeándose con los Señores más renombrados en Versalles. De ellos sólo aprendí la indiferencia por cualquier cosa que no fuera mi renta anual.

Las cosas cambiaron cuando ingresé a la vida clerical, siguiendo el destino que me habían trazado por ser el segundo hijo. Por influencia de mi tío, un Obispo con grandes aspiraciones, me adherí al Jansenismo y al Galicanismo; y desperté, o creí despertar. Encontré el sentido de mi vida en la lucha que se entabló entre los adeptos a estas corrientes y los defensores del poder del Vaticano.

Los principales abanderados del Papa eran los Jesuitas, y debido a esto eran especialmente odiados por todos los que, sin tener intereses religiosos, se mostraban partidarios de una mayor autonomía para cada nación y rechazaban la pretensión de autoridad universal del sumo pontífice. Por tanto, no se trataba exactamente de una cuestión religiosa, sino política.

Tal fue mi furor y la habilidad de mis argumentos contra los Jesuitas, quienes eran enemigos formidables, que a pesar de ser un novato con apenas una veintena de años encima, era muy respetado y los aplausos me seguían por todos lados. Yo estaba en la gloria.

Sin embargo, debido a mi “humildad”, me decía a mí mismo que sólo era un servidor indigno de Nuestro Señor y me paseaba por Versalles con un aire de asceta severo. Creía poseer una gran autoridad espiritual sobre otros nobles, la misma autoridad de la que durante años habían gozado los Jesuitas.

En ese tiempo, estaba contento conmigo mismo, había logrado mucho en poco tiempo y por mis propios méritos. Obviamente, el pertenecer a una familia importante y haber recibido una esmerada educación, supervisada por mi tío, resultaba una gran ayuda, pero atribuía a mi propio talento el haber ganado la más alta estima de los privilegiados.

Resultaba ridícula la manera con la cual me engañaba a mí mismo cubriendo con un manto de virtud lo que no era más que vanidad. Me regocijaba no solo en mi intelecto y en mi intachable conducta, sino también en mi apariencia, porque sabía que no pasaba desapercibido y disfrutaba cuando ante mí se ruborizaban las damas y los hombres se intimidaban.

Poseía las dotes naturales de mi familia: un rostro atractivo, rectangular, pero con rasgos suaves; nariz recta, bien proporcionada, labios gruesos y ojos grises, como los de mi madre. También mi cabello era semejante al de ella: rubio oscuro. En esos años, lo llevaba siempre corto y oculto bajo la peluca blanca, como era común entre los abates.

Yo era esbelto y muy alto, aquello me daba ciertos aires de superioridad y gozaba de que pocos pudieran verme a la cara sin tener que levantar la cabeza. La verdad es que interiormente no era más que un enano suplicando reconocimiento y temiendo a cualquiera que pudiera hacerme sombra; recuerdo que, a pesar de haber sido tan agraciado por la naturaleza, me amargaba pensando que mi hermano mayor era más atractivo y causaba un mayor impacto en los demás, mientras que yo, con una eterna cara de niño, debía esforzarme para que me tomaran en serio.

Gracias a mi empeño, había logrado tan buena fama que una importante familia me invitó a permanecer con ella durante un tiempo indeterminado. Deseaban que les ayudara en la reforma de su hijo menor: el muchacho había ingresado como novicio con los Jesuitas hasta que su padre lo arrancó a la fuerza de sus garras. Como había hecho varios intentos de escape para volver con ellos, su familia quería que yo dispersara de su cabeza todos los errores y malas influencias que le habían sembrado.

Nada me resultaba más agradable que hacer esto y, a la vez, introducirlo en la doctrina que yo seguía. Era como ganar un territorio más en nuestra larga guerra. Pero el muchacho resultó ser... especial.

¿Especial? ¡Qué palabra tan inadecuada para describirte, Maurice!... Mas, por ahora, no puedo usar otras; sería adelantar mi relato y nadie podrá nunca entender lo que llegaste a ser en mi vida sin conocer toda la historia. Yo mismo a veces me siento confundido sobre ti, porque siempre conservaste un aura de misterio inabarcable.

—¡Todo es culpa de su madre! —Explicó el Marqués Théophane de Gaucourt cuando quiso ponerme al corriente de la situación—. Ella vivía en España con él; por ser el más pequeño permití que se lo llevara, ya sabe, pero esa loca lo dejó entrar al convento de esos miserables. El muy ladino me pidió permiso para hacerse Jesuita muchas veces y, por supuesto, me negué. ¡Lo que menos imaginé es que me escribía desde esa cueva de zorros!... Vine a enterarme de todo hace unos meses, cuando ella murió y quise hacerme cargo de mi hijo.

—¿Cómo es posible? ¿No fue a visitarlo alguna vez?

—Cuando era pequeño, sí, pero luego no pude hacerlo. —El pobre hombre mostró honda pena en su rostro surcado por los signos de una larga y azarosa vida—. Ella era una mujer difícil y nunca dejó que volviera a acercarme a mi hijo desde... En fin, no viene al caso…

El Marqués había enrojecido de vergüenza mientras hablaba; al lanzar una mirada furtiva sobre la joven que estaba sentada a su derecha, y que me había sido presentada como la señora de la casa, comprendí la situación.

—¿Cuántos años pasó su hijo con los padres Jesuitas? —pregunté para dar por terminado el asunto, no me interesaba ahondar en la moral de mi anfitrión. Mi único interés era asestar otro golpe a mis enemigos.

—¡La insensata de Thérese le permitió ingresar a los 15 años!

—¿Cuánto le faltaba para hacer los votos?

—Esa es la cuestión: ya estaba listo para hacerlos y, por eso, ha querido escaparse. Piensa que, una vez que pronuncie sus votos, yo no podré hacer nada para separarlo de la Compañía.

—Pierda cuidado —le dije con una sonrisa llena de satisfacción—. El parlamento pronto prohibirá a la Compañía de Jesús mantener sus novicios, y a estos no les quedará más remedio que volver a sus hogares o buscar otra orden que los reciba. Es sólo cuestión de tiempo el que su hijo se convenza de que sus aspiraciones son vanas.

—Mi hermano no es el tipo de hombre que se rinde fácilmente.

La afirmación vino del otro extremo de la mesa, del hijo mayor del Marqués, Joseph, quien había tenido que salir en la noche tras su hermano y se había visto obligado a utilizar la ayuda de tres hombres para hacerle volver. También era el único que se había sentado a escuchar las razones del muchacho y el único que sentía respeto por éstas.

—Es muy firme en sus convicciones. Yo no tengo ninguna inclinación hacia los jesuitas, como no tengo interés por la religión, pero la fidelidad de mi hermano hacia ellos es algo que me sobrecoge. Lo dejaría hacer su voluntad si la Compañía de Jesús no estuviera al borde de la ruina en Francia.

—¡¿Cómo te atreves a decir eso?! —rugió el padre—. ¡¿Dejarías que fuera parte de esos traidores, usureros, que tienen pacto con el mismo diablo?!...

—¿Y, acaso, no es peor lo que usted pretende, padre? Él quiere ser Jesuita y usted quiere que este hombre le haga Jansenista... ¡Lo mejor sería sacar todos los crucifijos de esta casa y hacerle un hombre libre de ideas absurdas!

Dicho esto, se levantó de la mesa y salió del comedor. Su esposa, tan joven como la amante de su padre, fue tras él. ¡Vaya, una cena interesante! El padre, alguien que proclamaba ser jansenista como yo, pero de dudosa moral; el hijo mayor seguramente un ilustrado y el menor nada menos que un novicio jesuita. Mi trabajo consistía en demostrar que, entre todos, sólo yo estaba en lo correcto.

A la mañana siguiente, tuve el honor de conocer al muchacho. Su padre me condujo hasta uno de los salones de la Villa, en el que acostumbraba encerrarse a leer. El Marqués veía aquello como un vicio, quería que su hijo buscara ejercitarse en la caza o disfrutara de los bailes que frecuentemente se daban en su palacio de París; el resto de la familia pensaba que el muchacho prefería mantener vida de monje sólo para llevar la contraria; pues, cuando su carácter salía a relucir, no había en él ni el más mínimo recato monástico, lo describían como orgulloso, autoritario y con un gran talento para incordiar a todos. Yo estaba ansioso por conocerlo...

El Marqués abrió la puerta de la habitación sin avisar. Lo primero que apareció ante mi vista fue una gran estantería llena de esculturas orientales, un gusto extraño de la nueva señora de la casa, según comentó el viejo. Entramos y tuvimos que girar a la derecha para ver al jovenzuelo en cuestión, estaba sentado en el marco de una de las ventanas, concentrado en un libro, y no se molestó en mirarnos.

El sol entraba con todo su esplendor por la ventana, confiriéndole al muchacho una imagen bastante particular; años después, reconocería que me pareció hermoso. Lo primero que llamó mi atención fue su cabello: era rojizo, muy abundante y un completo caos de mechones que ocultaban buena parte de su rostro. También me fijé en que vestía con una sencillez que no se esperaría en la casa de un Marqués. Había un aire tosco en él.

—Maurice, este es Monsieur Vassili Du Croisés. Será nuestro huésped por unas semanas, muestra tu hospitalidad.

Su hijo no dejó traslucir ninguna emoción. Se acercó y, cuando levantó la cabeza, pude descubrir su rostro debajo de la melena inmisericorde. Era un ovalo del más delicado alabastro, adornado por unos enigmáticos ojos de color verde y dorado, una delicada nariz, y aquella pequeña boca de labios carnosos y rojos que tanto extraño...

¡Ah! Maurice era en esa época un jovencito menudo y frágil, tanto que provocaba dudas respecto a si en verdad había cumplido los veinte años. Pero más valía no dejarse engañar por su apariencia y reparar en esa mirada desafiante que apenas lograba disimular.

—Espero que encuentre agradable su estadía entre nosotros — dijo con una mezcla de indiferencia y cortesía.

Yo asentí amablemente y no pude menos que reírme por lo bajo de la cara de asombro de su padre, éste estaba tan confundido que me arrastró fuera de la habitación tan pronto como pudo.

—¡Este muchacho...! Yo esperaba que quisiera sacarle a patadas y en cambio se ha mostrado muy civilizado.

—Bueno, él no conoce nuestras intenciones.

—¡Ja, no lo subestime! Le aseguro que las adivinó antes de que yo abriera la puerta. Es un demonio de muchacho —dijo esto con una amplia sonrisa cargada de orgullo y satisfacción. Al ver mi cara asombrada, pensó que se debía a la expresión poco cristiana que había usado—. ¡Perdón!, quise decir...

—Le comprendo.

Y comprendí otras cosas, aquel viejo estaba fascinado por la personalidad de su hijo. Pude palpar algo de la ternura que el Marqués sentía por éste y me conmoví, incluso sentí algo de envidia, pues mi padre siempre fue autoritario y distante. Théophane, en cambio, era un padre amoroso y abierto, que veía a sus dos hijos como regalos ante los cuales maravillarse. Todo su empeño por doblegar a Maurice venía de un afán por protegerlo y mantenerlo a su lado.

—¡Maurice! ¿Dónde te has enterrado? ¡He venido a sacarte de tu sepulcro! —se escuchó gritar por toda la casa unos minutos después.

—¡Ya ha vuelto...! —exclamó el Marqués lleno de satisfacción y dejó inconclusa la conversación que sosteníamos.

Se dirigió con paso apresurado escaleras abajo, hacia el encuentro del joven que había irrumpido en la casa, vistiendo un elegante traje que llevaba desarreglado.

—¡Raffaele, este lugar se llena de vida cuando llegas! —El viejo se veía feliz y le abrazó como si fuera su propio hijo—. ¡Ah, veo que vienes de una de tus cacerías!

—Así es, Monsieur, anoche estuve en un baile y hoy he despertado entre los brazos de una bella y complaciente dama. Como ve, soy su fiel discípulo... —Y le hizo una solemne reverencia.

—Calla, calla, que tengo un invitado... —le suplicó el viejo conteniendo la risa, supongo que debió realizar alguna seña hacia mí, quien le había seguido por no saber qué otra cosa hacer.

—Pero Monsieur —le murmuró al oído el joven lo bastante fuerte como para que yo escuchara—, ¿acaso va a llenar de monjes esta Villa? ¿No le basta con nuestro amigo, el cachorro jesuita?

No tengo que decir lo desagradable que me resultó. Algo en mí se sentía amenazado por su imponente presencia; poseía una hermosa melena negra que dejaba caer a un lado de su rostro, ese rostro de rasgos cincelados con firmeza, con sus pómulos marcados y el mentón fuerte. Sus grandes ojos negros estaban acompañados por largas pestañas y cejas pobladas y rectas. Su nariz aguileña era perfecta y su boca tenía un permanente gesto sugerente y desdeñoso. Pero lo que me sacó de mis casillas fue que, al quedar frente a frente, se hizo evidente que era más alto que yo.

—¿A quién llamas así? —rugió una voz sobre nuestras cabezas. Era Maurice, que venía bajando las escaleras con una expresión terrible en el rostro.

—Pues a ti, mi querido primo. —El joven le esgrimió la más encantadora de sus sonrisas—. Me alegra verte del mismo humor de siempre.

—Deja ya de hablar estupideces, me aburres.

Salió hacia el jardín haciendo una seña al otro para que le siguiera.

—Temo que el sermón de hoy será largo.

—Anda, Raffaele, ve y cuéntale de tus correrías a ver si se anima a seguirte.

—Le aseguro, mi estimado señor, que pondré todo mi empeño. — Volvió a hacer una reverencia, más apropiada a un comediante de algún teatro que a un caballero, y siguió a Maurice. El viejo se quedó mirándole lleno de satisfacción.

Entonces comprendí su juego. No buscaba el bienestar espiritual de su hijo, me llamó por la misma razón que permitía a ese joven tener amistad con Maurice: quería que su hijo desistiera de la idea de ser Jesuita, sin importar qué eligiera a cambio. Con Raffaele intentaba seducirlo con placeres mundanos; y conmigo a través de otra doctrina religiosa. El viejo apostaba a ganar jugando con dos barajas distintas e incluso opuestas.

Me causó tal irritación ser utilizado como marioneta y sin recibir el reconocimiento a mi verdadero valor que me excusé como pude y me retiré a mi habitación. Pero también allí me sentí incómodo; quería saber qué clase de relación había entre ese libertino y el novicio Jesuita. Ya sabía que eran primos, lo que deseaba averiguar era qué tan cercanos eran el uno del otro para medir mi oportunidad de ganar en la contienda. Mi orgullo estaba en juego.

Fui al jardín, aproximándome sigilosamente hasta el lugar en donde se habían echado en la hierba. Sí, estoy de acuerdo en que mi proceder no tenía excusa y actuaba igual que una verdulera chismosa, y no me arrepiento. Gracias a mi vulgar deseo de entrometerme en la vida de otros, logré ver por primera vez un cuadro que luego me resultaría entrañablemente familiar, y pude escuchar una de esas conversaciones tan originales que Maurice y Raffaele eran capaces de sostener, algo que siempre echaré de menos.

—¡No sigas por favor! —suplicaba Raffaele conteniendo la risa—. Me recuerdas a la Tía Séverine, aunque ella es más breve cuando me amonesta.

—Cada día haces un espectáculo, no has ganado ninguna compostura con la edad. ¡Ya no eres un niño!

—Así divierto a tu padre. El pobre debe extrañar el aire de París y Versalles. Por tu culpa se ha alejado de todos los bailes.

—Por mí que se vaya a bailar, nadie se lo impide.

—Ah, pero él teme que te vuelvas a escapar y como tu hermano ya casi está de tu parte...

—Será por eso que ha pedido refuerzos...

—Te refieres a esa ave negra...

—Sí, creo que se llama Du Croisés, Vassili Du Croisés...

—Oh, oh, oh, ¡debo darle mis respetos a tu padre! ¡Ese hombre es famoso! Y es tan jansenista como tú jesuita.

—Debí imaginarlo. Lo ha traído para convencerme.

—Bueno, en ese caso, no hay de qué preocuparse; a ti no te convencería ni una aparición de Ángeles jansenistas, incluso si cantan muy bien.

—¿Eso crees? En realidad, estoy desesperado. Mi Padre no hace más que jactarse de la indisposición del Rey hacia la Compañía.

—¿El Rey? No, más bien el parlamento, en donde la mayoría son Galicanos o jansenistas o ambas cosas. Y, por supuesto, Madame de Pompadour y el terrible Choiseul son los más interesados en exterminar a tus viejos amigos.

—Entonces, ¿el Rey aún nos apoya? —Recuerdo que me sorprendió lo identificado con los jesuitas que le hacía lucir ese “nos” pronunciado.

—El Rey sólo se apoya a sí mismo. Cederá a las demandas de su amante y del Duque de Choiseul si estas le convienen. Y... mejor no sigo.

—¡Dime todo lo que sabes!...

—No es nada bueno. El Rey quiere dinero para seguir con su guerra. El parlamento puede negárselo, pero si él gana su favor dándoles lo que ellos más desean…

—Entonces tendrá su dinero...

—Así es. No esperes mucho de su Majestad.

—Sólo nos queda Dios...

—En mi opinión, él también parece haberse olvidado de tus Jesuitas. El mismo Papa no ayuda mucho.

—De la ayuda de Dios no tengo dudas. En cuanto al Papa… es cierto que él no ha hecho mucho por nosotros, pero a pesar de eso, debemos seguir defendiendo su autoridad y no ceder ante el Parlamento o ante el mismo Rey.

—Si piensas así, vas a estar más solo que nunca, ya que muchos de tus Jesuitas intentan sobrevivir mostrándose más fieles al Rey que al Papa.

—Más solo... ¿Todavía más...?

—Bueno, bueno, tú no estás solo en todos los sentidos, me tienes a mí, tu “bufón de palacio”, como me llamas... —Acompañó sus palabras poniéndose de pie de un salto para hacer una graciosa reverencia, haciendo sonreír a Maurice—. Dejemos a un lado los curas, los reyes y al Parlamento pendenciero, hablemos de otra cosa... Por ejemplo: ¡de nuestra querida prima! —Raffaele comenzó a danzar con una doncella imaginaria—. ¡Ah, Sophie, está más hermosa que nunca!... Es increíble que sea la misma niña con la que solíamos jugar. Es toda una mujer, y lo digo en el sentido pleno de la palabra. Cuando la ves, ¡no puedes evitar querer llevártela a la cama!

—¡Raffaele!... —exclamó Maurice poniéndose de pie al instante—. ¿Qué dices? ¡Ella acaba de casarse!

—¿Y qué importancia tiene ese minúsculo detalle? Su marido es un Conde con pocos sesos, ella es cortejada por muchos caballeros y, por supuesto, yo soy el más devoto de todos.

—¿Lo estás diciendo en serio...?

—Amigo mío, no me importa ir al infierno si puedo experimentar el paraíso entre sus piernas...

Lo que siguió fue un monólogo bastante airado, en el que Maurice trató con todas sus fuerzas de convencer a su primo de alejarse de la dama en cuestión. Al cabo de un rato, Raffaele le interrumpió abrazándolo y obsequiándole un apasionado beso que debió hollarle la mejilla.

—¡Así me gusta verte! Lleno de vida, discutiendo, batallando. ¡No importa lo que pase con tus queridos Jesuitas, no pierdas ese espíritu!

—¡Tú...! ¿Todo ese cuento era...?

—Bueno. Tú bien sabes que hay alguien más a quien preferiría cortejar en lugar de Sophie —señaló con cierta melancolía haciendo a Maurice volver a preocuparse—. Te he contado esto para que tuviéramos algo más de qué hablar.

—Definitivamente, yo nunca podré reprocharte nada —suspiró Maurice—. Siempre sabes cómo ser... eso que tú eres...

—¿En serio? —dijo mostrando algo de tristeza en su rostro, Maurice no pareció percatarse.

—Claro, ya no quiero seguir condenando tu manera de ser… aunque seas como eres…

—En ese caso —el joven descarado pasó su brazo por la cintura de Maurice, y acercó su rostro al de este de una forma que casi me hizo gritar escandalizado—, déjame decirte que tú siempre serás mi amadísimo “niño salvaje”.

—Hacía tanto tiempo que no me llamaban así… —sonrió incómodo—, preferiría que no lo hicieras más.

—¡Ah! ¿Temes rendirte a mis encantos? Yo sé muy bien cómo seducir a todo el mundo. Nadie se me resiste. Lo mismo pasará el día del juicio: Dios me mirará sonriendo y me pedirá que juegue a las cartas con él.

—¿Y tú harás trampa? —Maurice delicadamente intentó liberarse de su abrazo.

—Tal vez, depende de qué apueste el viejo —agregó con jactancia el muy idiota, soltando una carcajada estentórea mientras mantenía atrapado a su primo.

Me molestó tanto aquella escena que volví a mi habitación en el acto. En la cena, me di cuenta de que el joven tenía la costumbre de mostrarse demasiado “cercano” con todo el mundo: al entrar al salón, besó y dio una flor a las jóvenes señoras de la casa; abrazó al hermano de Maurice con gran entusiasmo, y a mí no dejó de sacarme conversación en toda la noche. Era increíble cómo lograba crear un ambiente de alegría a su alrededor. Noté que el Marqués le miraba embelesado, quizá aquel joven le recordaba su juventud ya perdida.

Después de la cena, el ruidoso huésped nos hizo una demostración de danza, quería enseñarnos los bailes que estaban de moda en París. Yo, que era el huésped silencioso, me aburría como nunca y, cada vez que le aplaudían su estupidez, me sentía enfermo. Ya que marcharme significaba dejarle todo el escenario al payaso, me quedé estoicamente anclado en aquel sillón. Además, me interesaba ver la reacción de Maurice.

Él contemplaba en silencio, sonreía y aplaudía como todos. Me parecía que se mantenía tan aparte como podía, o al menos eso es lo que yo quería creer. ¡Qué desengaño cuando le vi levantarse para bailar cuando su primo le invitó! Querían enseñarnos una ridícula danza que inventaron cuando eran niños.

Quedaba claro que el libertino atraía más la atención de mi futuro pupilo, yo estaba en desventaja en esta competencia. Odié al viejo Marqués por ponerme en semejante situación; si Monsieur Théophane quería alejar a su hijo de los jesuitas, tenía más posibilidad de hacerlo empujándolo a una vida mundana, como la que llevaba Raffaele, que a través de mí. Esa noche decidí regresar a París al día siguiente.

¿Qué hubiera pasado de haberlo hecho? ¿Se hubieran cruzado nuestros destinos como lo hicieron? Pienso que sí. No importa cómo ni cuándo, nos hubiéramos encontrado de nuevo porque todo lo que existe fue creado para que nos conociéramos. Al menos, es lo que he querido creer, y lo que seguiré creyendo mientras tu recuerdo se mantenga y mi corazón aún sangre: que tú y yo estábamos destinados a encontrarnos, mi amado Maurice…

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