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Encarnación (I)

Encarnación era una mujer conservadora que acaba de cumplir cuarenta y cinco años, que pertenecía a la clase acomodada de una pequeña ciudad sureña. Su marido era director de banco, y ella diseñadora, pero tenía el trabajo más como hobby que como forma de ganarse el sustento.



Se conservaba muy bien para su edad: tenía un culo firme y unas caderas anchas. Si bien había perdido su figura ideal de juventud debido a los dos partos, la redondez de su trasero seguía siendo muy sugerente, así como sus pechos, grandes y un poco caídos, que subían en un sujetador. Su pelo, rubio veteado de castaño, le llegaba a la mitad de la espalda, y estaba peinado con flequillo sobre una cara con unos pómulos muy marcados, unos labios finos y unos ojos marrones y rasgados; una cara bella de señora bien posicionada.



Como mucha gente posicionada de aquella ciudad, estaba en una cofradía, no importa cual. Las cofradías distaban mucho de ser reductos de fe y hermandad; eran más bien grupos de amigos y nichos de contactos, formas rápidas de asistir a actos con el alcalde o el obispo, que tenían mucha influencia.



Encarnación, además, estaba casada, y desde hacía tiempo. Se casó con 26 años, y pronto tuvo dos hijos, que ahora estudiaban fuera de la ciudad. Mentiríamos si dijésemos que a Encarnación todo le iba bien: desde hacía un tiempo se encontraba sola. Su marido era Hermano Mayor de su cofradía, así como Vocal en la Agrupación; eso le quitaba bastante tiempo. Además, su marido no le atraía: gordo y con el pelo ralo engominado para atrás, era un personajillo paticorto que olía a sudor y a puro barato y estaba más preocupado por los respiraderos del paso que por ella. Su hijo, lejos, que venía a verlos cada dos meses. Ella solo tenía algunas amigas, casi todas de la cofradía, las misas, su trabajo… y el vino.



Precisamente tomaba una copa de vino en su chalet en las afueras cuando sonó en su móvil un Whatsapp; eran las doce de la mañana y no había nadie en casa, salvo su asistenta sudamericana. Pedían que fuese gente a la Hermandad, que había que limpiar unas varas. Ante la inminencia de la Semana Santa, la hermandad era un revoloteo constante de gente: vestidores de la Virgen, floristas, hermanos, restauradores, capataces, gente de la agrupación, todos creando más follón que arreglando algo; al final, todo se solucionaría con un par de voces de su marido la hora de antes de la salida y dos telefonazos al Concejal de turno. Miró el móvil y la copa de vino; era demasiado temprano para beber. Terminó su copa y se puso unos vaqueros y una camiseta lisa gris, por si se manchaba.



En coche, la Hermandad no estaba ni a quince minutos; aparcó en un parking del centro y llego a la casa hermandad, que estaba a dos calles de la iglesia desde donde salían todos los Martes Santo, un enorme templo del siglo XVII, de esos construidos con el oro de América durante el Imperio.



Entró al local de la cofradía. Allí encontró a Lucía, una hermana veterana, que estaba limpiando incensarios. Saludó, y preguntó por su marido: no estaba. Pero había dejado varias varas y otros atributos que había que abrillantar, arriba, y ya había alguien limpiando.



Encarnación, Encarna a partir de ahora, subió adonde le indicaron. En una pequeña habitación había como doce varas de plata y un muchacho joven limpiando con algodón mágico. No conocía al joven, de tez morena y el pelo negro, que rondaría la veintena. Tenía una complexión fibrosa, y estaba en forma.



-Hola- dijo Encarna.- ¿Estas son las varas que hay que limpiar?



El joven giró la cara y la miró; “Si”, dijo, y siguió limpiando.



-¿Eres nuevo? Nunca te he visto por aquí.



-Sí- dijo el joven.- Este año me he hecho hermano.



-Soy Encarna- el joven se levantó, le dio dos besos y se presentó:



-Yo soy Miguel.



Encarna comenzó a labrar la vara; eran piezas de plata fina con filigranas y motivos vegetales, con la insignia de la cofradía arriba del todo. Estaban sucias, y algunas tenían cera. Comenzó a pasar el algodón mágico por toda la vara, girándola. Conforme iba bajando, se iba inclinando, hasta que tuvo que agacharse del todo para limpiar la parte final de la vara, cubierta de goma para poder ser apoyada desde el suelo.



Miguel siempre trabajaba agachado, con la vara inclinada. Le resultaba muy cómodo. Se concentraba en su trabajo; frotaba el algodón por todas las filigranas hasta que podía ver su reflejo. Levantó la vista y vio a Encarnación en cuclillas limpiando la vara. El vaquero, ajustado, se bajaba, y podía observar la goma de sus bragas y un atisbo de la raja de su culo. El culo adquiría una forma redonda en esa posición, y casi tocaba los talones de su dueña. Las piernas se revelaban fuertes y musculosas, con el vaquero tan tenso que parecía una segunda piel. Un grandioso culo que daban ganas de pellizcar y sobar allí, en esa pequeña habitación.



Una, dos, tres… Encarna iba limpiando varas, y se iba agachando para limpiar su pie, con el vaquero cada vez más bajo. Con la cuarta vara, se veían gran parte de sus bragas y por la raja que dejaban sus dos cachetes podría haberse introducido una moneda. Miguel había bajado el ritmo de trabajo, se había excitado, y estaba muy pendiente de cada vez que se bajaba para limpiar la vara; pero también se fijaba en Encarna de pie, con sus largas piernas y su culo prieto, así como un poco del seno, que se veía de perfil.



Limpiando la quinta vara, Encarna echó una mirada rápida hacia atrás, al no oír el murmullo del algodón de Miguel; observó que estaba parado, mirando al frente. ¿Le estaba mirando? Se llevó la mano instintivamente al vaquero y se lo subió; inmediatamente, Miguel volvió a frotar la vara. ¡Le había estado mirando!



Terminó la sexta vara, y dejó la habitación. Miguel estaba avergonzado, terminando su última vara, pero no pudo obviar cómo el culo de Encarnación se movía hacia las escaleras, rítmicamente.



Encarnación bajó y abrió el frigorífico que tenía su hermandad, y sacó una cerveza. Bebía más de la cuenta últimamente; aunque en su juventud, debido a su estricta familia, tampoco bebía demasiado.



Iban a dar las dos de la tarde cuando apareció por el cuarto del frigorífico Miguel. Venía sudoroso y jadeante.



-¿Qué has estado haciendo?- preguntó Encarna.- Limpiando varas no se suda.



-Terminé las varas y he estado llevando cosas: bebidas para el final de la penitencia, un altar, cajas de cirios- estaba buscando la jarra de agua. Se echó un vaso y comenzó a beber.



-¿No quieres cerveza?- preguntó Encarna, y él negó con la cabeza.



-¿Cuántos años tienes?



-Diecinueve



Miguel observó a Encarna. Esta vez la tenía de frente: debido a la camiseta ceñida, se le notaba la copa del sujetador, y el pecho. Las caderas anchas, dentro de sus vaqueros de pitillo. Llevaba el pelo recogido en una coleta, un collar de perlas y le miraba con curiosidad. Tenía un brazo pegado al torso, debajo de sus tetas, lo que hacía que se realzasen, y apoyaba el codo en la mano de ese brazo que cruzaba el torso, sujetando la cerveza con la otra. Un collar de perlas le rodeaba el cuello, e iba casi paralelo al cuello de caja de su camiseta.



-No está mal que gente tan joven ayude en la Hermandad. La mantiene viva.



-Gracias



Encarna tomó el último trago de su cerveza, y dejó la habitación, con Miguel siguiendo su culo a la salida.



++++



Pasó el Martes Santo, y el miércoles había que terminar de recoger la salida. Era el proceso inverso a días anteriores: quitar flores, desmontar pasos, colocar las imágenes en sus altares. Encarna estaba subida a una escalera quitando polvo a un retablo de la iglesia; Miguel, furtivamente, se deleitaba con su culo, aunque disimuladamente. Y Encarna se daba cuenta debido a un espejo que incluía el retablo como decoración. Traía loco a ese muchacho joven; la verdad es que se sentía halagada.



Después de recoger, era tradición comer en un bar cercano todos los Miércoles Santo. Se sentaron todos en la mesa… y Miguel y Encarna juntos. Encarna tenía a su marido al lado, pero este estaba disertando sobre la salida. Disertaría sobre la salida todo el mes de Abril y parte de Mayo si hiciese falta.



El vino y la cerveza no faltaron durante la comida; primero fueron jarras de cerveza y tinto con limón para los entrantes; Encarna tenía una copa de tinto con limón. Comenzó a hablar con Miguel:



-¿Qué tal la experiencia?



-Genial. No es tan cansado como parecen.



-¿Tu no habías salido antes, no?



-No, había hecho romerías, pero no en Semana Santa. Lo cierto es que no me había apuntado antes porque hasta este año hacía atletismo y todos los años, por estas fechas, caían unos juegos estudiantiles importantes.



Continuaron hablando sobre sus estudios, sobre su futuro académico, futuro en la Hermandad… una conversación formal y anodina pero que se desarrollaba de forma brillante; fue al final quien, tras la segunda copa de tinto, Encarna acabó hablando de su vida:



-Pues yo terminé ADE, pero apenas trabajo en nada de eso… me casé joven. ¡Tu nunca lo hagas, eh! Los jóvenes, que suerte tenéis.



-Eres joven- llevaban un rato tuteándose- no digas esas cosas, Encarnación.



¿Era un halago, una frase hecha o estaba seduciéndola? Encarna llevaba un vestido muy recatado, sin escote y con cuello. No obstante, eso no evitaba que sus formas no se marcasen; aunque las miradas de Miguel no eran tan escandalosas como hace unas horas, cuando estaba en la iglesia y le miraba el culo.



Decidió aceptarle el cumplido, y ahora preguntó ella:



-¿Y tú, tienes ya novia?



Miguel sonrió y negó, con una sonrisa, con un poco de vergüenza.



-Sin prisas, todo llega- se estaba echando la tercera copa.



Comieron; Encarna también habló con gente de la hermandad, con amigos y conocidos. No se notaba demasiado que había bebido, aunque intervenía siempre que podía y tenía las mejillas algo coloradas. A pesar de eso, tenía una copa de Rioja para acompañar a la carne.



Tras el postre, Encarna no vio inconveniente en tomarse un gin-tonic, so pretexto de bajar la comida.



Eran casi las cinco de la tarde y la gente comenzaba a irse. Su marido, sin embargo, quería ir a ver la salida de cierto Cristo muy famoso, a las seis de la tarde.



-Yo me voy a casa, cariño.- intentaba parecer serena, pero el alcohol le había hecho mella.



-Sube en un taxi; no puedes coger el coche así.



-Claro, claro- le hacía gestos con la mano para quitárselo de encima.



Miguel seguía sentado, callado. El marido de Encarna estaba deseoso de desembarazarse de su mujer e ir a ver las procesiones; además, era consciente de que estaba bebida y solo era un lastre.



Se despidió, y se fue.



-Miguel- dijo Encarna, girándose- ¿puedes decirme dónde está la parada de taxis?



-De camino a mi casa. Te acompaño.



Se levantaron. A pesar de llevar zapato plano, en el paso de Encarna se notaba el alcohol; no obstante, lo llevaba con mucha dignidad. Iba en silencio, con la mirada turbia, al lado de Miguel.



Los taxis estaban a dos manzanas del bar. Miguel era de ese barrio, y lo conocía a la perfección. Ante la fila, Encarna fue a mirar su monedero… que no existía. Se lo había dejado en su chalet.



-Me he dejado el monedero- le dijo a Miguel.



-¿Seguro?



-Sí, está en mi casa… a saber dónde. Y con qué dinero.



-¿No puedes ir de otra forma?



-No- se resignó Encarna.



-Te llevo en mi coche.



-Pues…- Encarna dudaba- te estaría muy agradecida.



El Volkswagen Polo de Miguel era un coche de segunda mano en perfecto estado. El motor rugía en las cuestas de las colinas donde estaban las colonias de chalets de la gente adinerada de la ciudad, con la música alta, a petición de Encarna.



Para ella, el viaje había pasado de ser un favor a todo un redescubrimiento personal. Solo quince minutos como copiloto en el coche de un universitario, borracha y con la música a todo volumen le habían servido para recordar viejos tiempos, en aquellas escapadas que le permitía su estricto padre. Por eso, no podía admitir que eso parase en tan poco. Cuando Miguel detuvo el coche frente al chalet de Encarna, esta le invitó a pasar a tomar un café. Miguel no quería, pero casi fue sacado del coche a rastras por Encarna, que usó su autoridad como mujer del Hermano Mayor.



Estaba Miguel sentado en el salón, decorado en blanco y negro de forma moderna, reflexionando sobre la incomodidad del momento cuando apareció Encarna en zapatillas y con una coleta, y con dos vasos y una botella de whisky.



-Encarna, me dijiste café.



-Al cuerno el café. Es Chivas de mi marido; no vas a probar uno de estos hasta que te gradúes.



-Encarna, por favor- estaba incómodo. Durante el viaje, la excitación de Encarna había subido, riendo y diciendo tonterías de cuando era estudiante. Encarna se había sentado al lado suya, cerca, y puso los vasos en la mesita baja que había frente al sofá.



-Mira, el whisky con hielos no se toma como un cubata. En cubata emborracha más; además engorda jiji. Mira. Se echan dos hielos, así- echó los dos hielos- y ahora se llena el vaso hasta la mitad.- le tendió el vaso y le hizo brindar.



-¿Por qué?- preguntó Encarna.



-¡Por la Hermandad!- respondió Miguel.



-¡Al cuerno! ¡Por nosotros!- Chocó el vaso y le dio un largo trago, bebiendo la mitad de su contenido. Se recostó en el brazo del sofá, tumbándose a lo largo… y colocando sus pies desnudos en el regazo de Miguel.



La peor preocupación de Miguel era que Encarna se quedase durmiendo con sus pies encima. Entonces comenzó a notar el talón de Encarna masajeándole el paquete, muy sibilinamente. Ella le sonreía, colorada, desde el respaldo del sofá, mirando sobre sus tetas, que se erguían como dos colinas sobre su pecho. Estaban en silencio, incómodo para Ernesto y divertido para ella.



-¿Te gusta?



-Encarna, para…



-Tu paquete no dice lo mismo- cogió el whisky y le dio otro sorbo.



-Deja el whisky.



-Quítamelo.



Miguel se adelantó para quitarle el vaso y además desembarazarse de ella; justo lo que quería, pues lo agarró de la mano, desequilibrándolo y tumbándolo sobre ella. Su cara chocó contra la suya; notó en su torso las tetas de Encarna y su paquete en la parte baja de la barriga. Miguel sentía en su piel morena el aliento de Encarna, y su olor, una mezcla de perfume caro y alcohol. Y pronto sintió los labios finos de Encarna besando los suyos, su lengua horadando la entrada de su boca, sus manos con anillos recorriendo su espalda. Miguel cedió, y sus lenguas de entremezclaron, y sus manos amasaron las tetas sobre el vestido mientras que su polla pugnaba por salir.



Después del beso, se separaron; ella se desnudó rápido, y cuando Miguel acababa de quitarse los pantalones, ella le bajaba por calzoncillos. Su rabo saltó como un resorte, una pieza de diecisiete centímetros, morena como el dueño, gruesa y con pelo azabache. Escupió y le dio algunos lametones; pero la quería dentro ya. Empujó a Miguel contra el sofá, y le cabalgó entre gemidos del muchacho. Estaba lubricada, mojada como hacía años que no lo hacía. Ernesto puso sus manos en sus caderas y acompañaba así la cadencia de Encarna, hasta que se corrió dentro.



Encarna se sentó a su lado, con el coño aún chorreante de semen. Jadeaban, y ninguno terminaba aún de creérselo.



-Me he… no tenía goma.



-Pero yo si tengo DIU.



Continuaron mirando al frente, hasta que Encarna dijo:



-¿Te ha gustado hacerlo con una madura?



-Yo… soy virgen. Bueno, era.



Encarna asintió. De repente, se sintió responsable de ese muchacho. Lo había desvirgado. Y también le había puesto los cuernos a su marido.



-Aún estamos a tiempo del café- continuó Encarna, ya con la respiración normal.



-Prefiero un Cola-Cao.



Aquello enterneció a Encarna; fue a la cocina, desnuda. Miguel escuchaba el ruido de los vasos, la campanita del microondas, y Encarna volvió, con un delantal rojo sobre su cuerpo desnudo, por el cual las tetas se salían a los lados y solo cubría su sexo y parte de los muslos.



Miguel se llevó el vaso a la boca, y asintió, como para creerse eso, mientras Encarna, con sus tetas asomando por los bordes del delantal, se soltaba el pelo de una forma –no sabía si deliberadamente- sexy. 


Datos del Relato
  • Categoría: Maduras
  • Media: 8
  • Votos: 1
  • Envios: 0
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