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En una playa a la que no va mucha gente, pueden pasar muchas cosas

En una playa a la que no va mucha gente, pueden pasar muchas cosas como que muchas personas empiecen a follar. Muchos jóvenes obliguen a una chica a tener sexo.



Septiembre había irrumpido casi de repente. Surgió, señorial y decadente, tras los últimos días de un agosto frivolón y pedante que murieron sin indulgencia. La climatología por aquellos días era razonablemente buena. Un sol tibio de final de verano jugaba a esconderse tras los algodonosos cúmulos de sinuosas líneas.



Desde unos días antes se había quedado sola lo que propiciaba la posibilidad de cumplir alguna de sus fantasías aunque fuera de forma tan efímera como una mañana de playa o los paseos entre las sombras de la noche, dejando que fluyesen ocultos deseos.



El viernes anterior había viajado a la capital, acompañada de aquella amiga y juntas, tras darle muchas vueltas, visitaron un local liberal. Su ambiente sórdido, su tenue iluminación y, sobre todo, alguno de los jóvenes de cuerpos bien definidos que dejaban a la vista sus objetos de deseo, enseñoreándose de sus atributos, habían producido en ella una sensación de lujuria jamás sentida hasta aquel momento. Más tarde, aquel joven moreno, de mirada pícara, de cuerpo depilado y cubierto tan solo por una reducida toalla de tonos blancos, la había cautivado. Un sentimiento irrefrenable de deseo que tan solo se vio truncado por la inesperada e impertinente hora de cierre del local. Ahí se quedó todo, en unas caricias, unos besos y… poco más. Tan solo eso y un fuerte subidón que tuvo que paliar en la soledad del cuarto de baño del local antes de regresar a casa.



Todavía, pasados más de tres días, el recuerdo de aquel momento hacía que su lívido se disparase, aguardando con impaciencia que su amiga le volviese a proponer viajar a la ciudad para visitar aquel lugar, algo a lo que se había comprometido.



Salió a la ventana. Fuera hacía sol y la temperatura resultaba agradable. Atrás se habían quedado los calores agobiantes de los días anteriores. Valoró la posibilidad de irse a la playa. Tenía que aprovechar los instantes que le deparaba su transitoria soledad. Sabía que a la vuelta de unos días todo volvería a la fría rutina y las dificultades para hacer realidad las fantasías que tanto deseaba serían casi insalvables.



Corrió al cuarto de invitados y buscó en el armario, oculto tras juegos de cama y toallas, un biquini que había comprado días antes en su sex shop. Lo había visto vistiendo un maniquí en su escaparate y le pareció extremadamente sexi, de una sensualidad fuera de lo corriente. Se lo despachó aquella joven minifaldera que se interesó por la talla y el color que deseaba. No se atrevió a decirle que era para ella y se excusó aduciendo que era un regalo para una amiga; la joven, tras mostrárselo, lo envolvió en un bonito papel de tonos azules. Sabía que había hecho una buena compra, que aquella prenda le favorecería y haría resaltar su esbelta figura.



Al llegar a casa, en la soledad del dormitorio, se lo probó ante el espejo. Se sintió hermosa, atractiva, deseable y se felicitó por lo acertado de su compra; sin embargo quedaba ahora lo más difícil, donde y cuando poder estrenarlo.



Tal vez aquella mañana resultase un buen día para hacerlo, pensó para sí. Por ello, tras ducharse en agua tibia, maquillar levemente su rostro y pintar con un color suave sus labios, se lo colocó. Le quedaba a las mil maravillas. La imagen que le devolvió el espejo fue perfecta. Se vistió con un pantalón corto blanco, una camisa anudada a la cintura y unas chanclas que dejaban sus pies casi desnudos. Buscó una gran pamela que sabía guardaba en el armario y ocultó su rostro tras unas grandes gafas de sol de pasta negra.



Con mucha discreción, utilizando el ascensor, bajó al garaje, arrancó su coche y se puso en marcha. Deseaba cuanto antes abandonar la calle donde vivía y donde una mirada indiscreta podría reconocerla y preguntarse a donde iba sola.



Miró el reloj. La una de tarde. Sabía que a unos 40 km. de la ciudad, en dirección oeste, había una pequeña playa que, por su difícil acceso, era muy poco frecuentada. Agosto había concluido y con la llegada de septiembre y la vuelta al colegio, estaba segura que la afluencia a aquella lejana playa sería muy reducida.



Abandonó la ciudad tomando la carretera secundaria que habría de conducirla al paraje elegido. En poco más de veinticinco minutos alcanzó su meta. Sobre la playa, oculta tras un imponente roquedal, se abría una zona de aparcamiento de vehículos donde tendría que dejar el suyo. Se sintió aliviada al ver que su coche era el único aparcado lo que hacía presagiar la escasa afluencia de bañistas. Aquello le produjo una satisfacción muy especial.



Despacio, para evitar un contratiempo, descendió por el angosto y sinuoso sendero que daba acceso a la playa. El arenal, de pequeñas dimensiones, estaba completamente vacío y la mar en calma, como un plato de color plata donde reflejar el universo. La temperatura muy agradable invitaba a dejarse acariciar por los rayos solares y permitir que el agua empapase el cuerpo.



Estaba satisfecha, sabía que aquella minúscula playa era poco concurrida, ella misma había acudido alguna vez, topándose con cuatro o cinco personas que extendían sus cuerpos sobre el arenal; sin embargo no esperaba aquella calma y absoluta soledad que ayudaba a formar un conjunto casi idílico.



Aquel paisaje, con la pronunciada bajada desde el aparcamiento por un sendero que discurría entre altos matorrales y arboleda, jalonado por los agrestes y elevados acantilados que ceñían el arenal, se le antojó como el mejor lugar para sentirse ella misma.



Se despojó de sus chanclas y de su pantalón, luego se desabotonó la camisa que dejó caer al suelo, se quitó la incómoda pamela y finalmente extendió la toalla de vivos colores. Seguía de pie. Buscó en su capazo el pequeño espejo de una polvera y permitió que parte de su cuerpo se reflejase en él. Se sentía hermosa, atractiva, cautivadora. Sus largas y bien torneadas piernas, su bonito e incitador culo, su cuerpo bien conservado, con vientre plano, invitaba a ser observada, sin embargo allí nadie podía mirarla.



Se ajustó perfectamente el biquini. Era una indumentaria perfecta, seductora. Se felicitó por la compra que había hecho. Por un momento sintió la necesidad de que alguien la contemplase, de que alguien sintiese un fuerte deseo por ella. Deseaba gustar como creía haberlo hecho con aquel joven en el local liberal el viernes anterior. Recordó el momento cuando aquel desconocido acarició suavemente su rostro y la besó. Sintió una explosión de deseo que quiso contener y a duras penas pudo. Sin embargo, aquel aviso de cierre del local provocó que lo que podía haber sido un episodio de auténtica lujuria se convirtiese en una gran frustración paliada, en alguna medida, en la soledad del baño, al sentir como un torrente de fluido se deslizaba por su mano derecha mientras pensaba en aquel joven que ya se había marchado.



Paseó a lo largo de aquellos cuarenta o a lo sumo cincuenta metros de arenal. Lo hizo una y otra vez mientras el sol acariciaba su cuerpo, pensando en el viernes siguiente en que de nuevo acudiría a aquel local en compañía de su amiga. ¿Con su amiga?, se preguntó. ¿Y si ella al final no pudiese acompñarla? Le daba igual, iría sola. Estaba decidido. Pediría una taquilla, se desnudaría hasta quedarse vestida tan solo por algún conjunto elegante y sugerente de ropa interior que poseía y luego pasearía entre las sombras del local, permitiendo que siluetas anónimas la cercasen y con sus manos acariciasen su cuerpo semi desnudo. Besaría, lamería, chuparía, incluso se dejaría penetrar las veces que fuese necesario. Lo deseaba. Quería sentirse deseada, adorada. ¿Para qué esperar a que su amiga la llamase? Inventaría cualquier excusa. Si, la de que él había vuelto de forma inesperada lo que le impediría salir de casa y así podría ir sola, sin testigos, sin nadie que pudiese saber de lo sucedido. Aquel pensamiento, aquel recuerdo, le produjo una fuerte excitación. Corrió al agua a sabiendas que aquel sería el mejor remedio.



Nadó hacia dentro, tal vez veinte o treinta metros. El agua tenía una temperatura ideal. No estaba fría, tal vez 25º pensó para sí. Permaneció en el mar algo más de quince minutos, jugando con el agua, nadando, dejando que su imaginación volase a otros estadios de absoluta libertad que tanto deseaba. Pensó en él. Llevaban más de quince años casados. Se habían conocido en la Facultad. Pronto surgió un amor engañoso que culminó en boda transcurridos dos años. Que error, que grave error. No tenían hijos. Tal vez aquello fuese el desencadenante que terminó con el amor si es que alguna vez lo hubo. El amor y la pasión habían concluido años antes. El, fingiendo cada sábado, de forma rutinaria, deseando realmente estar con otra, con aquella otra que alguna vez le había llamado por teléfono y ella, buscando en su soledad y en aquel consolador que guardaba celosamente los únicos paliativos para sus carencias. Pese a todo sabía que él pronto se marcharía definitivamente y aquello le daría las alas necesarias para hacer lo que le diese la gana.



Miró su reloj. Eran más de las tres. Tomaría el sol hasta secarse y luego regresaría a casa. Nadó hacia la orilla y fue entonces cuando lo vio.



Sentado en el arenal, no muy lejos de donde ella tenía su toalla y su capazo, un joven de raza negra la observaba. Estaba desnudo, completamente desnudo. Aquella visión, lejos de incomodarla, la excitó. Pese a todo sintió que a su alrededor se activaban todas las alarmas. Pensó en la posibilidad de seguir en el agua esperando a que aquel desconocido se tirase al mar y así poder correr hasta su toalla para salir de la playa evitando siquiera cruzarse con él.



Notó que la observaba, que no perdía detalle de sus movimientos. Así transcurrieron más de diez minutos. El joven no se movió ni un centímetro. Volvió a consultar su reloj. Casi las tres y veinte, era tarde, forzosamente tendría que recoger sus cosas y regresar a casa. El no volvería hasta la noche pero podría llamarla y no deseaba tener que dar explicaciones.



Salió del agua y corrió hacia donde tenía extendida su toalla. En ese instante el joven de raza negra se puso en pie y caminó hacia ella. No le pasó desapercibido aquel enorme falo que colgaba entre sus piernas. Increíble. Tal vez veinte centímetros en estado de reposo. No pudo sustraerse a mirarlo, contemplarlo, desearlo.



Al llegar a donde estaba se acercó a ella y la miró de pies a cabeza, con descaro, con cinismo, con autosuficiencia. Tuvo la sensación que aquello iba más allá de unas meras miradas y que al final aquel joven querría algo más, incluso más de lo que ella deseaba darle. Era atractivo, un cuerpo casi perfecto, marcado y aquel pene, sobre todo aquel pene, la estaba volviendo loca pese a tratar de mal disimularlo.



En ese instante, por el sendero del aparcamiento, descendieron otros dos jóvenes de color que al llegar al arenal se desnudaron dejando la ropa en el suelo y permaneciendo inmóviles mirándola a ella y al desconocido que se encontraba a su lado.



El negro que se encontraba junto a ella, sin decir palabra, la agarró por la cintura. Ella trató de zafarse, él se lo impidió. Aquella frase que pronunció heló su cuerpo. “Mejor no te resistas pues será mucho peor”. Ella sabía que la suerte estaba echada.



Sin embargo, en un gesto de rebeldía y autodefensa, empujó con fuerza al joven que cayó al suelo y recogiendo lo que pudo de su ropa salió corriendo en dirección a uno de los acantilados que ofrecía una posible, aunque escarpada, ruta de huida.



No llegó muy lejos. Los tres hombres corrieron tras de ella y la alcanzaron en el acceso a una pequeña furna horadada por las aguas. Uno de ellos, el más fuerte, la golpeó en la cara tirándola a la arena, mientras otro con fuerza arrancaba las dos piezas del biquini haciéndolo trizas.



Por un momento, al verla completamente desnuda, los tres individuos dieron un paso atrás. Quedaron inmóviles, como paralizados. Se miraron. Ella los miró desde el suelo. Aquellos falos enormes, erectos, desafiantes, le produjeron entonces un fuerte estado de ansiedad, de deseo. Sabía lo que le esperaba.



El más bajo de los tres se adelantó, la agarró por la cabeza y metió su pene en su boca, obligándola con ambas manos a mamar. Ella notó como aquel enorme falo crecía en su cavidad bucal ahogándola, produciéndole grandes arcadas mientras sus ojos se llenaban de lágrimas que hicieron que el rímel se corriese embadurnado su rostro. Se sintió impotente, avergonzada mientras chupaba aquel enorme pene que llenaba completamente su boca.



El más alto, de un fuerte empujón, separó al individuo que la estaba poseyendo con fuerza por la boca. La agarró, la introdujo dentro de la furna, colocándola con la espalda sobre la arena se echó sobre ella y la penetró con furia. De nada valieron sus esfuerzos para defenderse, tenía el cuerpo inmovilizado; luego la obligó a girarse y ponerse en cuclillas y escupiendo sobre su ano la penetró con una fuerza inusitada. Sintió un dolor inaguantable al notar que su ano se rasgaba. Aquel hombre comenzó a moverse con fuerza acompasada y ella se acompasó con él pese al insoportable dolor que sentía. No gritó. De nada servirían sus gritos en aquella soledad, tan solo para que irritados le propinasen una paliza de muerte dejándola allí tirada.



El individuo que la estaba penetrando logró introducir la casi totalidad de su enorme pene por su cavidad anal. Ella comenzó a sentir un enorme placer. Comenzó a tocarse, sin embargo otro de los jóvenes se lo impidió dándole una fuerte bofetada y pronunciando una frase soez.



El que la poseía inició un movimiento mucho más rápido. Ella notó sus contracciones previas al orgasmo que se produjo casi de inmediato llenado su cavidad con aquel líquido espeso y blanquecino. Sintió como las gotas de sudor se deslizaban por su rostro. Se sentía rota, reventada, sin embargo estaba gozando.



Al terminar aquel individuo se separó de ella, la agarró por el cuello y la obligó a darse la vuelta. Luego metió su pene en su boca para que le limpiase las últimas gotas de semen que quedaban por fluir.



De inmediato el primer joven que había visto cerca de su toalla tomó el relevo. Primero le introdujo el pene en la boca y la obligó a mamar. Aquel falo se le antojó mayor que el anterior. de nuevo sobrevinieron unas tremendas arcadas que la hicieron vomitar sobre la arena y las lágrimas inundaron sus mejillas. Una vez se cansó de poseerla por la boca, profiriendo insultos y amenazas, la volteó con fuerza y la poseyó, primero por el ano sin miramientos y más tarde por la vagina. De repente se puso en pie, la obligó a girarse y tras abofetearla metió de nuevo el pene en su boca corriéndose dentro de ella. Aquella amenaza de “si te cae una sola gota al suelo te destrozo la cara” la obligaron a tragar aquella enorme cantidad de fluido.



Quedó tumbada en el suelo, exhausta, reventada, sucia. Pidió agua y el tercero de los jóvenes le entregó la pequeña botella que ella llevaba en su capazo. Bebió, tratando de recomponerse y de eliminar de su boca aquel sabor mezcla de semen, mezcla de vómito.



El tercero de los desconocidos seguía sentado a su lado dentro de la furna, los otros dos habían salido de ella. Comenzó a acariciarla con suavidad, la abrazó y empezó a masturbarla; incluso en un momento llevó su boca hasta su sexo y lo succionó. Ella comenzó a tocarlo, se sentía bien al lado de aquel hombre. El siguió con sus besos, con sus caricias. Le preguntó en baja voz si le permitía penetrarla. Ella le respondió afirmativamente. La erección de aquel tercer individuo era completa. Una sensación de placer indescriptible se apoderó de su cuerpo cuando el joven la penetró suavemente y comenzó a cabalgar sobre ella mientras se masturbaba. Llegaron al orgasmo juntos. El sobre su espalda y ella sobre la arena. Luego abrazados, indolentes, se arrebujaron en una esquina de la furna y se quedaron adormilados.



De repente, los otros dos jóvenes volvieron a entrar a la cueva y cogiéndola por una brazo la arrastraron hacia dentro. En ese instante el joven que se encontraba a su lado se puso en pie y se enfrentó a sus amigos. Les exigió que la dejasen en paz, que ya la habían usado, que ya habían disfrutado de ella lo suficiente. De nada sirvió, el más alto de los dos le propinó un fuerte puñetazo que le hizo caer al suelo. Quiso revolverse pero el otro joven, el primero al que había visto, colocó la rodilla sobre su pecho y lo inmovilizó. Ella gritó, pidió por él, que no le hiciesen daño.



El más alto de los tres la volteó sin miramientos y de nuevo la penetró con más furia que antes. Aquel enorme falo horadando sus entrañas. Pese a todo aquello la puso cachonda, algo de lo que se río a carcajadas el tipo que la estaba penetrando, mientras la insultaba. Antes de terminar volvió a introducirle el pene en la boca y allí se corrió llenando de nuevo toda su cavidad bucal y obligándola a tragársela.



Aun tuvo tiempo el otro individuo para volver a sodomizarla y violarla bucalmente pese a las airadas protestas del tercero de los jóvenes que seguía en el suelo inmovilizado.



Al terminar y tras amenazarla con graves consecuencias caso de denunciar aquellos hechos, arrastrando al tercero de los jóvenes, la dejaron tirada dentro de la furna, desnuda, destrozada. Aprovecharon para sustraerle el dinero que tenía en la cartera y abandonaron el lugar.



Como pudo, con dificultad, se levantó y salió de la cueva. Fuera estaba anocheciendo. El sol comenzaba a ocultarse tras un horizonte pleno de misterios. Un crespúsculo de final de verano devolvía ensoñaciones cargadas de magia. Se vistió la ropa que se encontraba diseminada por la playa, comprobó que en el capazo seguían las llaves de su coche y lentamente ascendió aquel interminable sendero hasta el aparcamiento.



Cuando llegó a casa se duchó. Se sentía sucia, sin embargo había gozado, había disfrutado como jamás lo había hecho. Por la retina de su mente desfilaron, una a una, todas las escenas vividas aquella tarde. Sintió como una fuerte sensación de deseo se apoderaba de todo su cuerpo y los fluidos comenzaban a deslizarse por sus piernas. Se puso delante del espejo y se masturbó hasta correrse cayendo al suelo indolente.



Se fue a la cama y aquella noche soñó con el joven con el que había estado abrazada dentro de aquella cueva, aquel con el único con el que había hecho el amor. Deseaba volver a verlo, sentirlo a su lado, sentir su caricias, saborear sus besos y sentirse penetrada por su pene. Finalmente, excitada, tuvo que volver a masturbarse entre las asedadas sábanas de color grisáceo.



A la mañana siguiente se despertó con los recuerdos de la tarde anterior. Seguía excitada, deseosa. Miró el reloj, eran poco más de las once, todavía tenía tiempo. Salió a la calle. Quería comprar aquel otro biquini que había visto en el sex shop días antes. Sabía que se sentiría bien con él puesto sobre su cuerpo.



En la tienda volvió a ser atendida por la joven de la primera vez. Un par de individuos de mirada aviesa la observaron sin perder ni un solo detalle de sus movimientos. Se sintió deseada por aquellos hombres y a punto estuvo de aceptar la invitación de uno de ellos para acceder juntos al interior de una cabina, sin embargo en el último instante descartó aquella idea.



Corrió a casa, faltaba poco para la una. Se colocó aquel biquini y sobre él una pareo de vistoso estampado. Bajó al garaje y en el coche puso rumbo a la lejana playa por el mismo itinerario que el día anterior.



Cuando llegó, la playa estaba vacía como el día anterior, aquello le provocó un estado de excitación inusitado. En el fondo era lo que deseaba. Buscó un rincón cerca de la cueva y estiró la toalla. Se quitó el pareo y dejó que su cuerpo, vestido tan solo con aquel insignificante y provocativo biquini, fuese acariciado por el sol. Quedó pensativa. Miró a su alrededor. La playa estaba vacía, solitaria como la tarde anterior. Miró el reloj. Faltaban pocos minutos para las tres.



Sin saber muy bien la razón se desbrochó la parte superior del biquini dejando sus pechos al aire, luego hizo lo mismo con el tanga de reducidas dimensiones quedando totalmente desnuda a merced de aquel sol de finales de verano que acariciaba su cuerpo. Se tumbó sobre la arena cubierta tan solo por sus gafas de sol de pasta y esperó.



Poco antes de las tres y media vio bajar por el sendero a los tres jóvenes negros de la tarde anterior. Miraron desconfiados a uno y otra lado, incluso uno de ellos hizo ademán de marcharse. Ella se puso en pie y con paso lento, parsimonioso, sonriendo, se dirigió al interior de la furna y ellos la siguieron…


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