Por: Rowena Citlali
La boca de Julián olía a menta, a tabaco negro, a vino tinto. La suya era una boca carnosa y plena que cubría la mía por entero al tiempo que su lengua se deslizaba por la mía como un pez de fuego. Mordí sus labios con suavidad sin impedir que de entre los míos se deslizaran los gemidos que preludiaban un orgasmo tan explosivo como los anteriores.
Julián abrazaba con dulce firmeza mis caderas sin despegar sus labios de los míos, y sus ojos abiertos eran el espejo de mi placer desbordado. Me aferré de su torso sudoroso y con una mano apreté su nuca, acaricié sus cabellos negros. Oprimió mis nalgas aún más, abriéndolas al deleite de la polla de Antonio que permanecía inmóvil y palpitante hasta muy adentro del lubricado calor ondulante de mi culo. Las manos de Antonio, su suavidad extrema abarcaba mis senos, sosteniéndose de ellos mientras su aliento agitado golpeaba mi oído y mi cuello transpirado.
Julián separó su rostro del mío para contemplarme y contemplarse clavado en mi coño, sintiendo mis apretones involuntarios alrededor de la gruesa largura de su miembro también clavado al fondo, quieto, succionado entre mis muslos abiertos al borde de la cama en la que me encontraba sentada cabalgando a Antonio muy despacio. Ninguno de los tres hablábamos, ninguno quería romper esa magia silenciosa de los cuerpos acoplados que yo recibía gozosa desde las primeras horas de la tarde, al terminar de comer, de charlar acerca de nuestras fantasías, de los amantes que cada cual había tenido, de las diversas formas de entregar y de recibir placer.
Me sentía llena y dichosa, y así me contemplaba en el espejo de piso a techo que reflejaba la imagen de mi carnalidad, la plenitud de mi cuerpo en su abandono. Eché hacia atrás la cabeza y mi cabellera cubrió el rostro de Antonio que jadeaba en mi oído mientras invadía la hospitalidad generosa de mi culo. Sentía las dos pollas latir en mi interior con la tierna violencia del deseo. Flexionando más las piernas bien abiertas, subí los pies a los hombros de Julián, extendí un brazo y atraje hacia mi boca la deliciosa y húmeda verga de Carlos, y empecé a mamarla. Deslicé mi lengua por la roja cabeza que apenas cabía entre mis labios, comencé a paladear su miel cristalina, a apretar su base y los huevos llenos, suaves y pesados.
Antonio soltó mis senos y se recostó entero sobre la cama sin salir de mi, para que Amarilis se colocara en cuclillas sobre su rostro y fuera entonces ella la que besara mi nuca oprimiendo la opulencia de sus pezones erectos contra mi espalda, deslizando sus manos por mi cintura, por mis senos, por mi clítoris, por la pasión de mis labios hinchados.
Julián me contemplaba, arrobado y sin decir media palabra. Nadie hablaba. Solamente los jadeos de los cinco, los gemidos incontrolados, un terso monosílabo de alguno de nosotros llenaban el aire denso; sólo las tres vergas temblaban, se abrían paso entre mis repliegues empapados. Así comencé a correrme intensa y largamente en la prodigiosa extensión de los tres hombres que me brindaban placer resbalándose en mí, llenándome mientras Amarilis se contoneaba ofrendando su sexo pelirrojo a la lengua de Antonio, cuya dureza iba en aumento al igual que la de Carlos en el hambre de mi boca.
Fue mi grito ensordecido por la polla de Carlos el que rompió el silencio que se había prolongado durante no sé cuánto tiempo. Siguió el hondo y sorpresivo gemido de Amarilis en cuyos pechos me recosté arqueando la espalda por instinto para que la polla de Julián me entrara más profundamente. Cerré los ojos y empuje con lentitud hacia arriba y hacia abajo las caderas. La verga de Antonio pulsaba poderosamente.
En mi interior la leche de los tres ya era un rico y único volcán a borbotones mientras el aire se llenaba de rítmicos gemidos. Luego se hizo otra vez la complicidad empapada del silencio. Me quedé quieta, de nuevo, mientras la tarde se llenaba de pájaros y flores.
Por la noche Amarilis y yo nos bañaríamos juntas otra vez, nos reiríamos complacidas, escucharíamos un disco, nos leeríamos el capítulo de alguna novela, descorcharíamos una botella de vino blanco como lo hicimos la primera vez que estuvimos juntas y que recogí en mi cuento “Hoguera” que tanto le gustaba, evocaríamos aquellos instantes prodigiosos que pasamos con nuestros tres amigos antes de dormir desnudas y abrazadas, con un tibio sabor a almendras y a sal gruesa entre las bocas.
Rowena Citlali
En los albores del Siglo XXI