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Un atardecer de verano, cuando el sol se ocultaba teñido de naranja, contemplé en el parque a dos muchachas. Una era de tez trigueña, cabello largo, color negro; la otra era rubia como el sol. Cada una llevaba sombrero blanco, con cintas rojas, que lucían en el césped tomadas de las manos de forma simpática y sensual.
Al verme, guiñaron sus ojos, entre las rosas. No dieron importancia a mi presencia y continuaron con expresiones lozanas. Luego visualicé la unión de sus pechos húmedos. El aire fresco sopló sobre sus vestidos blancos, dándose un roce de labios con la picardía de Venus. Flotaron pétalos de rosas entre sus piernas. Sonrieron. La chica rubia rozó con una de sus rodillas la estrella de su compañera, y la otra le respondió de manera sutil mostrándole su zona púbica.
Acariciaron sus cabellos. Surgieron flores dientes de león. La excitación aumentó entre ellas. Los corazones latieron. Brotó de la superficie del parque agua que se extendió en el verdor. El placer de un lirio juguetón de gran belleza las escondió en la sonrisa del ocaso.
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