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Cuando conocí al nuevo paciente de la habitación 12 pensé que sólo se trataba de otro enfermo abandonado en estado de coma. La habitación 12 está al final del pasillo y es la que usamos en el hospital para los enfermos que están inconscientes y nunca son identificados. No tienen familiares que los reclamen. Son hijos de nadie liberados de las espinosas ataduras de la familia. Todas las enfermeras acostumbramos hacer rondas hasta la habitación 12, pero sólo una es la encargada de la higiene de ese interno.
Era miércoles el día en que una de mis colegas tuvo una emergencia familiar. Me pidió que me responsabilizara del aseo de ese paciente. Yo no quería hacerlo, aunque acepté. Una nunca sabe cuándo necesitará las mismas concesiones.
Entré en la habitación 12 con cierta molestia. Parte de nuestro trabajo es asear a los enfermos, pero los que pasan por estado comatoso son particularmente repugnantes. Acomodé el jabón y la esponja en el buró de al lado. Corrí las cortinas. Observé al interno de perfil y quedé paralizada. Ya me habían comentado algunas enfermeras que nuestro nuevo paciente tenía una peculiaridad que lo hacía muy especial: el golpe recibido en la cabeza le había provocado una lesión cerebral que mantenía su pene erecto durante la mayor parte del día. A pesar de saberlo, me ruboricé ante aquella imagen: la sábana sobre su cuerpo parecía una tienda de campaña firme, imposible de desbaratarse ante la dureza y la verticalidad de semejante estaca.
Quise tocarlo. Jalé la sábana con fuerza y descubrí la mejor verga que había visto en toda mi vida. En ese momento recordé con cierta malicia que debía bañarlo. Le unté el jabón directamente con mis manos. Mientras lo hacía entró el doctor Rodríguez. Traté de disimular la expresión de mi rostro.
Al principio me avergonzaba acercarme al cuarto. Aunque tengo años de ser enfermera y sé que los pacientes en estado de coma no tienen conocimiento de lo que pasa a su alrededor, sentía que él percibía la lascivia con que lo miraba.
Yo no acostumbraba conversar con las otras enfermeras. Sólo hablaban de las proezas de sus hijos o se quejaban de las correrías de sus maridos. Si bien yo también estaba casada y con hijos, nunca sentí que por ello le hubiera encontrado sentido a mi vida. Cuando estudias medicina o enfermería aprendes que el sentido de tu vida es mantener y salvar vidas. Sin embargo, yo no estaba de acuerdo. Mi vida dejó de tener sentido hace varios años.
Cada día me aburrían más las quejas de los pacientes y sus demandas de atención. Me pesaba llegar a mi casa para revisar las tareas de los niños mientras intentaba ver de reojo alguna telenovela. Lo peor venía cuando la luz de sol se desvanecía tras las azoteas de los edificios de enfrente. Me recostaba al lado del fardo de pito fláccido con el que siempre disputaba el control del televisor. Si ése era el sentido de mi vida, prefería estar muerta.
Hacía mucho que el fardo y yo no cogíamos. Mi vecina me había contado que tenía una amante, una mujer mucho más joven que yo. Mi vecina, siempre malintencionada, pensó que al decírmelo yo ardería de rabia y celos. Pero no, si pudiera tener a la jovencita frente a frente le agradecería que me lo hubiera quitado de encima. Tiempo atrás dejé de pensar en el sexo.
Cuando lo que duerme a tu lado se convierte en un bulto que respira, el sexo queda cancelado. Había dejado de pensar en el sexo, claro, hasta que apareció el enfermo de la habitación 12.
A veces la imaginación me llevaba a dotarlo de proporciones exageradas. Me gustaba traer a la mente la imagen de la sábana como si se tratara de un circo y yo fuera una niña curiosa, desesperada por entrar a la función. Así me asomé por debajo de la sábana. Mi rostro y su verga bajo la carpa: estaba a punto de comenzar la función.
Al tenerlo tan cerca me di cuenta de que no era tan largo como el que tienen los modelos de las revistas pornográficas, pero sí lo suficiente para llegar al sitio al que cualquier mujer quiere que lleguen. Tampoco era tan ancho como el de aquel grotesco actor negro que vi en una película que rentó el fardo, pero sí lo suficiente para oprimir con fuerza cada pared de mi vagina. Y sin embargo, dejando de lado las dimensiones, lo más importante era su firmeza. La dureza con la que levantaba la sábana. La disposición perenne de la estaca.
Hace dos semanas una enfermera del turno de la noche solicitó que alguien la supliera porque tenía un compromiso ineludible. Como yo siempre me negaba a doblar turnos tomando de pretexto a mis niños, nadie me preguntó si podía suplirla. Causé un poco de asombro cuando me ofrecí sin ser requerida. La oferta resultó tan conveniente que nadie se acercó a hacerme preguntas. Avisé a mi marido, que pareció celebrar la noticia, no sin antes advertirme que saldría un par de horas a una reunión laboral.
Esa noche fue la primera vez que pude tocarlo con serenidad. La habitación 12 le correspondía a otra enfermera. Era ella la que tenía el privilegio de bañarlo y frotar la estaca mientras seguramente mojaba sus pantaletas. Durante el turno de la noche era diferente. Yo era la única que hacía las rondas. Cuando no hay accidentes, las noches en urgencias son bastantes tranquilas. Casi todos dormían.
Entré en la habitación 12. Lo primero que hice fue arrastrar una silla hasta el pie de la cama. Abrí las cortinas para que entrara la luz de la calle; así, si alguien despertaba no sospecharía porque la luz de la habitación 12 estuviera encendida. No es que la penumbra me molestara. Simplemente quería ver. Quería verlo sin prisas y pensar cosas sucias mientras lo observaba.
Jalé la sábana. Ahí estaba la gran estaca que sostenía la tienda de campaña. La carpa desenvuelta dejó al descubierto el espectáculo. Mirar ya no era suficiente. Me levanté de la silla. Me asomé por la puerta y eché un vistazo a ambos lados del pasillo. Todo seguía silente. Entonces tuve la idea loca de masturbarlo. Me recosté a su lado en la cama y puse mi mano firme. Comencé a moverla. A subirla y bajarla. Con la otra mano acaricié mis pechos y me apreté los pezones. Entre mis jadeos no lograba entender qué era lo que me excitaba tanto. Seguí frotando hasta que me vine. Cubrí la estaca que ahora era mía. Y salí a los pasillos para hacer una ronda.
Llegué a mi casa a la hora del desayuno. La vecina había llevado a mis hijos al colegio. Mi esposo lucía tan radiante como yo. Me imagino que es uno de los efectos que se consiguen cuando se coge fuera de casa. Casi ni hablamos en el desayuno.
Sólo nos mirábamos a los ojos y sonreíamos tratando de ocultar nuestra culpa. Lo observé comer durante unos momentos. Sus modales bruscos y sus fallidos intentos de empezar una conversación me dieron pena. Hasta ese momento entendí qué era lo que me excitaba tanto del paciente de la habitación 12: una verga no es un hombre.
En ese momento tomé la decisión y se la comuniqué al fardo: "He estado pensando trabajar doble turno". Me miró asombrado y preguntó: "¿Por qué? No nos hace falta". Intentando ser persuasiva, le expliqué que los niños todavía no ocasionaban grandes gastos pero que en la universidad sería diferente. Le dije que sólo buscaba darles todo aquello que nosotros no habíamos tenido. Creo que no fui convincente, pero mi decisión era algo que nos convenía a ambos. Él tendría tiempo para su jovencita. Yo tendría tiempo para la habitación 12.
La siguiente semana empecé a doblar los turnos. Vivía la emoción de una colegiala. Me arreglaba en demasía, como si él pudiera verme. La idea de sentirme hermosa junto a él era suficiente. Con dificultad metí un espejo al hospital. Lo escondí en el armario de su cuarto. Las próximas veces no me bastaría con verlo a él. Me tenía que ver a mí.
Las siguientes noches hubo mucho movimiento en el hospital. Atropellados, baleados e intentos de suicidio. Aun así me daba tiempo de entrar a contemplarlo aunque fuera por unos minutos. Destapar la sábana y lamerle la cara mientras acariciaba la estaca.
Pasaron varias semanas para que llegara una noche tranquila. Una vez más la clínica estaba sumida en el silencio. Enfermeras y médicos tomaban su siestecita mientras no apremiara algo. Me cercioré de que todos estuvieran descansando. Le dije al encargado de la entrada de urgencias que yo daría las rondas, que no era necesario que los demás estuvieran alertas.
Me introduje con sigilo en la habitación 12. Ahí estaba la tienda de campaña esperándome. Saqué el espejo del pequeño armario y lo coloqué detrás de su cabeza. Alcé la sábana hasta taparle el rostro. En esta ocasión me bajé el vestido hasta la cintura. Desabroché el brasier y rodeé la verga con mis tetas.
Lo masturbé con los pechos mientras observaba mi rostro en el espejo. Lo más curioso fue que la mujer que vi reflejada no era yo. Se trataba de alguien más. No pude reconocerme en esa lascivia, con el carmín fluorescente resaltando mis labios. Tampoco me pareció familiar el brillo en mis ojos, la boca desencajada en un gesto de placer doloroso. Me quité la tanga. Hacía años que no usaba una. Aparté los pechos y me abalancé abriendo la boca lo más que podía. La estaca entró en mi boca casi completa. La chupé con desesperación y se me antojó morderla. Mordí mientras saboreaba. N
o había quejas por mi rudeza. Ignoré el espejo y me volteé para colocar el coño en su cara. Destapé su rostro, al que hasta ese momento no había dado ninguna importancia, y le froté el coño en la nariz y la boca. Estaba a punto de venirme cuando escuché la sirena de la ambulancia. Me levanté de prisa, vistiéndome como podía. Volví a esconder el espejo. Alcancé a entrar en el baño para acicalarme. Restregué mi cara con el pésimo jabón que hay en los hospitales. No conseguía detener el ritmo del corazón y mucho menos quitar el lápiz labial corrido en mi rostro.
Al salir del baño tropecé con un paramédico que corría hacia la entrada de urgencias. "Un herido de bala", me dijo al pasar a mi lado. "Otro asalto en taxi", añadió mientras se adelantaba.
Cuando entré a urgencias encontré el cuerpo de la víctima bañado en sangre. Sus quejidos resonaban en las habitaciones. Estaba nerviosa. Cometí torpezas de principiante. Me sentía aturdida y molesta con la imprudente emergencia. El doctor de guardia me regañó severamente. Cómo decirle: "¿Nunca te han interrumpido justo en el momento en que vas a tener un orgasmo?" Me pidió que me retirara y dejara a las demás enfermeras hacer su trabajo. "Así sucede en algunas ocasiones, es mejor que vaya a tomar un descanso", me indicó.
Esa mañana, durante el desayuno, estaba especialmente mal. En los años que llevaba trabajando en el hospital nunca había recibido una reprimenda. Por el contrario, siempre destaqué por mi dedicación y la vocación de servicio. Sin embargo, ahora estaba fallando. Debía terminar con él. Tenía que decírselo. Pero que estuviera en estado de coma hacía todo más difícil. "¿Y qué tal te va en las guardias?", preguntó el fardo de pito fláccido. Y yo sin ganas de conversar. "Ayer hubo un baleado por asalto… Perdón, estoy muy cansada y me voy a dormir", añadí sin terminar el desayuno. Al intentar levantarme sentí cómo el fardo me detenía por la cintura. "Todavía es temprano y puedo llegar un poco tarde", insinuó mientras metía sus regordetas manos bajo el uniforme.
Se excitó al descubrir que traía puesta una tanga. Me llevó hasta la recámara y se desnudó frente a mí como si su cuerpo fuera un espectáculo agradable. Yo me quité el uniforme y me acosté en la cama. Saqué la tanga de un tirón y abrí las piernas. No quería caricias ni preámbulos. Sólo quería terminar lo que ayer había interrumpido el pinche baleado.
Otra noche en la clínica. Intenté ser más servicial que de costumbre. Quería borrar la impresión causada al médico de turno. Esa noche no entré en la habitación 12. Cada vez que debía recorrer ese pasillo mi corazón latía con desesperación. Sólo recordar la dureza de su verga me hacía sentir que me desvanecía. Pero pude aguantar. No quería despertar sospechas.
Al terminar mi turno salí del hospital por la puerta del personal. La mañana era fría y todavía no amanecía. Me arropé con el abrigo. Un hombre me salió al paso y solté un alarido. "¿Qué pasó, qué traes en la conciencia?" Miré al fardo con incredulidad. No entendí qué hacía afuera del hospital. Lo reprendí por el susto y le recordé la cantidad de asaltos y secuestros que hay en la Ciudad de México.
Se disculpó por el susto. Dijo que últimamente yo trabajaba mucho y llegaba a la casa muy cansada; necesitaba hablar conmigo. "Le encargué a la vecina que le diera de desayunar a los chamacos y los llevara a la escuela", dijo entusiasmado mientras caminábamos al automóvil. Antes de que abriera la puerta, alcancé a mirar un ramo de flores en el asiento del copiloto. Abrió la puerta y me dio las rosas. "¿A dónde quieres que te invite a desayunar?" "Escoge tú", respondí mientras pensaba que su indiferencia era mejor.
Para mí era preferible que llegara a casa tarde –aunque viniera de coger con su jovencita–, con tal de no sostener una insufrible conversación acerca de nimiedades. Cualquier cosa era mejor que sus intentos galantes.
Fuimos al Vips que está cerca del hospital. Ahí me contó sus planes de independizarse y poner su propia refaccionaría. Aunque le iba bien como gerente de ventas, su sueño era ser su propio jefe. Lo alenté, por supuesto, no sin antes subrayarle la gran idea de doblar turnos: "Así, en lo que vas arrancando tu negocio, tenemos dos entradas." Se le llenaron los ojos de lágrimas. Me besó las manos mientras me miraba con agradecimiento.
Las siguientes semanas el fardo de pito fláccido llegó todas las noches temprano a casa. Se encargaba de dar de cenar a los niños y de tener el desayuno listo para cuando yo llegara por la mañana. Mi vecina me reveló que había visto a la jovencita que era su amante con un hombre de su misma edad. "Seguramente ya le dio cortón al vejestorio de tu marido", especificó con su veneno. Sentí pena por el fardo, que tenía que depender de la voluntad de una mujercita. Yo, en cambio, tenía lo que necesitaba sin reproches ni reclamos.
Cuando menos lo pensé llegó la inauguración de la refaccionaría. Tenía casi un año cubriendo doble turno. Nunca cejé en mi empeño. Estuve varias veces en el cuadro de honor por mi vocación de servicio. El fardo me veía tan agotada que quería ahorrarme los viajes en metro y autobús. Se hizo costumbre que me recogiera en la clínica.
Una de las mañanas en que fue por mí volvió a invitarme a desayunar. Estábamos sentados en la cafetería de la esquina cuando me pidió que dejara el turno de la noche. Derramé la taza de café por el nerviosismo. "¿A qué viene eso?", le pregunté. Me confesó que le partía el alma verme trabajar tanto. Me reclamó que ya no cogíamos. Aseguró que mis hijos me necesitaban y que con la refaccionaria ya no necesitaríamos otra entrada. Por si fuera poco, me mostró entusiasmado un seguro que estaba pagando para que los niños pudieran estudiar en una universidad privada cuando llegara el momento. No dije nada. Me había dejado sin excusas. Entonces jugué mi última carta: "Claro, seguramente ya te abandonó la jovencita con la que andabas y ahora sí sientes que me extrañas".
Tan sólo pensar que debía dejar el turno de la noche me hizo temblar. Me levanté ofendida mientras él se quedaba avergonzado al descubrir que yo estaba enterada de sus amoríos. Regresé al hospital en busca de mi único consuelo. Entré en la habitación 12 y descubrí la cama vacía. No pude contener el llanto. Fui con la enfermera que lo atendía por las mañanas: "No tenías ni cinco minutos de haberte ido cuando empezaron las convulsiones… Murió casi al instante".
Estaba aturdida. Había vuelto a perder el sentido de la vida. ¿Qué sería de mí sin la tienda de campaña? ¿Qué sería de mí sin la estaca perenne con la que me penetraba todas las noches? ¿Qué sería de mí sin poder sentarme sobre ella hasta que el ardor por tanto limar me impidiera seguir?
Caminaba consternada y llorosa por el pasillo del hospital cuando me topé de frente con el fardo de pito fláccido. Se acercó a mí con los ojos vidriosos y me rodeó con sus brazos. Dejé caer mi peso sobre su cuerpo mientras sollozaba con un dolor profundo.
El fardo pensó que mis lágrimas eran causadas por su infidelidad. Me pidió perdón de mil maneras. Tomó mi rostro y me aseguró que no volvería a pasar. No le creí, pero eso era lo que menos me importaba. Le sugerí que tenía razón y que no sólo perdonaría su infidelidad sino que también dejaría el turno de la noche. Caminamos abrazados por el pasillo. Imagino que formábamos una escena romántica por la manera en que los demás nos observaban. Aun así yo no podía detener el llanto. El fardo se desbordaba en promesas. Yo sólo era una niña que lloraba ante la partida inevitable de aquella carpa y de la estaca que la sostenía.
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