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En casa de mi cuñado

Era una noche calurosa de enero. La casa estaba en silencio. Ernesto se levantó y salió al pasillo, dispuesto a ir hacia la cocina y beber un vaso de refresco. Acostumbraba a caminar a oscuras, así que no encendió ninguna luz. Avanzó y cuando pasaba frente a la habitación de su cuñada, creyó sentir ruidos. Se detuvo y apegó su oreja a la puerta. Efectivamente, en el interior se escuchaba un murmullo, suave. Prestó mayor atención y alcanzó a oír, algo como un quejido, y suspiros entrecortados.

En la habitación estaba Milena, la hermana de su mujer. Era una hermosa joven, de 19 años, que estaba en el primer año de universidad. En el silencio de la noche le pareció distinguir, claramente una especie de gemidos y suspiros, muy parecidos a los ruidos que emitía su mujer cuando hacían el amor. -¿será posible...?, se dijo a sí mismo- está haciendo el amor..., no, no, se está masturbando... Se inclinó y trató de observar por la cerradura. Se distinguía una tenue luz en el interior, se divisaba una parte de la cama, y sobre ella se alcanzaba a ver las piernas de Milena, que se movían como haciendo el amor, como si tuviera un cuerpo entre ellas. Pero no podía divisar nada más. Sin embargo, con lo que veía, bastaba para que su mente construyera la imagen faltante. Su pene de inmediato reaccionó, irguiéndose bajo su pijama. Tuvo que aplacarlo con una mano, aferrando su verga.

Milena se retorcía en el lecho, acariciando su vulva con una mano, mientras la otra apretaba sus pezones, duros como cerezas. Sus ojos entrecerrados, evocaban muchas imágenes eróticas que le subían mucho más sus grados. Sus dedos se introducían en su vagina, retozando en medio de la jugosa carne. Sentía que desfallecía, y gemía de modo incontrolable. Su lengua acariciaba sus labios, y sus dientes la mordisqueaban como deseando tener algo más grande y duro entre ellos. Estaba haciéndose una paja exquisita. En sus imágenes aparecían vergas enhiestas atacándola, mientras ella las tomaba y las estrujaba. Allí estaba Eduardo, su novio del año pasado, que la penetraba con fuerza, y también Víctor, el que lo sucedió, que se la metía en su boca, llenándola de leche. Y aparecía, en chispazos, Juan Ernesto, el profesor de Retórica, que le ponía entre sus pechos su verga morena y tiesa, palpitante. También colaboraba Ernesto, su cuñado, el primer hombre extraño que había entrado a su casa y al que había espiado justamente en la noche de bodas, admirando por primera vez una polla erecta, mientras se montaba a su hermana... Y uno tras otro se mezclaban, la poseían, le chupaban y masajeaban, entre las piernas, su culo, sus pechos, en fin, era una orgía imaginaria, pero en ese momento tan real, que la hacía acabar, en un orgasmo lento y continuo, delicioso.

Ernesto no aguantaba su verga, la sola presión de su mano había aumentado el tamaño, y en lugar de aplacarlo, obtenía que gotas de líquido corrieran por su pijama. Su oído se esforzaba por no perder detalle... su mano tomó la manija y la giró suavemente. De pronto, notó que la puerta cedió. Primero fue un centímetro, luego un trecho mayor, y sus ojos se abalanzaron al interior. Pudo ver la plenitud de Milena, que se agitaba en la cama, gozando y refregándose en las sábanas, completamente desnuda. A pesar de la tenue iluminación que brindaba la lámpara de la mesita de noche, pudo apreciar claramente el magnífico cuerpo de la joven, blanco y terso, como un brillante engarzado en las ropas del lecho. Su verga sintió el impacto de la visión, convirtiendo las gotas en un hilillo. Se mantuvo agazapado, aferrando ahora su pene con ambas manos, frotándolo sin pudor.

Veía nítidamente la espesa mata de vello que cubría el juvenil monte de Venus de Milena. Y los dedos de la joven que entraban y salían de su sexo, empapados en jugo. En el silencio se oía el ruido característico de la penetración muy bien lubricada. Milena se agitaba, abría y cerraba sus preciosos muslos, oprimiendo su mano. Parecía que eran dos dedos, pero no, era casi la mano completa, que entraba en las tiernas carnes. La visión era sin duda excitante y el miembro de Ernesto quería saltar sobre la muchacha. Casi escapaba de sus manos.

Milena estaba gozando de manera indescriptible. Su propia mano le concedía un orgasmo increíble y que no cesaba. Era un placer inacabable, brutal. En las penumbras, veía machos que le hacían el amor, y le lanzaban sus jugos, sentía como se venían sobre ella, y los acogía con pasión, quería abrir sus piernas para recibir todos esos miembros de una vez en su interior. Y su calor aumentaba, creía ver y sentir el olor del sexo, que inundaba su habitación, su mente estaba absorta en el goce, no había nada más en el mundo, su vagina abierta y un pene que le entraba hasta lo más profundo. Lo sentía tan real y vivo que le ardían sus entrañas, y gozaba. Esa noche era para ella, sentía que si había logrado un orgasmo tan rico, no lo dejaría terminar, lo prolongaría hasta donde fuera posible. El goce nuevamente fue creciendo y una nueva oleada la inundó, derramando otra vez sus ríos sobre las sábanas. Y siguió el juego de su mano, entrando y saliendo. Qué increíble sensación sentía al meter ahora sí, toda su mano en la vagina, como si fuera un pene gigante. ¡Qué ganas de tenerlo de verdad allí...! En las imágenes fueron desapareciendo una a una las pollas, hasta que quedó sólo una. Sí, lo sentía, era la de su cuñado. ¡Cómo no recordarlo, si su erección cuando lo vio penetrar a su hermana, la hizo desfallecer, y provocó su primera masturbación, a los 16 años! Era sin duda el pene de Ernesto, que le entraba como aquella noche a su hermana, y le gustaba. Guardaba en su mente, esas escenas, a las que se entregaba siempre, al final de sus pajas, rindiéndole tributo, por la iniciación en el autoplacer.

Abrió sus piernas, como siempre lo hacía y cogiendo un pepino, discretamente guardado bajo su almohada, se lo introdujo lentamente, hasta el fondo. El fruto se hundió casi hasta desaparecer en la vagina. Milena se retorció, y acariciando sus pechos ahora con ambas manos, comenzó a frotar sus muslos, manteniendo el pepino incrustado en su sexo. La punta del vegetal tan pronto se asomaba entre los labios vaginales de Milena, como se volvía a hundir, gozoso en su cálida vaina. Las manos entrecruzadas de Ernesto, formaban un perfecto túnel, por el cual se deslizaba rítmicamente y sin obstáculos su pene, en una febril masturbación.

Sin duda, Milena estaba nuevamente pasando por un delicioso orgasmo, a juzgar por las verdaderas contorsiones que hacía su cuerpo, ahora dulce víctima de un pepino. Controlaba, cual experimentada hembra, cada uno de los músculos que rodeaban su túnel vaginal, oprimiendo y soltando el erótico fruto, que en su caliente imaginación era la verga de su cuñado que la penetraba salvajemente. En un momento su cuerpo se arqueó, se juntaron sus muslos, y el pepino salió volando empapado en los fluidos de la muchacha. Milena lanzó un quejido, mientras musitaba: No me la saques, no me la saques..., no... No quería que el goce se detuviera, ahora menos que nunca, que sentía tan cercana la oleada de un nuevo placer. Por fortuna, el pepino se levantó y volvió a entrar en su alojamiento, reanudando su labor..... Ernesto introdujo lentamente el fruto en la preciosa entrada, la que no opuso resistencia alguna. Milena, con los ojos cerrados, gimió: Así, amor, que rico...., más adentro, así... Mientras abría sus piernas, permitiendo que el vegetal, ahora animado, prosiguiera su faena. Ernesto podía ver ahora, en un primer plano excitante, la belleza de su cuñada, como nunca había imaginado o soñado. El sexo se distendía ante el embate frutal, y los jugos se escurrían por sus pliegues hacia abajo, mojando profusamente el agujerito anal de Milena, que brillaba como un hermoso punto de azabache en medio de su blanca piel. Una mano de Ernesto empujaba el pepino, mientras la otra seguía pegada a su propio fruto.

La joven recibía la dureza con frenesí, sentía que era un verdadero pene rígido, tan caliente como uno real, y que le brindaba la misma sensación de placer. Sintió como la verga se retiraba, casi hasta salir y en forma instantánea, como volvía a penetrarla. Se retiraba por completo y luego se le hundía, muy profunda, hasta donde nadie había llegado. Podía sentir, en cada embate, como iba aumentando la presión, como si la verga se hinchara, se engrosara, y le llegara aún más adentro. Podía sentir ahora, hasta la presión del cuerpo al que pertenecía la verga, como la empujaba, y la sacaba, y la volvía a meter. Su mente, en medio del inmenso placer que estaba experimentando, construía lo que faltaba para que el acto fuera completo, y podía sentir la carne caliente sobre su cuerpo, sobre su vientre, y las manos que alzaban sus piernas, y las caderas firmes en que ahora descansaban, y el movimiento ondulante que estremecía su cama. Hasta podía oír la respiración agitada que acompañaba sus propios quejidos. Y ya no sólo sus manos acariciaban sus pechos y sus pezones, sino también un par de manos húmedas... Anheló tocar esa herramienta preciosa que la subyugaba y aferrar el par de bolas morenas que su memoria sabía adheridas a la verga...

Entonces, tal como había visto hacer a su hermana, sus pequeñas manos se llenaron de la carne prohibida pero soñada, sintiéndolas tan agradables y tan suyas en aquel momento, que no pudo resistir más, lanzándose en un vórtice de fuego y alcanzando un enésimo orgasmo, tan distinto a los anteriores, tan líquido como nunca había sentido. Y enseguida, como colgándose de su orgasmo, sintió un torrente de fuego líquido que salía de la verga, chocando en su interior, inundándola y haciéndola desfallecer. Milena estaba hecha un torbellino, el intenso goce recibido aún latía en sus entrañas. Sus muslos cansados, se relajaban poco a poco, mientras sus tejidos vaginales, hasta hace unos momentos muy distendidos, se replegaban tornando a sus posiciones originales. Estaba mojada y caliente, sobre todo en sus rincones mas preciados. Por el hermoso canal entre sus nalgas fluían suavemente los jugos mezclados, apozándose en las sábanas. Mantenía sus ojos cerrados, disfrutando cada segundo de la experiencia. A su lado, también desfallecido, Ernesto hacía lo mismo. Entre sus piernas abiertas palpitaba su verga, todavía alzada. Sobre la cabezota brillante, asomaba una gota cristalina...

El placer que había recibido no podría ser borrado de su memoria. Había disfrutado a su cuñada de una manera muy distinta a las ahora rutinarias noches de amor con su mujer. En esos momentos no pensaba en las eventuales consecuencias o secuelas, que el encuentro podría tener. Sólo pensaba en la gratificación y la dicha de estar allí, con la hermosa joven, desnuda y a su disposición, respirando a su lado, tan al alcance de sus manos...

No cesaba en sus cavilaciones, cuando sintió la suavidad de unos labios ardientes posándose sobre su pene. Abrió sus ojos. Era Milena que besaba su verga, sorbiendo y lamiendo con deliciosa maestría. Sus dientes y su lengua le aplicaban un exquisito tratamiento reanimador. No se dijeron palabra alguna. Sus miradas se cruzaron y eso fue suficiente. Ambos se desentendieron de las dudas y temores. Había que concluir lo iniciado, aunque la vida, estaban seguros, no volvería a ser igual.

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