Emilia había entrado a trabajar en una empresa de medicina prepaga y tenía a su cargo la coordinación de las promotoras. Ya mediando la treintena y tras once años de matrimonio, hacía un año que estaba en la espera de los largos trámites judiciales del divorcio. Aunque su marido seguía dándole una pequeña suma para cubrir apenas la subsistencia, sabía que en poco tiempo la responsabilidad de llevar una vida adelante sería exclusivamente suya. Sin experiencia laboral alguna, había aceptado ese trabajo rutinario que sólo la exigía un poco cuando, a media tarde, las chicas volvían para entregarle los informes y formularios de suscripción.
Desgraciadamente, la mañana solitaria sólo hacía acumular en su mente nostálgicos recuerdos de momentos mejores y en su cuerpo se acrecentaban perdidas sensaciones que actuaban como una fragua reavivando los rescoldos de su sexualidad más íntima.
El único rato de distracción era, paradójicamente, esa hora de febril actividad que generaba la presencia simultánea de las nueve promotoras. La mayoría eran chicas jóvenes que, aun estudiantes, hacían práctica con ese trabajo y muchos de los temas de las charlas le resultaban desconocidos o por lo menos extraños. Casi por propio peso y porque esa era la única oportunidad en que podía dialogar con personas ajenas al ámbito familiar y, específicamente mujeres, fue haciéndose compañera de dos de las mujeres que, a pesar de ser menores que ella, eran casadas y compartían mas o menos los mismos problemas.
Paulatinamente, sin despreciar el compañerismo amistoso de María Elena, sus preferencias fueron inclinándose hacia Cristina, una recatada chica delgada de largo pelo rubio, casada con un arquitecto.
Contenta por tener una amiga en quien confiar, se convirtió a su vez en destinataria de las confesiones de esa joven que, aunque madre, no evidenciaba ser sexualmente experimentada. Casi con veinticinco años de edad pero sin haber sostenido relaciones anteriores al matrimonio, se sabía ignorante sobre cuál debía ser el comportamiento sexual de una esposa, debatiéndose en la duda de hasta donde lo que su marido le proponía era correcto o a qué cosas ella debería responder con entusiasmo y a cuáles negarse sistemáticamente para mantener en alto su virtud.
Con paciencia de orfebre y - al principio - ninguna intención equivoca, Emilia fue instruyéndola en como satisfacer a un hombre a la par que ella lograba su propio alivio y también aquellas cosas no demasiado recomendables para una señora, de las que no debería hacer alarde ante su esposo pero que, de ser necesario, le reportarían inefables sensaciones de placer.
El ámbito un poco caótico de la oficina no era propicio para esas conversaciones y le propuso a Cristina que, para evitar el intenso trajín del transporte a esa hora pico en que el calor todavía apretaba y antes de volver a su casa en la provincia - donde en definitiva estaría sola -, la acompañara mientras charlaban de esas cosas en la tranquilidad de su departamento.
Efectivamente, a las cinco de la tarde salían juntas de la empresa y cuando llegaban a su casa, Rosaura se descalzaba y vestía con ropas adecuadas al intenso calor del verano. En la fresca penumbra del living, se sentaban en el sillón y cómodamente despatarradas mientras reponían fuerzas con frescas comidas y bebidas, se sumergían en largas disquisiciones sobre la vida y el papel de las mujeres, en tanto ella aleccionaba a la muchacha en las prácticas más perversas del sexo, naturalmente, sin decirle que ella las había transitado todas.
Deslumbrada y subyugada por la forma en que esa mujer le explicaba las cosas más terribles sin hacerlas ver como tales sino como parte esencial de un sexo desinhibidamente placentero, Cristina contemplaba intimidada sus a veces demasiado explícitas manipulaciones a los senos u observaba hipnotizada como Emilia le mostraba desenfadadamente detalles de su anatomía.
Al retirarse Cristina, Emilia cobraba conciencia de la turbación en que sus actitudes sumían a su amiga y se prometía no excederse, pero al otro día, fuera a causa de la excitación que el calor alimentaba o a la perversa satisfacción que experimentaba al contemplar la confusión de la muchacha, volvía a reincidir en lo mismo. También había cobrado conciencia que a su edad, sin ser homosexual ni lesbiana, la progresiva atracción que Cristina había ido ejerciendo en ella le hacía desearla con involuntaria desesperación, especialmente cuando por la noche la imaginaba practicando cuanto le enseñara con su marido, pero se resistía a reconocer su enamoramiento e involucrarla en una relación de la que ella misma desconocía todo, no sabiendo si sería rechazada y perdiendo de esa manera la única amiga que tenía.
La situación fue haciéndosele cada vez más incómoda, ya que día tras día, una angustia omnipresente le hacía desear la posesión aquel cuerpo delgado y sólidamente musculoso que adivinaba por debajo de las telas veraniegas, pero también buscaba que alguna actitud de la muchacha la liberara de aquel sortilegio.
Hasta que una tarde, sin planificarlo ni provocarlo, tal como el destino origina ciertas cosas, sucedió; habiendo comprado helado cuando volvían a la casa y sentadas lado a lado en el sillón mientras conversaban animadamente, una gran cucharada de la crema se volcó sobre el escote entreabierto de la camisa de Cristina. Sobrecogida por la gélida masa que chorreaba por su pecho internándose rápidamente hacia los senos, la mujer dejó escapar una estridente exclamación de sorpresa y Emilia, sin proponérselo intencionalmente, se abalanzó sobre ella para, tras abrirle los primeros botones del escote, enjugar con una servilleta la helada crema que había manchado la tela del corpiño.
El tamaño y consistencia de los pechos la sorprendió y, casi recostándose sobre la muchacha, pasó concienzudamente la servilleta sobre la parte visible del seno, cobrando conciencia que se demoraba más de lo estrictamente necesario. Ya no por la sorpresa ni el frío, el pecho de su amiga bombeaba como sobrecogido y los pechos dejaban ver los gelatinosos movimientos de su conmoción.
Mientras las yemas de sus dedos acariciaban tiernamente la piel a la búsqueda de supuestos restos pegajosos, Emilia levantó la vista para encontrar que los claros ojos de Cristina estaban clavados en lo suyos expresando un mudo ruego de secretas ansias al que no podía desatender. Dejando a los dedos subir acariciantes para asir su nuca con la mano, trepó lentamente a lo largo del cuello en menudos besos y, traspasando el obstáculo del mentón, sus labios hicieron nido sobre los desesperadamente abiertos de la muchacha.
El vaho fragante de su aliento, expulsado entremezclado con una tan estéril como falsa negativa, asociado con los perfumes del maquillaje y ese olor almizclado que exuda la piel de las mujeres jóvenes enceladas, no hizo otra cosa que estimularla. Toda la carga de un año de total abstinencia se hizo presente en ella y, empujándola suavemente contra el respaldo del sillón mientras la inmovilizaba con todo el peso de su cuerpo, abrió su boca para devorar esos labios carnosos entre los suyos.
En tanto que la muchacha respondía con ávida timidez a sus besos, las manos terminaron de desabotonar la camisa para liberarla del corpiño con esa habilidad innata que tienen las mujeres para ganchos, botones y cintas y, luego de dedicarse a manosear los senos con amorosa complacencia, llevó la lengua tremolante sobre las aureolas mientras que los labios depositaron tiernos besos a los pezones que más tarde encerraron para succionarlos muy suavemente.
A pesar de que Cristina respiraba afanosamente por la nariz con las narinas dilatadas en una mezcla de pavor y excitación, murmurando palabras incomprensibles en las que se mezclaban el deseo con el temor a eso desconocido que no deberían estar haciendo, colaboró para que le quitara la corta pollera veraniega y, cuando Emilia bajó a la entrepierna para hundir su boca sobre la tela de la bombacha, dejó escapar un gemido de satisfecho asentimiento.
Al sentir la boca succionando el sexo, la muchacha pareció querer hacer un instintivo movimiento de evasión retrepándose en el asiento, pero a la vez, extendió una de sus manos para aferrar los cabellos de Emilia y aplastar su cara contra la entrepierna. El olor a salvajina cobraba una nueva dimensión al mezclarse con los fluidos que exudaban sus glándulas hormonales empapando la sedosa tela de la prenda y la lengua recorrió aquel espacio saboreando el agridulce jugo para que la boca toda se abriera encerrando al bulto, succionándolo con tierna devoción.
Cristina respondía favorablemente a su exigencia recostando la cabeza contra el tapizado del respaldo y, acariciando sus cabellos, meneaba levemente las caderas. Emilia nunca había degustado jugos íntimos femeninos pero, ávidamente famélica, chupó con vehemencia la tela empapada y luego, mientras conducía la boca a enjugar el sudor en la encrespada mata velluda que sobresalía en la parte superior, dos de sus dedos restregaron la tela contra los labios de la vulva, para finalmente empujarla y penetrar con ella en áspero guante el dilatado agujero vaginal.
Ya la joven respondía a esos estímulos con el mismo frenesí de una veterana en esas lides y, aferrada con las manos echadas hacia atrás al respaldo, se impulsaba para proyectar la pelvis, concretando definitivamente la penetración. Desasiéndose de ella por un instante, Emilia se desnudó rápidamente y tras quitarle la bombacha sucia de mucosas y saliva, dejó que su lengua tremolara sobre la enrojecida vulva cubierta de ensortijados cabellos dorados.
Hundiendo la nariz entre los cortos cabellos, aspiró con fruición aquellos aromas que la deleitaban e hirieron profundamente su memoria olfativa. Un borbollón de imágenes entremezcló los sexos masculinos que chupara golosamente en su vida en un confuso revoltijo que la impulsó a querer más y encerrando entre los labios las guedejas de aquella mata indisciplinada, sorbió con la lengua la jugosa conjunción de la transpiración con los jugos naturales de la mujer.
Ferviente devota del sexo oral que hicieran en ella y conocedora de lo que una mujer conseguía con él, descendió hacia la naciente apertura de la vulva y allí su lengua se encontró frente a un obstáculo que no por previsto era menos sorprendente. Separando la cabeza, contempló con asombro un clítoris que nunca hubiera imaginado encontrar y menos en una muchacha que desconocía casi todo del sexo; del tamaño de un meñique pequeño, el capuchón ejercía cabalmente las funciones de un verdadero prepucio y, obedeciendo a la suave presión de su dedo, se retrajo para dejar expuesta la cabeza ovalada de un glande que, aun oculto por esa membrana mucilaginosa, en su tamaño y forma semejaba la punta de una bala.
Lentamente, los labios de la vulva fueron cobrando un tinte negruzco para destacar el rosado pálido del interior y, separándolos con dos dedos, el magnífico espectáculo del óvalo pletórico de mucosas la atrajo por los efluvios que brotaban de allí. Dejando a la lengua macerar los fruncidos bordes de los labios menores, dejó al descubierto el blanquecino glande cubierto por el arrugado capuchón epidérmico para envolverlo entre sus labios y someterlo a una succión tan intensa que, en breve, adquirió el aspecto de un pene masculino
Evidenciando que era la primera vez en que algo así le sucedía, Cristina sacudía frenéticamente la cabeza apoyada prietamente contra el respaldar y, arqueando su cuerpo en una comba perfecta, aferraba los cabellos de Emilia con las dos manos, obligándola a estrellar su boca contra el sexo. Por los gemidos que dejaba escapar entre sus dientes apretados y los espasmos convulsivos de su vientre, esta percibió que Cristina estaba a punto de acabar prematuramente.
Metiendo dos dedos dentro de la apretada vagina, fue encogiéndolos en un lerdo rascado a todo el interior para gradualmente comenzar a masturbarla en un enloquecido vaivén que hizo prorrumpir a la otra mujer en un escándalo de suspiros y ayes y que llegó a su punto máximo cuando ella añadió otro dedo a la penetración, sintiendo que a poco, con espasmódicas expulsiones, Cristina derramaba la catarata de su alivio sobre ellos, escurriendo olorosamente hacia la palma de su mano donde la boca la enjugaba para saborearla con la fruición de un elixir.
Envarada por la crispación del orgasmo, la jadeante muchacha permanecía todavía estremecida por violentas contracciones vaginales y entonces, Emilia trepó hasta ella para hacerla distender besándola tiernamente en la boca al tiempo que mantenía la caricia al sexo con los dedos hasta que se relajó totalmente. Avergonzada por su comportamiento, la joven esquivaba su mirada y recién cuando Emilia le explicó con dulzura que ella misma hacía su debut, pero que ese sexo, nuevo y extraño, no las hacía homosexuales ni les restaba méritos como mujeres, convirtiéndose en una expansión para las tensiones y ciertos deseos reprimidos que no se atrevería a confesarle jamás a su marido, se aflojó y permaneció blandamente en sus brazos hasta que el deseo volvió a habitarlas.
Descubriéndose recíprocamente, de los ronroneos, mimos y caricias, habían pasado a besarse tiernamente de una manera que volvió a encenderlas; los labios se adueñaban alternativamente de los de la otra y los succionaban como a una golosina, para luego dejar que las lenguas se trabaran en una ralentada batalla en la que intercambiaban sus fragantes salivas. Histéricamente, Cristina clavaba sus cuidadas uñas ovaladas contra los senos de Emilia y aquella tomó la decisión de hacer completa la satisfacción de ambas.
Otorgándose a sí misma el papel activo de la pareja, asumió que debía comportarse como lo hicieran los hombres con ella y, guiándola para que quedara acostada boca arriba en una de las puntas del asiento, se colocó invertida sobre ella y, tomando su cara entre las manos, reinició aquel besar enloquecedor. La boca fue prodigándose por todo el rostro de su amiga e, indicándole en mimosos susurros que la imitara en todo, comenzó a lamer y besuquear el cuello mientras sus manos acariciaban los senos en lerdos masajes.
La gelatinosa consistencia de los pechos la obnubilaba y envió a su lengua a recorrer esas tersas colinas en chasqueantes lengüetadas. La caricia había cumplido con su cometido y Cristina, quien, como ella, jamás había tocado un seno femenino, se encontró de pronto frente a esos sólidos pechos a los que acometió con inesperada gula. La lengua tenía una consistencia tan suave que su contacto sacó de quicio a Emilia quien, encerrando entre sus dedos a uno de aquellos gruesos pezones, comenzó a pellizcarlo con una saña juguetona tal que provocó un respingo doliente en la muchacha.
Deslumbrada por la belleza de los senos, sometió las aureolas a un rascar casi imperceptible de los dientes y cuando ella le expresó su sufrida condescendencia, encerró al pezón entre sus labios para chuparlo intensamente. Obedientemente, Cristina realizaba similar y deliciosa tarea en sus pechos con tal denuedo que, llegado un momento en el que sus entrañas se crispaban en violentas contracciones, envarándose e incapaz de controlarse, Emilia clavó simultáneamente las afiladas uñas en uno y los dientes en el otro hasta que sintió el tibio correr de sus jugos íntimos a través del sexo.
Aliviada, cayó en la deliciosa modorra de la satisfacción y permaneció abrazada a ella por un momento, al cabo del cual, cobró conciencia del sitio en donde descansaba su cabeza e incorporándose, comenzó a besar el abdomen de Cristina y en tanto volvía a sentirse estimulada, dejó a la lengua recorrer las carnes del vientre de su amiga, la que, obedeciendo a sus indicaciones iniciales, realizó similar tarea en el suyo.
Definitivamente lanzada a satisfacerse, satisfaciendo a esa muchacha a la que llevaba más de diez años, estaba ansiosa por concretar su propósito y en tanto la boca escarbaba en el rubio vellón sumiéndose en la succión de aquel maravilloso clítoris, su mano exploró de arriba abajo la vulva, separando los labios para introducir dos dedos en la vagina. Entretanto Cristina, permanecía dubitativa, expectante por el aspecto casi siniestro que mostraba esa vulva rasurada y entreabierta en el pulsar espeluznante de una flor carnívora.
Con una mezcla de repugnancia y curiosidad, respondiendo a la excitación que Emilia provocaba en su sexo, acercó la boca y la tufarada cálida que invadió su olfato la compulsó a lamer esas carnes oscurecidas. Entonces sí, el picor agridulce accionó un disparador desconocido en su mente y abrazándose a los muslos, hundió la boca inexperiente en el sexo, lamiendo y chupando los jugos del orgasmo con vehemente desesperación.
Instintivamente hábil, Emilia había pasado sus brazos por debajo de las caderas de Cristina para, envolviendo a las nalgas, llegar a excitar con los dedos la entrada a la vagina y la boca ya no se contentaba con macerar en tierno martirio al clítoris sino que atrapaba entre los dientes las aletas carneas que parecían desbordar al sexo y tiraba de ellas como si pretendiera arrancarlas para luego soltarlas abruptamente. Involuntariamente, Cristina la imitaba en todo y muy pronto, sus cuerpos amalgamados en uno solo, iniciaron un ondular que fue creciendo en intensidad y cuando las dos mujeres alcanzaron el clímax de la excitación, se revolcaron en el asiento abrazadas férreamente como dos luchadoras hasta que el alivio las alcanzó y en medio de espasmódicos remezones, gozaron de la felicidad de aquel primer orgasmo compartido.
Cuando se repusieron del desmayado contento con que habían satisfecho las ignoradas pero naturales inclinaciones homosexuales de todo ser humano, Emilia la condujo al dormitorio. Paradas frente a frente y mientras acariciaba lánguidamente los flancos palpitantes de Cristina, esta dejó deslizar las manos sobre sus hombros para luego atraerla y depositar un trémulo beso en sus labios. Conmovida por esa ternura que le demostraba no haber estado desacertada al imaginar que el sentimiento nacido entre ellas era mutuo y emitiendo un emocionado sollozo de contento, dejó a su lengua ir al encuentro de la otra.
Con los ojos en los ojos y dejando escapar contenidos suspiros mientras que estrechamente unidas, se extasiaban en el juego de lenguas y labios, dejando que las manos recorrieran con levedad las pieles erizadas por ese cosquilleo enloquecedor que iba invadiéndolas. Los globos temblorosos de la joven presionaron los senos de la mujer mayor y los duros pezones parecían querer derrotar a los suyos en prepotente restregar. Emilia sentía que, como si fuera una chiquilina en su debut sexual, se iba en desmayados suspiros y entonces asió las nalgas de Cristina para acercar la pelvis a su sexo. En ávida respuesta, la muchacha hizo lo mismo y comenzaron con una serie de meneos en imitación a ralentados coitos.
La boca golosa de Emilia comenzó a deslizarse por el cuello de Cristina y tras arribar al pecho cubierto de rubor, lamió esa minúscula erupción para buscar luego los gránulos de las aureolas, embelesada por la flexibilidad que mostraban los pezones ante el azote de la lengua. Mientras una de sus manos colaboraba con la boca alternándose sobre los senos, la otra se aventuró en la entrepierna para ir a rascar en la velluda mata rubia.
El roce de las yemas de los dedos en los mojados tejidos de la vulva terminó por enajenarla y, arrodillándose delante de Cristina, aspiró con fruición los efluvios salobres que emanaba el sexo palpitante de la muchacha. Afirmada sobre sus pies, aquella había abierto las piernas flexionadas y cuando buscó con el flamear de su lengua la raja de la vulva, ella misma cooperó separando con dos dedos los labios saturados de sangre.
Puntiaguda y vibrante como la de un áspid, la lengua escarceó en el interior del óvalo iridiscente y, tras fustigar casi con crueldad los fruncidos pliegues, se alojó sobre el ya erguido capuchón del clítoris, sometiéndolo al intenso castigo de su tremolar. Emilia había aprendido en carne propia que cualquier cosa era válida para excitar a un sexo femenino y, haciéndole alzar una pierna para que enganchara el pie sobre su hombro, además de la lengua y los labios, a imitación de lo que le hiciera alguna vez su marido, utilizó la nariz para someter al triángulo carneo del clítoris y la sólida punta del mentón para restregarla a lo largo de los pliegues.
Esa nueva experiencia extraviaba la razón de la joven, quien musitaba dulces palabras de asentimiento y estregaba con las manos sus propios senos. Excitada ella misma con la calentura de Cristina y sin dejar de estimularla con la boca, hundió dos dedos en la vagina para iniciar el frenético vaivén de un coito vertical, logrando que la muchacha esparciera el derrame de sus jugos a través de los dedos, escurriendo hasta mojar toda su mano.
Atendiendo a sus gimoteos y jadeos complacidos, lacondujo hacia la cama y, haciéndola poner de rodillas sobre el borde con las nalgas alzadas apuntando hacia el exterior, se acuclilló detrás y reinició el succionar al sexo, extendiendo la actividad de labios y lengua hasta los fuertemente rosados frunces anales. Mientras sorbía con fruición los fluidos que aun seguían rezumando de la vagina y escurrían sobre la tersura de los muslos interiores, envió la lengua a que explorara sobre la prieta estrechez del ano para, con paciencia y mucha saliva, conseguir su dilatación, permitiéndole introducir la punta de la lengua envarada entre sus frunces.
Aquella combinación inédita había puesto fuera de control a Cristina, quien azotaba con sus puños la cama al tiempo que sollozaba proclamando temerosa su virginidad anal y entonces fue cuando Emilia extendió una mano para sacar del cajón de la mesa de noche el delgado tubo de desodorante íntimo con el que se contentaba por las noches en improvisado consolador. Sin dejar de estimular al ano con la lengua, apoyó la oblonga punta de la tapa en la entrada a la vagina y empujó. Empujó lentamente, ya que ignoraba la capacidad de resistencia de Cristina a las penetraciones. La muchacha se estremeció al sentir la rigidez del falo artificial invadiéndola y con la boca abierta en un grito mudo, dejó escapar profundos gemidos de complacido sufrimiento.
Aquello alegró tanto a la mujer que, acuclillándose de costado, pasó una mano por el vientre de Cristina para restregar el sexo humedecido desde abajo y en esa posición pudo dar mayor vigor a la otra. Penetrando hasta sentirlo tocar el fondo, fue retirándolo para sacarlo totalmente de la vagina y cuando la joven expresó su alivio en un hondo suspiro, volvió a penetrarla de la misma forma.
Ese coito placenteramente maligno se prolongó por varios minutos en los que Emilia sintió el inmenso goce que le proporcionaba someter sexualmente a otra mujer. Sin embargo, la sensación era tan intensa que la sacaba de quicio y, mientras contemplaba subyugada como la vagina permanecía abierta, dejándole vislumbrar esa especie de boca desdentada con su interior rosado, esperaba ansiosamente que volviera a contraerse para reiniciar la penetración.
Arañando la tela de las sábanas, Cristina había dado a su cuerpo un lento hamacarse que dejaba en evidencia la forma en que disfrutaba la cópula. Entonces, Emilia fue colocándola suavemente de costado y estirando una de sus piernas la colocó contra su pecho al tiempo que, como si fuera un hombre, empujaba al consolador con todo el peso del cuerpo puesto en la pelvis. Así estuvieron debatiéndose un rato hasta que, sacando el consolador del sexo, Emilia se acostó boca arriba en la cama y, sosteniéndolo erguido contra su sexo dilatado, le pidió a la azorada Cristina que la montara.
La joven rubia le demostró que no carecía de vocación dominante; acatando gozosa sus indicaciones, se ahorcajó para arrodillarse sobre ella y así, hizo descender su cuerpo hasta que todo el falo que sobresalía la penetró por completo. Iniciando un lento galope, jineteó al miembro sintiendo como su punta restregaba duramente el fondo vaginal y entonces, obedeciendo a sus propios impulsos, fue inclinando el torso hasta que sus senos oscilantes rozaron contra los de Emilia. Estirando los brazos, tomó entre sus manos el rostro de su amiga y, comenzando a besarla con frenética gula, inauguró un ir y venir del cuerpo meneando la pelvis para sentir como el falo la penetraba en ángulos insólitamente placenteros.
La jubilosa euforia de la joven contagió a Emilia quien, dio media vuelta para quedar ella cabalgando a su amante. Acomodándole las piernas, las entrecruzó con las suyas de manera que su izquierda quedara debajo de la derecha de Cristina y la derecha sobre la izquierda. Sacando la verga del sexo, la roció con abundante saliva por ambos extremos y, tras volver a introducirla en la vagina de la muchacha, hizo lo propio en la suya con la punta roma de la base. Penetrándose en pequeños remezones y, cuando toda el falo estuvo en el interior de ambas, incitó a la muchacha para que con su mano derecha aferrara la suya en imitación de una pulseada.
Con bríos juveniles, fueron impulsando sus cuerpos uno contra el otro, sintiendo como se socavaban mutuamente y las inflamadas carnes de sus sexos se estrellaban y restregaban con vigor. Asidas fuertemente y apoyadas en los brazos izquierdos, irguieron sus torsos sin poder despegar los ojos de los de la otra, distendiendo sus bocas en espléndidas sonrisas que alternaban con broncos gemidos de satisfacción, hasta que el orgasmo las alcanzó simultáneamente y se dejaron caer en la cama en medio de agónicos lamentos de placer.