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El vórtice y el otoño

Nada es imperioso, porque el mundo se expande desde nosotros y no hay más universo que tu cuerpo y el mío recién desnudos sobre la alfombra. Nuestras lenguas se lamen, se reconocen y entrelazan, recorren encías, labios y dientes y se chupan mutuamente. Me bebo tu saliva mientras mi sexo se endurece contra tu pubis tibio y anhelante y tus manos inquietas dibujan caminos en mi espalda. No quiero separarme de tu boca, pero no hay eternidad posible, entonces desciendo al cáliz de tus tetas de niña y me detengo a saborearte los pezones frutales. Tu cuerpo vibra y se arquea cuando las junto con mis manos y muerdo, chupo, lamo hasta que te sobreviene el primer orgasmo. Mi lengua es un caracol itinerante haciendo surcos a través del desierto de tu cintura, va y viene, se detiene a hurgarte el ombligo y lentamente desciende rumbo al vórtice de tu hirviente entrepierna. Allí me quedo a vivir, o a morir el infinito de esa dimensión donde nada es el tiempo y el espacio. El olor tuyo, único de hembra única, combustiona mi pasión encendida y me dispara el rayo de la urgencia. Mientras despliego el repertorio de mi oralidad enardecida, con mis brazos abarcando la feminidad poderosa de tus glúteos, voy girando mi cuerpo y lo pego fuertemente al tuyo. Ahora siento el fuego de tu boca envolviéndome la pija y un placer salvaje y frenético se apodera de todas mis sensaciones. Enlazados, fundidos, simbióticos, nos seguimos sorbiendo como cachorros recién nacidos y rodamos sobre la cama. La pinza de tus muslos me aprisiona la cabeza, tu gozo es mi gozo y sólo somos bocas y sexos en acción.



No quiero acabar todavía, a pesar de que tu éxtasis se empecina en lo contrario; entonces me desprendo de la vorágine, te pongo boca arriba y continúo explorándote las piernas con mi lengua enloquecida. Cuando llego a tus pies de deidad pagana, me detengo y comienzo el rito de la adoración, mientras me estremezco con tus gemidos ahogados por el placer. Me deleito besándote dedo por dedo, delimitando el territorio con mi baba de macho. Entonces te abro y recojo las piernas y me coloco sentado como el loto frente a tu cuerpo. Me recuesto hacia atrás, busco con mi pie derecho el calor mojado de tu concha ávida y lentamente te lo voy metiendo hasta que tus estertores me avisan que otra vez estás estremecida de orgasmo. Mientras te desvanecés de placer, te agarro los pies, los llevo a mi verga enhiesta y furiosa y comienzo a masturbarme con ellos, enseguida te dejo hacerlo sola. Cierro los ojos y me entrego al doble paraíso de tu vulva hirviente frotándose contra mis dedos y tus adoradas patitas subiendo, bajando y poblándome de placeres extremos.



Ahora sí, percibo que se avecina el fin; me encantaría embadurnarte dedos, uñas, plantas y talones con mi semen caliente, pero esta vez quiero cogerte por la boca. Me levanto presuroso, y sin decirte nada me pongo a horcajadas sobre tu pecho, tu boca recibe ansiosa la dureza de mi miembro y la engulle con fruición. Yo te tomo de la cabeza con mis manos entrelazadas en tu pelo revuelto y me dejo llevar por el frenesí de un vaivén endemoniado, hasta que los borbotones de leche me sacuden el cuerpo y el alma y se desbordan de tus labios. Me recuesto a tu lado y volvemos al comienzo de bocas soldadas, en un inmenso beso fundante con sabor a mi propio semen…



Ya sé que para vos es apenas el inicio, que tu cuerpito menudo recién comienza a vibrar y ansía más, me exige y te demanda más, pasaste de nivel, me lo cuenta la lascivia de tu mirada adolescente. Boca arriba te miro como suplicándote algún tipo de clemencia, yo soy un hombre grande y vos un capullo que se empieza a abrir en las postrimerías de mi otoño. Pero es inútil, te montás sobre mi pierna y cabalgás hasta el infinito, con tu conchita tibia lacerándose frenética contra la pelambre ruda de mi muslo. Tu boquita roja y fresca me escupe la cara desde las alturas, mientras tu mano de ángel transparente me endurece la pija otra vez, milagro de tu candor morboso y del maravilloso Viagra. No puedo creer que esto me esté pasando a esta altura de mi madurez. Me emociono de asombro cuando tu pelo rubio y lacio me acaricia el pecho mientras el volcán de tu mínimo sexo se va engullendo tramo a tramo toda mi virilidad. La primera vez te sorprendiste porque mi verga era más gruesa que tu brazo y más me sorprendí yo cuando descubrí los placeres que eras capaz de prodigarle y que todas las pequeñas cavidades de tu cuerpo se dilataban elásticas para albergarla con lujuriosa hospitalidad.



Te veo el placer inconmensurable reflejado en mi placer, en tu mirada perversa y niña que despilfarra expresiones como un caleidoscopio. Sabés que no voy a acabarte, aunque te refriegues contorsionista contra mi poste, aunque me lo exprimas y lo empalagues con tu lava ácida y ardiente, aunque aúlles lobita y te desahogues en estertores una y otra vez, no voy a acabarte. Entonces, hembrita saciada, te desempalás, me montás dada vuelta con los pringosos agujeros contra mi cara de lengua afuera, e inútilmente intentás ordeñarme con las dos manos, con tu lengua viboreante y tus dientecitos castañeteando furiosos mordiscos en mi glande inflamado como una manzana.



"Son las seis –te digo con pena- ya terminó la clase", son invariablemente mis últimas palabras de cada jueves, antes de ver cómo te vestís lenta y minuciosamente, te alisás el pelo y la pollera tableada, enfundás el violín casi con ternura, me tirás un beso con el índice derecho y desaparecés de mi atelier como se esfuman las alucinaciones.


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